Capítulo VII

ANDRÉ-LOUIS acababa de romper su inútil lanza contra el poderoso molino de viento. La imagen quijotesca sugerida por el señor Kercadiou persistía en su mente, y ahora comprendía que sólo gracias a su buena suerte había escapado indemne de aquella entrevista. Ahora le quedaba sólo el viento, el torbellino. Y lo que estaba ocurriendo en Rennes, reflejo de los graves sucesos de Nantes, hacía soplar aquel viento a su favor.

Volvió casi corriendo a la Plaza Real, donde la aglomeración del populacho era mayor. Según su opinión, allí estaba el corazón y el cerebro de aquella conmoción que excitaba a la ciudad.

Pero la conmoción que André-Louis había presenciado allí antes no era nada comparada con la que encontró a su regreso. La primera vez había un cierto silencio en torno a la voz del orador que denunciaba al Primer y al Segundo Estado desde el pedestal de la estatua de Luis XV. Ahora el aire vibraba con la voz de la multitud que se levantaba furiosa. Aquí y allá los hombres alzaban sus puños y garrotes, y por doquier se desencadenaba la más fiera anarquía mientras los gendarmes, enviados por el procurador del rey, no lograban restablecer el orden en medio de aquella tempestuosa marea humana.

De todas partes brotaban los gritos de: «¡A palacio! ¡A palacio! ¡Mueran los asesinos! ¡Mueran los nobles! ¡A palacio!».

Un artesano que estaba junto a André-Louis le explicó el motivo de la creciente excitación:

—¡Le han matado! Su cuerpo está aún al pie de la estatua, y hace menos de una hora que asesinaron a otro estudiante cerca de las obras de la catedral. ¡Claro, lo que no consiguen por una vía, lo intentan por otra!

El artesano estaba enardecido:

—Nada los detendrá. ¡Cómo no pueden intimidarnos, por Dios que están dispuestos a asesinarnos! Están decididos a que los Estados de Bretaña hagan lo que ellos quieran. Lo único que les importa es defender sus intereses.

André-Louis lo dejó con la palabra en la boca y trató de abrirse paso a través de aquella avalancha humana.

Al pie de la estatua se encontró con un grupo de estudiantes que, rodeando el cuerpo del muchacho asesinado, expresaban su temor y su rabia.

—¿Qué haces tú aquí, Moreau? —dijo una voz.

André-Louis miró a su alrededor y se encontró con un hombre pequeño, de unos treinta años, que le miraba con cierta impertinencia. Era Le Chapelier, un abogado de Rennes, un prominente miembro del Casino Literario de esa ciudad, hombre de ideas revolucionarias y con excepcionales dotes de orador.

—¡Ah, eres tú, Le Chapelier! ¿Por qué no te diriges a la gente? ¿Por qué no les dices lo que tienen que hacer? ¡Vamos, hombre, sube! —dijo André-Louis señalándole el pedestal.

Le Chapelier escudriñó el rostro impasible de André-Louis tratando de detectar la ironía que sospechaba en sus palabras. Ambos eran polos opuestos en sus puntos de vista políticos y, como todos los miembros del Casino Literario de Rennes, aquel vigoroso republicano desconfiaba de André-Louis. De haber prevalecido la opinión de Le Chapelier contra la influencia de Vilmorin, André-Louis hubiera sido expulsado mucho antes de aquella tertulia intelectual de Rennes, cuyos miembros estaban exasperados por las burlas que él hacía de sus ideales.

Por eso ahora Le Chapelier sospechaba que la invitación de André-Louis era otra de sus burlas, y aunque no encontró en su rostro ninguna señal de ironía, sabía por experiencia que aquella cara nunca solía delatar los pensamientos que tras ella se ocultaban.

—Nuestras opiniones no pueden coincidir en esto —dijo Le Chapelier.

—Pero ¿puede haber aquí dos opiniones? —repuso André-Louis.

—Dondequiera que nos encontremos siempre habrá dos opiniones, Moreau, sobre todo ahora que eres delegado de un noble. Ya puedes ver con tus propios ojos lo que hacen tus amigos. No me cabe la menor duda de que estás de acuerdo con sus métodos —dijo con fría hostilidad Le Chapelier.

André-Louis le miró sin sorprenderse. Después de todo, si siempre estaban enfrentados en los debates académicos, ¿cómo no iba a sospechar Le Chapelier ahora de sus intenciones?

—Si no te diriges a las gentes para decirles lo que deben hacer, lo haré yo —declaró André-Louis.

—¡Caramba! Si quieres que te atraviesen con una bala, no seré yo quien lo impida. Quizás así quedemos en tablas.

Apenas dijo esto, Le Chapelier se arrepintió, pues por toda respuesta, André-Louis subió de un salto al pedestal. Ahora estaba alarmado, pues sólo podía suponer que la intención de André-Louis era hablar en favor del Privilegio, es decir de los nobles a quienes representaba. Le Chapelier lo cogió por una pierna para obligarlo a bajar.

—¡Eso no! —gritó—. ¡Baja de ahí, loco! ¡No permitiremos que lo eches todo a perder con tus payasadas! ¡Baja de ahí!

Pero André-Louis, agarrado a una de las patas de bronce del caballo, lanzó al aire su voz que, como las notas de un clarín, sobrevoló las cabezas de la muchedumbre: «¡Ciudadanos de Rennes, la patria está en peligro!».

El efecto fue inmediato. Una vibración semejante a las pequeñas olas que forma el viento en el mar recorrió aquellas cabezas, seguida del más absoluto silencio. Todos contemplaron al esbelto joven que les arengaba, descubierto, con largas mechas de cabello negro sobre la frente, su tirilla medio deshecha, el rostro pálido y la mirada febril.

André-Louis sintió una súbita oleada de gozo cuando advirtió instintivamente que se había apoderado de aquella multitud pendiente de su grito y de su audacia.

Incluso Le Chapelier, aunque seguía aferrado a su tobillo, ya no tiraba tratando de bajarlo del pedestal. A pesar de que seguía desconfiando de las intenciones de André-Louis, aquella primera frase había conseguido confundirlo y atraer su atención.

Entonces, lenta, impresionantemente, con una voz tan clara que llegaba a toda la plaza, el joven abogado de Gavrillac empezó su discurso:

—Temblando de horror ante el vil asesinato perpetrado aquí, mi voz reclama vuestra atención. Ante vuestros ojos se ha cometido este crimen: el asesinato de quien noblemente, lleno de altruismo, alzó su voz contra la garra que nos oprime a todos. Por temor a esa voz y a la luz que podía arrojar, nuestros opresores enviaron a sus gendarmes para silenciarla con la muerte.

Le Chapelier soltó el tobillo de André-Louis y se lo quedó mirando boquiabierto. No sólo parecía hablar en serio por primera vez en su vida, sino que lo hacía a favor del camino correcto. ¿Qué le había pasado?

—¿Qué otra cosa podéis esperar de los asesinos sino el asesinato? —prosiguió André-Louis—. Yo tengo algo que contaros, algo que os demostrará que esto que ha ocurrido aquí no es nada nuevo; algo que os revelará cuáles son las fuerzas a las que os enfrentáis. Ayer…

Se hizo un silencio. Una voz se elevó del gentío, a unos veinte pasos:

—¡Es uno de ellos!

Inmediatamente sonó un disparo de pistola y una bala fue a incrustarse en la estatua de bronce, justo detrás de André-Louis.

Instantáneamente la multitud se arremolinó, intensificándose hacia el lugar de donde habían disparado. El pistolero pertenecía a un considerable grupo de la oposición, cuyos miembros quedaron rodeados en cuestión de segundos y se vieron en serias dificultades para protegerlo.

Al pie del pedestal se oyó la voz de los estudiantes haciéndole coro a Le Chapelier, quien ordenaba a André-Louis que se ocultara.

—¡Baja! ¡Baja ahora mismo! ¡Te asesinarán como ya hicieron con La Riviére!

—¡Dejadles! —André-Louis abrió los brazos en un supremo gesto teatral, y se echó a reír—: Aquí me tienen, a su merced. Dejadles que añadan mi sangre a la crecida del río que pronto les ahogará. Dejadles que me asesinen. Es un oficio que conocen muy bien. Pero mientras esté aquí, no podrán impedirme que os hable, que os diga lo que podéis esperar de ellos. Y soltó otra carcajada, entre gozoso y eufórico. Se reía por dos motivos. En primer lugar, le divertía descubrir con cuánta fluidez pronunciaba frases que emocionaban tan ardientemente a la multitud; y, en segundo, se acordaba del ingenioso cardenal de Retz, quien, con el propósito de despertar la simpatía popular hacia él, acostumbraba a contratar a sus compinches para que dispararan sobre su coche. De pronto se encontraba en una situación similar a la de aquel astuto político. Claro que él no había contratado a nadie para que le disparara, pero no por ello dejaba de estar en deuda con aquel personaje, y dispuesto a sacar el máximo partido de aquel acto.

El grupo que trataba de proteger al asesino luchaba a brazo partido tratando de abrirse paso para escapar de la multitud enfurecida.

—¡Dejadles huir! —gritó André-Louis—. ¿Qué importa un asesino más o menos? Dejadles huir y escuchadme, compatriotas.

Entonces, cuando más o menos consiguió restablecer el orden, André-Louis empezó su relato. Expresándose con un lenguaje sencillo, aunque sin renunciar a la vehemencia, logró emocionar a todos aquellos corazones con lo ocurrido el día antes en Gavrillac. La gente lloraba mientras escuchaba la descripción de la situación en que se hallaban la viuda de Mabey y sus tres hijos hambrientos «que se han quedado huérfanos en venganza por la muerte de un faisán». También hubo lágrimas cuando evocó a la pobre madre de Philippe de Vilmorin, un estudiante de Rennes, conocido de muchos allí, quien murió en un noble esfuerzo por defender la causa de los afligidos.

—El marqués de La Tour d’Azyr —continuó el orador— dijo, refiriéndose a Philippe de Vilmorin, que su elocuencia era demasiado peligrosa, y para acallar su valiente voz, le asesinó. Pero ha fracasado en sus objetivos. Yo, amigo íntimo del pobre Philippe, asumo su apostolado, y hoy no es mi voz la que oís, sino la suya.

Al fin Le Chapelier pudo comprender el desconcertante cambio de André-Louis.

—No estoy aquí —continuó el improvisado orador— sólo para pedir que venguéis con vuestras manos a Philippe de Vilmorin, estoy aquí para deciros lo que él os hubiera dicho hoy si estuviera vivo.

Hasta aquí André-Louis era sincero. Pero no añadió que no creía en aquellas ideas, no dijo que era una ambiciosa burguesía la que en provecho propio empujaba al pueblo a cambiar el actual estado de cosas. Sin embargo, su auditorio creyó que las ideas que expresaba eran las que sentía.

Y ahora, con voz terrible, con una elocuencia que a él mismo le asombraba, denunciaba la inercia de la justicia del rey cuando los acusados eran los nobles. Sarcásticamente, se refirió al procurador del rey, el señor de Lesdiguiéres:

—¿Sabíais —preguntó a la muchedumbre— que el señor de Lesdiguiéres sólo sabe administrar justicia cuando resulta favorable a nuestros grandes nobles? ¿No sería más justo y razonable que la administrara de otro modo?

Hizo una pausa de gran efecto dramático para dejar que su sarcasmo hiciera mella en quienes le oían. Sin embargo, las dudas de Le Chapelier despertaron de nuevo, poniendo en tela de juicio su naciente confianza en la sinceridad de André-Louis. ¿Adónde quería ir a parar ahora?

Pero sus dudas se desvanecieron enseguida. André-Louis continuó hablando como se suponía que lo hubiera hecho Philippe de Vilmorin. Tantas veces había discutido con el amigo muerto, tantas veces había participado en los debates del Casino Literario, que se sabía al dedillo todos los tópicos —en esencia aún verdaderos— de los reformadores.

—¿Cuál es —gritó André-Louis— la composición de nuestro país? Un millón de sus habitantes pertenece a las clases privilegiadas. Ellos son Francia. Porque, evidentemente, el resto no son más que objetos. No se puede pretender que veinticuatro millones de almas cuenten para algo, ni que puedan ser representativas de esta gran nación, ni que tengan otro destino que no sea el de servir de criados a aquel otro millón de elegidos. Una inquietante risa multitudinaria se oyó en la plaza abarrotada, tal y como André-Louis quería.

—Viendo peligrar sus privilegios a causa de la invasión de esos otros veinticuatro millones de habitantes, en su mayor parte integrados por la «canalla», como dicen ellos; posiblemente creados por Dios, pero evidentemente sólo para ser esclavos de los privilegiados, ¿cómo puede sorprendernos que el administrar justicia esté en manos de gentes como el señor de Lesdiguiéres, gentes sin seso para pensar ni corazón para conmoverse? Ellos tienen que defenderse del asalto de la canalla, de esa chusma que somos nosotros. Pensad tan sólo en algunos de esos derechos señoriales que peligrarían seriamente si los privilegiados obedecieran por fin a su soberano y admitieran que el voto del Tercer Estado tiene tanta importancia como el de ellos.

Tras una breve pausa, siguió:

—Si admitieran al Tercer Estado, ¿qué sería del derecho que poseen sobre la tierra, los árboles frutales, las viñas? ¿Qué sería del privilegio que tienen sobre la primera vendimia y para ejercer el control de la venta del vino? ¿Qué sería de su derecho a los impuestos que paga el pueblo y que mantienen su opulento estado? ¿Qué de los tributos que les dan un quinto del valor de las posesiones, y que han de pagárseles antes de que los rebaños puedan alimentarse en las tierras comunales? ¿Qué de la indemnización que les resarce del polvo levantado en sus caminos por los rebaños que van al mercado? ¿Y qué sería del impuesto sobre cada una de las cosas que se venden en los mercados públicos, sobre los pesos y las medidas, y todo lo demás? ¿Qué sería de sus derechos sobre los hombres y animales que trabajan en los campos; sobre las barcas y los puentes que cruzan los ríos, sobre la excavación de pozos, sobre las madrigueras de conejos, sobre los palomares y el fuego, pues hasta a la más pobre chimenea campesina le sacan provecho? ¿Qué pasaría con sus exclusivos derechos de pesca y de caza, cuya violación se considera tan grave que puede incluso castigarse con la pena capital?

Al cabo de otra pausa, André-Louis prosiguió:

—¿Y qué sería de sus execrables y abominables derechos sobre las vidas y los cuerpos del pueblo, derechos que, aunque rara vez ejercen, nunca han sido revocados? Hoy día, si a un noble que regresa de cazar se le antoja asesinar a dos de sus siervos de la gleba para refrescarse los pies en su sangre, puede alegar que tenía absoluto derecho a hacerlo. Sin miramientos de ninguna clase, ese millón de privilegiados cabalga y se divierte encima de veinticuatro millones de seres humanos, esa canalla que no existe sino para su propio placer. ¡Ay del que levante su voz para protestar en nombre de la humanidad y contra estos abusos ya excesivos! Ya os he contado el asesinato a sangre fría que presencié por poco menos que eso. Vuestros propios ojos han presenciado el asesinato de otro infeliz aquí, en este pedestal donde estoy ahora, y otro más, junto a las obras de la catedral, sin contar que también habéis sido testigos del frustrado atentado contra mi propia vida. Entre esos asesinatos y la correspondiente justicia que debería castigarlos, están los Lesdiguiéres, esos procuradores del rey que en vez de instrumentos de justicia, son muros levantados para proteger los privilegios y los abusos dondequiera que se ejerzan esos derechos grotescos y excesivos. ¿Cómo puede extrañarnos que no cedan ni una pulgada, que se resistan a la elección de un Tercer Estado cuyos votos podrían dar al traste con todos estos privilegios, obligando a los privilegiados a someterse a la igualdad ante la ley, al mismo nivel que el más humilde hombre del pueblo, proporcionándole al país el dinero necesario para salvarlo de la bancarrota que ellos mismos han provocado pagando impuestos en la misma proporción que los demás? Antes que ceder a todo esto, prefieren resistirse incluso a las órdenes del rey.

Al llegar a este punto, André-Louis recordó una frase que Vilmorin había dicho el mismo día de su muerte; en aquel momento no le dio ninguna importancia. Pero ahora se disponía a usarla:

—¡Son los nobles quienes, desobedeciendo al rey, están socavando los cimientos del trono! En su locura, no se dan cuenta de que si ese trono se derrumba, ellos serán los primeros en caer.

La frase fue ovacionada con un terrorífico rugido. Otra vez el auditorio vibró como sacudido por un oleaje mientras André-Louis sonreía irónicamente. Entonces pidió silencio, y le obedecieron en el acto, lo que le hizo comprender hasta qué punto se había adueñado de aquella gente. En su voz cada uno de los presentes reconocía su propia voz, una voz que por fin expresaba las ideas que durante meses y años habían rondado aquellas mentes sencillas pero sin acabar de definirse.

Ahora el orador se disponía a concluir, hablando más tranquilo, exagerando más los movimientos irónicos de su boca siempre risueña:

—Al despedirme del señor de Lesdiguiéres le cité un ejemplo sacado de la Historia Natural de Buffon. Le dije que cuando los lobos andaban aislados por la jungla se hartaron de huir del tigre que siempre los cazaba. Entonces se reunieron en grupos y les tocó el turno de cazar ellos al tigre. El señor de Lesdiguiéres me contestó desdeñosamente que no me entendía. Pero vuestra inteligencia es más aguda que la suya. Y por eso estoy seguro de que me comprendéis. ¿Verdad que sí?

Otra vez se oyó un gran rugido, ahora mezclado con risas. André-Louis había arrastrado a aquellas gentes a un extremo tal de peligroso apasionamiento que bastaba la menor incitación para que llegaran a cualquier exceso de violencia. Si había fracasado ante el molino, por lo menos ahora era dueño del viento.

—¡A palacio! —gritaban las gentes blandiendo garrotes, alzando los puños y alguna que otra espada—. ¡A palacio! ¡Abajo el señor de Lesdiguiéres! ¡Muerte al procurador del rey!

Evidentemente, André-Louis era el dueño del viento. Sus peligrosas dotes oratorias —un don que en ninguna parte es más poderoso que en Francia, pues sólo allí las emociones del hombre responden con tanta vehemencia a la llamada de la elocuencia— le habían dado ese poderío. A una orden suya, el torbellino haría añicos aquel molino contra el cual antes había luchado en vano. Pero eso francamente no entraba en sus planes.

—¡Esperad! —ordenó—. ¿Acaso es digno de vuestra noble indignación ese instrumento miserable de un sistema corrompido?

André-Louis confiaba en que sus palabras fueran comunicadas al señor de Lesdiguiéres. Pensó que era bueno para el alma del procurador del rey que por una vez al menos pudiera oír la pura verdad sobre su persona.

—Es el sistema en sí lo que debemos atacar y derribar, no a un mero instrumento. Si nos precipitamos podemos echarlo todo a perder. ¡Ante todo, hijos míos, nada de violencia!

¡«Hijos suyos»! ¡Si lo hubiese oído su padrino!

—Ya habéis visto los funestos resultados de la violencia prematura por doquier en Bretaña, sin contar lo que oímos acerca de lo que ocurre en toda Francia. Nuestra violencia provocaría la de ellos. Eso les vendría como anillo al dedo para consolidar su poder. Enviarían a sus militares. Estaríamos frente a las bayonetas de los mercenarios. Os ruego que no provoquéis eso. No les facilitéis las cosas, no les deis el pretexto que están esperando para hundirnos en el barro de nuestra propia sangre.

Del absoluto silencio que ahora reinaba en la plaza, súbitamente brotó un grito:

—Y entonces, ¿qué hacemos?

—Voy a decíroslo —contestó André-Louis—. La riqueza y el poder de Bretaña están ligados a Nantes, una ciudad burguesa, una de las más prósperas del reino gracias a la energía de la burguesía y al trabajo del pueblo. Fue en Nantes donde nació este movimiento, a resultas del cual, el rey ordenó la disolución de los Estados tal como están ahora constituidos. Una orden que aquellos que basan su poder en los privilegios y en el abuso no vacilan en desobedecer. Dejad que en Nantes conozcan la verdadera situación en que nos encontramos. Al contrario que Rennes, Nantes tiene el poder de hacer que su voluntad prevalezca. Dejemos que Nantes ejerza una vez más ese poder y, mientras tanto, esperemos. Así triunfaréis. Así, los ultrajes, los crímenes que se han perpetrado ante vuestros ojos, serán al fin vengados.

Tan abruptamente como antes subió al pedestal, André-Louis bajó de la estatua. Había terminado. Había dicho todo —tal vez más de lo que se proponía decir— en nombre del amigo muerto que hablaba por su boca. Pero la gente no quiso que aquello acabara así. Las aclamaciones hicieron temblar el aire. Había jugueteado con las emociones de la gente como un arpista hace con las cuerdas de su instrumento. Y ahora todos vibraban de pasión, como en una sinfonía cuya nota final era la esperanza.

Una docena de estudiantes cargaron en hombros al delgado André-Louis haciéndolo aparecer otra vez por encima de la clamorosa muchedumbre.

Le Chapelier se mantuvo junto a él, con el rostro enrojecido y los ojos brillantes.

—Muchacho —le dijo—, hoy has encendido una hoguera que iluminará el rostro de Francia con un fulgor de libertad.

Y entonces, dirigiéndose a los otros estudiantes, añadió:

—¡Al Casino Literario! ¡Enseguida! Tenemos que tomar medidas inmediatamente; hay que enviar un delegado a Nantes para que les lleve a nuestros amigos de allí el mensaje del pueblo de Rennes.

El gentío retrocedió, abriéndole paso al grupo de estudiantes que llevaban en hombros al héroe del momento. Haciéndoles señales con la mano, André-Louis pidió a la gente que se dispersara. Debían regresar a sus hogares y aguardar allí pacientemente lo que sucedería dentro de poco.

—Durante siglos enteros habéis soportado la carga con una fortaleza que es un ejemplo para el mundo —dijo halagándolos—. Resistid un poquito más. El final está a la vista, amigos míos.

Siempre a hombros del pequeño grupo de estudiantes, André-Louis salió de la plaza y subió por la calle Real hasta llegar a una antigua casa, una de las pocas que habían sobrevivido al incendio de la ciudad. En el piso superior de aquella casa tenían lugar habitualmente las sesiones del Casino Literario. Allí estaban todos los miembros de la sociedad convocados por un mensaje previo de Le Chapelier.

Cuando se cerró la puerta, unos cincuenta hombres, jóvenes en su mayoría, excitados con la ilusión de la libertad, recibieron a André-Louis como a la oveja descarriada, colmándole de felicitaciones.

Mientras las puertas de abajo permanecían custodiadas por una guardia de honor formada por hombres del pueblo, en el piso de arriba comenzaron las deliberaciones sobre las medidas que debían adoptar inmediatamente. La guardia de honor resultó realmente necesaria, pues nada más empezar a hablar los miembros del Casino, la casa fue asaltada por los gendarmes que Lesdiguiéres envió con orden de arrestar al revolucionario que había incitado al pueblo de Rennes a la sedición. La fuerza enviada era de unos cincuenta hombres, pero quinientos hubieran sido pocos. La muchedumbre rompió sus carabinas, y hasta alguna cabeza. Poco acostumbrados a aquel estallido popular, los gendarmes se retiraron prudentemente. De lo contrario, los hubieran hecho pedazos a todos.

Mientras esto ocurría en la calle, en el salón del piso de arriba, Le Chapelier se dirigía a sus colegas del Casino Literario. Allí, sin temor a las balas, ni a nadie que pudiera informar de sus palabras a las autoridades, Le Chapelier dio rienda suelta a su oratoria. Su discurso era tan directo y brutal como delicado y elegante era él.

Elogió el vigor y la grandeza del discurso del amigo Moreau. Sobre todo, alabó su buen tino. Las palabras de Moreau los habían cogido a todos por sorpresa, pues hasta entonces le consideraban el crítico más feroz de sus proyectos de reforma y regeneración. Eso sin contar el recelo que despertaba en ellos su nombramiento como delegado de un noble en los Estados de Bretaña. Pero ahora conocían la razón de su conversión. El asesinato de su amigo Vilmorin había originado aquel cambio. En aquel crimen brutal, Moreau había descubierto finalmente la verdadera magnitud de aquel mal que ellos habían jurado expulsar de Francia. Y acababa de demostrarles que era el más ferviente apóstol de la nueva fe. Les había mostrado el único camino razonable. El ejemplo tomado de la Historia Natural era el más indicado. Tenían que unirse, como los lobos, asegurando la uniformidad de acción del pueblo; y enviar inmediatamente un delegado a Nantes, que era la ciudad más poderosa de Bretaña. Le Chapelier invitó a sus compañeros a elegir al delegado.

André-Louis, sentado cerca de la ventana, apenas reaccionaba, escuchando confuso aquella cascada de elocuencia.

Cuando acabaron los aplausos, oyó una voz que exclamaba:

—¡Propongo como delegado a nuestro líder Le Chapelier!

Le Chapelier echó hacia atrás su cabeza elegantemente peinada, que hasta ese momento mantenía inclinada, como meditando, y su rostro palideció. Nerviosamente afirmó los lentes de oro sobre su nariz.

—Amigos míos —dijo pausadamente—. Me siento profundamente honrado, pero si aceptara, usurparía un honor que corresponde a otro. ¿Quién puede representarnos mejor, quién es el más indicado para hablar con nuestros amigos de Nantes, en nombre del pueblo de Rennes, que el campeón que hoy ha sido capaz de interpretar a la perfección la voz de esta gran ciudad? Debemos conceder el honor de ser nuestro mensajero a quien le pertenece: a André-Louis Moreau.

Levantándose en respuesta a la salva de aplausos que acogió esta proposición, André-Louis inclinó ligeramente la cabeza aceptando:

—Que así sea —dijo—. Quizá me corresponda terminar lo que he comenzado, aunque también pienso que Le Chapelier hubiera sido un digno representante. Partiré esta noche.

—Partirás en el acto, muchacho —dijo Le Chapelier revelando el verdadero origen de su generosidad—. Después de lo sucedido aquí, estás en peligro. Debes partir secretamente. Ninguno de nosotros debe decir a nadie bajo ningún concepto que te has ido. No me gustaría que sufrieras ningún daño a causa de esto, André-Louis. Pero debes ser consciente del riesgo que corres y, si realmente deseas ayudarnos a salvar a nuestra afligida madre patria, actúa con cautela, siempre en secreto, incluso oculta tu identidad. O de lo contrario, el señor de Lesdiguiéres te echará el guante y entonces estarás perdido.