Capítulo V

POR segunda vez en aquel día, André-Louis fue al castillo, con presteza y sin preocuparse por los curiosos que le veían atravesar el pueblo ni por los murmullos de las gentes excitadas por el suceso del que había formado parte activa.

Bénoit —el viejo criado a quien grandilocuentemente llamaban «senescal»— lo condujo a la habitación de la planta baja que, también con grandilocuencia, recibía el nombre de biblioteca. Ciertamente la sala tenía algunos estantes donde dormían el sueño eterno algunos volúmenes maltratados, pero los útiles de caza —escopetas, reclamos, cuernos y cuchillos— aparecían allí más profusamente que los libros. Los muebles eran macizos, de roble intrincadamente tallado, y eran muy antiguos. Grandes vigas de madera cruzaban el alto techo pintado de blanco.

Allí estaba el robusto señor de Gavrillac paseándose inquieto cuando entró André-Louis. Ya estaba enterado de todo lo ocurrido en la posada El Bretón Armado. El señor de Chabrillanne acababa de salir de allí después de informarle debidamente, y el señor de Kercadiou confesó estar profundamente afligido y perplejo.

—¡Qué pena me da! —exclamó—. ¡Qué pena! —repitió bajando la enorme cabeza—. ¡Un joven tan estimable y con un futuro tan prometedor! ¡Ah, ese La Tour d’Azyr es un hombre muy resentido en estas cuestiones! Quizá tenga razón. No lo sé. Jamás he matado a un hombre por una discrepancia de opinión. De hecho, nunca he matado a nadie. No está en mi naturaleza. Si lo hiciera, ya nunca más podría dormir tranquilo. Pero no todos los hombres somos iguales.

—La cuestión, querido padrino, consiste en qué debemos hacer ahora —comentó André-Louis con aplomo, pero intensamente pálido.

El señor de Kercadiou le miró de hito en hito:

—¿Qué diablos quieres que hagamos? Según he oído, Vilmorin abofeteó al marqués.

—Después de haber sido groseramente provocado por él.

—Igual que tu amigo lo provocó con su lenguaje revolucionario. El pobre tenía la cabeza llena de esas tonterías de los enciclopedistas. Eso les pasa a los que leen demasiado. Yo nunca me he preocupado mucho por los libros, André, ni he visto que del estudio salga otra cosa que problemas. Inquieta a los hombres, les complica la existencia, y destruye la sencillez, que es la única fuente posible de la paz y la felicidad. ¡Ojalá este desdichado asunto te sirva de aviso, querido André! También tú te has ido aficionando a esas especulaciones filosóficas que quieren trastornar el orden social. Ya ves lo que sale de ahí. Un joven fino, estimable, hijo único, y además de una viuda, se olvida de sí mismo, de su posición, de su deber para con su madre. Se olvida de todo, y se deja matar de esa manera. Es muy triste. Te juro por mi alma que es muy triste.

Sacó un gran pañuelo y se sonó la nariz con vehemencia.

André-Louis tenía el corazón en un puño y sintió que la esperanza —no muy grande por cierto— que tenía en el apoyo de su padrino se desvanecía.

—Veo —dijo— que todas vuestras críticas van contra el muerto y ninguna contra el asesino. Y, no obstante, no puedo creer que estéis de acuerdo con semejante crimen.

—¡Crimen! —exclamó el señor de Kercadiou—. ¡Por Dios, muchacho, estás hablando del señor de La Tour d’Azyr!

—Sí, y del abominable asesinato que ha perpetrado…

—¡Basta! —exclamó el señor de Kercadiou con énfasis—. No puedo permitir que hables de él en semejantes términos. El señor marqués es mi amigo y es muy posible que estrechemos más aún nuestras relaciones.

—¿A pesar de esto? —preguntó André-Louis.

El señor de Kercadiou empezaba a perder los estribos:

—¿Qué tiene que ver una cosa con otra? Lamento lo sucedido, pero no tengo derecho a condenarlo. Es una regla establecida para ajustar diferencias entre caballeros.

—¿Realmente creéis eso?

—¿Qué demonios quieres dar a entender? ¿Diría yo algo en lo que no creo? Estoy empezando a enfadarme contigo.

—«No matarás», dice tanto la ley de Dios como la del rey.

—Veo que estás dispuesto a sacarme de mis casillas. Fue un duelo…

André-Louis interrumpió a su padrino:

—No se puede llamar duelo a un encuentro con dos pistolas donde la única que está cargada es la del marqués. Él invitó a Philippe a visitarle con la deliberada intención de arrastrarlo a una discusión, y tras exaltarle con sus insultos, matarle. Un poco de paciencia, mi querido padrino. No estoy hablando de algo que yo haya inventado, sino de lo que el mismo marqués me ha dicho.

Un poco dominado por la gravedad del joven, el señor de Kercadiou miró a otra parte, se encogió de hombros y se dirigió a la ventana.

—Sólo un tribunal de honor podría decidir en este asunto; y aquí no tenemos tribunales de honor —dijo.

—Pero sí los tenemos de justicia.

Muy irritado, el señor se volvió rápidamente y clavó los ojos en su ahijado.

—¿Y qué tribunal de justicia crees que escucharía la querella que tienes en mente?

—En Rennes está el tribunal del procurador del rey.

—¿Y crees que el procurador del rey va a escucharte?

—A mí, quizá no. Pero si vos presentarais la querella…

—¿Poner yo la querella? —saltó el señor de Kercadiou mostrándose horrorizado ante tal sugerencia.

—El hecho ha ocurrido aquí, en vuestros dominios…

—¿Quieres que yo acuse al señor de La Tour d’Azyr? Me parece que no estás en tus cabales. Estás loco, tan loco como ese pobre amigo tuyo que mira cómo ha acabado por meterse en lo que no le importaba. El lenguaje que empleó aquí al hablarle al marqués de la muerte de Mabey era muy ofensivo. Tal vez tú no lo sabías. Por eso no me sorprende que el marqués haya buscado la satisfacción que exigía su honor.

—Ya veo… —dijo André-Louis.

—¿Ya ves? ¿Qué diablos es lo que ves? —le interrumpió su padrino.

—Que tendré que hacerlo todo yo solo.

—¿Y puedes hacerme el favor de decirme qué diablos piensas hacer? —Iré a Rennes y expondré los hechos ante el procurador del rey.

—Estará demasiado ocupado para escucharte.

La mente del señor de Kercadiou estaba un poquito aturullada, pero continuó:

—Bastantes problemas hay ya en Rennes con esa locura de la Asamblea General con la cual el maravilloso Necker cree que va a sanear las finanzas del reino. ¡Como si un insignificante suizo empleado de banco, que además es un condenado protestante, pudiera tener éxito allí dónde hombres como Calonne y Brienne han fracasado!

—Buenas tardes, padrino —dijo André-Louis.

—¿Adónde vas?

—Ahora a casa. Mañana a Rennes.

—Espera, muchacho, espera —dijo el achaparrado caballero y le puso una mano en el hombro—. Ahora escúchame, André, lo que piensas hacer es cosa de caballeros andantes, propia de lunáticos. Nada bueno sacarás si persistes en esa actitud. Tú has leído Don Quijote y sabes lo que le sucedió cuando se enfrento con los molinos de viento. Eso mismo, ni más ni menos, te pasará a ti. Deja las cosas como están, hijo mío. No quisiera que algo malo te ocurriera.

André-Louis le miraba, sonriendo tristemente.

—Hoy hice un juramento y condenaría mi alma si lo rompiera.

—¿Quieres decir que te irás, a pesar de todo lo que te he dicho? —tan impetuoso como inconsecuente, el señor de Kercadiou volvía a montar en cólera—: Pues bien, entonces… ¡vete al diablo!

—Empezaré por visitar al procurador del rey.

—Y si te metes en problemas, luego no vengas aquí a suplicar mi ayuda —estalló el señor de Kercadiou. Realmente estaba muy disgustado, y siguió tronando—: Puesto que has escogido desobedecerme, puedes romperte esa cabeza vacía que tienes contra el molino de viento e ir a la perdición.

André-Louis inclinó la cabeza con gesto irónico y se dirigió a la puerta.

—Si el molino fuera demasiado grande —dijo desde el umbral—, ya veré qué hago con el viento que lo mueve. Adiós, padrino.

Y salió dejando solo al señor de Kercadiou que, con el rostro rojo de ira, trataba de descifrar la última frase de su ahijado. En realidad, su mente no era lo bastante aguda para comprender ni a André-Louis ni al señor de La Tour d’Azyr. Por eso ahora estaba igualmente enojado con los dos. Consideraba que esos hombres testarudos, que siguen obstinadamente sus impulsos, son realmente muy problemáticos e irritantes. Él amaba la vida tranquila y quería estar en paz con sus vecinos. Y le parecía tan obvio que ése era el mejor estilo de vida, que sólo los locos podían empeñarse en vivir de otra manera.