Capítulo IV

PHILIPPE de Vilmorin quiso zanjar el asunto inmediatamente. En esto era a un tiempo objetivo y subjetivo. Presa de emociones encontradas, y en conflicto con su vocación sacerdotal, estaba impaciente por acabar con aquello cuanto antes. También se temía un poco a sí mismo. Las circunstancias de su educación, y la vocación que había sentido en los últimos años, le habían quitado mucho del brío que es natural en los hombres. En cierto modo, se había tornado tímido y delicado como una mujer. Como lo sabía, temía que, si pasaba el ardor del momento, pudiera sobrevenirle una deshonrosa debilidad.

El marqués, por su parte, también deseaba un inmediato ajuste de cuentas, y puesto que estaban presentes el caballero de Chabrillanne y André-Louis para servir de padrinos, no había ninguna razón para retrasar el duelo.

Así las cosas, en pocos minutos todo estuvo arreglado, y por la tarde el siniestro grupo de cuatro hombres se dirigió hacia la pista para bochas que había detrás de la posada. Estaban completamente solos; nadie podía verles, ni siquiera a través de las ventanas del mesón que estaban detrás del tupido follaje de los árboles.

No hubo formalidad alguna a la hora de elegir el campo de honor, ni tampoco se midieron las espadas. El marqués se despojó de su cinturón y desenvainó la espada, pero se negó a quitarse los zapatos y la casaca, pues consideró que no merecía la pena tomando en cuenta lo insignificante que era su contrincante. Alto, flexible y atlético, tenía ante sí a un rival no menos alto, pero delgado y enclenque. También Vilmorin desdeñó hacer ninguno de los usuales preparativos. Reconociendo que de nada podía aprovecharle quitarse la ropa, se puso en guardia completamente vestido. Sus pómulos salientes parecían arder.

El caballero de Chabrillanne, apoyándose en un bastón, pues había cedido su espada a Vilmorin, contemplaba el duelo con silencioso interés. Frente a él, al otro lado de los combatientes, estaba André-Louis, el más pálido de los cuatro, con ojos febriles y retorciéndose las manos sudorosas.

Su instinto le impulsaba a interponerse entre los contrincantes para evitar el encuentro. Sin embargo, ese generoso impulso quedaba anulado por la plena conciencia de su inutilidad. Para calmarse, se aferró a la convicción de que aquel duelo no podía tener consecuencias realmente serias. Si el honor de Philippe le obligaba a cruzar la espada con el hombre a quien había abofeteado, la noble cuna del señor de La Tour d’Azyr también le obligaba a procurar no herir gravemente al joven inexperto a quien había provocado de modo tan evidente y ofensivo. Después de todo, el marqués era un hombre de honor. Sólo se proponía dar una lección, dura tal vez, pero que el contrario pudiera aprovechar en vida. Para consolarse, André-Louis se aferró obstinadamente a esta idea.

Se cruzaron los aceros: comenzaba el combate. El marqués presentaba a su adversario apenas el perfil de su esbelta figura, con las rodillas ligeramente dobladas como resortes, mientras que Vilmorin permanecía cuadrado presentando un blanco perfecto y con las rodillas rígidas como si fuesen de madera. El honor y el espíritu de lealtad competitiva clamaban a un tiempo contra semejante encuentro.

Como era de suponer, todo acabó enseguida. De joven, casi en su infancia, Philippe había recibido nociones de esgrima como cualquier adolescente de su clase. Así que conocía los rudimentos del arte de manejar la espada. Pero ¿de qué podían servirle en aquel momento? Hubo tres quites, y entonces, sin ninguna prisa, el marqués deslizó su pie a lo largo del húmedo césped, y su elástico cuerpo se tendió en una estocada a fondo hasta romper la frágil guardia de Vilmorin. Deliberadamente, la hoja del marqués atravesó al joven seminarista… André-Louis saltó con el tiempo justo para coger el cuerpo de su amigo por debajo de los brazos. Entonces se le doblaron también a él las piernas por el peso y cayeron juntos en la húmeda hierba. André-Louis apoyó en su hombro izquierdo la cabeza inerte de Philippe. Los brazos le colgaban flácidos y la sangre que manaba de la herida le había empapado las ropas.

Con el rostro pálido y los labios temblorosos, André-Louis levantó los ojos hasta los del marqués, quien contemplaba su obra con expresión grave. Pero en su cara no se leía ni sombra de remordimiento.

—¡Le habéis matado! —gritó André-Louis.

—Por supuesto.

El marqués limpió la hoja del acero con su pañuelo de encajes. Cuando concluyó tan delicada tarea, manifestó:

—Ya le dije que tenía el peligroso don de la elocuencia.

Y se volvió para irse, dejando a André-Louis en libertad de interpretar su frase como quisiera. Sin soltar el cuerpo de su amigo que se desangraba, André-Louis llamó al aristócrata:

—¡Vuelve, cobarde asesino, y remata tu obra asesinándome a mí también!

El marqués volvió el rostro, lleno de ira. Pero el señor de Chabrillanne le detuvo cogiéndolo por el brazo. Aunque había tomado parte activa en los hechos, ahora estaba un poco pálido. No tenía el valor del señor de La Tour d’Azyr y era mucho más joven.

—Vamonos —dijo—, su furia es natural. Eran amigos.

—¿Has oído lo que me ha dicho? —preguntó el marqués.

—Nadie podrá negarlo, ni vos ni ningún otro hombre —replicó André-Louis—. Vos mismo acabáis de confesarlo al explicarme el motivo por el cual lo habéis matado. Porque le teníais miedo.

—Y si así fuera, ¿qué? —contestó el caballero.

—¿Y lo preguntáis? Nada sabéis de la vida ni de la humanidad como no sea el modo de llevar elegantemente una casaca y de peinar vuestro cabello. ¡Oh, sí, y también blandir vuestras armas contra niños y sacerdotes! ¿Es que no tenéis sensibilidad, ni alma? ¿No comprendéis que es una cobardía matar a quien se teme, y doble cobardía matar de esta forma? Si le hubierais clavado un puñal por la espalda, por lo menos estaría a salvo el valor de vuestra vileza. Hubiera sido una vileza sin disfraz. Pero temiendo las consecuencias de un acto como éste, escondisteis vuestra cobardía bajo el pretexto de un duelo.

El marqués se libró de la mano de su primo y dio un paso hacia André-Louis, alzando ahora su espada como un látigo. Pero otra vez el caballero le detuvo.

—¡No, no, Gervais! ¡Déjalo, por el amor de Dios!

—¡Dejadle que venga, caballero! —gritó André-Louis con voz ronca—. Dejadle que remate en mí su cobardía.

El caballero de Chabrillanne soltó a su primo. El marqués avanzó con los labios lívidos y los ojos febriles hasta el jovenzuelo que tan abiertamente le insultaba. Y entonces se contuvo. Quizá de pronto se acordó del parentesco que el pueblo atribuía al señor de Gavrillac con aquel joven, así como del afecto que el noble le profesaba. Probablemente pensó que no le convenía tener problemas con el señor de Gavrillac, sobre todo ahora que la amistad de este caballero era para él tan importante. Sin embargo, le dolía retirarse después de haber sido ofendido en su dignidad.

Fuese lo que fuere, lo cierto es que el caballero se detuvo en seco, lanzó una incoherente interjección que era mezcla de ira y de desprecio, dio media vuelta y se alejó apretando el paso con su primo.

Cuando el posadero y su gente acudieron, encontraron a André-Louis abrazado al cuerpo de su amigo, murmurando apasionadamente al sordo oído del que yacía en sus brazos:

—¡Philippe! ¡Háblame, Philippe! ¿No me oyes? ¡Oh, Dios mío! ¡Philippe!

Una mirada bastó para que todos comprendieran que ya no eran necesarios ni un médico ni un sacerdote. La mejilla que descansaba contra la de André-Louis tenía un color plomizo, los ojos aparecían vidriosos y un poco de espuma sanguinolenta asomaba en los labios entreabiertos.

Medio cegado por las lágrimas, André-Louis siguió, dando traspiés, el cuerpo de su amigo, que los otros llevaron a la posada. Ya arriba, en la habitación donde lo acostaron, se arrodilló junto al lecho y con la mano del muerto entre las suyas, juró con rabia impotente que el señor de La Tour d’Azyr pagaría muy caro lo que había hecho.

—Le temía a tu elocuencia, Philippe —dijo—. Si no obtengo la justicia que exijo por este asesinato, juro que me tomaré la justicia por mi mano, y lo que él temía de ti, tendrá que temerlo de mí. Temía que arrastraras a los hombres con tu verbo y que destruyeran el orden que a él le sostiene. Pues los hombres serán arrastrados, y tu elocuencia, y tus argumentos, y tus ideas serán la herencia que yo recibiré de ti. Haré míos todos tus pensamientos. Poco importa que yo crea o no en tu evangelio de la libertad. Lo conozco, palabra por palabra, y esto es lo que importa para nuestro propósito, el tuyo y el mío. Y si todo fallara, tus ideas hallarán expresión en mi lengua. Así al menos habremos frustrado su vil intento de acallar la voz que temía. No sacará ningún provecho de la sangre que mancha su alma. Mi voz le perseguirá más implacablemente de lo que hubiera hecho la tuya.

Este pensamiento le regocijó, calmándolo y atenuando su dolor, lo que le permitió orar muy bajito. Después su corazón tembló al pensar cómo Philippe, un hombre de paz, casi un sacerdote, un apóstol del cristianismo, iba a presentarse ante su Creador con el pecado de la ira en su alma. ¡Era horrible! Pero Dios vería lo justo de su cólera. En cualquier caso, aquel pecado no podía ensombrecer el amor que Philippe siempre había practicado, ni la noble pureza de su gran corazón. Después de todo, pensaba André-Louis, Dios no era un aristócrata.