Capítulo III

LA entrada de los cómicos de la legua en el pueblo de Guichen no fue tan triunfal como deseaba Binet, pero sí lo bastante solemne como para dejar boquiabiertos a aquellos aldeanos que veían en aquellas fantásticas criaturas a seres venidos de otro mundo. En primer lugar iba la silla de posta, traqueteando y rechinando, tirada por dos caballos flamencos. La guiaba el obeso y macizo Pantalone con un traje escarlata y una enorme nariz de cartón. Detrás, en la caja del coche, iba sentado Pierrot, con un camisón blanco cuyas mangas eran tan largas que le colgaban, unos anchos calzones del mismo color y tocado con una especie de solideo negro. Tenía la cara enharinada y soplaba una estridente trompeta.

Sobre el techo del coche, iban juntos Polichinela, Scaramouche, Arlequín y Pasquariel. Polichinela vestía de blanco y negro; con su jubón a la moda del siglo anterior, tenía sendas jorobas, una por delante y otra por detrás; además de una blanca gorguera y un antifaz negro. Iba de pie, haciendo equilibrios para sostenerse en medio del vaivén del carruaje, y tocando un tambor. Los otros tres estaban sentados en el techo, con las piernas colgando hacia fuera. Scaramouche, todo vestido de negro a la usanza española del siglo XVII, lucía grandes mostachos y rasgueaba una guitarra desafinada. Arlequín, con un remendado traje de cuadros con los colores del arco iris, llevaba una espada de madera, una mascarilla negra, y entrechocaba unos platillos. Pasquariel, disfrazado de boticario, con gorro puntiagudo y delantal blanco, hacía reír a los curiosos accionando una enorme jeringa de hojalata que emitía un doloroso chirrido.

Asomadas a las ventanillas de la silla de posta, e intercambiando frases con la gente, iban las tres mujeres de la compañía. Climéne, la dama enamorada, bellamente ataviada de satén floreado, ocultaba sus rizos naturales bajo una peluca en forma de calabaza que le daba aspecto de dama a los ojos de la chusma. Madame, en su papel de madre de la joven enamorada, vestía con un esplendor tan exagerado que era ridículo. Su peinado era una monstruosa estructura adornada con flores y plumas de avestruz. Colombina estaba sentada frente a ellas, de espalda a los caballos, en actitud de falsa modestia, con su gorro de blanca muselina y su vestido a rayas verdes y azules.

Lo increíble era que aquella vieja silla de posta, que en sus buenos tiempos había servido de coche a alguna dignidad eclesiástica, no se desfondara y se limitara a chirriar bajo aquella carga excesiva e irreverente.

Detrás venía la casa con ruedas conducida por el delgado Rhodomont, con la cara embadurnada de rojo y un enorme bigote que le daba un aire aún más terrible. Llevaba botas altas y ceñidas, tahalí de cuero, un sombrero de fieltro de ala ancha con pluma, y a medida que avanzaba, alzaba la voz amenazando y maldiciendo. En el techo del carro, estaba sentado el galán solitario. Léandre vestía traje de satén azul, con gorguera de encaje, espada pequeña, el cabello empolvado, lunares postizos, impertinentes y zapatos de tacón rojo. Encarnaba al perfecto cortesano, y las mujeres de Guichen se lo comían con los ojos. Él consideraba natural todo aquello, y devolvía sus miradas con coquetería. Al igual que Climéne, parecía estar aparte del resto de los miembros de la compañía.

Al final venía André-Louis, conduciendo los dos asnos que arrastraban el carro cargado con la utilería. Había insistido en ponerse una máscara con larga nariz postiza para hacerse el gracioso, pero en realidad era para disfrazar su verdadera identidad. Como no llevaba ningún disfraz, nadie le prestaba atención a aquel hombre que caminaba junto a los asnos, pues lo consideraban un ser del todo insignificante, de lo cual él se alegraba en el alma.

Así le dieron la vuelta a la ciudad, cuya animación ya empezaba a notarse, viéndose aquí y allí los preparativos para la feria de la semana siguiente. De vez en cuando la cabalgata se detenía, cesaban los trompetazos y el redoble del tambor, y Polichinela pregonaba a voz en cuello que a las cinco en punto de aquella tarde, en la plaza del viejo mercado, la famosa compañía de improvisadores del señor Binet estrenaría una comedia en cuatro actos titulada El padre cruel.

Así llegaron frente al ayuntamiento, que dominaba el mercado abierto a los cuatro vientos a través de sus soportales abovedados donde se habían colocado gradas para el público. Desde la plaza, los picaros y los rácanos reacios a pagar la entrada podrían ver fugazmente algunos momentos de la obra.

Poco acostumbrado al trabajo manual, para André-Louis aquélla fue la tarde más activa de su vida. Levantaron el tablado en un extremo del mercado, y él comenzó a comprender cuan duro era ganarse quince libras mensuales. Al principio fueron cuatro dedicados a esa tarea, más bien tres, pues Pantalone sólo impartía órdenes. Despojados de sus galas, Rhodomont y Pierrot ayudaban a André-Louis en la carpintería. Mientras tanto, los otros cuatro comían en compañía de las señoras. Media hora después, cuando llegaron los que estaban comiendo para relevarlos, André-Louis y sus compañeros fueron a comer, dejando a Polichinela al frente del trabajo.

Cruzaron la plaza en dirección a la pequeña posada donde se habían alojado. En el estrecho pasillo, André-Louis coincidió con Climéne, que ya se había quitado su aristocrático vestido, mostrándose ahora en apariencia normal.

—¿Le gusta este trabajo? —le preguntó ella.

—Tiene sus compensaciones —dijo él medio en broma y medio en serio, sin que pudiera saberse qué pensaba a ciencia cierta.

—¿Nada más empezar ya necesita compensaciones?

—De hecho las necesité desde el principio —replicó él—. Y como las intuí, me sentí atraído.

Estaban absolutamente solos, pues los demás ya estaban en otra habitación comiendo.

André-Louis, que conocía mejor a los hombres que a las mujeres, no comprendió que la femineidad de la joven, sutil e imperceptiblemente, se le ofrecía.

—¿Cuáles son esas compensaciones? —preguntó ella con afectado candor. Casi al borde del precipicio, André-Louis dijo abruptamente:

—Quince libras al mes.

Por un momento ella le miró intrigada. Aquel hombre era desconcertante. Pero enseguida recobró su presencia de ánimo.

—Y además —dijo ella—, también hay cama y comida. No olvide esto último, pues ya su comida debe de estarse enfriando.

¿No viene?

—¿No ha comido aún? —preguntó él.

—No —replicó ella con un movimiento de su cabeza—. Estaba esperando…

—¿A quién? —preguntó él inocentemente esperanzado.

—A cambiarme de vestido, tonto —respondió ella bruscamente.

Habiéndole arrastrado hasta el tajo, como ella creía, ahora podría degollarle. Pero André-Louis no tenía pelos en la lengua.

—Y, por lo visto, dejó los modales colgados en la percha junto con su vestido de gran dama, señorita.

El rostro de la joven enrojeció.

—Es usted un insolente —se quejó.

—Eso me han dicho varias veces. Pero no lo creo. Primero las damas —dijo abriendo la puerta para cederle el paso, y se inclinó, con una gracia que la confundió, aunque no era más que una copia del garbo de Fleury, de la Comedia Francesa, tan admirado por André-Louis cuando estudiaba en el Liceo Louis Le Grand.

—Muchas gracias, señor —contestó ella en tono de desdén.

Mientras comían, Climéne no volvió a dirigirle la palabra. En cambio, se dedicó con inusual amabilidad al anhelante Léandre, aquel pobre diablo que en la escena no lograba actuar como su enamorado porque en la vida real sí lo estaba.

André-Louis devoró sus arenques y su pan moreno. Era una comida humilde, pero en aquel invierno de escasez, era lo único a que podían aspirar los pobres, y como los negocios de la compañía no iban nada bien, André-Louis estaba obligado a aceptar filosóficamente los sinsabores de la situación.

—Supongo que tiene usted un nombre —le dijo Binet en el transcurso de la comida y durante una pausa de la conversación.

—Claro que sí, creo que me llamo Parvissimus[11].

—¿Parvissimus? ¿Acaso es un apellido? —preguntó Binet.

—En una compañía donde sólo el jefe goza del privilegio de tener un apellido, no sería correcto que lo imitara quien no es más que el último mono. Por eso tomo el nombre que mejor me cuadra y creo que es Parvissimus, lo más pequeño.

A Binet le divertía aquello. Era curioso que aquel advenedizo tuviera tanta imaginación.

—¡Oh, estoy seguro de que podremos trabajar juntos en los argumentos!

—Lo preferiría a hacer de carpintero —confesó André-Louis.

A pesar de todo, aquella tarde tuvo que volver a su tarea, y trabajar sin parar un momento hasta las cuatro, hora en que el exigente Binet dio por terminados los preparativos y le ordenó a André-Louis que dispusiera la iluminación, que en parte eran velas de sebo, y en parte, lámparas en las que ardía aceite de pescado.

A las cinco en punto de la tarde sonaron los tres golpes de bastón y se levantó el telón, dando inicio a la obra titulada El padre cruel.

Entre las funciones que André-Louis heredó del desaparecido Félicien, estaba la de portero, para lo cual tenía que disfrazarse de Polichinela con una larga nariz de cartón. Así lo acordaron de buen grado, pues de este modo el señor Binet estaba más seguro de que el recién reclutado no se largaría con los ingresos, y, al mismo tiempo, André-Louis —que no era ajeno a la desconfianza de Pantalone— evitaba que nadie lo reconociera en Guichen.

La puesta en escena resultó floja en todos los sentidos; el auditorio fue escaso y poco entusiasta. En los primeros bancos del mercado apenas había unas veintisiete personas; once de las cuales habían pagado veinte perras chicas por cabeza, y doce las otras diecisiete. En los bancos del fondo, había otras treinta personas a seis perras chicas por cabeza. En total se recaudaron dos luises, diez libras y dos perras chicas. Cuando el domingo el señor Binet hubiera pagado el alquiler del mercado, la luz y los gastos de la posada, no quedaría gran cosa para pagarles a los actores. Así que no era extraño que el buen humor del señor Binet se hubiera amargado aquella noche.

—¿Qué le pareció? —le preguntó a André-Louis cuando terminó la función.

—Podía haber sido peor, pero es difícil imaginarlo. Sorprendido, el señor Binet lo miró:

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Es usted franco!

—Una impopular virtud entre los necios, ¿no cree?

—Pero yo no soy necio —dijo Binet.

—Por eso soy franco con usted. Lo hago en honor a la inteligencia que supongo en usted.

—¿Seguro? —preguntó Binet—. ¿Y quién diablos es usted para suponer nada? Sus suposiciones son presuntuosas, señor.

Y dicho esto, se sumió en el más profundo silencio, entregándose a calcular mentalmente sus escasas ganancias.

Pero en la mesa, media hora después, reanudó el tema.

—Nuestra última adquisición, el excelente señor Parvissimus —anunció—, ha tenido el descaro de decirme que nuestra comedia hubiera podido ser peor, pero que difícilmente alguien pudiera imaginar algo así.

Y diciendo esto hinchó sus carrillos invitando a los demás a reírse de la necedad del crítico.

—Es muy malo —dijo irónicamente Polichinela, quien se mostraba tan serio como Rhodomont—. Pero es mucho peor que el público haya tenido la desfachatez de pensar lo mismo que él.

—Son una partida de ignorantes y maleducados —dijo Léandre sacudiendo desdeñosamente su bella cabeza.

—Te equivocas —dijo Arlequín—. Has nacido para el amor, querido amigo, pero no para la crítica.

Léandre que, como sabemos, era escaso de entendederas, miró despreciativamente a su interlocutor y le preguntó:

—Y tú ¿para qué has nacido?

—Nadie lo sabe —admitió con candidez—. Ni tampoco se sabe por qué nací. Tal es el caso de muchos de nosotros, querido amigo, puedes creerme.

—Pero ¿por qué dices que Léandre se equivoca? —preguntó Binet frustrando el principio de una bonita discusión.

—Porque, por regla general, siempre se equivoca. Y también porque considero al público de Guichen demasiado refinado para apreciar El padre cruel.

—Sería más exacto decir —intervino André-Louis, que era el verdadero causante del debate— que El padre cruel es demasiado poco refinado para el público de Guichen.

—¿Cuál es la diferencia? —preguntó Léandre.

—Ninguna. Simplemente he sugerido que es una manera más feliz de decir lo mismo.

—Nuestro amigo es muy sutil —se burló Binet.

—¿Y por qué es un manera más feliz? —preguntó Arlequín.

—Porque es más fácil acercar El padre cruel al refinamiento del público de Guichen que aproximar al público de Guichen al poco refinamiento de El padre cruel.

—A ver, a ver, dejadme pensar —gimió Polichinela llevándose las manos a la cabeza.

Pero desde la otra punta de la mesa, sentada entre Colombina y Madame, Climéne se dirigió a André-Louis:

—Le gustaría modificar la comedia, ¿no es verdad, señor Parvissimus?

—Yo lo aconsejaría —dijo él inclinando la cabeza.

—¿Y cómo lo haría?

—¿Yo?, pues mejorándola.

—¡Por supuesto! —ironizó ella—. ¿Pero cómo?

—Sí, eso, que nos diga cómo lo haría —rugió Binet, añadiendo—: Silencio, damas y caballeros, que va a hablar el señor Parvissimus.

André-Louis miró primero al padre, luego a la hija y sonrió:

—¡Dios mío! —exclamó—. Estoy entre la espada y la pared. Si escapo con vida de ésta, puedo considerarme afortunado. Pero ya que insistís, os diré lo que haría. Volvería a leer el texto original de la obra, y lo escribiría de nuevo más libremente.

—¿El original? ¿Qué original? —preguntó Binet, que supuestamente era el autor de la obra.

—Pues el original, que creo que se titula El señor de Pourceaugnac y que escribió Moliere.

Alguien rió disimuladamente, pero no fue el señor Binet. Su orgullo estaba herido, y en sus ojos apareció algo muy distinto a su habitual bondad.

—¿Me está acusando de plagiario? —dijo finalmente—. ¿Cree que le robo las ideas a Moliere?

—Siempre existe —dijo André-Louis imperturbable— la posibilidad de que dos grandes artistas coincidan en su trabajo.

El señor Binet estudió al joven atentamente. Le halló impenetrable y decidió arremeter de nuevo.

—Entonces ¿no ha querido decir que yo he plagiado a Moliere?

—Lo que he querido decir es que lo haga —fue la desconcertante réplica de André-Louis.

El señor Binet se quedó pasmado.

—¡Me aconseja el plagio! ¡Me aconseja a mí, Antoine Binet, que a mis años me vuelva un ladrón!

—¡Es un ultraje! —clamó indignada la damisela.

—¡Un ultraje! ¡Ésa es la palabra! Te agradezco que la hayas dicho, querida hija. O sea, señor mío, que confío en usted, le siento a mi mesa, disfruta el honor de entrar en mi compañía, y encima tiene el atrevimiento de aconsejarme que me convierta en un ladrón, que perpetre el peor robo que puede concebirse, el robo de las cosas espirituales, el robo de las ideas. Esto es intolerable. Temo haberme equivocado profundamente acerca de usted, del mismo modo que usted parece haberse equivocado conmigo. No soy un bribón, como usted supone, y no quiero en mi compañía a un hombre que se atreve a aconsejarme que lo sea. ¡Es un ultraje!

Estaba colérico. Su voz retumbaba en la pequeña habitación y todos estaban amedrentados, con los ojos clavados en André-Louis, que era el único absolutamente tranquilo en medio de aquel huracán de virtuosa indignación.

—¿Se da cuenta, señor —dijo André-Louis con toda su santa calma— de que está insultando la memoria de un ilustre muerto?

—¿Eh? —exclamó Binet. André-Louis argumentó:

—Está insultando la memoria de Moliere, la gloria de nuestro teatro, y una de las más grandes de nuestro país, cuando sugiere que haya vileza en intentar lo que ni él ni ningún otro gran autor vacilaron en hacer. Está en un error si supone que Moliere se preocupó en ser original en materia de ideas. Está en un error si cree que las historias que nos relata en sus obras nunca antes habían sido relatadas. Como supongo que sabe, aunque parece que lo ha olvidado momentáneamente y por eso tengo que recordárselo, la mayoría de sus temas salieron de las obras de autores italianos, quienes a su vez los sacaron de sabe Dios dónde. Moliere tomó esas viejas historias y las volvió a contar adaptándolas a su lenguaje. Y esto es, precisamente, lo que le he aconsejado que haga. Su compañía es una compañía de improvisadores. Ustedes hilvanan el diálogo mientras actúan, lo cual es mucho más de lo que se propuso Moliere. Puede, si lo prefiere, aunque me parece que sería ceder a un exceso de escrúpulo, ir directamente a Boccaccio o a Sacchetti. Pero ni siquiera entonces podría estar seguro de haber llegado a las fuentes originales.

Después de esta explicación, André-Louis quedaba airoso. Era un gran polemista, capaz de hacer que lo negro pareciera blanco, y viceversa. La compañía quedó impresionada, sobre todo Binet, quien en lo sucesivo disponía de un argumento demoledor contra aquellos que en el futuro pudieran acusarle de plagiario, lo cual —dicho sea de paso— era en verdad. Disimuladamente, bajó la guardia y adoptó un tono más conciliador:

—¿Cree entonces —dijo tras la larga ovación que todos dedicaron a André-Louis— que nuestra comedia El padre cruel podría enriquecerse con una relectura de El señor de Pourceaugnac, obra que, tras pensarlo mejor, efectivamente presenta algunas similitudes superficiales con la mía?

—Eso pienso, siempre y cuando lo haga con prudencia. Las cosas han cambiado de Moliere acá.

De resultas, el señor Binet se retiró temprano, llevándose consigo a André-Louis. Toda la noche permanecieron juntos, y el domingo por la mañana volvieron a reunirse.

Después de comer, Binet leyó ante la compañía reunida la nueva versión de El padre cruel, corregida y aumentada bajo la supervisión de Parvissimus. Nadie dudaba acerca de quién era el verdadero autor de aquel nuevo argumento. El lenguaje, la garra que tenía la historia, hacía que aquellos que conocían la obra de Moliere enseguida captaran que, lejos de aproximarse al original, el nuevo argumento se alejaba de él. El protagonista de Moliere, cuyo nombre daba título a la obra, había devenido un papel insignificante, para gran disgusto de Polichinela, que era quien lo encarnaba. Pero los otros personajes habían crecido en importancia, salvo el de Léandre, que seguía siendo igual que antes. Dos grandes papeles eran ahora el de Scaramouche, que interpretaba a Sbrigandini, y el de Pantalone, que hacía de padre. Había también un papel cómico para Rhodomont, quien personificaba al matón contratado por Polichinela para aniquilar a Léandre. Y en vista de la importancia que ahora tenía Scaramouche, la obra fue rebautizada con el título de Fígaro Scaramouche. Lo cual no se consiguió sin una tenaz oposición por parte del señor Binet. Pero su inexorable colaborador, que en realidad era el autor de la nueva versión, al fin logró convencerlo.

—Tenemos que estar a tono con nuestro tiempo, señor. Beaumarchais está arrasando en París. Su Fígaro es conocido hoy en todo el mundo. Tomemos un poco de su gloria. Eso atraerá a la gente. Todos preferirán ver un Fígaro a medias antes que ver una docena de Padres crueles. En consecuencia, echemos la capa de Fígaro sobre algún personaje, y proclamemos esto en nuestro nuevo título.

—Pero… yo estoy a la cabeza de la compañía —empezó a decir Binet sin mucha convicción.

—Si es tan ciego a sus intereses, pronto será una cabeza sin cuerpo. ¿Y de qué le serviría eso? ¿Acaso pueden los hombros de Pantalone lucir la capa de Fígaro? Veo que ríe, porque la idea le resulta absurda. El personaje más indicado para lucir la capa de Fígaro es Scaramouche, su hermano gemelo por naturaleza.

Así tiranizado, el tirano Binet cedió, consolado por la reflexión de que si no entendía una palabra de teatro, por lo menos había adquirido por quince libras al mes algo que le haría sanar después muchos luises.

El entusiasmo con que la compañía acogió el nuevo argumento le dio la razón. La excepción fue Polichinela, pues con las transformaciones había perdido protagonismo, y declaró que la nueva versión era una fatuidad.

—¡Ah! ¿Te atreves a decir que mi obra es fatua? —le preguntó Binet.

—¿Tu obra? —dijo Polichinela sacándole la lengua—. Perdón. No me había dado cuenta de que eras el autor.

—Pues ya va siendo hora de que te enteres.

—Me parece que como autor estás demasiado unido al joven Parvissimus —insinuó Polichinela descaradamente.

—Y si así fuera, ¿qué? ¿Qué quieres dar a entender con eso?

—¡Oh, nada, supongo que lo tienes cerca para que te corte bien las plumas!

—A ti sí que te cortaré las orejas si no te muestras un poco más respetuoso —dijo el enfurecido Binet.

Polichinela se levantó lentamente.

—¡Por Dios! —dijo—. Si Pantalone quiere hacer el papel de Rhodomont, lo mejor será que me vaya. No resulta nada divertido interpretando a ese personaje.

Y así, fanfarroneando, se fue antes de que el señor Binet, mudo de rabia, pudiera recobrar el habla.