las cuatro de la tarde del lunes, se levantó el telón para estrenar la obra Fígaro Scaramouche ante un auditorio que llenaba las tres cuartas partes de la plaza del mercado. El señor Binet atribuyó el éxito a la afluencia de gente que había llegado para la feria de Guichen y al magnífico desfile que su compañía había hecho por las calles del pueblo a la hora en que estaban más concurridas. André-Louis, en cambio, lo atribuyó al título de la obra. Fue el nombre de Fígaro el que atrajo a lo más escogido de la burguesía, que llenaba más de la mitad de las localidades de veinte perras chicas y tres cuartas partes de los asientos de doce. El anzuelo había funcionado. Que continuara o no haciéndolo, dependía del modo en que el argumento concebido por él fuera interpretado por la Compañía Binet. Del mérito de su argumento no tenía duda. Los autores cuyos elementos había conjugado, estaban entre los mejores, de modo que en honor a la verdad el éxito les correspondía a ellos.
La compañía estuvo a la altura del desafío. El público siguió con gusto las intrigas de Scaramouche, se deleitó con la belleza y lozanía de Climéne, se conmovió hasta llorar ante el duro destino que, durante cuatro largos actos, la mantuvo alejada de los amantes brazos del bello Léandre, chilló de placer ante la ignominia de Pantalone, y se rió de las bufonadas de Arlequín y de la cobardía de Rhodomont.
El éxito de la Compañía Binet en Guichen estaba garantizado. Aquella noche los actores bebieron vino de Borgoña a expensas del director. La recaudación llegó a la suma de ocho luises, es decir, el mejor negocio que Binet había hecho en toda su carrera, y estaba tan satisfecho que no cabía en sí. Incluso llegó a admitir que parte del éxito se debía al señor Parvissimus.
—Sus indicaciones —dijo definiendo exactamente su participación en la obra— me fueron de gran ayuda, como advertí desde el primer momento.
—Y también su pericia cortando las plumas —gruñó Polichinela—. No olvide eso. Es muy importante tener al lado un hombre que sepa cortar bien las plumas, y lo tendré en cuenta cuando decida meterme a autor.
Pero ni siquiera esta burla pudo malograr la alegría del señor Binet.
El martes se repitió el éxito artístico y aumentó el económico. Diez luises y siete libras fue la enorme suma que después de la función André-Louis, el portero, le entregó a Binet, quien nunca había visto tanto dinero junto. Y menos en una miserable aldea como Guichen, que sin duda era el último lugar del mundo donde hubiera podido esperarse semejante caudal.
—¡Ah, es que hay feria en Guichen! —le dijo André-Louis—. Hay aquí gente de Nantes y de Rennes que viene a comprar y a vender. Mañana, último día de la feria, el público será más numeroso aún. Los ingresos aumentarán.
—¿Aumentarán? Me conformaría con que siguieran como hasta ahora, amigo mío.
—De eso puede estar seguro —afirmó André-Louis—. ¿Bebemos otra copa de Borgoña?
Y entonces ocurrió la tragedia. Se anunció con una sucesión de golpes y trastazos que culminaron en un estrépito al otro lado de la puerta que hizo que todos se pusieran en pie alarmados.
De un salto, Pierrot corrió a abrir la puerta, y vio en el suelo, al pie de la escalera, a un hombre tendido boca abajo. Se quejaba, por tanto, aún vivía. Pierrot se acercó para darle la vuelta al cuerpo y descubrió que era Scaramouche, haciendo muecas y quejándose amargamente.
Todos los comediantes apretujados detrás de Pierrot se echaron a reír.
—Siempre te dije que cambiaras tu personaje por el mío —gritó Arlequín dirigiéndose al caído—. Eres excelente cayéndote. ¿Cuántas veces lo has ensayado?
—¡Desalmado! —gritó Scaramouche—. He estado a punto de descalabrarme, ¿y aún te ríes de mí?
—Es verdad. Deberíamos llorar porque no te has descalabrado del todo. Levántate —contestó Arlequín tendiéndole una mano.
Scaramouche cogió aquella mano, aferrándose a ella para incorporarse, pero lanzó otro grito y volvió a desplomarse.
—¡Mi pie, mi pie! —se quejó.
Asustado, Binet se abrió paso a través del grupo de actores. No era la primera vez que el destino le jugaba una mala pasada de ese tipo. A eso se debía su aprensión.
—¿Qué te pasa en el pie?
—Creo que me lo he roto —contestó Scaramouche.
—¿Roto? ¡Bah! Levántate ahora mismo —dijo cogiéndolo para ponerlo en pie.
Scaramouche se incorporó sobre un solo pie dando alaridos, y cuando quiso apoyar el otro, se le dobló y hubiera vuelto a caerse de no ser porque Binet lo sostenía. El salón se llenó con los aullidos del accidentado mientras Binet echaba por la boca sapos y culebras.
—¿Tienes que balar como un ternero, estúpido? Estáte quieto. Pronto, traed una silla.
Llegó la silla y Scaramouche se derrumbó en ella.
—Déjame echarle un vistazo a ese pie.
Sin hacer caso de sus gritos, Binet le quitó el zapato y la media.
—¿Qué tiene este pie? —preguntó examinándolo minuciosamente—. Nada que yo pueda ver.
Volvió a cogerlo, sosteniendo el talón en una mano y la punta del pie en la otra, y entonces le dio una vuelta al tobillo. Scaramouche chilló de agonía hasta que Climéne detuvo la maniobra de su padre agarrándolo por el brazo.
—¡Dios mío! ¿Es que no tienes sentimientos? —le reprochó a su padre—. Se ha hecho daño en el pie. ¿Por qué le torturas? ¿Crees que así lo vas a curar?
—Es que no veo nada en ese pie, nada que justifique esos gritos. Tal vez sólo se lo ha rozado…
—Si sólo se lo hubiera rozado no gritaría tanto —dijo Madame, asomándose por el hombro de Climéne—. Tal vez se ha dislocado el tobillo.
—Eso me temo —gimió Scaramouche.
Binet se apartó muy disgustado.
—Llevadlo a la cama —dijo— y que venga a verlo un médico.
Así lo hicieron. Después de ver al enfermo, el médico informó que no era nada grave, que evidentemente al caerse se había torcido un poco el pie, y que bastarían unos días de reposo para que se recuperara.
—¡Unos días! —gritó Binet—. ¡Rediós! ¿Significa eso que no puede caminar?
—Es imposible, lo más que podría hacer sería dar un par de pasos.
El señor Binet le pagó al médico y se sentó a reflexionar. Bebió un vaso de Borgoña de un solo trago y se quedó sentado mirando fijamente el vaso vacío.
—¿Por qué tendrán que pasarme siempre estas cosas? —masculló sin dirigirse a nadie en particular. Los miembros de su compañía le miraban en silencio compartiendo su consternación—. Tenía que haber previsto que algo así iba a sucederme desde el momento en que la suerte empezaba a sonreírme en muchos años. Ahora todo ha acabado. Mañana nos vamos. ¡El mejor día de la feria, en la cumbre del éxito, con cerca de quince luises al alcance de la mano! ¡Oh, Dios mío!
—¿Va a suspender la función de mañana? —preguntó André-Louis, y Binet y los demás se volvieron a él.
—¿Acaso podemos representar el Fígaro Scaramouche sin Scaramouche? —exclamó Binet con sorna.
—Por supuesto que no —dijo André-Louis acercándose—. Pero sí podríamos reorganizar el reparto. Por ejemplo, tenemos un excelente actor en Polichinela.
El aludido hizo una profunda reverencia.
—¡Esa alabanza me abruma! —dijo irónicamente.
—¡Pero ya tiene un papel! —objetó Binet.
—Un papel insignificante que Pasquariel podría interpretar.
—¿Y quién hace el de Pasquariel?
—Nadie. Se suprime. La obra no se resentirá por eso.
—Éste piensa en todo —dijo burlón Polichinela—. ¡Qué hombre!
Pero Binet no estaba del todo convencido.
—¿Sugieres que Polichinela podría hacer el papel de Scaramouche? —preguntó incrédulo.
—¿Por qué no? Tiene bastante oficio.
—¡Otra vez estoy abrumado! —comentó Polichinela.
—¿Un Scaramouche con ese aspecto? —dijo Binet señalando con el dedo la facha de Polichinela.
—¡A falta de algo mejor! —dijo André-Louis.
—¡Primero me abruma y ahora me aplasta! —esta vez la reverencia de Polichinela fue magistral—. De hecho, tendré que salir a tomar el aire antes de que me ruborice.
—¡Vete al diablo! —ladró Binet.
—Tanto mejor —Polichinela abrió la puerta, en cuyo umbral se detuvo para declarar en forma terminante—: Escúchame bien, Binet, ahora no pienso hacer el papel de Scaramouche bajo ninguna circunstancia.
Y muy dignamente hizo mutis. André-Louis alzó los brazos y los dejó caer:
—Lo has echado a perder todo —le dijo a Binet—. Esto hubiera podido arreglarse fácilmente. Pero en fin, tú eres el jefe, y si así lo quieres, nos marcharemos.
Y también salió. El señor Binet se quedó un rato pensando. Después se levantó apresuradamente y alcanzó al joven en la puerta de la calle.
—Vamos a dar una vuelta, amigo Parvissimus —le dijo afablemente.
Cogió por el brazo a André-Louis y se lo llevó a pasear por las calles más concurridas del pueblo. Después de atravesar la plaza del mercado, se dirigieron al puente.
—No creo que tengamos que irnos mañana —le anunció Binet—. De hecho, mañana por la noche actuaremos aquí.
—Hablas como si no conocieras a Polichinela. Está muy…
—No estoy pensando en Polichinela.
—Y entonces ¿en quién?
—En ti.
—Me halagas. ¿Y en qué sentido has pensado en mí? —preguntó André-Louis, que había notado algo demasiado lisonjero para su gusto en la voz del señor Binet.
—Pues para que hagas el papel de Scaramouche.
—¡Sueñas! —dijo André-Louis—. ¿O me estás tomando el pelo?
—Nada de eso. Estoy hablando muy en serio.
—Pero yo no soy actor.
—Pero has dicho que podrías serlo.
—En ciertas ocasiones… Y si acaso, en papeles menores…
—Pues aquí tienes un gran papel. Ésta es tu ocasión de llegar a la cúspide. ¿Cuántos hombres han tenido una suerte así?
—Es una suerte que no ambiciono, señor Binet. Será mejor que cambiemos de tema.
André-Louis mostraba indiferencia, entre otras razones, porque intuía en la actitud de Binet algo vagamente amenazador.
—Cambiaremos de tema cuando a mí me plazca —dijo Binet dejando traslucir en sus untuosas palabras un destello de dureza—. Mañana por la noche actuarás en el papel de Scaramouche. Tienes la figura ideal, la sagacidad y la mordacidad requeridas para interpretar a ese personaje. Tendrás un gran éxito.
—Lo más probable es que tenga un rotundo fracaso.
—Eso no importa —dijo Binet cínicamente y enseguida se explicó—: El fracaso sería tuyo, pero los ingresos ya estarían en mi bolsillo.
—Muy amable de tu parte —dijo André-Louis.
—Mañana por la noche haremos quince luises.
—Es una gran desgracia que te hayas quedado sin Scaramouche —dijo André-Louis.
—Pero es una suerte que haya encontrado otro, señor Parvissimus.
André-Louis se soltó del brazo de Pantalone.
—Empieza a cansarme tu insistencia —dijo—, regreso a la posada.
—Un momento, señor Parvissimus. Si he de perder esos quince luises, comprenderás que busque una compensación por otra vía…
—Eso no me concierne, señor Binet.
—Perdón, señor Parvissimus. Me parece que sí te concierne —y diciendo esto Binet volvió a cogerlo del brazo—. Por favor, te ruego que cruces la calle conmigo. Vamos sólo hasta la oficina de Correos. Allí quiero enseñarte algo.
André-Louis llegó con él hasta la puerta de Correos. Antes de leer la hoja de papel clavada en la puerta de la estafeta, ya había adivinado su contenido: pagaban veinte luises a quien ayudara a capturar a un tal André-Louis Moreau, abogado de Gavrillac, un acusado de sedición al que se buscaba por orden del procurador del rey.
Binet le observó mientras leía. Todavía estaban cogidos del brazo y Pantalone no lo soltaba.
—Y ahora, amigo mío —dijo—, escoge entre ser el cómico Parvissimus y actuar mañana como Scaramouche o ser André-Louis Moreau, de Gavrillac, e ir a Rennes a vértelas con el procurador del rey.
—¿Y si estuvieras en un error? —dijo André-Louis ocultándose tras una máscara imperturbable.
—Me arriesgaré a equivocarme —dijo Binet—. Delante de mí dijiste que eres abogado. Eso fue una indiscreción, querido amigo.
Es demasiada coincidencia que dos abogados, en una misma región, tengan que ocultarse al mismo tiempo. Como ves, no hay que ser muy ingenioso para llegar a descubrirte. En fin, André-Louis Moreau, abogado de Gavrillac, ¿qué vas a hacer?
—Hablaremos de eso mientras regresamos —dijo André-Louis.
—¿De qué hablaremos?
—De un par de cosas. Debo saber cuál es el terreno que estoy pisando. Caminemos, por favor.
—Muy bien —dijo Binet mientras regresaban, sin soltarle el brazo por temor a que fuera a escaparse. Pero era una precaución inútil. André-Louis no era hombre que gastase su energía en vano, y sabía que su fuerza física no era nada comparada con la del corpulento Pantalone.
—Si yo cediera ante tu persuasiva elocuencia —dijo André-Louis suavemente—, ¿qué garantía me darás de no ir a venderme por veinte luises después de que me hayas utilizado como actor?
—Te doy mi palabra de honor —dijo enfáticamente el señor Binet.
André-Louis se echó a reír.
—¡Oh, ahora me hablas de honor! Realmente, señor Binet, ¿crees que soy un imbécil?
—Tal vez tengas razón —gruñó Binet, furioso, aunque rojo de vergüenza—. Pero ¿qué garantía puedo darte?
—No lo sé.
—Ya dije que seré fiel a mi palabra.
—Hasta que te resulte más rentable venderme.
—En tus manos está hacer que sea más rentable para mí no perderte. A ti debemos el éxito que hemos tenido en Guichen. Como ves, lo confieso con franqueza.
—En privado —agregó André-Louis.
El señor Binet pasó por alto el sarcasmo.
—Lo que aquí has hecho por nosotros con Fígaro Scaramouche puedes hacerlo en otras partes con otros argumentos. Como es lógico, a mí no me conviene perderte. Ésa es tu garantía.
—Sin embargo, esta noche estabas dispuesto a venderme por veinte luises.
—Porque… ¡rediós!… ¡Me sacaste de quicio negándome un servicio que puedes prestarme! Si yo fuera tan canalla como supones, te hubiera podido vender el sábado pasado. Me gustaría que nos comprendiéramos mejor, querido Parvissimus.
—Por favor, no te disculpes. ¡Sería una lata!
—Es lógico que te burles de mí. Nunca pierdes ocasión de burlarte. Eso te traerá muchos problemas en la vida. Bueno, ya hemos llegado a la posada y todavía no me has dicho cuál es tu decisión.
André-Louis le miró.
—Tengo que ceder, por supuesto. No tengo elección.
El señor Binet soltó al fin su brazo y le dio una cariñosa palmada en la espalda.
—Bien dicho, muchacho. No lo lamentarás. Si yo sé algo de teatro, puedes estar seguro de haber tomado la gran decisión de tu vida. Mañana por la noche me lo agradecerás.
André-Louis se encogió de hombros y avanzó hacia el hotel. Binet le llamó:
—¡Parvissimus!
André-Louis se volvió para ver cómo aquel enorme hombre le tendía la mano a la luz de la luna.
—¿Sin rencor? Es algo que no me gusta acumular en la vida. Nos damos las manos y olvidamos todo esto.
André-Louis le contempló disgustado. Estaba a punto de estallar. Pero comprendió que sería ridículo, casi tan ridículo como astuto y vil era Pantalone. Sonrió y estrechó la mano que el otro le ofrecía.
—¿Sin rencor? —insistió Binet.
—Sin rencor —repitió André-Louis.