UANDO el costo de esa victoria se pudo evaluar, se encontró que de los trescientos veinte bucaneros que habían dejado Cartagena con el Capitán Blood, apenas cien estaban sanos. El Elizabeth había sufrido daños tan severos que era dudoso que alguna vez pudiera salir al mar, y Hagthorpe, que tan valerosamente había comandado su última batalla, estaba muerto. Contra esto, del otro lado de la cuenta, estaban los hechos de que, con una fuerza muy inferior y solamente por habilidad y desesperado valor, los bucaneros de Blood habían salvado Jamaica del bombardeo y pillaje, y habían capturado la flota de M. de Rivarol y obtenido, en beneficio del Rey William, el espléndido tesoro que llevaba.
No fue hasta el atardecer del día siguiente que la flota de van der Kuylen con sus nueve barcos llegó a anclar al puerto de Port Royal, y sus oficiales, holandeses e ingleses, escucharon de su Almirante la opinión que tenía de su valía.
Seis barcos de esa flota fueron inmediantamente refaccionados para volver al mar. Había otros poblados de las Indias Occidentales que precisaban la visita de inspección del nuevo Gobernador General, y lord Willoughby estaba apurado para navegar hacia las Antillas.
—Y mientras, —se quejó a su Almirante—, estoy detenido acá por la ausencia de este imbécil del Gobernador Delegado.
—¿Y qué?, —dijo van del Kuylen—. ¿Por qué eso os detiene?
—Para quebrar al perro como se merece, y nombrar como su sucesor a un hombre con el sentido de dónde yace su deber, y con la habilidad de llevarlo a cabo.
—¡Aha! Pero no es necesario que os quedéis por eso. Y éste no necesitará instrucciones. Sabrá cómo tener seguro a Port Royal, mejor que vos o yo.
—¿Decís Blood?
—Por supuesto. ¿Podría otro hombre ser mejor? Habéis visto lo que puede hacer.
—¿Pensáis eso vos, también, eh? ¡Muy bien! Lo había pensado, y ¿por qué no? Es mejor hombre que Morgan, y Morgan fue nombrado gobernador.
Blood fue llamado. Llegó, nuevamente elegante y atildado, habiendo explotado los recursos de Port Royal para lograrlo. Quedó un poco deslumbrado por el honor que se le proponía, cuando lord Willoughby se lo hizo saber. Era mucho más de lo que nunca había soñado, y le asaltaron dudas de su capacidad para llevar a cabo tan importante tarea.
—¡Maldición! —estalló Willoughby—. ¿Os lo ofrecería si no estuviera satisfecho de vuestra capacidad? Si es vuestra única objeción…
—No lo es, mi lord. Había contado con irme a casa, así lo había hecho. Estoy hambriento de las verdes laderas de Inglaterra. —Suspiró—. Debe haber manzanos en flor en las huertas de Somerset.
—¡Manzanos en flor! —La voz de su señoría se disparó como un cohete, y se quebró en la palabra—. ¿Qué demonios…? ¡Manzanos en flor! —Miró a van del Kuylen.
El almirante levantó sus cejas y apretó sus gruesos labios. Sus ojos centelleaban humorísticamente en su gran rostro.
—¡Así es! —dijo—. ¡Muy poético!
Mi lord —se dirigió fieramente al Capitán Blood—. ¡Tenéis un pasado que limpiar, mi buen hombre! —lo amonestó.
—Habéis hecho algo en ese sentido, debo confesar; y habéis mostrado vuestras cualidades al hacerlo. Es por eso que os ofrezco la gobernación de Jamaica, en nombre de Su Majestad porque os considero el hombre más adecuado para ese puesto de los que he conocido.
Blood se inclinó humildemente.
—Su señoría es muy amable. Pero…
—¡Tchah! No hay —pero—. Si queréis que se olvide vuestro pasado, y se asegure vuestro futuro, ésta es vuestra oportunidad. Y no vais a tratarla ligeramente por manzanos en flor o cualquier otra maldita tontería sentimental. Vuestro deber está aquí, por lo menos mientras dure la guerra. Cuando termine la guerra, podréis volver a Somerset y su sidra o a vuestra Irlanda nativa y sus destilados; pero hasta entonces sacaréis lo mejor de Jamaica y el ron.
Van del Kuylen explotó en risa. Pero de Blood no hubo sonrisas. Estaba solemne hasta el punto de malhumor. Sus pensamientos estaban en la Srta. Bishop, que estaba en algún lugar en esta casa en la que se encontraban, pero a quien no había visto desde su llegada. Si ella le hubiera mostrado alguna compasión…
Y luego la aguda voz de Willoughby se impuso nuevamente, sacándolo de sus dudas, haciéndole notar su increíble estupidez de dudar frente a una oportunidad de oro como ésta. Se puso tieso y se inclinó.
—Mi lord, estáis en lo cierto. Soy un tonto. Pero no me consideréis ingrato también. Si he dudado, es porque hay consideraciones con las que no quiero molestar a su señoría.
—Manzanos en flor, ¿supongo? —suspiró su señoría.
Esta vez Blood rió, pero aún quedaba una tristeza en sus ojos.
—Será como deseáis —estoy muy agradecido, permitidme que os lo asegure, su señoría. Sabré como ganar la aprobación de Su Majestad. Podéis contar con mi leal servicio—. Si no fuera así, no os habría ofrecido la gobernación.
Y quedó resuelto. El nombramiento de Blood se hizo y selló en presencia de Mallard, el Comandante, y los otros oficiales de la guarnición, quienes miraban con asombro pero guardaron sus pensamientos para ellos.
—Ahora podemos seguir adelante, —dijo van der Kuylen—. Partimos mañana por la mañana, —anunció su señoría. Blood se alarmó.
—¿Y el Coronel Bishop? —preguntó.
—Pasa a ser vuestro problema. Sois ahora el Gobernador. Manejad el tema con él como consideréis adecuado cuando vuelva. Colgadlo de su propio palo mayo. Se lo merece.
—¿No sería un poco denigrante? —se preguntó Blood.
—Muy bien. Le dejaré una carta. Espero que le guste.
El Capitán Blood se hizo cargo de sus tareas en seguida. Había mucho que hacer para colocar a Port Royal en un adecuado estado de defensa, después de lo que había sucedido allí. Hizo una inspección del arruinado fuerte, y dio instrucciones para trabajar en él, lo que debía comenzar inmediatamente. Luego ordenó que se repararan los tres navíos franceses para que quedaran adecuados para navegar nuevamente. Finalmente, con la aprobación de lord Willoughby, reunió a sus bucaneros y les repartió la quinta parte del tesoro capturado, dejando a su elección si querían partir o enrolarse al servicio del Rey William.
Una veintena de ellos eligieron quedarse, y entre ellos estaban Jeremy Pitt, Ogle, y Dyke, cuya ilegalidad, como la de Blood, había terminado con la caída del Rey James. Eran —salvo el viejo Wolverstone que se había quedado atrás en Cartagena— los únicos sobrevivientes de la banda de rebeldes convictos que habían dejado Barbados más de tres años antes en el Cinco Llagas.
En la mañana siguiente, mientras la flota de van der Kuylen finalmente se preparaba para salir al mar, Blood se sentó en el espacioso salón blanqueado que era la oficina del gobernador, cuando el Mayor Mallard le informó que el escuadrón de Bishop estaba a la vista.
—Eso está muy bien, —dijo Blood—. Me alegra que llegue antes de la partida de lord Willoughby. Las órdenes, Mayor, son que lo pongáis bajo arresto al momento en que pise la costa. Luego me lo traéis. Un momento. —Escribió una apurada nota—. Esto es para lord Willoughby a bordo de la nave insignia del Almirante van der Kuylen.
El Mayor Mallard saludó y partió. Peter Blood se recostó en su silla y miró al cielo, con el ceño fruncido. El tiempo pasaba. Se sintió un golpecito en la puerta, y un negro anclado se presentó. ¿Su excelencia recibiría a la Srta. Bishop?
Su excelencia cambió de color. Se enderezó en la silla, mirando al negro un momento, consciente de que su pulso tamborileaba de una forma totalmente inusual en él. Luego lentamente asintió.
Se puso de pie cuando ella entró, y si no estaba tan pálido como ella, era porque su bronceado lo disimulaba. Por un momento hubo silencio entre ellos, mientras se miraban uno al otro. Luego ella se adelantó, y comenzó finalmente a hablar, deteniéndose, con una voz inestable, sorprendente en alguien usualmente tan calma y segura.
—Yo… yo… el Mayor Mallar me acaba de contar…
—El Mayor Mallard se ha excedido en sus deberes, —dijo Blood—, y por el esfuerzo que hizo para controlar su voz, ésta sonó dura y demasiado fuerte.
La vio asustarse, y frenar, e instantáneamente buscó arreglarlo.
—Os alarmáis sin motivo, Srta. Bishop. No importa lo que haya entre vuestro tío y yo, podéis estar segura que no voy a seguir el ejemplo que me ha dado. No abusaré de mi posición para perseguir una venganza personal. Por el contrario, abusaré de ella para protegerlo. La recomendación que me dio lord Willoughby fue que lo trate sin clemencia. Mi propia intención es mandarlo de nuevo a su plantación en Barbados.
Ella vino lentamente hacia adelante ahora.
—Estoy… estoy contenta que hagáis eso. Contenta, sobre todo, por vos mismo. Extendió una mano hacia él.
Blood la examinó críticamente. Luego se inclinó sobre ella.
—No tengo la presunción de tomarla en las manos de un ladrón y un pirata, —dijo amargamente.
—No sois más eso, —dijo ella intentando sonreír.
—Y sin embargo no os debo las gracias por no serlo más, —respondió—. Creo que no hay nada más que decir, salvo agregar que os aseguro que lord Julian Wade tampoco tiene nada que temer de mí. Eso, sin duda, es la tranquilidad que vuestra paz de espíritu necesita.
—Por vos mismo —sí. Pero sólo por vos mismo. No quisiera que hagáis nada mezquino o deshonesto.
—¿Aunque sea ladrón y pirata?
Ella cerró su puño e hizo un pequeño gesto de desesperanza e impaciencia.
—¿Nunca me perdonaréis esas palabras?
—Lo encuentro un poco difícil, debo confesar. ¿Pero qué importa, cuando todo se ha dicho?
Sus claros ojos color almendra los miraron un momento con tristeza. Luego extendió su mano nuevamente.
—Me voy, Capitán Blood. Ya que sois tan generoso con mi tío, volveré a Barbados con él. Posiblemente no nos encontremos nuevamente —nunca. ¿Es imposible que nos separemos amigos? Una vez os agravié, lo sé. Y he dicho que me arrepiento. ¿No me… no me diréis adiós?
Él pareció despertarse, y sacudir una capa de deliberada dureza. Tomó la mano que ella le ofrecía. Reteniéndola, habló, sus ojos sombríos, tristemente observándola.
—¿Volvéis a Barbados? —dijo lentamente—. ¿Irá con vos lord Julian?
—¿Por qué me preguntáis eso? —lo enfrentó sin miedo.
—Seguro, os dio mi mensaje, ¿o lo estropeó?
—No. No lo estropeó. Me lo dio con vuestras propias palabras. Me conmovió profundamente. Me hizo ver claramente mi error y mi injusticia. Debo deciros esto para subsanarlo. Os juzgué muy severamente cuando era presuntuoso siquiera juzgar.
Todavía retenía su mano.
—¿Y lord Julian, entonces? —preguntó, sus ojos mirándola, brillantes como zafiros en ese rostro color cobre.
—Sin duda lord Julian volverá a Inglaterra. No tiene nada más que hacer acá.
—¿Pero no os pidió que fuerais con él?
—Lo hizo. Os perdono la impertinencia.
Una esperanza desatada saltó a la vida dentro de él.
—¿Y vos? Por Dios, ¿no me estaréis diciendo que rehusásteis convertiros en mi lady, cuando…?
—¡Oh! ¡Sois insufrible! —Arrancó su mano y se retiró de él—. No debí haber venido. ¡Adiós! —Rápidamente se dirigía a la puerta.
Él saltó tras ella, y la apresó. Su rostro estaba encendido y sus ojos los atravesaban como dagas.
—¡Ésos son modos de piratas, creo! ¡Soltadme!
—¡Arabella!, —gritó con una nota de súplica—. ¿Realmente lo queréis? ¿Os debo soltar? ¿Os debo dejar ir y nunca más poner mis ojos en vos? ¿U os quedaréis y haréis este exilio soportable hasta que nos podamos ir a casa juntos? ¡Oh, estáis llorando ahora! ¿Qué he dicho para haceros llorar, mi querida?
—Yo… yo pensé que nunca lo dirías, —se burló de él a través de sus lágrimas—. Bien, ahora, ya ves, estaba lord Julian, una buena figura de… Nunca, nunca hubo otro más que tú, Peter.
Tenían, por supuesto, mucho para decirse, tanto que se sentaron para ello, mientras el tiempo pasaba, y el Gobernador Blood olvidó los deberes de su cargo. Había llegado finalmente a su hogar. Su odisea había terminado.
Y mientras tanto, la flota del Coronel Bishop llegaba al puerto, y el Coronel desembarcó en el muelle, un hombre disgustado, que se disgustaría aún más. Llegó a la costa acompañado por lord Julian Wade.
Un guardia fue a recibirlo, y allí estaba el Mayor Mallard y otros dos desconocidos para el Gobernador Delegado: uno delgado y elegante, el otro grande y corpulento.
El Mayor Mallard se adelantó.
—Coronel Bishop, tengo órdenes de deteneros. ¡Vuestra espada, señor!
—Por orden del Gobernador de Jamaica, —dijo el elegante hombrecillo detrás del Mayor Mallard. Bishop giró hacia él.
—¿El Gobernador? ¡Estáis loco! —Miró a uno y al otro—. Yo soy el Gobernador.
—Érais, —dijo el hombrecillo secamente—. Pero hemos cambiado eso en vuestra ausencia. Estáis detenido por abandonar vuestro puesto sin causa suficiente, y así poner en peligro la población que estaba a vuestro cargo. Es un tema serio, Coronel Bishop, como podéis ver. Considerando que habíais sido designado por el gobierno del Rey James, es incluso posible que haya un cargo de traición contra vos. Queda enteramente al criterio de vuestro sucesor si seréis ahorcado o no.
Bishop reprimió un juramento, y luego, sacudido por un súbito miedo: —¿Quién demonios sois vos?— preguntó.
—Soy lord Willoughby, Gobernador General de las colonias de Su Majestad en las Indias Occidentales. Fuisteis informado, creo, de mi venida.
Los restos de la rabia de Bishop cayeron como una capa. Se cubrió de un sudor de miedo. Tras él, lord Julian observaba, su apuesto rostro repentinamente blanco y tenso.
—Pero, mi lord… —comenzó el Coronel.
—Señor, no tengo interés en conocer vuestras razones, —su señoría lo interrumpió bruscamente—. Estoy a punto de salir navegando y no tengo tiempo. El Gobernador os escuchará, y no tengo dudas que resolverá con justicia en vuestra causa. Le hizo una seña al Mayor Mallard, y Bishop, un hombre encogido y quebrado, permitió que se lo llevaran.
A lord Julian, que fue con él, ya que nadie se lo impidió, Bishop le expresó cuando se había recuperado lo suficiente.
—Éste es un punto más en la lista de ese bribón de Blood, —le dijo entre dientes—. ¡Mi Dios, qué ajuste de cuentas habrá cuando nos encontremos!
El Mayor Mallard ocultó su rostro para esconder su sonrisa, y sin más palabras llevó al prisionero a la casa del Gobernador, la casa que por tanto tiempo había sido la propia residencia del Coronel Bishop. Lo dejaron esperando con un guardia en el salón, mientras el Mayor Mallard se adelantó a anunciarlo.
La Srta. Bishop todavía estaba con Peter Blood cuando el Mayor Mallard entró. Su anuncio los trajo nuevamente a la realidad.
—Serás clemente con él. Le evitarás todo lo que puedas, por mí, Peter, —rogó—. Por supuesto que lo seré, —dijo Blood—. Pero creo que las circunstancias no lo serán. Ella se fue, escapando al jardín, y el Mayor Mallard fue a traer al Coronel. El Coronel Bishop entró arrastrando sus pies, y esperó de pie.
Sentado a la mesa estaba un hombre del que lo único visible era el tope de una cabeza oscura cuidadosamente enrulada. Luego esta cabeza se levantó, y un par de ojos azules miraron solemnemente al prisionero. El Coronel Bishop hizo un ruido con su garganta, y, paralizado por su asombro, miró a la cara de su excelencia el Gobernador de Jamaica, que era la cara del hombre que había estado cazando en Tortuga últimamente.
La situación fue mejor definida por van der Kuylen a lord Willoughby mientras los dos subían a la nave del almirante.
—¡Es muy poético! —dijo, sus ojos azules chispeando—. El Capitán Blood adora la poesía —¿recordáis los manzanos en flor? ¿Sí? ¡Ha, ha!
F I N