Capítulo IX

CAÍA la tarde del siguiente día cuando André-Louis se acercaba a Gavrillac. Consciente de la alarma que causaría la presencia del apóstol de la Revolución que había llamado a las armas al pueblo de Nantes, quiso que se ignorara en lo posible su paso por aquella ciudad. Por eso dio un largo rodeo, cruzando el río en Bruz y volviéndolo a vadear un poco más arriba de Chavagne, aproximándose a Gavrillac por el norte para hacer creer que volvía de Rennes, a donde todos sabían que había partido un par de días antes.

Empezaba a anochecer y, debía de hallarse a una milla del pueblo cuando observó que alguien a caballo avanzaba lentamente hacia él. Estaban a pocos metros de distancia cuando notó que aquella persona se inclinaba para verlo mejor. Enseguida oyó una voz de mujer llamándole:

—¿Eres tú, André? ¡Por fin!

Un poco sorprendido, André-Louis detuvo su caballo, y entonces oyó otra pregunta impaciente, ansiosa:

—¿Dónde estabas?

—¿Que dónde he estado, prima Aline? ¡Oh!… viendo mundo.

—Desde el mediodía he estado recorriendo este camino, esperándote —la joven hablaba anhelosa, apresuradamente—. Esta mañana llegó desde Rennes una compañía de gendarmes a caballo buscándote. Registraron el castillo y el pueblo hasta que descubrieron que regresarías montado en el caballo que alquilaste en la posada El Bretón Armado. Allí están al acecho. Durante toda la tarde te he estado esperando para avisarte y evitar que caigas en la trampa.

—¡Mi querida Aline! ¡Cuánto me duele haberte causado tanta preocupación!

—Eso no tiene importancia.

—Al contrario, es la cosa más importante que me has dicho. El resto sí que carece de importancia.

—¿Pero no te das cuenta de que han venido a arrestarte? —preguntó ella cada vez más impaciente—. Te buscan por sedicioso y por orden del señor de Lesdiguiéres.

—¿Sedicioso? —preguntó André-Louis evocando los acontecimientos de Nantes. Era imposible que en tan poco tiempo tuvieran noticias de ello en Rennes.

—Sí, por sedicioso. A causa del discurso que pronunciaste en Rennes el miércoles.

—¡Ah, eso! —exclamó él—. ¡Bah!

Por el tono aliviado de André-Louis, de haber estado más atenta, ella hubiera comprendido que aquel desdén revelaba el temor a las consecuencias de otra maldad más grave.

—En realidad no fue nada —comentó él.

—¿Nada?

—Casi sospecho que la verdadera misión de esos soldados ha sido mal interpretada. A buen seguro han venido para darme las gracias de parte del señor de Lesdiguiéres. Yo contuve al pueblo de Rennes cuando estaba decidido a quemar el palacio con él dentro.

—Después de haberlo incitado a que lo hiciera. Supongo que te asustaste al ver lo que habías provocado, y en el último momento te echaste atrás. Pero dijiste cosas del señor de Lesdiguiéres que él no olvidará jamás.

—Es cierto —dijo André-Louis pensativo.

Pero la señorita de Kercadiou ya lo había previsto todo y alertó al joven acerca de lo que tenía que hacer:

—No puedes entrar en Gavrillac —le dijo—; tienes que apearte de ese caballo y dejar que yo me lo lleve. Esta noche lo dejaré en la cuadra del castillo, y mañana por la tarde, cuando estés bien lejos, lo devolveré a la posada.

—¡Pero eso es imposible!

—¿Imposible? ¿Por qué?

—Por varias razones. Una de ellas es lo que a ti pudiera sucederte si te atreves a hacer tal cosa.

—¿A mí? ¿Crees que me dan miedo esa partida de patanes enviados por Lesdiguiéres? Yo no soy la sediciosa.

—Pero es casi como si lo fueras si ayudas a un sedicioso. Ésa es la ley.

—¿Y a mí que me importa la ley? ¿Crees que la ley se atrevería conmigo?

—Por supuesto que no. Estás protegida por uno de los abusos que denuncié en Rennes. Lo había olvidado.

—Denuncia todo lo que quieras, pero mientras tanto aprovéchate de mi condición. Ven, André, haz lo que te digo. Baja de tu caballo.

Viendo que él titubeaba, ella le tendió la mano y lo cogió por el brazo. Su voz vibraba fervorosamente:

—Tú no te das cuenta de la gravedad de tu situación. Si esa gente te atrapa, es casi seguro que te ahorcarán. ¿Te das cuenta? No puedes ir a Gavrillac. Tienes que alejarte enseguida y desaparecer durante un tiempo, hasta que todo esté olvidado. Mientras mi tío no consiga tu perdón, debes esconderte.

—Eso llevará mucho tiempo —dijo André-Louis—. Porque el señor de Kercadiou nunca cultivó amistades en la corte.

—Pero sí ha cultivado la del señor de La Tour d’Azyr —le recordó ella para su asombro.

—¡Ese hombre! —gritó indignado, y luego se echó a reír—: ¡Pero si fue contra él que levanté la cólera del pueblo de Rennes! Ya veo que no te contaron todo mi discurso.

—Sí me lo contaron, y eso también.

—¡Ah! ¿Y a pesar de todo quieres salvarme, a mí, al hombre que busca la muerte de tu futuro esposo, sea a manos de la ley o de las del pueblo? ¿O acaso el asesinato del pobre Philippe te abrió los ojos, y al ver el verdadero carácter de ese hombre, has dejado tu ambición de llegar a ser la marquesa de La Tour d’Azyr?

—A veces no demuestras ninguna capacidad de razonar.

—Tal vez. Pero no llego al extremo de imaginar que el señor de La Tour d’Azyr mueva un solo dedo para salvarme a mí.

—En lo cual, como de costumbre, te equivocas. Puedes estar seguro de que lo hará si yo se lo pido.

—¿Si tú se lo pides? —el horror se dejó traslucir en la voz de André-Louis.

—Claro que sí. Todavía no he dado mi consentimiento para ser marquesa de La Tour d’Azyr. Aún lo estoy pensando. Y esa situación ofrece ventajas, entre otras, la de asegurarse la completa obediencia del pretendiente.

—¡Ah, ya veo! Entiendo. Piensas decirle: «Si me negáis esto, yo me negaré a ser marquesa». ¿Es eso lo que quieres decir?

—Si fuera preciso, puedo hacerlo.

—¿Y no ves que eso te comprometería? Estarías en sus manos y faltarías a tu palabra de honor si luego le rechazaras. ¿Crees que puedo consentir que por mi culpa caigas en sus manos? ¿Crees que querría perjudicarte de ese modo, Aline?

Ella soltó el brazo de André-Louis.

—¡Oh, estás loco! —exclamó la joven perdiendo la paciencia.

—Es posible, pero prefiero estar loco. Prefiero eso antes que tu cordura. Con tu permiso, Aline, voy a entrar en Gavrillac a caballo.

—¡No, André, no debes hacerlo! ¡Te matarán! —alarmada, Aline retrocedió con su caballo para cerrarle el paso.

Ya era noche cerrada, pero la luna se abrió paso entre las nubes para disipar las tinieblas.

—Vete —le rogó ella—. Sé juicioso y haz lo que te pido. Mira, ahí viene un carruaje. ¡Ojalá no nos encuentren aquí juntos!

André-Louis se decidió rápidamente. No era hombre que se complaciera en falsos heroísmos, ni tenía el menor deseo de conocer la horca que el señor de Lesdiguiéres le destinaba. La tarea inmediata que se había impuesto estaba cumplida. Había logrado que todos oyeran —y en tono enérgico— la voz que el señor de La Tour d’Azyr creía haber silenciado. Pero si bien su tarea había terminado, no tenía la menor intención de que acabara su vida.

—Aline, sólo te pongo una condición.

—¿Cuál?

—Que jamás le pidas al señor de La Tour d’Azyr que me ayude.

—Ya que insistes y el tiempo apremia, la acepto. Y ahora cabalga conmigo hasta la vereda. Ya el coche se acerca.

La vereda a la que se refería Aline partía de la carretera a unas trescientas yardas de donde estaban y llevaba directamente, colina arriba, hasta el castillo. En silencio, André y Aline penetraron con sus cabalgaduras en el camino vecinal, bordeado de espesos setos. Cuando llevaban recorridas unas cincuenta yardas, ella se detuvo:

—¡Ahora! —dijo.

Él la obedeció, se apeó del caballo y le entregó las riendas.

—No tengo palabras para agradecerte lo que haces —dijo él.

—No es necesario —contestó Aline.

—Espero que algún día te lo podré pagar.

—Tampoco eso será necesario. Era lo menos que podía hacer. No quisiera oír decir que te han ahorcado, ni tampoco lo querría mi tío, aunque está muy enojado contigo.

—Eso supongo.

—No puede sorprenderte. Fuiste su delegado, su representante. Confiaba en ti, y ahora has cambiado de casaca. Con razón está indignado, te llama traidor y jura que nunca volverá a dirigirte la palabra. Pero no quiere que te ahorquen, André.

—Por lo menos estamos de acuerdo en algo, pues yo tampoco lo quiero.

—Haré todo lo que pueda para que hagáis las paces. Y ahora… adiós, André. Escríbeme cuando estés a salvo.

—Que Dios te bendiga, Aline.

Ella se fue y él se quedó escuchando el ruido de los cascos de los caballos hasta que se extinguió en la distancia. Entonces, lentamente, cabizbajo, volvió sobre sus pasos en dirección a la carretera, dudando qué rumbo tomar. De pronto se detuvo, recordando que casi no tenía dinero. No tenía dónde esconderse en toda Bretaña y mientras estuviera allí, el peligro era inminente. Pero para salir de la provincia tan rápidamente como aconsejaba la prudencia, necesitaba caballos. ¿Cómo iba a conseguirlos si sólo tenía un luis de oro y algunas monedas de plata?

Además, estaba muy cansado. Había dormido muy poco desde la noche del martes, y había pasado largo tiempo cabalgando, lo cual era fatigoso para alguien que no estaba acostumbrado a montar a caballo. Estaba tan exhausto que era imposible pensar que pudiera llegar muy lejos aquella noche. Tal vez podría llegar hasta Chavagne. Pero cuando llegara allí, necesitaría cenar y dormir. ¿Y qué haría al día siguiente?…

De haberlo pensado antes, Aline hubiera podido prestarle algunos luises. Estuvo a punto de seguirla hasta el castillo, pero la prudencia le detuvo. Antes de que pudiera hablar con ella, le verían los criados y la noticia de su llegada correría de boca en boca por todo el pueblo.

No tenía elección. Tendría que ir a pie hasta Chavagne, pernoctar allí y seguir viaje antes del amanecer. Con resolución, dio media vuelta y observó el camino por donde había venido. Pero volvió a detenerse. Chavagne estaba en el camino de Rennes, si seguía en aquella dirección se metería en la boca del lobo. Lo mejor era dirigirse hacia el sur otra vez. Al pie de los prados, había una barca que le llevaría a la otra orilla del río. Así evitaría pasar por el pueblo y, poniendo agua entre él y el peligro inmediato, aumentaría su sensación de seguridad.

A un cuarto de milla de Gavrillac, estaba el sendero que conducía hasta la barca. Después de veinte minutos andando, André-Louis llegó con los pies destrozados. Vio que había luz en las ventanas de la cabaña del barquero y dio un rodeo para evitarla. Al amparo de la obscuridad, se arrastró sigilosamente hasta la pequeña embarcación. Pero para su consternación, descubrió que la barca estaba atada a la orilla con cadena y candado.

André-Louis sonrió. Por supuesto, tenía que haberlo imaginado. La barca era propiedad del señor de La Tour d’Azyr y era lógico que la dejara amarrada para que los pobres diablos como él no dejaran de pagar sus señoriales derechos.

Viendo que no había otra alternativa, André-Louis fue a la cabaña del barquero y golpeó su puerta. Al abrirse, se echó hacia atrás para que la luz que salía del interior no lo iluminara.

—¡Necesito la barca! —dijo lacónicamente.

El barquero, un patán corpulento a quien André-Louis conocía muy bien, salió de la cabaña alzando un farol. La luz dio de lleno en la cara del viajero.

—¡Bendito sea Dios! —exclamó.

—Veo que sabes que tengo prisa —dijo André-Louis mirando fijamente el rostro perplejo del hombre.

—Claro que sí, pues sabéis que en Rennes os espera la horca —masculló el barquero—. Ya que habéis sido tan necio para regresar a Gavrillac, lo mejor será que os alejéis de aquí cuanto antes. No diré a nadie que os he visto.

—Gracias, Fresnel. Tu consejo coincide con mis intenciones. Pero por eso mismo necesito la barca.

—¡Ah, no, eso no! —exclamó Fresnel impetuosamente—, no diré nada, pero es todo lo que puedo hacer, pues mi pellejo vale tanto como el vuestro.

—No tendrías que haber visto mi rostro. Olvida que lo has visto.

—Eso haré, señor, pero nada más. No puedo llevaros a la otra orilla.

—Entonces dame la llave del candado y yo cruzaré el río.

—Eso no cambiaría nada. No puedo. Nada diré, pero no quiero… no me atrevo… a ayudaros.

André-Louis contempló un momento la expresión adusta y resuelta del barquero. Su actitud era comprensible. Aquel hombre, que vivía a la sombra del marqués de La Tour d’Azyr, no se atrevería a hacer nada que fuera contra la voluntad de su temido amo.

—Fresnel —dijo tranquilamente—, como bien dices, me espera la horca, y todo por el asesinato de Mabey. De no haber sido asesinado, yo no hubiera tenido necesidad de denunciar el caso como lo he hecho. Si mal no recuerdo, Mabey era amigo tuyo. En honor a su memoria, ¿podrías hacerme el pequeño favor que te pido para salvarme?

La sombra que cubría el rostro del barquero, en vez de extinguirse, se nubló más:

—Lo haría si me atreviera, pero no me atrevo —dijo enojándose, como si necesitara enfadarse para justificar su decisión—. ¿Es que no comprendéis que no puedo hacerlo? ¿Queréis que un pobre hombre como yo arriesgue su vida por vos? ¿Qué habéis hecho nunca vos, ni los vuestros, por mí para pedirme ahora algo así? Esta noche no cruzaréis el río en mi barca. Marchaos ahora mismo, marchaos antes de que me arrepienta y recuerde que hablar con vos sin informar de vuestra presencia puede ser peligroso. ¡Así que marchaos!

Dispuesto a entrar en su cabaña, el barquero le dio la espalda, y André-Louis se sumió en el desaliento.

En un relámpago, André-Louis comprendió que debía obligar a aquel hombre y que tenía los medios para hacerlo. Recordó la pistola que Le Chapelier le había dado cuando salió de Rennes, un obsequio que al principio desdeñó. No estaba cargada ni André-Louis tenía municiones. Pero ¿cómo iba a saberlo Fresnel?

Rápidamente sacó el arma de su bolsillo y, cogiendo al barquero por el hombro, lo obligó a girar sobre sus talones.

—¿Y ahora qué queréis? —preguntó el barquero furioso—. ¿No os he dicho ya que…?

Bruscamente se calló. El cañón de la pistola apuntaba a su sien.

—Necesito la llave del candado de la barca. Eso es todo, Fresnel. O me la das enseguida o yo mismo la cogeré después de levantarte la tapa de los sesos. Lamentaría tener que matarte, pero no vacilaré si me obligas. Es tu vida contra la mía, y no te parecerá extraño que si uno de los dos tiene que morir, yo prefiera que seas tú.

Fresnel metió la mano en un bolsillo y sacó la llave. Cuando se la dio a André, sus dedos temblaban, más de ira que de miedo.

—Cedo a la fuerza —gruñó mostrando los dientes como un perro—, pero no os servirá de mucho.

André-Louis cogió la llave sin dejar de encañonarlo.

—Me parece que me estás amenazando —dijo—. En cuanto me haya ido, correrás a delatarme para que los soldados me persigan.

—¡No, no! —exclamó el barquero advirtiendo el peligro en la siniestra voz de André-Louis—. Os juro, señor, que ésa no es mi intención.

—Creo que será mejor garantizar mi seguridad.

—¡Por el amor de Dios! ¡No me hagáis daño, señor! —el bribón estaba aterrorizado—. No tengo ninguna mala intención. ¡Os lo juro por Dios! No diré una sola palabra a nadie. No haré…

—Prefiero estar más seguro de tu silencio que de tus promesas. Pero hoy estás de suerte. Tal vez estoy loco, pero me repugna derramar sangre. Entra en tu casa, Fresnel. ¡Vamos! Yo te sigo.

Cuando estuvieron en el interior de la cabaña, André-Louis le detuvo.

—Ahora dame una cuerda —ordenó, y el otro obedeció rápidamente.

Cinco minutos más tarde, Fresnel estaba fuertemente atado una silla y amordazado con un trozo de madera envuelto por una bufanda.

Ya en el umbral, André-Louis se detuvo y se volvió:

—Buenas noches, Fresnel —le dijo al barquero en cuyos ojos brillaba el odio—. No creo que nadie más necesite esta noche tu barca. Pero ya vendrá mañana alguien a desatarte. Mientras tanto resiste como puedas lo incómodo de tu situación, y recuerda que esto se debe tan sólo a tu falta de caridad. Si pasas la noche reflexionando en eso, no desaprovecharás la lección. Quizá mañana por la mañana te hayas vuelto tan caritativo que ni siquiera recuerdes quién te ató. Buenas noches.

Salió y cerró la puerta.

Desatar la barca y remar hasta la otra orilla, impulsado por la corriente plateada a la luz de la luna, no le tomó más de seis o siete minutos. Metió la proa de la barca entre los arbustos que bordeaban la orilla sur del río, saltó a tierra y amarró la embarcación a un árbol. Un poco desorientado en medio de la obscuridad, decidió cruzar el húmedo prado en busca de la carretera.