A soñolienta aldea de Gavrillac, a media legua del camino principal de Rennes, permanecía al margen del ajetreo del tránsito de la carretera principal. Situada en una curva del río Meu, se extendía a los pies de la colina coronada por la casa señorial. Gavrillac no sólo pagaba tributos a su señor —parte en dinero y parte en servicios—, sino también diezmos a la iglesia e impuestos al rey, lo que la dejaba en una situación bastante precaria. Sin embargo, a pesar de todo, allí la vida no era tan dura como en otros lugares. Por ejemplo, allí no se sufría tanta crueldad como la que padecían los desdichados vasallos del poderoso señor de La Tour d’Azyr, cuyas vastas posesiones sólo estaban separadas de la aldea por las aguas del Meu.
El castillo de Gavrillac tenía un aire señorial que se debía más a estar situado en aquella elevación del terreno que a cualquier otra característica especial. Hecho de granito, como todas las casas de Gavrillac, y patinado por tres siglos de existencia, su fachada era lisa y sólo tenía dos pisos con cuatro ventanas en cada uno. Estaba flanqueado, a ambos lados, por unos torreones cuadrados. Situado al fondo de un jardín, ahora mustio, pero muy agradable en verano, y con su fachada con terraza de balaustrada de piedra, tenía el aspecto de lo que en realidad era y había sido siempre: la residencia de personas poco presuntuosas, más interesadas en la agricultura que en la aventura.
Quintín de Kercadiou, señor de Gavrillac —pues éste era el vago título que ostentaba, al igual que sus antepasados, aunque en verdad nadie sabía de dónde provenía—, confirmaba la impresión causada por su casa. Rudo como el granito, jamás había aspirado a pertenecer a la corte, ni siquiera había servido en el ejército del rey. Eso de representar a la familia en las altas esferas se lo dejaba a su hermano menor, Étienne. Desde joven, Quintín de Kercadiou se había interesado en los bosques y prados que rodeaban su castillo. Cazaba y cultivaba sus tierras, aparentemente no se distinguía mucho de cualquiera de sus rústicos aparceros. No hacía ostentación de su posición, como tanto le hubiera gustado a su sobrina, Aline de Kercadiou. Aline había pasado dos años en el ambiente de la corte de Versalles, junto a su tío Étienne, y, por tanto, tenía ideas muy distintas a las de su tío Quintín acerca de lo que convenía a la dignidad señorial. A pesar de que esta única hija de un tercer Kercadiou, salida del orfanato a la edad de cuatro años, había ejercido un tiránico dominio sobre el señor de Gavrillac, quien hacía las veces de padre y de madre, jamás logró convencerle para que renunciara a aquella vida sencilla.
La joven, cuyo rasgo dominante de carácter era la persistencia, seguía luchando asidua e inútilmente desde que regresó del gran mundo de Versalles, unos tres meses atrás.
Aline estaba paseando por la terraza cuando llegaron André-Louis y Philippe de Vilmorin. Para protegerse del aire frío, envolvía su esbelto cuerpo en un abrigo de piel blanca e iba tocada con una cofia, también blanca, que apenas sujetaba sus rubios rizos. El aire frío avivaba sus mejillas y parecía añadir un destello a sus ojos, que eran de un azul obscuro.
La doncella conocía a André-Louis y a Philippe de Vilmorin desde la infancia. Los tres habían jugado juntos, y André-Louis —gracias al parentesco espiritual que le unía a su tío— la llamaba «prima». Estas relaciones, casi de familia, habían continuado entre ella y André-Louis mucho después de que Philippe, al crecer, se alejara de la intimidad infantil para convertirse, a los ojos de Aline, en el señor de Vilmorin.
La muchacha saludó con la mano a los recién llegados y permaneció —consciente de su encantadora imagen— aguardándoles al final de la terraza, cerca de la corta avenida por la cual ellos se acercaban.
—Si venís a ver a mi tío, llegáis en un momento poco oportuno —les dijo algo nerviosa—. Está reunido a puertas cerradas. ¡Oh, está muy ocupado!
—Esperaremos, señorita —dijo Vilmorin inclinándose galantemente sobre la mano que ella le ofrecía—. ¿Quién no esperaría con gusto al tío pudiendo estar un momento con la sobrina?
—Señor abate —dijo ella con sorna—, cuando hayáis recibido las órdenes, os tomaré como confesor. Sois tan perspicaz como comprensivo.
—Pero ninguna curiosidad —dijo André-Louis—. No has pensado en eso.
—No logro entender lo que quieres decir, primo André.
—No te preocupes, pues nadie lo entiende —sonrió Philippe y entonces vio un vehículo detenido ante la puerta del castillo. Era uno de esos carruajes que solían verse en las grandes ciudades, pero rara vez en el campo: una espléndida carroza de nogal, con dos caballos y escenas pastoriles exquisitamente pintadas en los paneles de las portezuelas. Tenía capacidad para llevar a dos personas, además del pescante para el cochero, y detrás, un estribo para el lacayo. Pero ahora el estribo estaba vacío, pues el lacayo se paseaba por delante de la puerta luciendo la resplandeciente librea azul y oro del marqués de La Tour d’Azyr.
—¿Cómo? —exclamó Philippe—. ¿Es el marqués de La Tour d’Azyr quién está con tu tío?
—En efecto —contestó la joven poniendo cierto misterio en su voz y en su mirada, en lo cual Philippe de Vilmorin no reparó.
—¡Oh, perdón! Servidor de usted —dijo Philippe inclinándose ante ella y, sin más ni más, se encaminó hacia el castillo.
—¿Quieres que te acompañe, Philippe? —le preguntó André-Louis.
—No sería galante presumir que lo prefieras —dijo Vilmorin mirando a Aline—. Ni creo que sirva para nada; si quieres, puedes esperarme…
Philippe de Vilmorin se alejó a toda prisa. Tras un momento de sorpresa, Aline se echó a reír de un modo encantador:
—¿Adónde va con tanta prisa? —preguntó.
—A ver al señor de La Tour d’Azyr y también a tu tío.
—Pero no puede hacer eso. No pueden recibirle. ¿No le dije que estaban muy ocupados? Y tú, André, ¿no me preguntas por qué están tan ocupados?
La joven pronunció estas palabras con un redoblado misterio que traslucía alegría o burla, o quizás ambas cosas a la vez. André-Louis no pudo adivinarlo.
—Ya que es obvio que ardes en deseos de contármelo, ¿para qué te lo voy a preguntar? —dijo.
—Si empiezas con tus ironías, no te lo diré aunque me lo preguntes. ¡Oh, no! Te enseñaré a tratarme con el debido respeto.
—Espero no faltarte jamás el respeto.
—Y mucho menos cuando sepas que la visita del señor de La Tour d’Azyr tiene relación conmigo. Yo soy el objeto de esa visita —concluyó mirando al joven con ojos brillantes y unos risueños labios entreabiertos.
—Según veo, a ti te parece obvio lo que eso implica… Pero debo confesarte que para mí no es tan obvio.
—¡Serás tonto! Ha venido a pedir mi mano.
—¡Dios mío! —exclamó André-Louis mirándola fijamente, desconcertado.
Ella frunció el ceño y dio un paso atrás alzando la barbilla:
—¿Te sorprende?
—Me disgusta —replicó él—. De hecho, no lo creo; te estás burlando de mí.
Para sacarlo de dudas, ella dijo:
—Estoy hablando en serio. Esta mañana mi tío recibió una carta oficial del señor de La Tour d’Azyr anunciándole que venía con ese propósito. No te negaré que eso nos sorprendió un poco…
—¡Oh, ya veo! —exclamó André-Louis aliviado—. Comprendo. Por un momento, casi temí…
Se interrumpió, miró a la joven y se encogió de hombros.
—¿Por qué te quedas callado? ¿Temiste acaso que mi estancia en Versalles no me hubiese servido de nada? ¿Crees que iba a permitir que me cortejaran como a una cualquiera? Pues fuiste un tonto. Conmigo hay que hacerlo de la forma adecuada; contando en primer lugar con mi tío.
—Entonces, según las costumbres de Versalles, ¿su consentimiento es lo más importante?
—¿Y qué otra cosa pudiera serlo?
—Tu consentimiento, por ejemplo.
Ella se echó a reír.
—Yo soy una sobrina muy sumisa… cuando me conviene.
—¿Y te convendría ser sumisa si tu tío aceptase esa monstruosa proposición?
—¿Monstruosa? —repitió ella—. ¿Puede saberse por qué te parece monstruosa?
—Por muchas razones —replicó él, irritado.
—Dime una por lo menos —dijo ella con ademán retador.
—Que es dos veces mayor que tú.
—No tanto, no tanto —replicó ella.
—Como mínimo tiene cuarenta y cinco años.
—Pero no aparenta más de treinta. Es realmente muy guapo… no me lo negarás. Ni tampoco que es rico y poderoso; es el noble más ilustre de Bretaña. Hará de mí una gran señora.
—Ya lo eres por la gracia de Dios, Aline.
—Vaya, eso está mejor. A veces puedes llegar a ser casi cortés —dijo y empezó a pasear arriba y abajo por la terraza. André-Louis la seguía.
—Algo más podría ser para demostrarte las razones por las cuales no debes permitir que esa bestia manche la belleza que Dios te ha dado.
Ella frunció el entrecejo y apretó los labios.
—Estás hablando de mi futuro esposo —le dijo en tono de reprobación.
—¿Es cierto? ¿Ya es un hecho consumado? ¿Consentirá tu tío? ¡De modo que vas a ser vendida sin amor a un hombre que no conoces! Yo había soñado algo mejor para ti, Aline.
—¿Mejor que ser la marquesa de La Tour d’Azyr?
El joven hizo un gesto de exasperación.
—¿Acaso los hombres y las mujeres no son más que meros títulos? ¿Sus almas no cuentan para nada? ¿No hay en la vida alegría ni felicidad aparte del poder y del placer de los títulos rimbombantes que ambicionan las personas como él? Yo te había colocado tan alto, tan alto, Aline, mucho más que a ningún otro ser, como algo que no era terrenal. Hay alegría en tu corazón, inteligencia en tu mente, y, tal como pensaba, una visión que te permite traspasar la falsa cáscara y llegar al corazón de las cosas. Y ahora veo que vas a entregar todo eso, vas a vender tu cuerpo y tu alma por el título de marquesa de La Tour d’Azyr.
—Eres poco delicado —replicó ella ceñuda, aunque sus ojos reían—. Y te precipitas en tus conclusiones. Mi tío no dará otro consentimiento que el necesario para que ese caballero trate de obtener el mío. Mi tío y yo estamos muy compenetrados. No voy a venderme como si fuera un saco de patatas.
Él permaneció inmóvil, mirándola fijamente, con las pálidas mejillas cubiertas de rubor.
—Te has divertido torturándome —exclamó—. Pero voy a olvidarme porque me has aliviado.
—Vuelves a precipitarte, primo André. He permitido a mi tío que consienta en que el señor marqués me haga la corte. Me gusta mucho el aspecto de ese caballero. Considerando que es una persona eminente, me halaga ser su preferida. La suya es una posición que compartiría gustosa. El señor marqués no tiene tampoco nada de tonto. Será interesante que me corteje. Y quizá lo sea más casarse con él. Así que, tras considerar todo esto, es probable, incluso muy probable, que al final me case con él.
Él contempló el dulce rostro infantil, aquel óvalo de blanca pureza, y quedó desconcertado.
—¡Qué Dios se apiade de ti, Aline! —dijo con voz ahogada.
Aline taconeó el suelo. Pensó que André-Louis era desesperante y bastante presumido.
—Te muestras insolente.
—Implorarle a Dios no puede ser una insolencia, Aline. Y yo no he hecho otra cosa, y lo seguiré haciendo, porque pienso que seguramente vas a necesitar mis oraciones.
—¡Eres insoportable!
El rubor que invadía sus mejillas mostraba claramente la cólera que ahora dominaba a la joven.
—Es que sufro, Aline. ¡Oh, primita mía, piensa bien lo que vas a hacer!, fíjate en las realidades que vas a cambiar por esas falsedades. Realidades que jamás conocerás, porque la falsedad te lo impedirá. Cuando el señor marqués de La Tour d’Azyr venga a hacerte la corte, estúdialo bien, consulta tu delicado instinto; deja que tu noble naturaleza juzgue libremente a ese animal. Considera que…
—Considero, señor, que estáis abusando de la bondad y la confianza que siempre os he demostrado. ¿Quién sois? ¿Quién os ha dado permiso para emplear conmigo ese tono insolente?
Él se inclinó y volvió a ser el hombre frío e indiferente de siempre y, tras recuperar su habitual tono zumbón, dijo:
—Os felicito, señorita, por la rapidez con que comenzáis a adaptaros al gran papel que vais a interpretar.
—Adaptáos vos también, señor mío —replicó ella volviéndole la espalda.
—¿Adaptarme a ser polvo vil bajo el altivo pie de la señora marquesa? —preguntó—. Espero que sabré ocupar mi lugar en el futuro.
Esa frase detuvo a Aline. Al volverse de nuevo, André-Louis percibió en sus ojos un brillo sospechoso. Y por un momento la burla del joven se tradujo en arrepentimiento.
—¡Oh, Dios, he sido un necio, Aline! —exclamó avanzando hacia ella—. Te pido que olvides lo que he dicho.
Al volverse, ella casi tenía la intención de pedirle perdón también. Pero la contrición de él hizo que no fuera necesario.
—Trataré de olvidarlo —dijo ella—, siempre y cuando prometas no ofenderme de nuevo.
—No, no lo haré —contestó él—. Pero yo soy así. Lucharé por salvarte hasta el fin; lucharé contra ti misma si es necesario, me perdones o no.
Así estaban los dos, frente a frente, un poco como retándose, cuando otras personas salieron al porche.
El primero en salir fue el señor marqués de La Tour d’Azyr, conde de Solz, caballero de las Órdenes del Espíritu Santo y de Saint Louis, y general de brigada del ejército del rey. Era un caballero alto, de talante gentil, marcial, y expresión desdeñosa. Iba magníficamente ataviado con casaca de terciopelo morado adornada de oro. Su chaleco, también de terciopelo, tenía el tono dorado del albaricoque. El calzón y sus medias eran de seda negra, y los zapatos de raso tenían tacones de laca roja y hebillas con diamantes. Sus cabellos empolvados se recogían en la nuca con una ancha cinta de seda; debajo del brazo llevaba un tricornio y de su cinto colgaba una espada con empuñadura de oro.
Ahora que estudiaba al caballero con absoluta imparcialidad, al ver la magnificencia de su porte, la elegancia de sus movimientos, su gentil y desdeñosa expresión, André-Louis tembló por Aline. Ante sus ojos tenía al irresistible conquistador cuyos galanteos le habían convertido en la comidilla de todos, en la desesperación de las viudas con hijas en edad de merecer y en la desolación de los maridos con esposas atractivas.
Contrastando con él, le seguía de cerca el señor de Kercadiou. Las cortas piernas del señor de Gavrillac soportaban a duras penas un cuerpo que a los cuarenta y cinco años empezaba a inclinarse hacia la obesidad y una enorme cabeza llena de indiferencia hacia todo. Su rostro era sonrosado y estaba levemente marcado por las huellas de la viruela, que de joven estuvo a punto de acabar con su vida. Su atavío mostraba un descuido rayano en el desaseo, y a esto, sumado el hecho de no haberse casado nunca —despreciando el primer deber de un caballero, que es tener un heredero—, debía la fama de misógino[4] que le atribuían en la comarca.
Detrás del señor de Kercadiou iba Philippe de Vilmorin, muy pálido y controlándose, con los labios apretados y el ceño fruncido.
En eso, un elegante joven descendió del carruaje y salió a encontrarse con ellos. Era el caballero de Chabrillanne, primo del señor de La Tour d’Azyr, quien, en tanto que aguardaba el regreso de su pariente, había observado con creciente interés, y sin que nadie notara su presencia, el paseo de André-Louis con Aline por la terraza.
Al ver a Aline, el señor de La Tour d’Azyr se apartó de sus acompañantes y se dirigió hacia ella. El marqués inclinó la cabeza para saludar a André-Louis, con aquella mezcla de cortesía y condescendencia que le era habitual. Socialmente, el joven abogado estaba en una extraña situación. Por su origen, no podía clasificarse entre los nobles ni entre los plebeyos, y mientras ninguna de las dos clases le reclamaba como suyo, ambas lo trataban con idéntica familiaridad. Devolvió fríamente al marqués su saludo y, con discreción, se apartó de él y de Aline para ir a reunirse con su amigo.
El marqués tomó la mano que la joven le tendía y la llevó a sus labios.
—Señorita —dijo mirando el azul profundo de sus ojos que a su vez le sonreían—. Vuestro señor tío me ha permitido el honor de cortejaros. ¿Queréis hacerme el honor de recibirme mañana? Tengo algo de gran importancia que comunicaros.
—¿De gran importancia, señor marqués? Casi me asustáis…
Pero el sereno rostro de la joven no denotaba temor alguno. No en balde Aline se había graduado en la versallesca escuela del artificio.
—Nada más lejos de mi intención —dijo él.
—Pero, señor, ¿es un asunto de gran importancia para vos o para mí?
—Espero que para los dos —respondió él, lanzándole una ardiente mirada.
—Despertáis mi curiosidad, señor. Y, por supuesto, como soy una sobrina muy sumisa, me sentiré honrada recibiendo vuestra visita.
—Soy yo quien se sentirá honrado. Que sea mañana a esta hora, pues.
Él volvió a inclinarse y se llevó los dedos de ella hasta sus labios. A su vez, ella hizo una reverencia para romper el hielo. Después, sin otra cosa que esta mera formalidad se separaron.
La joven estaba un poco aturdida ante la innegable belleza de aquel hombre, ante su aire principesco y la seguridad que parecía emanar de su poderío. Casi involuntariamente, lo comparó con el hombre que acababa de criticarla —el delgado e imprudente André-Louis, con su casaca pardusca y aquellos zapatos sencillos con hebillas de acero— y se sintió culpable de una imperdonable ofensa por haberle permitido que criticara al marqués. Al día siguiente el señor de La Tour d’Azyr se presentaría ante ella para ofrecerle una gran posición, un encumbrado título. Y ella ya había menoscabado la dignidad de aquel título prestándose a oír palabras insolentes. Nunca más volvería a tolerarlo; no cometería otra vez la puerilidad de permitirle a André-Louis que se expresara en términos denigrantes al hablar de un hombre en comparación con el cual no era más que un lacayo.
Estos argumentos, surgidos espontáneamente de su vanidad, de su ambición, y de su enorme disgusto, no eran del todo convincentes.
Mientras tanto, el señor de La Tour d’Azyr subió a su carruaje, no sin antes despedirse brevemente del señor de Kercadiou y de Philippe de Vilmorin, quien, en respuesta a sus palabras, se había inclinado en señal de silencioso asentimiento.
La carroza partió. Detrás, muy derecho en su puesto, iba el lacayo de peluca empolvada con su casaca azul y oro, mientras el señor de La Tour d’Azyr, desde la ventana, le decía adiós a Aline, quien respondía a su vez con un ademán de la mano.
Philippe de Vilmorin tomó del brazo a su amigo, y le dijo:
—Vamos, André.
—Pero ¿por qué no os quedáis los dos a comer? —exclamó el hospitalario señor de Gavrillac—. Beberemos brindando por… —añadió haciendo un guiño dirigido a la joven que se acercaba. El bueno del señor de Gavrillac carecía de astucia.
Philippe de Vilmorin deploró que una cita contraída anteriormente le impidiera aceptar tal honor. Se mostraba muy grave.
—¿Y tú, André? —le preguntó a su ahijado.
—¿Yo? No puedo quedarme; también he sido citado, padrino —mintió—. Y tengo mi superstición contra los brindis…
En realidad André-Louis no quería quedarse allí. Estaba enojado con Aline por el risueño recibimiento que le había dispensado al marqués de La Tour d’Azyr y por el sórdido negocio que la convertía en mercancía. Sufría una terrible desilusión.