ORQUÉ te detienes, amigo? —gruñó van del Kuylen.
—Sí ¡en nombre de Dios! —lanzó Willoughby.
Era la tarde de ese mismo día, y los dos barcos bucaneros se hamacaban gentilmente con perezosas velas al viento cerca de la larga lengua de tierra que forma el puerto natural del Port Royal y a menos de una milla del estrecho que lleva a él, que vigilaba el fuerte. Hacía más de dos horas que habían llegado allí, habiéndose arrastrado sin ser observados por la ciudad y por los barcos de M. de Rivarol, y todo el tiempo el aire había estado agitado por el rugido de los cañones de mar y tierra, anunciando que la batalla se había formalizado entre los franceses y los defensores de Port Royal. Durante todo ese tiempo, la espera inactiva estaba tensando los nervios de tanto lord Willoughby como de van der Kuylen.
—Nos dijisteis que nos mostraríais algunas cosas buenas. ¿Dónde están esas cosas buenas?
Blood los enfrentó, sonriendo confiadamente. Estaba armado para la batalla, con peto y espalda de negro acero.
—No estaré jugando con vuestra paciencia mucho más. Ciertamente, ya he notado una disminución del fuego. Pero el camino es éste, ahora: nada se gana con precipitarse, y mucho se gana con esperar, como os lo demostraré, espero.
Lord Willoughby lo analizó con sospechas.
—¿Pensáis que mientras tanto Bishop puede volver o puede aparecer la flota de van der Kuylen?
—Por supuesto que no estoy pensando en nada parecido. Lo que pienso es que en el encuentro con el fuerte, M. de Rivarol, que no es un sujeto hábil, como tengo motivos para saber, tendrá ciertos daños que harán nuestras diferencias un poco menores. Seguramente habrá tiempo más que suficiente cuando el fuerte haya acabado con sus municiones.
—¡Sí, sí! —La abrupta aprobación llegó como un estornudo del pequeño Gobernador General—. Veo vuestro punto y creo que estáis enteramente en lo cierto. Tenéis las cualidades de un gran comandante, Capitán Blood. Os pido disculpas por no haberos comprendido.
—Ah, eso es muy amable de vuestra parte, señoría. Como veis, tengo alguna experiencia en este tipo de encuentros, y aunque tomaré todos los riesgos que deba, no tomaré ninguno que no sea necesario. Pero… —se detuvo a escuchar—. Sí, estaba en lo cierto. El fuego aminora. Significa el fin de la resistencia de Mallard en el fuerte. ¡Atención allí, Jeremy!
Se inclinó sobre la tallada barandilla y dio las órdenes rápidamente. El silbato del contramaestre chilló, y en un momento el barco que parecía dormitar allí, se despertó a la vida. Surgieron los pasos fuertes por la cubierta, el crujido de las maderas y el izado de las velas. El timón se movió fuertemente, y en un momento se estaban moviendo, con el Elizabeth siguiéndolos, siempre obedeciendo las señales del Arabella, mientras Ogle el cañonero, a quien había llamado, estaba recibiendo las instrucciones finales de Blood antes de volver a su lugar abajo en la cubierta de la artillería.
En un cuarto de hora habían rodeado la costa y se plantaban en la boca del puerto, casi a distancia de tiro de los tres barcos de Rivarol, a cuya vista abruptamente se mostraban ahora.
Donde había estado el fuerte ahora se veía una pila de escombros humeantes, y la victoriosa nave francesa con el estandarte de las flores de lis flotando desde su palo mayor, se dirigía hacia él para tomar el apreciado trofeo cuyas defensas había destrozado.
Blood analizó los barcos franceses y rió entre dientes. El Victorieuse y el Medusa aparentemente no tenían más que unas cicatrices; pero el tercer barco, el Baleine, se inclinaba pesadamente a babor para mantener el gran boquete de su estribor bien por encima del agua, por lo que estaba guerra de combate.
—¡Ya veis! —le gritó a van der Kuylen, y sin esperar el gruñido de aprobación del holandés, gritó una orden—: ¡Timón, directo al puerto!
La vista del gran barco rojo con las aberturas de los cañones listas a cada lado debe haber aguado la alegría del triunfo de Rivarol. Peo antes de que se pudiera mover para dar una orden, antes de que pudiera resolver qué orden dar, un volcán de fuego y metal explotó sobre él de parte de los bucaneros, y sus cubiertas fueron barridas por la mortífera guadaña de la batería. El Arabella mantuvo su curso, dejando su lugar al Elizabeth, quien, siguiendo de cerca, ejecutó la misma maniobra. Y mientras los franceses estaban confundidos, golpeados por el pánico de un ataque que los tomó tan por sorpresa, el Arabella había girado y volvía sobre sus pasos, presentando ahora sus cañones de babor, y lanzando su segunda batería inmediantamente después de la primera. Y llegó aún otra descarga del Elizabeth y luego el trompeta del Arabella lanzó una llamada a través del agua, que Hagthorpe entendió perfectamente.
—¡Vamos ahora, Jeremy! —gritó Blood—. ¡Derecho hacia ellos antes de que se recuperen! ¡Quieto ahora, allí! ¡Preparar el abordaje! ¡Hayton, los arpeos! Y avisad al cañonero en la proa que dispare tan rápido como pueda recargar.
Se sacó su emplumado sombrero, y se cubrió con un casco de acero que un joven negro le había traído. Tenía la intención de dirigir la partida de abordaje en persona. Rápidamente se explicó a sus dos huéspedes.
—Abordarlos es nuestra única oportunidad acá. Tienen muchos más cañones que nosotros.
De esto pronto siguió rápidamente una completa demostración. Los franceses se habían recuperado finalmente, y ambos barcos se concentraban en el Arabella por ser el más cercano y el mayor, y por tanto, el más inmediatamente peligroso de los dos oponentes, disparando juntos y casi al mismo momento.
A diferencia de los bucaneros, que habían disparado alto para herir a sus enemigos sobre las cubiertas, los franceses disparaban bajo para destrozar el armazón de su asaltante. El Arabella se hamacó y se sacudió bajo esa terrorífica descarga, aunque Pitt lo mantenía de frente a los franceses para que ofreciera el menor blanco posible. Por un momento el barco pareció dudar, luego se lanzó nuevamente hacia delante, su espolón en astillas, su castillo de proa destrozado, y un boquete justo sobre la línea de navegación. Ciertamente, para salvarlo de hace agua, Blood ordenó rápidamente el retiro de los cañones delanteros, anclas, barriles de agua y todo lo que pudiera moverse.
Mientras tanto, los franceses girando, le daban una recepción similar al Elizabeth. El Arabella, empujado por el viento, se dirigía a engancharse para el abordaje. Pero antes de poder lograr su objeto, el Victorieuse había cargado sus cañones de estribor nuevamente, y envió a su enemigo una segunda batería a quemarropa. Entre el ruido de los cañones, la caída de maderas, y los gritos de los heridos, el Arabella giró y se ladeó en la nube de humo que escondía a su presa, y luego vino el grito de Hayton de que se hundía por la proa.
El corazón de Blood se detuvo. Y en ese mismo momento de su desesperanza, el flanco azul y dorado del Victorieuse apareció entre el humo. Pero incluso cuando captó esa visión esperanzadora, percibió también, qué lento era ahora su propio avance, y cómo con cada segundo se hacía más lento. Se hundirían antes de llegar a su presa.
Y entonces, con un juramento, opinó el Almirante holandés, y de parte de lord Willoughby hubo una palabra de reproche sobre el buen oficio de Blood al haber arriesgado todo en una sola jugada de abordaje.
—¡No había otra oportunidad! —gritó Blood, con la angustia de su corazón partido—. Si decís que era desesperado y loco, bien, lo era; pero la ocasión y los medios no exigían menos. Pierdo a una partícula de la victoria.
Pero todavía no habían perdido completamente. El mismo Hayton, y una veintena de robustos rufianes que había reunido su silbato, se escondían entre las ruinas del alcázar con arpeos en las manos. A siete u ocho yardas del Victorieuse, cuando casi se detenían, y su cubierta delantera estaba ya bajo el agua bajo la mirada de los felices y burlones franceses, esos hombres saltaron hacia arriba y adelante y revolearon los arpeos a través del agua. De los cuatro que largaron, dos llegaron a la cubierta de los franceses, y se prendieron allí. Tan rápida como el mismo pensamiento, fue la acción de estos robustos y experimentados bucaneros. Sin dudar, todos se lanzaron sobre la cadena de uno de esos arpeos, ignorando la otra, y tiraron de ella con todas sus fuerzas para traer a los barcos uno junto al otro. Blood, observando desde su mirador, lanzó su voz en un grito de clarín:
—¡Mosqueteros a la proa!
Los mosqueteros, desde su puesto en el centro, le obedecieron con la velocidad de los hombres que saben que en la obediencia está su única esperanza de vida. Cincuenta de ellos se lanzaron hacia delante al instante, y de las ruinas del castillo de proa brillaron sobre las cabezas de los hombres de Hayton, desconcertando a los soldados franceses que, incapaces de soltar los hierros, firmemente clavados en donde habían mordido profundamente las maderas del Victorieuse, se estaban preparando para disparar sobre la cuadrilla de los arpeos.
Estribor a estribor los dos barcos se balanceaban uno contra el otros con un chirrido. Pero entonces Blood estaba en el centro del barco, juzgando y actuando con la velocidad del huracán que la ocasión exigía. Las velas se habían arriado cortando las sogas que las mantenían. La avanzada de abordaje, de cien hombres, fue enviada a la popa, y los encargados de los arpeos se colocaron en su puesto, listos para obedecer sus instrucciones en el momento de impacto. Como resultado de esto, el Arabella se mantenía literalmente a flote por la media docena de arpeos que en ese instante lo mantenían firmemente asido al Victorieuse.
Willoughby y van der Kuylen en la popa habían observado con un asombro sin aliento la velocidad y precisión con que Blood y su desesperada tripulación se habían puesto a trabajar. Y ahora el Capitán venía corriendo hacia arriba, el trompeta tocando a carga, el mayor contingente de los bucaneros lo seguían, mientras la vanguardia, dirigida por el cañonero Ogle, que había dejado su puesto por la entrada de agua en el lugar, saltaba gritando a la proa del Victorieuse, a cuyo nivel la alta popa del Arabella cargado de agua, se había hundido. Dirigidos ahora por el mismo Blood, se lanzaron sobre los franceses como mastines. Tras ellos fueron otros, hasta que todos se habían ido y sólo Willoughby y el holandés se quedaron para ver la lucha del mirador del abandonado Arabella.
Por media hora completa la batalla rugió abordo del buque francés, comenzando en la popa, recorrió el castillo de proa hasta el centro, donde alcanzó el máximo de su furia. Los franceses se resistían testarudamente, y tenían la ventaja de su número para animarlos. Pero, a pesar de su testarudo valor, terminaron retrocediendo a través de las cubiertas que estaban peligrosamente inclinadas a estribor por la fuerza del Arabella, lleno de agua. Los bucaneros lucharon con la desesperada furia de hombres que saben que la retirada es imposible, porque no había ningún barco al que retirarse, y aquí debían vencer y apoderarse del Victorieuse o perecer.
Y se apoderaron finalmente, al costo de casi la mitad de sus miembros. Replegados al mirador, los defensores sobrevivientes, presionados por el enfurecido Rivarol, mantuvieron un rato su desesperada resistencia. Pero al final, Rivarol cayó con una bala en su cabeza, y los franceses que quedaban, siendo apenas una veintena de hombres sanos, pidieron cuartel.
Pero aquí tampoco terminaron los problemas de los hombres de Blood. El Elizabeth y el Medusa estaban fuertemente encadenados, y los seguidores de Hagthorpe estaban siendo repelidos sobre su propio barco por segunda vez. Se tomaron urgentes medidas. Mientras Pitt y sus marinos tomaban su puesto con las velas, y Ogle bajaba con los artilleros, Blood ordenó que se soltaran enseguida los arpeos. Lord Willoughby y el Almirante ya estaban a bordo del Victorieuse. Mientras giraban para rescatar a Hagthorpe, Blood, desde el mirador del navío conquistado, miró por última vez al barco que le había servido tan bien, al barco que se había convertido en casi una parte de sí mismo. Por un momento se hamacó cuando lo dejaron libre, luego lenta y gradualmente se fue hundiendo, y el agua borbotando y haciendo remolinos alrededor de sus mástiles fue todo lo que quedó visible para marcar el lugar en donde había encontrado su muerte.
Mientras estaba allí, sobre los fantasmales restos en el Victorieuse, alguien le habló tras él.
—Creo, Capitán Blood, que es necesario que os ruegue me perdonéis por segunda vez. Nunca antes vi lo imposible hecho posible por mérito del valor, o la victoria tan gallardamente arrancada de la derrota.
Se dio vuelta, y le presentó a lord Willoughby un formidable espectáculo. Su casco había desaparecido, su coraza estaba abollada, su manga derecha estaba en jirones colgando desde su hombro sobre un brazo desnudo. Estaba salpicado desde la cabeza a los pies con sangre, y había sangre de una herida en su cabeza mezclada con su cabello y con los restos de pólvora en su rostro hasta dejarlo irreconocible.
Pero desde esa horrible máscara, dos vívidos ojos miraban siempre brillantes, y de esos dos ojos dos lágrimas habían cavado cada una un canal a través de la suciedad de sus mejillas.