IENTRAS almorzaba con sus nuevos amigos detrás de la casa con ruedas y bajo el sol, que suavizaba el rigor de aquella fría mañana de noviembre, André-Louis advirtió que los cómicos eran tan curiosos como alegres y atractivos. Al parecer, no les preocupaba nada. Y hasta podría decirse que les divertían las privaciones de su vida nómada. Eran amables y teatrales hasta en los actos más cotidianos; exageraban sus gestos; engolaban la voz, buscaban las palabras más grandilocuentes. Realmente, parecían seres de otro mundo, un mundo irreal que sólo aludía a la realidad cuando ponían en escena una farsa, a la luz de las candilejas. Estaban unidos por lazos de lealtad y compañerismo, y André-Louis reflexionó cínicamente que esta armonía pudiera ser la causa de su aparente irrealidad. En el mundo real, la ambición y la competencia envidiosa impedían que surgiera un ambiente de amistad como aquél.
La compañía la formaban once personas: tres mujeres y ocho hombres que se llamaban entre ellos por el nombre de sus respectivos personajes, nombres que aludían genialmente a los arquetipos que representaban y que nunca cambiaban, fuera cual fuere la obra teatral representada.
—Somos —explicó Pantalone a André-Louis— una de las pocas compañías que aún conservan la tradición de la Comedia del Arte italiana. No queremos abusar de nuestra memoria ni frustrar nuestro talento con parlamentos altisonantes, fruto de las desdichadas lucubraciones de un autor. Cada uno de nosotros es su propio autor al mismo tiempo que actor. Somos improvisadores. Improvisamos al estilo de la noble escuela italiana.
—Ya me di cuenta —dijo André-Louis— cuando sin querer asistí al ensayo de vuestras improvisaciones.
Pantalone frunció el ceño:
—Veo que usted es bastante irónico, por no decir mordaz. Eso está muy bien. Es el temperamento que encaja con su fisonomía. Pero en este caso se equivoca. El ensayo que vio es excepcional entre nosotros. Simplemente era necesario para adiestrar a Léandre en su papel de galán. Tratamos de inculcarle el arte que no le dio la naturaleza. Si siguiera fracasando y no hiciera honor a nuestra escuela… Pero, en fin, no echemos a perder esta armonía anticipando cosas desagradables que espero puedan evitarse. Con todos sus defectos, queremos a nuestro Léandre. Y ahora voy a presentarle a los miembros de nuestra compañía.
Primero señaló al amable y alto Rhodomont, a quien André-Louis ya conocía.
—Sus piernas son tan largas y su nariz tan ganchuda que le han hecho merecedor de los papeles de furibundos capitanes —explicó Pantalone—. Sus pulmones han justificado nuestra elección. Hay que oír cómo ruge. Al principio le llamamos Spavento o Épouvante[8]. Pero eran nombres demasiado vulgares para tan gran artista. Desde los tiempos en que el genial Mondor asombraba al mundo, no se ha vuelto a ver a un matón tan impetuoso en el escenario. Por eso decidimos conferirle el nombre de Rhodomont que Mondor hizo famoso, y le doy mi palabra de actor y de caballero, pues soy caballero, señor mío, de que nuestro bautismo ha quedado plenamente justificado.
Sus ojillos brillaban en el abotargado rostro mientras miraba al actor elogiado. El terrible Rhodomont se ruborizó como una colegiala cuando André-Louis se dedicó a escrutarlo solemnemente.
—Después tenemos a Scaramouche, a quien también ya conoce. A veces hace el papel de Scapin, y otras, de Coviello. Pero déjeme decirle que el papel en el que más se destaca es en el de Scaramouche. Incluso más de la cuenta, pues no sólo es Scaramouche en la escena, sino también en la vida real. Tiene un don especial para la intriga y, en ocasiones, puede llegar a ser agresivo; nunca deja de ser Scaramouche y no pierde ocasión de demostrarlo. Podría decir algo más sobre él, pero soy de naturaleza caritativa y amo a todo el mundo.
Scaramouche miró burlón a su maestro y siguió comiendo tranquilamente.
—Ustedes dos se parecen en el carácter, pues Scaramouche es bastante mordaz —le dijo Pantalone a André-Louis, y continuó presentando a su compañía—: Ese bribón de la gran nariz que hace muecas con la cara, lógicamente es Pierrot. ¿Acaso podía ser otro?
—Yo podría interpretar galanes perfectamente —dijo el rústico querubín.
—Una ilusión típica de Pierrot —comentó desdeñosamente Pantalone—. Ese rufián grandullón que está allí, el de las cejas tupidas, que parece que nació viejo y cuyos apetitos aumentan con los años, es Polichinela. La naturaleza le designó para ese papel. Ése tan ágil y pecoso es Arlequín; no el Arlequín con lentejuelas que últimamente ha degenerado tanto, sino el auténtico y original primogénito de Momo, el estrafalario de la Comedia del Arte, harapiento, imprudente, cobarde y payaso sinvergüenza.
—Como verá, cada uno de nosotros —dijo Arlequín imitando al director de la compañía— ha sido designado por la naturaleza para el papel que representa.
—Físicamente, amigo mío… sólo físicamente, o de otro modo no nos costaría tanto enseñar a Léandre su papel de galán enamorado. Aquí está Pasquariel, que a veces es boticario, a veces notario, otras lacayo y en ocasiones amable amigo servicial. También como hijo de Italia, tierra de glotones, es excelente cocinero. Y por último, estoy yo que, como padre de toda la compañía, represento dignamente el papel de Pantalone, padre de la damisela, aunque a veces haga de cornudo, o de ignorante doctor. Pero por regla general siempre soy Pantalone. Además, soy el único que tiene un apellido. Un verdadero apellido. Me llamo Binet, señor mío.
Entonces señaló a una rubia rolliza de unos cuarenta y cinco años que sonreía sentada en el primer peldaño de la casa ambulante.
—Y ahora vienen las señoras: la primera por orden de antigüedad es Madame.
Es dueña, madre y nodriza, según las circunstancias.
Simple y regiamente, la conocen por el nombre de Madame.
Si alguna vez tuvo otro nombre, hace tiempo que lo ha olvidado. En cuanto a esa picaronaza de la nariz respingona y la boca grande, es nuestra graciosa Colombina.
Y así llegamos a mi hija, Climéne, una jovencita cuyo talento no tiene rival fuera de la Comedia Francesa, a la que tiene el mal gusto de aspirar.
La encantadora Climéne sacudió sus bucles castaños y rió, sosteniéndole la mirada a André-Louis.
Sus ojos, que ahora sí podía ver, no eran azules como antes había creído, sino castaños.
—No le crea, caballero. Aquí soy una reina, y prefiero ser reina aquí que esclava en París.
—Señorita —dijo André-Louis poniéndose solemne—, siempre será una reina donde quiera que se digne reinar.
Por toda respuesta, la joven le dedicó una tímida y seductora mirada entornando los párpados. Mientras tanto, su padre le gritaba a Léandre:
—¿Oíste? Frases como ésa son las que tienes que ensayar. Léandre enarcó las cejas y se encogió de hombros:
—¿Esa frase? ¡No es más que un lugar común! André-Louis soltó una carcajada de aprobación:
—Léandre —le dijo a Pantalone— tiene más talento del que usted le concede. No deja de ser sutil considerar una trivialidad una frase en la que se llama reina a la señorita Climéne.
Algunos de los presentes se echaron a reír, incluido el señor Binet:
—¿Ha creído que tiene el talento de decirlo deliberadamente? ¡Bah! Sus sutilezas son todas inconscientes.
La conversación se desvió por otros cauces, y pronto André-Louis supo lo que aún ignoraba sobre la compañía de la legua.
Iban hacia Guichen, donde pensaban actuar en la feria, que había de inaugurarse el martes siguiente. Al mediodía harían su entrada triunfal en la ciudad en cuyo mercado montarían el escenario.
El espectáculo tendría lugar el sábado por la noche y consistía en el estreno de un argumento[9] del señor Binet, que estaban seguros dejaría atónitos a los pueblerinos.
Al llegar a este punto de la conversación, Pantalone suspiró y se dirigió a Polichinela, sentado a su izquierda:
—Vamos a echar de menos a Félicien —dijo—. No sé cómo nos las vamos a arreglar sin él.
—Ya inventaremos algo —dijo Polichinela sin dejar de masticar.
—Siempre dices lo mismo, a pesar de que eres el menos indicado para pensar.
—No me parece tan difícil sustituir a Félicien —intervino Arlequín.
—Sería fácil si estuviéramos en un lugar civilizado. Pero ¿cómo vamos a encontrar entre los aldeanos de Bretaña a alguien que tenga ni siquiera su escaso talento? —dijo el señor Binet volviéndose a André-Louis para explicarle—: Félicien era nuestro administrador, tramoyista, carpintero y gerente, y a veces, incluso actuaba.
—Supongo que haría el papel de Fígaro —replicó André-Louis riéndose.
—¡Ah! Veo que conoce a Beaumarchais —dijo Binet, contemplando al joven con renovado interés.
—Es bastante conocido.
—Tal vez en París, pero no sabía que su fama hubiera llegado hasta los páramos de Bretaña.
—Sucede que yo viví algunos años en París. Estudié en el Liceo de Louis Le Grand. Allí me familiaricé con sus obras.
—Es un hombre peligroso —sentenció Polichinela.
—Tienes razón —dijo Pantalone—. Un hombre ingenioso, aunque yo sea poco amigo de usar los textos de los autores. Pero su ingenio es responsable de la difusión de muchas de las nuevas ideas subversivas. Creo que esa clase de escritores deberían prohibirse.
—Seguramente el señor de La Tour d’Azyr piensa lo mismo —dijo André-Louis apurando su vaso, lleno del vino peleón de los cómicos.
De no haber recordado Binet gracias a quién estaban allí acampados, y que ya había transcurrido media hora desde la visita de los soldados, ese comentario hubiera dado lugar a una discusión. Con una agilidad sorprendente en alguien tan corpulento, Pantalone se puso en pie de un salto y empezó a dar órdenes, como un mariscal en el campo de batalla.
—¡Hala, muchachos! No podemos estar aquí todo el santo día tragando y tragando. El tiempo vuela y aún queda mucho por hacer si queremos entrar en Guichen al mediodía. ¡A vestirse! Hay que desmontar el campamento en menos de veinte minutos. ¡Vamos, señoras! A ver si os ponéis lo más guapas posible. Todos los ojos de Guichen estarán sobre vosotras, y de la primera impresión que causéis dependerán los aplausos.
¡Vamos, vamos!
Todos le obedecieron sin rechistar. Al instante, toda la vajilla y lo que sobró de la comida fue a parar a cestas y cajas. Enseguida el terreno quedó despejado, y las tres damas, instaladas en el carruaje. Los hombres ya subían a la casa con ruedas cuando Binet se dirigió a André-Louis:
—Ahora tenemos que irnos —dijo con cierto dramatismo—. Quedamos para siempre vuestros amigos y deudores.
Y le estrechó la mano a André-Louis cuyas ideas, en el último momento, se habían reorganizado rápidamente. Recordando la seguridad que contra sus perseguidores había encontrado entre los miembros de la compañía de la legua, pensó que en ningún otro sitio podría estar mejor oculto, hasta que dejaran de buscarlo.
—Caballero —dijo—, vuestro deudor soy yo. No todos los días se tiene la dicha de comer en tan ilustre compañía.
Sospechando alguna ironía, los ojillos de Binet escudriñaron al joven. Pero en su cara sólo encontró candor y buena fe.
—Me quedo aquí a regañadientes —siguió diciendo André-Louis—. Sobre todo porque no veo motivos para que nos separemos.
—¿Cómo? —dijo Binet frunciendo el ceño y retirando la mano que André-Louis retenía entre las suyas más tiempo del debido.
—Puede que haya reparado en el hecho de que soy una persona en busca de aventuras —explicó André-Louis—. Y en este momento no tengo rumbo fijo. Por eso no es extraño que lo que he podido observar, tanto en usted como en su distinguida compañía, me haya inspirado el deseo de seguirlos tratando. Usted ha dicho que necesitaban a alguien para sustituir a vuestro Fígaro, creo que se llamaba Félicien. No tome a mal mi sugerencia, pero creo que podría desempeñar esas tareas tan diversas como ingratas…
—Usted siempre con su peculiar ironía, amigo mío. Si no fuera por eso, podríamos discutir su proposición —dijo Binet entornando sus pequeños ojos.
—Podemos discutirla, desde luego. Si me acepta, tendrá que aceptarme tal como soy. En cuanto a mi sentido del humor, que según parece le causa recelo, podría convertirse en una cualidad muy rentable.
—¿Cómo?
—De varias formas. Por ejemplo, podría enseñar a Léandre a cortejar a una dama.
Pantalone prorrumpió en una ruidosa e interminable carcajada.
—Por lo que se ve, tiene usted mucha confianza en su capacidad de enseñar. La modestia no es su fuerte.
—La modestia no es la cualidad principal en un actor. —¿Se siente capaz de actuar?
—Creo que sí, en ocasiones —dijo André-Louis evocando su actuación en Rennes y en Nantes, donde gracias a su capacidad histriónica[10] había llegado al corazón de las masas. El señor Binet se quedó pensando un rato.
—¿Qué sabe de teatro? —preguntó.
—Todo lo que hay que saber —dijo André-Louis.
—¿No os dije que la modestia no es vuestro fuerte?
—Juzgue usted mismo. Conozco las obras de Beaumarchais, Eglantine, Mercier, Chenier y otros muchos de nuestros contemporáneos. Y por supuesto, he leído a Moliere, a Racine, a Corneille, amén de otros grandes escritores franceses. Entre los autores extranjeros, estoy familiarizado con las obras de Gozzi, Goldoni, Guarini, Bibbiena, Maquiavelo, Secchi, Tasso, Ariosto y Fedini. De los clásicos de la antigüedad, conozco toda la obra de Eurípides, Aristófanes, Terencio, Plauto…
—¡Basta! —rugió Pantalone.
—Pero si esto es sólo el principio de mi lista —dijo André-Louis.
—Puede guardar el resto para otro día. Por todos los santos del cielo, ¿qué le ha llevado a leer a tantos autores dramáticos?
—Aunque soy una persona humilde, estudio a la Humanidad, y hace algunos años descubrí que el hombre está íntimamente retratado en las obras de teatro.
—Es un descubrimiento original y profundo —dijo Pantalone muy serio—. A mí nunca se me hubiera ocurrido. Sin embargo, es cierto. Es una verdad que dignifica nuestro arte. Para mí está claro que usted es un hombre de talento. Lo supe desde el primer momento. Puedo leer en el alma de un hombre, y lo supe desde que dijo: «Buenos días». Y ahora, dígame una cosa: ¿cree que podría ayudarme a redactar un argumento? Mi cabeza, atareada con los mil detalles de la organización, no siempre está despejada para ese tipo de trabajo. ¿Cree que podría ayudarme en eso?
—Estoy seguro.
—Claro que sí. Yo también estaba seguro. Los otros trabajos de Félicien los aprenderá en un periquete. Bien, bien, si así lo desea, puede venir con nosotros. Supongo que querrá que fije un salario…
—Es lo habitual —dijo André-Louis.
—¿Qué le parece diez libras al mes?
—Me parece que no es precisamente un Potosí.
—Puedo llegar hasta quince —dijo Binet de mala gana—. Los tiempos que corren son malos.
—Yo haré que sean mejores para usted.
—No lo pongo en duda. Entonces, ¿estamos de acuerdo?
—De acuerdo —dijo André-Louis. Y así entró al servicio de Tespis.