L llegar al camino de Rédon, André-Louis, obedeciendo más al instinto que a la razón, se volvió hacia el sur y echó a andar casi mecánicamente. No tenía una idea clara de adonde iba, ni de adonde debía ir. En aquel momento lo más importante era poner la mayor distancia posible entre él y Gavrillac.
Tenía la vaga idea de volver a Nantes, y una vez allí, empleando el arma recién descubierta de su retórica, excitar al pueblo para que le protegiera como primera víctima de la persecución que él había anunciado y contra la cual les había llamado a las armas. Pero esta idea no era más que una indefinida posibilidad que no acababa de convencerle.
Mientras tanto se reía a solas pensando en Fresnel, tal como lo había dejado, con la boca tapada y los ojos echando chispas. «Para no ser un hombre de acción —escribiría más tarde— creo que lo hice bastante bien»… Es una frase a la que André-Louis Moreau recurre más de una vez en sus Confesiones. Constantemente recuerda que no es un hombre de acción, sino dedicado a la vida contemplativa, y es como si pidiera excusas cada vez que la necesidad le obliga a actos violentos. Todo parece indicar que esta insistente distinción filosófica —por lo demás bastante justificada— es una prueba de su obsesiva vanidad. A medida que aumentaba su cansancio, se deprimía más a causa de los reproches que se hacía a sí mismo. No había sido sensato insultar al señor de Lesdiguiéres. «Es mucho mejor —escribe André-Louis en alguna página— ser malo que ser estúpido. La mayoría de las miserias de este pícaro mundo no son fruto de la maldad, como nos enseñan los curas, sino de la estupidez». Y de todas las estupideces, la que más detestaba André-Louis era la cólera. Sin embargo, se había encolerizado con un tipo como el señor de Lesdiguiéres: un lacayo, un frívolo tipejo, un don nadie, a pesar de su poder para hacer el mal. Perfectamente hubiera podido cumplir la misión que se había impuesto a sí mismo sin provocar las iras vengativas del procurador del rey.
Ahora se veía lanzado a la aspereza de la vida, sólo con la ropa que llevaba puesta, un luis de oro y unas cuantas monedas de plata. Y con un conocimiento de la ley que no le serviría para evitar las consecuencias de su infracción.
También poseía el don de la risa, tristemente reprimida desde la muerte de Philippe, un carácter filosófico y ese temperamento optimista y desenfadado que es el bagaje de los aventureros de todas las épocas. Pero todo eso, que habría de contribuir a su salvación, no lo tomaba en cuenta.
Y así estuvo caminando como un autómata, en medio de la obscuridad, hasta que sintió que ya no podía más. Había rodeado la ciudad de Guichen, y ahora, a media milla de Guignen y a siete millas de distancia de Gavrillac, sus piernas se negaban a obedecerle.
Saliendo del camino principal, ya había cruzado a campo traviesa el norte de Guignen cuando de pronto, a su derecha, vio un seto vivo, detrás del cual se alzaba una alta construcción que debía de ser un granero en el límite de un gran prado. Inconscientemente, la silenciosa sombra que proyectaba, le hizo detenerse en su afán de encontrar un techo donde cobijarse. Se quedó un rato vacilando, y luego se dirigió hacia una verja que había situada un poco más allá en el seto. Tras empujarla, llegó al pie del granero. Era tan grande como una casa y, sin embargo, no era más que un gran techo sostenido por media docena de altos pilares de ladrillos. Pero, amontonada debajo del cobertizo, había una gran cantidad de heno que haría las veces de cálido lecho para una noche tan fría como aquélla. En los pilares de ladrillos se empotraban fuertes vigas de madera, cuyas cabezas sobresalían a modo de escalera para que los campesinos pudieran manipular el heno. Con las pocas fuerzas que le quedaban, André-Louis subió por una de aquellas escaleras hasta llegar a lo más alto del montón de heno donde se vio obligado a arrodillarse por falta de espacio para estar de pie. Entonces se quitó la casaca y el cuello postizo, las botas llenas de fango y las medias mojadas. Hizo un hueco en el heno y allí se acostó. Poco después estaba profundamente dormido, ajeno a las tribulaciones que sufría el mundo.
Al despertar, el sol estaba ya muy alto, así que supuso que el día debía de estar ya muy avanzado. Se dio cuenta de esto antes de que pudiera recordar por qué estaba allí. Cuando empezaba a despabilarse, llegó hasta él un murmullo de voces cercanas a las que al principio no dio importancia. Experimentaba una agradable sensación de descanso, el delicioso calor de la paja.
Pero cuando recuperó la conciencia de su situación, sacó la cabeza fuera del heno para oír mejor, y su pulso se aceleró, pues aquellas voces no presagiaban nada bueno. Oyó la voz de una mujer, argentada y musical, aunque algo alarmada:
—¡Oh, Dios mío, Léandre, separémonos ahora mismo! Si mi padre llegara ahora…
Una voz de hombre, más sosegada, afirmó:
—No, no, Climéne, estás equivocada. No viene nadie. Estamos seguros. ¿Por qué te asustas de las sombras?
—¡Oh, Léandre! Tiemblo sólo de pensar que mi padre pudiera encontrarnos aquí juntos.
André-Louis se tranquilizó. Obviamente se trataba de una pareja de enamorados que, teniendo menos que temer que él, estaban mucho más asustados. La curiosidad le hizo abandonar el cálido hueco del heno y aventurarse a echar una ojeada. Tendido boca abajo, estiró la cabeza y miró hacia abajo. En el espacio despejado que había entre el granero y el seto estaba a pareja, jóvenes ambos. Él era un mozo apuesto, de fino perfil y cabellera castaña, atada detrás con ancha cinta de raso negro. Vestía con cierta fatuidad, lo que a primera vista no le favorecía. Su casaca, cortada a la moda, era de terciopelo bastante usado, de color ciruela y adornada con un encaje de plata cuyo primitivo esplendor se había desvanecido. Por falta de almidón, los encajes colgaban como sauces llorones sobre sus delicadas manos. Su calzón era de paño negro, y las medias del más sencillo algodón, cosas ambas que desentonaban con la suntuosidad de la casaca. Calzaba zapatos fuertes y prácticos, con hebillas baratas de pasta negra. De no ser por su simpático aspecto, André-Louis le hubiera calificado como un caballero de hábitos poco honrados. Pero dejó de analizarlo para estudiar a la muchacha. Estudio que sin duda le atraía más, y eso a pesar de siempre andaba entre libros y no era su costumbre desperdiciar su tiempo tomando en consideración a las mujeres.
La niña —pues no era más que eso y a lo sumo tendría veinte años— no sólo tenía un rostro agraciado y un cuerpo atractivo, sino también una vivacidad y una gracia de movimientos que André-Louis nunca había visto coincidir en una sola persona. Y aquella voz musical, argentada, que le había despertado, poseía una modulación que hasta en una mujer fea hubiera sido irresistible. Ataviada con una capa con el capuchón echado hacia atrás, el sol arrancaba destellos de oro a su cabellera, levemente castaña, que enmarcaba con tirabuzones su rostro ovalado. La tez era de una tersura sólo comparable a la de los pétalos de las rosas. Desde donde estaba, André-Louis no podía precisar el color de los ojos, pero el destello bajo la línea obscura de sus pestañas le hizo suponer que serían azules.
Sin saber por qué, André-Louis se molestó al ver a la jovencita hablando tan íntimamente con aquel chico que, al parecer, llevaba los vestidos desechados por algún noble. Aunque no sabía a qué clase social pertenecían ambos, la conversación que sostenían era culta, tanto por el tono de voz como por el léxico que empleaban. André-Louis aguzó los oídos.
—No estaré tranquila hasta que nos casemos —dijo ella—. Sólo entonces sentiré que estoy fuera de su alcance. Y, sin embargo, si nos casamos sin su consentimiento, sólo aumentaremos nuestras tribulaciones. Estoy desesperada.
Evidentemente, el padre de la doncella era un hombre juicioso, que sabía ver claro a través de la deteriorada elegancia del joven sin dejarse engañar por sus hebillas de pasta barata.
—Mi querida Climéne —contestó el muchacho cogiéndole ambas manos—, no tienes por qué desesperarte. No te revelo el plan que he preparado para obtener el consentimiento de tu desnaturalizado padre porque no quiero frustrarte el placer de la sorpresa. Pero puedes confiar en mí y en el astuto amigo de quien te he hablado y que llegará de un momento a otro.
¡Imbécil afectado! ¿Se sabía de carrerilla el discurso o era un idiota pedante que tenía por costumbre expresarse de modo tan amanerado? ¿Cómo aquella encantadora mujer en flor desperdiciaba su perfume con semejante presumido que, para colmo, llevaba el ridículo nombre de Léandre?
Así pensaba André-Louis desde su observatorio. Mientras tanto, ella volvió a hablar:
—Es lo que desea mi corazón, Léandre. Pero me asalta el temor de que sea demasiado tarde para tu estratagema. Hoy tengo que casarme con ese horrible marqués de Sbrufadelli. Ya es mediodía, y está al llegar. Viene a firmar el contrato, para convertirme en la marquesa de Sbrufadelli. ¡Oh! —y soltó un tierno quejido—. El solo hecho de mencionar su nombre me quema los labios. ¡Si fuera mío jamás podría pronunciarlo, jamás! Detesto a ese hombre. ¡Sálvame, Léandre, sálvame, pues eres mi única esperanza!
André-Louis estaba algo desencantado. Tampoco ella correspondía a sus expectativas. Evidentemente se había dejado contagiar por el tono afectado de su ridículo amante. No había ninguna sinceridad en sus palabras. Lo que decía llegaba a la mente pero sin tocar el corazón. Tal vez todo se debía a la antipatía que Léandre le inspiraba a André-Louis.
¡Así que el padre de Climéne quería casarla con un marqués! Eso quería decir que la joven era de alcurnia. ¡Y, no obstante, era capaz de amar a aquel joven aventurero del ajado encaje! Desde luego, reflexionó André-Louis, no otra cosa podía esperarse de una mujer, pues todas las filosofías afirman que son las criaturas más locas de la loca humanidad.
—¡Eso nunca sucederá! —rugía Léandre con ardiente pasión—. ¡Jamás te casarás con él! —decía alzando sus puños al azul del cielo, como Ajax desafiando a Júpiter—. ¡Ah, pero aquí viene nuestro amigo…! —André-Louis no pudo oír el nombre, porque en ese momento Léandre le volvió la espalda—: Él nos traerá buenas noticias, lo sé.
André-Louis miró también en dirección al seto, de donde salió un hombre delgado, vestido con una casaca mugrienta y un tricornio tan hundido en la cabeza que le tapaba el rostro. Cuando se descubrió para hacer una gran reverencia ante la amartelada pareja, André-Louis sonrió pensando que si él hubiera tenido una cara de perro como aquélla también llevaría el sombrero de forma que le cubriera el rostro. Si Léandre aparentaba vestir la ropa desechada por algún noble, el recién llegado parecía ataviarse con la desechada por Léandre. A pesar de su ajado traje y de su feo rostro, no obstante su barba de cuatro días, el recién llegado caminaba garbosamente, dándoselas de príncipe.
—Señor —dijo con tono conspirador—, ha llegado el momento de actuar, pues el marqués ya está aquí.
Abrumados, los jóvenes enamorados se separaron rápidamente. Climéne, retorciéndose las manos, la boca abierta y el pecho palpitando debajo de su blanco chal; Léandre, también boquiabierto, era el vivo retrato de la estupidez y la consternación.
Entretanto, el recién llegado decía:
—Hace una hora estaba en la posada cuando él llegó y, mientras almorzaba, le estudié atentamente. Después de examinarlo, no me queda ninguna duda acerca de nuestro éxito. Respecto a su aspecto físico, podría extenderme acerca de la fatuidad con que la naturaleza le ha dotado. Pero ésta no es la cuestión. Lo que nos interesa es su ingenio. Y confidencialmente os digo que le he encontrado tan imbécil que podéis estar seguros de que caerá en todas las trampas que le he preparado.
—¡Cuéntalo todo! ¡Habla! —imploró Climéne tendiendo las manos en un ademán de súplica que ningún hombre sensible hubiera podido resistir. Pero entonces se contuvo emitiendo un chillido—: ¡Mi padre! —exclamó mirando a los dos hombres que estaban con ella—. ¡Ahí viene! ¡Estamos perdidos!
—¡Huye, Climéne! —dijo Léandre.
—¡Es demasiado tarde! —sollozó ella—. ¡Ya es tarde! ¡Ya está aquí!
—¡Un poco de calma, señorita! Calmaos —dijo el amigo recién llegado— y confiad en mí. Os prometo que todo saldrá bien.
—¡Oh! —exclamó lánguidamente Léandre—. Puedes decir lo que quieras, amigo mío, pero éste es el fin de todas mis esperanzas. Tu astucia nunca podrá sacarnos de este aprieto. ¡Nunca!
Un hombre muy corpulento, con cara de luna llena y una gran nariz, decentemente vestido de acuerdo con el gusto burgués se acercaba desde el seto. Sin duda estaba colérico, pero lo que dijo desconcertó a André-Louis:
—¡Léandre, eres un imbécil! Todo lo dices flojamente, tus palabras no lograrán convencer a nadie. ¿Sabes lo que significan tus frases? Te voy a mostrar cómo se hace —gritó tirando su sombrero al suelo. Entonces se puso al lado de Léandre y repitió las últimas palabras que aquél había pronunciado mientras Climéne y el otro observaban tranquilamente:
—¡Oh! Puedes decir lo que quieras, amigo mío, pero éste es el fin de todas mis esperanzas. Tu astucia nunca podrá sacarnos de este aprieto. ¡Nunca!
La desesperación vibraba en su metal de voz. Entonces se volvió a Léandre.
—Así es como se hace —le dijo irónicamente—. Tu voz tiene que expresar al mismo tiempo pasión, desesperanza, frenesí. No estás preguntándole a nuestro Scaramouche si te ha puesto un remiendo en los calzones, sino que eres un amante desesperado que expresa…
De pronto se calló sobresaltado. André-Louis había soltado una carcajada al comprender lo que sucedía y cómo había sido víctima de un engaño. El eco de su risa resonando bajo la techumbre que tan bien le ocultaba, asustó a los de abajo.
El hombre corpulento fue el primero en recuperar el aplomo, y se expresó con uno de sus habituales sarcasmos:
—¿Lo oyes? —le gritó a Léandre—. ¡Hasta los dioses allá en lo alto se ríen de ti! —Y entonces, dirigiéndose al techo del granero y a su invisible habitante, añadió—: ¿Quién está ahí?
André-Louis apareció, asomando la despeinada cabeza.
—Buenos días —dijo amablemente.
Al arrodillarse, el horizonte que abarcaba su vista se dilató y pudo ver lo que pasaba al otro lado del seto. Allí había una enorme y destartalada carreta atestada de enseres de utilería que una tela impermeable no tapaba por completo y, al lado, una especie de casa con ruedas, de cuya chimenea salía lentamente una columna de humo. Tres caballos y una pareja de burros, todos cojos, pacían tranquilamente la hierba que rodeaba los vehículos. De haberlos visto antes, aquellos trebejos le hubieran aclarado a André-Louis la extraña escena que acababa de desarrollarse ante sus ojos. Al otro lado del seto había más gente, y a través del cercado de matas pasaban ahora otras personas: una muchacha de nariz respingona, que él supuso sería Colombina, la confidenta; un joven delgado y dinámico, el arquetipo idóneo para encarnar a Arlequín, y otro muchacho con cara de tonto.
Todo esto lo había comprendido André-Louis con una mirada, en los escasos segundos que tardó en decir «buenos días». El gordo Pantalone replicó a su saludo:
—¿Qué diablos hacéis ahí arriba?
—Lo mismo que vosotros ahí abajo. Soy un intruso. La entrada aquí está prohibida.
—¿Cómo? —dijo Pantalone mirando a sus compañeros y perdiendo en parte su acostumbrada serenidad. Aunque era algo que hacían con frecuencia, le desconcertó que alguien lo dijera con tanta crudeza.
—¿De quién son estas tierras? —preguntó tratando de aparentar calma.
André-Louis contestó poniéndose las medias:
—Creo que es propiedad del marqués de La Tour d’Azyr.
—Es un nombre muy rimbombante. ¿Es muy severo ese caballero?
—Ese caballero —dijo André-Louis— es el diablo en persona, o si queréis, podría decirse que el diablo es un caballero comparado con él.
—Y sin embargo —observó el joven de aspecto malvado que representaba el papel de Scaramouche—, vos mismo confesasteis que habéis violado su propiedad.
—¡Ah, pero es que yo soy abogado! Y como es sabido, los abogados son tan incapaces de cumplir las leyes como los actores de actuar. Sin embargo, la Naturaleza nos impone ciertas limitaciones, fue ella quien me venció anoche al llegar yo aquí. Por eso dormí en este lugar sin tener en cuenta al muy poderoso señor marqués de La Tour d’Azyr. Y al mismo tiempo, señor Scaramouche, yo no he proclamado mi delito tan abiertamente como vuestra compañía de la legua.
Tras ponerse las botas, André-Louis saltó al suelo en mangas de camisa y con la casaca al brazo. Mientras se la ponía, los pequeños ojos de Pantalón le examinaron detalladamente. Observó que sus vestidos, si bien sencillos, estaban modernamente cortados y eran de excelente paño, que su camisa era de fino cambray y que se expresaba como un hombre culto. Pantalone decidió ser cortés.
—Os agradezco que nos haya avisado, caballero… —empezó a decir.
—Y debéis hacerme caso, amigo mío. Los guardabosques del marqués de La Tour d’Azyr tienen orden de disparar a matar contra los intrusos. Imitadme y levantad el campamento.
Al instante salieron todos por la abertura del seto vivo hasta el ejido donde estaba el improvisado campamento de los cómicos de la legua. Allí, André-Louis se despidió de ellos. Pero cuando ya se iba, vio a un joven comediante lavándose la cara en un cubo colocado sobre una de las gradas de madera que servían de escalera a la casa con ruedas. Al cabo de un momento de vacilación, se volvió al señor Pantalone, quien seguía a su lado, y le dijo:
—Si no fuera mucho pedir, ¿me permitiría imitar a aquel caballero antes de irme?
—¡Hombre, no faltaba más! —dijo Pantalone desbordante de amabilidad—. Eso no es nada. Rhodomont os facilitará lo que necesitéis. En la vida real ese joven es el dandi de la compañía, aunque en el escenario sea el matamoros. ¡Oye, Rhodomont!
El joven que estaba lavándose miró a través de la espuma de jabón. Pantalone dio una orden y Rhodomont, que en efecto era tan gentil y amable como terrible en la escena, le dejó el cubo limpio al visitante para que lo usara.
André-Louis se despojó de nuevo del cuello postizo y de la casaca, se arremangó su camisa y empezó a lavarse mientras Rhodomont le procuraba jabón, toalla, un peine roto y grasa para el pelo. André-Louis rechazó esto último, pero aceptó agradecido el peine. Después de lavarse, con la toalla al hombro, se peinó cuidadosamente la cabellera frente a un pedazo de espejo colgado en la puerta de la casa ambulante.
Mientras tanto el gentil Rhodomont chachareaba a su lado hasta que, de pronto, el fino oído de André-Louis percibió, cercano ya, un ruido de cascos de caballos. Despreocupadamente miró hacia el lugar de donde procedía el sonido, y se quedó de piedra, con el peine en alto. Por el camino venían siete jinetes uniformados con la casaca azul de los gendarmes.
Enseguida supo cuál era la misión de aquella tropa. Fue como si la fría sombra del cadalso se hubiera proyectado sobre él.
Los jinetes se detuvieron frente al campamento y el sargento que estaba al mando, gritó:
—¡Eh, vosotros!
Los cómicos, que serían unos doce, se quedaron pasmados de miedo. Pantalone avanzó dos pasos con la cabeza muy erguida, casi tan majestuoso como el procurador del rey.
—¿Qué diablos queréis? —dijo más bien mirando al cielo que al sargento. Y entonces, alzando la voz, volvió a preguntar—: ¿Qué sucede?
Tras cuchichear entre sí, los gendarmes se acercaron más a los comediantes.
André-Louis, en el primer escalón de la casa con ruedas, siguió peinándose la cabellera desgreñada de manera mecánica e inconsciente. Estaba pendiente del grupo de gendarmes que avanzaba, dispuesto a agarrarse a la primera solución que se ofreciera.
Impaciente, el sargento farfulló:
—¿Quién os ha dado permiso para acampar aquí?
La pregunta no tranquilizó del todo a André-Louis. No podía consolarse con la idea de que aquellos gendarmes estuvieran dedicados solamente a perseguir a los vagabundos y a los intrusos en terrenos ajenos. Eso era sólo una parte de su misión, tal vez con la esperanza de cobrar algún impuesto. Lo más seguro es que vinieran desde Rennes buscando a un joven abogado acusado de sedición. Entretanto, Pantalone seguía gritando:
—¿Que quién nos ha dado permiso? ¿Qué permiso? Esto es campo común, libre para todo el mundo.
Más que sonreír, el sargento hizo una mueca y avanzó más, seguido por sus hombres.
—No hay —susurró una voz detrás de Pantalone— ningún campo común, en el sentido propio de la palabra, en los vastos dominios del marqués de La Tour d’Azyr. Éste es un terreno acotado, y los alguaciles de campo del caballero cobran un impuesto a cuantos traen a pacer aquí a sus bestias.
Pantalón dio media vuelta y vio a André-Louis con la toalla al hombro, el peine en la mano y medio despeinado.
—¡Maldito sea! —estalló Pantalone—. ¡Ese marqués de La Tour d’Azyr debe de ser un ogro!
—Ya os he dicho lo que opino de él —le dijo André-Louis—. En cuanto a esos hombres, más vale que me dejéis hablar con ellos. Tengo experiencia en la materia.
Y sin esperar el consentimiento de Pantalone, André-Louis avanzó hacia los gendarmes. Había comprendido que sólo la osadía podía salvarle.
Cuando estuvo al lado del sargento, sin dejar de peinarse, André-Louis le miró a la cara, sonriendo ingenuamente. Pero, sin hacer caso de la sonrisa, el militar gruñó:
—¿Tú eres el jefe de esta banda de trotamundos?
—Sí… mejor dicho, lo es mi padre —y señaló con el pulgar hacia el señor Pantalone, que estaba a sus espaldas—. ¿Qué se le ofrece, mi capitán?
—Llevaros a todos a la cárcel.
Hablaba en términos tajantes. Los actores estaban aterrados. Con lo dura que era la vida errante de los pobres cómicos de la legua, ahora los amenazaban con la cárcel.
—¿Cómo, mi capitán? Éste es un terreno comunal, libre para todos.
—De eso nada.
—¿Dónde están los cercados? —preguntó André-Louis describiendo un amplio círculo con el peine para indicar la amplia libertad de aquel lugar.
—¡Los cercados! —repitió con sorna el sargento—. ¿Para qué se necesitan cercados? No se puede pacer aquí sin pagar tributo al marqués de La Tour d’Azyr.
—Pero si no estamos paciendo —sonrió ingenuamente André-Louis.
—¡Vete al diablo! ¡Vosotros no estáis paciendo, pero vuestros animales sí!
—¡Sólo un poquito! —se disculpó André-Louis sonriendo de nuevo.
El sargento estaba cada vez más furioso.
—No se trata de eso. Se trata de que estáis cometiendo un robo y eso se paga con la cárcel.
—Técnicamente, usted lleva razón —suspiró André-Louis sin dejar de peinarse y sosteniéndole la mirada al sargento—. Pero si hemos cometido una transgresión, ha sido por ignorancia. Le agradecemos mucho el aviso.
Entonces pasó el peine a su mano izquierda y, metiendo la derecha en el bolsillo del pantalón, dejó oír un tintineo de monedas.
—Lamentamos haberos apartado de vuestro camino. Tomando en consideración la molestia que os hemos causado, ¿querríais hacernos el honor de deteneros en la próxima posada para beber a la salud de… del… señor de La Tour d’Azyr, o a la de cualquier otro de su clase?
El rostro del sargento se desencapotó, aunque no del todo.
—Bueno, bueno —refunfuñó—, pero tenéis que marcharos de aquí. ¿Entendido?
Y se inclinó un poco en la silla alargando la mano en la que André-Louis colocó una moneda de tres libras.
—Nos iremos dentro de media hora —dijo el joven.
—¿Por qué dentro de media hora y no ahora mismo?
—¡Oh, porque tenemos que almorzar!
Los dos hombres se miraron. Después el sargento contemplo la moneda de plata que relucía en la palma de su mano, y la expresión de su rostro se suavizó.
—Después de todo —dijo—, no es nuestro oficio hacer de alguaciles de la hoz del señor de La Tour d’Azyr. Nosotros somos de Rennes —los ojos de André-Louis chispearon a punto de traicionarle—. Pero si permanecéis aquí mucho tiempo, cuidado con los guardabosques del marqués. No están dispuestos a enternecerse. Bueno, bueno… que tengáis buen apetito, señores —se despidió.
—Buen viaje, mi capitán —contestó André-Louis.
El sargento volvió grupas y sus hombres le siguieron, pero cuando ya se iban, se volvió de nuevo.
—Oiga, señor —dijo dirigiéndose a André-Louis, quien enseguida estuvo a su lado—. Estamos buscando a un canalla llamado André-Louis Moreau, de Gavrillac, un fugitivo de la justicia que está condenado a la horca por sedición. ¿Por casualidad habéis visto por aquí a algún individuo sospechoso?
—Creo que sí, vimos a uno —dijo André-Louis audazmente y contento de poder complacer al sargento.
—¿Lo habéis visto? —exclamó el gendarme—. ¿Dónde y cuándo?
—Anoche, en las cercanías de Guignen.
—Sí, sí —dijo el sargento sintiendo que había encontrado una pista.
—Vimos a un individuo que parecía tener miedo de que le reconocieran… Era un hombre de unos cincuenta años…
—¡Cincuenta! —exclamó el sargento desalentado—. ¡Bah! El que buscamos no es más viejo que usted, delgado, de su misma estatura, y con el pelo negro como el suyo. Abran bien los ojos durante el viaje, señor comediante. El procurador del rey, en Rennes, pagará diez luises a quien le informe sobre el paradero de ese sinvergüenza. De modo que si tenéis los ojos abiertos y avisáis enseguida, podéis ganaros diez luises. Una ganancia inesperada para vosotros, ¿verdad?
—Sería un magnífico golpe de suerte, mi capitán —contestó André-Louis riéndose.
Pero el sargento ya había espoleado su caballo haciéndolo trotar para alcanzar a sus soldados. André-Louis seguía sonriendo, en silencio, como solía hacer cuando su peculiar sentido del humor estaba satisfecho.
Entonces se volvió, y regresó despacio adonde estaban Pantalone y el resto de los actores. Pantalone fue a su encuentro con los brazos abiertos. André-Louis creyó que iba a abrazarle.
—¡Dios salve a nuestro salvador! —declamó el corpulento y gordo comediante—. Ya la sombra de la cárcel se cernía sobre nosotros. Porque aunque pobres, somos honrados y ninguno ha sufrido jamás la ignominia de estar en prisión. Lo más probable es que ninguno de nosotros sobreviviría a esa experiencia. Pero gracias a usted, amigo mío, estamos a salvo de eso. ¿Cuál es su magia?
—La magia que en Francia ejerce siempre un retrato del rey. Como habrá podido observar, los franceses son muy leales al rey. Lo aman, sobre todo en efigie, especialmente cuando está acuñada en oro. Pero también lo respetan si es de plata. El sargento se emocionó tanto al ver el noble rostro de Su Majestad, representado en una moneda de tres libras, que su enfado desapareció como por arte de magia, y ha seguido su camino dejándonos partir en paz.
—¡Oh, es verdad, tenemos que levantar el campamento! ¡Hala, muchachos! ¡Vamos, vamos!
—Pero no nos iremos hasta después de almorzar —dijo André-Louis—. El sargento se emocionó tanto que nos concedió media hora para almorzar. Es verdad que habló de la posible visita de los guardabosques. Pero no hay que hacer mucho caso de eso, y si vinieran, de nuevo el retrato del rey, aunque sea de cobre, produciría el mismo efecto. Así pues, mi querido señor Pantalone, pueden almorzar a gusto. Puedo oler el guisado desde aquí, y su aroma me dice que no tengo que desearos buen apetito.
—¡Mi amigo, mi salvador! —dijo Pantalone abrazando al joven abogado—. Te quedarás a almorzar con nosotros.
—Confieso que estaba esperando esa invitación —dijo André-Louis.