Capítulo VI

ENTRE Nantes y Rennes había un servicio de tres diligencias por semana que, por una suma de veinticuatro libras —más o menos equivalentes a guineas inglesas—, cubría ese recorrido en unas catorce horas de viaje. Una vez por semana, una de esas diligencias se apartaba de la carretera para pasar por Gavrillac llevando y recogiendo cartas, periódicos y, algunas veces, pasajeros. Generalmente, André-Louis utilizaba estos coches en sus viajes de ida y vuelta a la ciudad. Pero ahora tenía demasiada prisa para perder un día esperando el paso de la diligencia. Por eso alquiló un caballo en El Bretón Armado y al día siguiente se puso en camino. Tras una hora de veloz galope, bajo el cielo gris, y recorriendo diez millas a través de tediosas comarcas, llegó a la ciudad de Rennes.

Cruzó a caballo el puente sobre el Vilaine, y entró por la parte principal de la importante ciudad, cuyos treinta mil habitantes parecían haberse dado cita al mismo tiempo en las calles. La aglomeración de gente era tan grande que obstruía el paso. Estaba claro que el desdichado Philippe no había exagerado cuando hablaba de la conmoción que sacudía aquella ciudad.

Se abrió paso lo mejor que pudo hasta llegar a la Plaza Real, donde el gentío era mucho más compacto. Encaramado en el pedestal de la estatua ecuestre de Luis XV, un joven de pálido rostro arengaba a la multitud. Por su edad y por su ropa evidentemente se trataba de un estudiante, y un grupo de compañeros, ataviados igual que él, hacían las veces de guardia de honor en torno a la estatua.

Por encima de las cabezas de la muchedumbre, André-Louis pudo coger al vuelo unas cuantas frases gritadas a viva voz: «… Era la promesa del rey… Se oponen a la misma voluntad del rey en Bretaña… El rey los ha disuelto… Los insolentes nobles desafían al pueblo y a su soberano…».

De no haberlo sabido ya por Philippe, esas frases le hubieran bastado a André-Louis para comprender que el Tercer Estado estaba al borde de la rebeldía. El joven pensó que aquella demostración de furor popular le venía como anillo al dedo para sus planes. Así, con la esperanza de que la situación predispondría al procurador del rey en su favor, se abrió paso atravesando la amplia Plaza Real, donde el gentío empezaba ahora a dispersarse. Dejó su caballo en una posada llamada La Cuerna del Ciervo y se dirigió a pie al Palacio de Justicia.

En las obras de lo que más tarde sería la catedral, también se agolpaba el populacho. Pero André-Louis no se detuvo para averiguar el motivo de aquella concentración. Siguió andando y llegó al bello palacio italiano, uno de los pocos edificios que sobrevivió al incendio que había tenido lugar hacía sesenta años.

No sin dificultad, llegó al gran vestíbulo llamado Sala de los Pasos Perdidos, donde esperó media hora hasta que un ujier se dignó informar al dios que presidía aquel santuario de la justicia que un abogado de Gavrillac pedía humildemente audiencia para tratar un asunto importante.

Probablemente el dios se dignó recibirlo debido a la gravedad de lo que estaba ocurriendo en la calle. Tras ser acompañado por la ancha escalinata de piedra, André-Louis pasó a una sala de espera muy espaciosa, pero escasamente amueblada. Allí había otras personas esperando, hombres en su mayoría.

Así transcurrió otra media hora, durante la cual André-Louis se dedicó a pensar lo que iba a decir en la entrevista. Mientras meditaba, comprendió que sus probabilidades de éxito eran pocas ante un hombre que veía las leyes y la moral a través del prisma de su clase social.

Al fin le dejaron pasar por la maciza puerta de roble hasta elegante y bien iluminado salón donde brillaba tanto el oro y había tanto raso que más bien parecía la alcoba de una damisela a la última moda.

Era un ambiente bastante frívolo para un procurador del rey, pero, al menos a los ojos del común de la gente, aquel personaje no tenía nada de frívolo. Estaba sentado al final de la estancia, al lado de una de las ventanas que daban a uno de los patios interiores, detrás de una mesa Luis XV adornada con pinturas de Watteau y taraceada de oro y nácar. Vestía una casaca escarlata, lucía en el pecho una condecoración, y una chorrera salpicada de diamantes como gotas de rocío caía sobre su pecho. Arrogantemente, el señor de Lesdiguiéres echó hacia atrás su imponente peluca empolvada, mientras André-Louis hacía una genuflexión.

Al ver aparecer a aquel joven flaco, de lacio pelo negro, ataviado con casaca obscura y calzón de montar, con aquellas botas de jinete enfangadas, el augusto rostro del procurador del rey se arrugó juntando sus negras cejas sobre su enorme nariz ganchuda.

—¿Sois vos el que se anuncia como abogado de Gavrillac para comunicarme una importante información? —refunfuñó.

El tono perentorio invitaba a hablar sin hacerle perder su precioso tiempo al procurador del rey. El señor de Lesdiguiéres estaba acostumbrado a imponer su personalidad, y no le faltaban motivos, pues había visto a más de un pobre diablo asustarse ante el trueno de su voz.

Ahora esperaba hacer lo mismo con aquel joven abogado de Gavrillac. Pero esperó en vano.

André-Louis encontró ridículo a aquel hombre. Sabía que la presunción no es más que la máscara de la debilidad y de la mediocridad. Y ante él tenía a la presunción en carne y hueso. Eso era lo que él veía en la arrogancia de la cabeza, en el ceño fruncido, en la inflexión de su voz engolada. Es más fácil para un hombre dárselas de héroe ante su ayudante de cámara, que ha visto dispersas las diferentes partes que componen el todo imponente, que serlo ante un estudioso de la humanidad dedicado a examinar al género humano sobre una mesa de disección.

André-Louis avanzó decidido, imprudentemente según pensó el señor de Lesdiguiéres:

—Y vos sois sin duda el procurador de Su Majestad en Bretaña —dijo tratando al augusto señor como a un mortal cualquiera—. ¿Vos sois el que administra la justicia de nuestro rey en esta provincia?

La sorpresa se reflejó en el orondo rostro, bajo la gran peluca profusamente empolvada.

—¿Por casualidad vuestra visita tiene algo que ver con esa infernal insubordinación del populacho? —preguntó.

—No, señor.

El procurador volvió a fruncir el ceño:

—Entonces, ¿por qué demonios venís a robarme el tiempo cuando ese barullo en las calles reclama toda mi atención?

—El asunto que me trae aquí es igualmente importante.

—¡Eso tendrá que esperar! —rugió el procurador, colérico y echando hacia atrás los encajes de su bocamanga para alcanzar la campanilla de plata que estaba en la mesa.

—Un momento, señor —el tono de André-Louis era perentorio, y la mano del señor de Lesdiguiéres se paralizó en el aire ante tanto atrevimiento—. Seré muy breve.

—Ya os he dicho que…

—Y cuando me hayáis oído —continuó André-Louis interrumpiendo la interrupción—, convendréis conmigo en que el caso es de extrema gravedad.

El señor de Lesdiguiéres miró fijamente a su interlocutor.

—¿Cómo os llamáis? —preguntó.

—André-Louis Moreau.

—Pues bien, André-Louis Moreau, si sois breve os escucharé, pero os advierto que me enojaré si la importancia de vuestra demanda no está a la altura de vuestra impertinencia.

—Vos mismo lo juzgaréis, señor —dijo André-Louis.

Y acto seguido expuso el caso, empezando por la muerte de Mabey hasta llegar al asesinato de Philippe de Vilmorin, pero sin decir el nombre de su acusado, pues temió que, si lo mencionaba antes de tiempo, el procurador no le dejaría terminar su relato.

André-Louis tenía el don de la palabra, de cuyo poder aún era poco consciente, aunque pronto lo descubriría. Contó lo sucedido ciñéndose a la verdad, sin exageraciones, gracias a lo cual su demanda resultó tan sencilla como irresistible. Gradualmente el rostro del personaje se suavizó hasta reflejar, no sólo curiosidad, sino casi simpatía.

—¿Y quién es el hombre a quien acusáis? —preguntó.

—El marqués de La Tour d’Azyr.

Ese nombre sonó como un pistoletazo. La simpatía desapareció instantáneamente del rostro del procurador y en su lugar aparecieron la cólera y la arrogancia.

—¿Cómo? —gritó, y sin dar tiempo a que el joven respondiera—: ¡Hay que ser realmente imprudente para venirme a mí con una acusación contra un caballero tan eminente como el marqués de La Tour d’Azyr! ¿Cómo os atrevéis a tildarle de cobarde…?

—Más que eso, le llamo asesino —agregó el joven— y pido que la justicia actúe contra él.

—¡Dios mío! ¿Y qué más queréis?

—Eso os corresponde a vos decirlo, señor.

A duras penas, el procurador consiguió serenarse:

—Os daré un consejo —dijo el señor de Lesdiguiéres mordazmente—. No es prudente acusar a un noble. Eso, en sí, ya es una ofensa punible. Y ahora, escuchadme. En el caso de Mabey, asumiendo que lo que contáis sea exacto, el guardabosque excedió en el cumplimiento de su deber, pero es algo tan insignificante que no vale la pena dedicarle tiempo. Además, no es un asunto que deba decidir el procurador del rey, ni ninguna corte, como no sea la corte señorial del marqués de La Tour d’Azyr, puesto que el caso concierne estrictamente a su jurisdicción. Como abogado, deberíais saberlo.

—Como abogado estoy al tanto de ese punto, pero como abogado también entiendo que si el caso se resolviera por esa vía, lo más que obtendríamos sería el injusto castigo del guardabosque, quien no hizo otra cosa que cumplir las órdenes de su señor. Y a mí no me interesa que cuelguen en la horca a Benet, el guardabosque, sino al señor de La Tour d’Azyr.

El señor de Lesdiguiéres dio un puñetazo en la mesa.

—¡Dios mío! —gritó amenazador—. ¡En verdad sois un insolente!

—No es mi intención, señor. Soy un abogado que defiende una causa: la causa de Philippe de Vilmorin. Vengo a pedir la justicia del rey para que su asesinato no quede impune.

—Pero vos habéis dicho que se trataba de un duelo, ¿no? —preguntó el procurador del rey, entre enfurecido y extrañado.

—He dicho que le dieron al asunto la apariencia de un duelo. Pero fue una cosa muy diferente, como os demostraré si me escucháis hasta el final.

—¡Tómese su tiempo, señor! —dijo irónicamente el señor de Lesdiguiéres, cuyo suntuoso salón no había presenciado jamás una escena semejante.

Ni corto ni perezoso, André-Louis contestó solemnemente:

—Muchas gracias, caballero. Puedo demostrar que Philippe de Vilmorin nunca practicó la esgrima, mientras que de todos es sabido que el marqués es un gran espadachín. ¿Se le puede llamar duelo a un combate en el que sólo uno de los contrincantes está armado? Pues la comparación vale también para un duelo tan desigual como el que tuvo lugar allí.

—Ése es el falaz argumento que siempre se esgrime después de los duelos.

—Pero no siempre con igual justicia. Y en un caso, al menos, tuvo éxito.

—¿Éxito? Explicaos mejor…

—Hace diez años, en el Delfinado. Me estoy refiriendo al caso del señor de Gesvres, un caballero de aquella provincia que obligó a batirse en duelo al señor de La Roche Jeannine, y lo mató. El señor Jeannine pertenecía a una familia poderosa, que se empeñó en obtener justicia apelando al mismo argumento que ahora presento contra el marqués de La Tour d’Azyr. Como recordaréis, los jueces declararon que había habido provocación intencionada por parte del señor de Gesvres, y le hallaron culpable de asesinato premeditado, y lo ahorcaron.

El procurador del rey saltó en su asiento y ladró:

—¡Mal rayo me parta! ¿Tenéis la desfachatez de sugerir que el señor marqués debe ser ahorcado?

—¿Por qué no, señor, si la ley lo ordena, y más aún si existe un precedente como el que os acabo de referir, y que se puede verificar sin dificultad?

—¿Me preguntáis por qué no? ¿Tenéis la temeridad de preguntármelo?

—Sí, señor, la tengo; ¿podéis contestarme? Si no podéis, pensaré que para una poderosa familia como la de La Roche Jeannine es posible hacer cumplir la ley, esa misma ley que permanece muda e inerte cuando se trata de un pobre hombre desconocido que ha sido brutalmente asesinado por un noble. El señor de Lesdiguiéres comprendió que con argumentos no conseguiría convencer al decidido joven y decidió amenazarle.

—Os daré un último consejo, que os marchéis enseguida, y ya podéis dar gracias de que os deje salir de aquí sin castigo.

—¿Debo entender, caballero, que os negáis a emprender la investigación del caso que he presentado? ¿Nada de lo que os he dicho ha podido conmoveros?

—Lo que debéis entender es que si dentro de dos minutos no estáis fuera de aquí tendréis que ateneros a las consecuencias. El procurador del rey hizo sonar la campanilla de plata. Pero André-Louis no se calló:

—Os he informado de que ha tenido lugar un así llamado «duelo» en el transcurso del cual ha muerto un hombre. Resulta extraño que tenga que recordaros a vos, encargado de administrar la justicia del rey, que los duelos están prohibidos por la ley y que es vuestro deber abrir una investigación. Estoy aquí como abogado de la atribulada madre de Philippe de Vilmorin para exigiros esa investigación que debéis a su familia.

Detrás del joven abogado se abrió suavemente una puerta. El procurador, pálido de furia, apenas podía contenerse:

—¿Queréis provocarme, insolente truhán? —bramó—. ¿Creéis que la justicia del rey debe actuar sólo porque así lo quiere un desvergonzado plebeyo? Estoy asombrado de mi paciencia con vos. Pero os daré un último aviso, señor abogado: refrenad esa lengua o tendréis que arrepentiros de su ligereza. ¡Sacad a este hombre de aquí! —levantó despreciativamente su enjoyada mano dirigiéndose al ujier que estaba detrás de André-Louis.

El joven abogado titubeó un instante. Entonces, encogiéndose de hombros, se volvió hacia la puerta. Aquél era el molino de viento; y él, el caballero andante de la triste figura. Atacarlo más de cerca sería exponerse a ser despedazado. No obstante, antes de salir, André-Louis se volvió:

—Señor de Lesdiguiéres —dijo—, ¿puedo citaros un ejemplo curioso de la Historia Natural? El tigre fue durante siglos el rey de la selva y aterrorizaba a todos los animales, incluyendo a los lobos. Pero el lobo, cazador también, un día se cansó de ser cazado. Se unió con otros lobos, y todos juntos, formando manadas para protegerse, descubrieron la fuerza del grupo, o sea, de la asociación, y se lanzaron a la caza del tigre con resultados desastrosos para éste. Debería estudiar a Buffon, señor de Lesdiguiéres.

—Ya esta mañana he tenido ocasión de estudiar a un bufón —replicó con una sonrisa de sarcasmo el procurador del rey. De no ser porque estaba convencido de que su retruécano[6] era muy ingenioso, probablemente no se hubiera dignado responderle—. Y no os entiendo —añadió.

—Ya me entenderá, señor de Lesdiguiéres. Ya me entenderá —dijo André-Louis y salió.