IENTRAS bajaban la colina, Vilmorin permanecía callado mientras André-Louis hablaba. El tema de su peroración era la mujer en sentido general. Pretendía haberla descubierto aquella mañana, y las frases que se le ocurrían sobre las mujeres eran poco halagüeñas y, en ocasiones, casi groseras. Philippe de Vilmorin apenas le escuchaba; aunque pueda parecer extraño en un joven francés de su tiempo, no le interesaban las mujeres. El pobre Philippe era una excepción en muchos aspectos.
Frente a El Bretón Armado —posada y casa de postas situada a la entrada del pueblo de Gavrillac—, Philippe interrumpió a su compañero justo cuando llegaba a la culminación de su diatriba contra las mujeres, devolviéndolo súbitamente a la realidad, pues entonces advirtió la carroza del marqués de La Tour d’Azyr parada ante la puerta del mesón.
—No puedo creer que no me hayas estado escuchando —dijo André a su amigo.
—De haber estado menos absorto en tu propio discurso, lo hubieras notado antes y te habrías ahorrado la saliva. La verdad es que me das pena, André. Parece que has olvidado por completo a qué hemos venido. Sabes muy bien que estoy citado aquí con el marqués, quien desea que le explique mejor el asunto. Allá arriba, en Gavrillac, no podía resolverse nada. No era el momento oportuno. Pero confío en el marqués.
—¿Confías… en qué?
—En que hará cuanto esté en sus manos para reparar el daño. Se encargará de la viuda y de los huérfanos. Si no fuera así. ¿Por qué habría de querer oírme de nuevo?
—¡Me extraña tanta condescendencia en él! —exclamó André-Louis, y añadió—: Timeo Danaos et dona ferentes[5].
—¿Por qué lo dices? —preguntó Philippe.
—Entremos y lo sabremos… a no ser que mi presencia sea un estorbo.
Los jóvenes entraron en una habitación que siempre estaba reservada para el marqués. Un fuego de leña ardía al fondo de la estancia, y allí estaban sentados el señor de La Tour d’Azyr y su primo, el caballero de Chabrillanne. Al entrar Vilmorin, ambos se levantaron. André-Louis permaneció en la puerta.
—Os estoy muy agradecido por vuestra cortesía, señor de Vilmorin —dijo el marqués en tono tan desdeñoso que desmentía la educación de sus palabras—. Sentaos, os lo ruego. ¡Ah! ¿El señor Moreau nos acompaña? —preguntó con frialdad.
—Si no tenéis inconveniente, señor marqués…
—¿Por qué habría de tenerlo? Sentaos, Moreau.
Hablaba despectivamente, mirando a André por encima del hombro, como a un lacayo.
—Sois muy amable —dijo Philippe— al darme la oportunidad de explicaros el asunto que tan inoportunamente me llevó a Gavrillac.
El marqués se arrellanó cómodamente cruzando las piernas, y tendió una de sus finas manos hacia las llamas, para calentarse. Sin molestarse siquiera en volverse hacia el joven que estaba detrás de él, replicó:
—Dejemos a un lado lo amable de mi concesión —dijo en tono sombrío y Chabrillanne se rió. André-Louis consideró la facilidad con que reía el primo del marqués y casi, casi, le envidió tal capacidad.
—De todos modos os estoy agradecido —insistió Philippe— por condescender a oírme abogar por la causa de esa pobre gente.
El marqués abrió desmesuradamente los ojos.
—¿Qué causa? —exclamó mirándole por encima del hombro.
—¿Cómo que qué causa? Me refiero a la causa de la viuda y los huérfanos del infortunado Mabey.
El marqués dejó vagar la mirada de Vilmorin a su primo, quien de nuevo se echó a reír, dándose esta vez una palmada en la rodilla.
—Me parece —dijo lentamente el marqués— que ha habido un malentendido. Yo os pedí que vinierais aquí porque el castillo de Gavrillac no era el sitio más adecuado para tener una discusión, y porque vacilé en haceros recorrer el largo camino que hay hasta mi castillo. Pero a mí solamente me interesan ciertas frases pronunciadas por vos en el castillo de Gavrillac. Es a causa de esas frases por lo que estáis aquí y por lo que quiero oír vuestras explicaciones… si queréis honrarme con ellas.
André-Louis empezó a notar algo siniestro en el aire. Su intuición era más rápida que la de Vilmorin, quien únicamente se sentía un poco sorprendido.
—No comprendo, caballero —dijo el joven seminarista—. ¿A qué frases os referís?
—Parece, señor mío, que debo refrescaros la memoria —dijo el marqués ladeándose en su cómodo asiento de modo que, al fin, quedó frente a Philippe de Vilmorin—. Os referisteis, muy elocuentemente a pesar de estar completamente errado, a la «infamia» del hecho de sumaria justicia realizado por un criado mío sobre ese tal Mabey, o como se llame ese ladrón. «Infamia» fue precisamente la palabra empleada por vos. Y no os retractasteis de ella ni siquiera cuando tuve el honor de informaros que mi guardabosque actuó así cumpliendo una orden mía.
—Si fue un acto infame —dijo Vilmorin—, eso es algo que no puede cambiarlo la alcurnia de la persona responsable. Lejos de ser un atenuante, la altura de esa alcurnia es un agravante.
—¡Ah! —dijo el marqués sacando una tabaquera de oro de su bolsillo—. Un acto infame, decís… ¿He de entender que ya no estáis tan convencido de esa «infamia» como, al parecer, lo estabais antes?
Philippe de Vilmorin estaba perplejo. No acababa de comprender adonde pretendía ir a parar con todo aquello.
—Se me ocurre pensar, señor marqués, en vista de vuestro deseo de asumir tal responsabilidad, que tal vez estáis convencido de tener alguna justificación que escapa a mi entendimiento.
—Así está mejor, mucho mejor.
El marqués tomó un poco de rapé y luego sacudió el polvo que había caído sobre el encaje de su chorrera. Entonces prosiguió:
—Me alegra que por fin comprendáis que, no siendo vos propietario, no teníais clara idea del caso y podíais haberos lanzado a una conclusión precipitada e injustificable. Que esto sea un aviso para vos, de ahora en adelante. Cuando os diga que desde hace meses me vienen molestando con parecidos saqueos, comprenderéis tal vez que era necesario imponer un correctivo lo bastante enérgico para acabar con ellos. Ahora que esa gentuza sabe el riesgo que corre, creo que al fin mis cotos de caza quedarán protegidos. Y aún hay algo más, señor de Vilmorin. No me enoja tanto el robo en sí como el desprecio hacia mi absoluto e inviolable derecho. Hay, señor mío, como no habréis dejado de observar, un diabólico espíritu de rebeldía en el ambiente, y sólo existe un modo de hacerle frente. La tolerancia, incluso la más leve, la indulgencia más insignificante que practiquemos hoy, nos obligará mañana a tener que tomar medidas más duras. Estoy seguro de que me comprendéis y de que también apreciaréis mi condescendencia al explicaros cosas que en modo alguno tengo que explicarle a nadie. Si algo de lo que acabo de decir no os parece suficientemente claro, os ruego acudáis a las leyes de caza, de las que vuestro amigo el abogado puede daros una idea.
Y dicho esto, el caballero se volvió de nuevo hacia el fuego. Era como si hubiera dado por terminada la entrevista. Y, sin embargo, el perplejo y vagamente inquieto André-Louis no tenía la misma impresión. El joven abogado pensaba que aquella disertación era tan extraña como sospechosa. Sospechaba que el aristócrata fingía dar explicaciones con palabras corteses mientras que, en realidad, no hacía sino estimular y aguijonear con su tono calculadamente insolente la impaciencia de un hombre con las ideas de Philippe de Vilmorin. Y esto fue precisamente lo que sucedió.
Philippe se puso en pie.
—¿Pero es que no hay en el mundo otras leyes que las de caza? —preguntó enérgicamente—. ¿No habéis oído hablar jamás de las leyes que no están escritas, las leyes de la humanidad?
El marqués suspiró fastidiado de tener que continuar la conversación:
—¿Y qué tengo yo que ver con las leyes de la humanidad? —dijo extrañado.
Vilmorin le miró un instante sin saber, en medio de su estupor, cómo contestarle.
—Nada, señor marqués; lo veo claramente. Pero ojalá no tengáis que recordarlo cuando os veáis precisado de apelar a esas leyes de las que ahora os burláis.
El señor de La Tour d’Azyr echó atrás la cabeza con gesto altanero.
—¿Qué significan esas palabras? No es la primera vez que hoy os expresáis en términos ambiguos que acaso pudieran contener una velada amenaza.
—No es una amenaza, señor marqués, es… una advertencia. Una advertencia de que actos como este que se ha cometido contra un ser humano, una criatura de Dios… ¡Oh, podéis burlaros, señor, pero esas gentes también son criaturas de Dios, ni más ni menos como vos y como yo… aunque esa idea pueda herir vuestro orgullo! A los ojos de Aquel que todo lo ve…
—Por favor, no me echéis ahora un sermón, futuro señor abate.
—Os burláis, señor marqués. Os reís. ¿Os reiréis acaso cuando Dios os pida cuenta de la sangre y del saqueo que manchan vuestras manos?
—¡Señor! —gritó el caballero de Chabrillanne haciendo restallar esa palabra como un látigo y poniéndose en pie de un salto. Pero el marqués lo contuvo.
—Sentaos, caballero. Habéis interrumpido al señor abate y me gustaría seguir oyéndole. Me interesan mucho sus raras teorías.
Un poco apartado de los demás, André también se había puesto en pie, realmente alarmado ante la expresión que leyó en el hermoso rostro del señor de La Tour d’Azyr. Entonces se acercó a la chimenea y tomó del brazo a su amigo:
—Será mejor que nos vayamos —le dijo.
Pero Philippe de Vilmorin, dando rienda suelta a la pasión largo tiempo reprimida, se precipitó sin reflexionar:
—¡Oh, señor! —dijo—, pensad en lo que sois y lo que seréis. Deteneos a pensar cómo vos y los vuestros vivís exclusivamente de abusos que, a la larga, sólo pueden acarrear otros abusos.
—¡Revolucionario! —espetó el marqués con desprecio—. ¿Tenéis el descaro de presentaros ante mí para soltarme esa fétida jerga de los que ahora os hacéis llamar intelectuales?
—¿Jerga? ¿Lo pensáis así de veras? ¿Os parece una jerga recordarle al señor feudal cómo oprime en su provecho todo lo que encuentra a su paso? ¿No ejerce sus derechos sobre las aguas del río, sobre el fuego devorador, sobre el pan, la hierba o la cebada del pobre, en fin, sobre el viento que hace girar las aspas del molino? La verdad de mi jerga os dice que el pobre campesino no puede dar un paso en el sendero, cruzar un puente sobre el río ni comprar una vara de tela sin tropezarse con la rapacidad feudal y sin que lo carguen con impuestos feudales. ¿No os parece ya bastante, señor marqués? ¿Debe exigirse también la mísera vida de cada uno en pago del menor delito contra vuestros sacrosantos privilegios, sin que os importe que queden viudas y huérfanos desvalidos? ¿No estáis contentos si vuestra sombra no sobrevuela el país como una maldición? ¿Acaso vuestro orgullo os hace creer que Francia, este paciente Job de las naciones, ha de sufrir eternamente?
Philippe se detuvo como aguardando una respuesta. Pero no hubo réplica. El marqués le contemplaba extrañamente, con ojos siniestros y sonriendo a medias, desdeñosamente.
—Vamonos, Philippe —dijo André-Louis tirando de la manga de su amigo.
Pero el joven seminarista se libró de su mano, y siguió hablando exaltado:
—¿No veis cómo se amontonan las nubes anunciando tormenta? ¿Imagináis quizá que la Asamblea Nacional convocada por Necker y prometida para el año que viene sólo os dará nuevos medios para contribuir a la bancarrota del Estado? Os engañáis. En esa reunión, el Tercer Estado, al que tanto despreciáis, será la fuerza preponderante y hallará la forma de poner fin a la llaga gangrenosa de los privilegios que devora a nuestro desgraciado país.
El marqués se movió en su sillón y al fin contestó:
—Tenéis, caballero, el peligroso don de la elocuencia. Es un don que no emana tanto de vuestra causa como de vos mismo. Porque, después de todo, ¿qué es lo que me ofrecéis? Los platos recalentados de los efusivos discursos pronunciados en vuestros salones literarios e inspirados en míseros emborronadores de papel como Voltaire, Jean-Jacques y otros. Entre vuestros jóvenes filósofos no hay ni uno sólo con suficiente talento para comprender que somos una clase consagrada por derecho de antigüedad y que, al defender nuestros derechos y privilegios, nos asiste la autoridad de los siglos.
—La humanidad —replicó Philippe— es más antigua que la aristocracia. Los derechos del hombre empezaron cuando el hombre fue creado.
El marqués se echó a reír, encogiéndose de hombros.
—He ahí una respuesta que debía haberme esperado. Es la misma cantinela de todos los filósofos.
Entonces terció el caballero de Chabrillanne:
—¿Para qué tantos rodeos? —dijo a su primo con impaciencia.
—Para llegar hasta este punto —respondió el marqués—. Primero quería estar bien seguro.
—A fe mía que ahora no podéis tener ninguna duda.
—Ahora no.
El marqués se levantó y se volvió a Vilmorin, quien no había comprendido el sentido del breve diálogo entre La Tour d’Azyr y su primo.
—Señor abate —dijo el aristócrata—, realmente tenéis el peligroso don de la elocuencia. Ese don puede arrastrar a otros hombres a su ruina. De haber nacido caballero, no hubierais adquirido con tanta facilidad esos falsos puntos de vista que proclamáis.
El señor de Vilmorin le miró fijamente sin comprender.
—¿De haber nacido yo caballero? —repitió lentamente y confundido—. Pero he nacido caballero, señor. Mi familia es tan antigua y mi sangre tan pura como la vuestra.
El marqués enarcó las cejas y pestañeó con indulgente sonrisa. Sus ojos obscuros y líquidos se clavaron en el rostro de Philippe de Vilmorin.
—Temo que en ese punto os han engañado.
—¿Engañado…?
—Vuestros sentimientos delatan la indiscreción en la que, sin duda, incurrió vuestra señora madre.
Después de aquel insulto brutal en son de burla, dicho con total frialdad, sobrevino un silencio sepulcral. André-Louis permanecía mudo, aterrado, mientras su amigo escudriñaba el rostro del señor de La Tour d’Azyr como buscando un significado que se le escapaba. Súbitamente entendió la vil afrenta. La sangre le subió a las mejillas y la indignación ardió en sus ojos. Un convulsivo estremecimiento lo sacudió. Entonces, tras lanzar un grito inarticulado, alzó la mano y le propinó una bofetada al marqués en su cara burlona.
Como un relámpago, el caballero de Chabrillanne se levantó poniéndose entre los dos hombres.
André-Louis había visto la trampa demasiado tarde. Las palabras del señor de La Tour d’Azyr eran como una jugada en una especie de ajedrez verbal, calculada para exasperar al contrario impulsándole a reaccionar de un modo que le dejara enteramente a su merced.
El marqués estaba muy pálido, excepto en la mejilla, donde se veía la huella de los dedos de Vilmorin. Pero no dijo una palabra. En su lugar, fue el caballero de Chabrillanne quien habló, asumiendo el papel que previamente le habían asignado en aquel juego vil.
—Caballero, ¿os dais cuenta de la gravedad de lo que acabáis de hacer? —le preguntó fríamente a Philippe—. Y por supuesto, comprenderéis también lo que inevitablemente trae consigo.
Philippe de Vilmorin no comprendía nada. El pobre hombre había actuado impulsivamente, por un sentimiento de decencia y de honor, sin tomar en cuenta las consecuencias. Pero al intuir la siniestra invitación del caballero de Chabrillanne, si deseó evitar tales consecuencias, fue por respeto a su vocación sacerdotal que rigurosamente le prohibía prestarse al combate de honor que obviamente le imponía el señor de Chabrillanne.
Retrocedió.
—Dejemos que una afrenta borre la otra —dijo con voz apagada—. El balance sigue estando a favor del señor marqués. Con eso debe bastarle.
—¡Imposible! —dijo el caballero crispando los labios. Después habló suavemente, pero con firmeza—: Habéis dado una bofetada, señor. No creo equivocarme si digo que al señor marqués nunca antes le había sucedido algo así. Si os sentíais ofendido, no teníais más que exigir la satisfacción que merece vuestro honor, de caballero a caballero. Vuestra acción no parece sino confirmar la sospecha que tan ofensiva os pareció. En cualquier caso, una acción de esta naturaleza no puede quedar inmune.
Como puede verse, el papel del caballero de Chabrillanne era echarle leña al fuego, para asegurar que la víctima no escapase.
—No quiero que quede inmune —dijo el joven seminarista. Después de todo, había nacido noble, y la tradición de su clase renacía en él con más fuerza que la escuela de humildad en la que se preparaba para sacerdote. De modo que pensó que su nombre y su honor le exigían pagar con la muerte antes que evitar las consecuencias de su acción.
—¡Pero si ni siquiera lleva espada, señores! —exclamó André-Louis, aterrado.
—Eso se arregla fácilmente. Puede coger la mía.
—Quiero decir —insistió André-Louis entre indignado y asustado por la suerte de su amigo—, que no acostumbra a llevar espada, que jamás la ha llevado ni sabe manejarla. Es un seminarista, casi ya medio sacerdote, y, por tanto, le está prohibido aceptar el compromiso en que vos le ponéis.
—Todo eso debió recordarlo antes de dar la bofetada —dijo diplomáticamente el caballero de Chabrillanne.
—Esa bofetada fue provocada deliberadamente —dijo con rabia André-Louis. Después se calmó, aunque no fue gracias a la altanera mirada de su interlocutor, por cierto—. ¡Oh, Dios mío! ¡Estoy hablando en vano! ¿Cómo van a desistir de un plan ya trazado? ¡Vamonos, Philippe! ¿No ves la trampa en la que has caído…?
Echándolo a un lado, Philippe de Vilmorin le cortó secamente:
—¡Silencio, André! El señor marqués está en todo su derecho.
—¿Qué está en su derecho? —dijo André-Louis dejando caer los brazos desalentado.
El hombre a quien más amaba en el mundo había caído en la misma locura que parecía dominar al resto de los mortales. Un distorsionado sentido del honor hacía que descubriera su pecho ante el cuchillo que lo iba a matar. No era que no viera la trampa, sino que aquel sentido del honor le impulsaba a desdeñar cualquier otra consideración. En ese momento, André-Louis vio en su amigo una figura singularmente trágica. Quizá noble, pero no por ello menos lastimera.