Capítulo XXIX

UNO de los botes golpeaba a lo largo del Arabella, y trepando la escala de llegada primero vino un pequeño y pulido caballero con una levita de satén morado y encaje de oro, cuyo marchito y amarillo rostro, más bien malhumorado, estaba enmarcado con una pesada peluca negra. Sus modales y costosa apariencia no habían sufrido con la aventura por la que había pasado, y se comportaba con la cómoda seguridad de un hombre de rango. Aquí, claramente, no había un bucanero. Muy de cerca lo seguía otro que en todos los términos, salvo la edad, era físicamente su contrario, fuerte y musculoso en su corpulencia, con un rostro lleno y redondo, curtido por la intemperie, con una boca que indicaba buen humor y ojos azules y chispeantes. Iba bien vestido sin frívolos adornos, y tenía un aire de vigorosa autoridad.

Mientras el pequeño hombre bajaba de la escala a la cubierta, donde el Capitán Blood los esperaba para recibirlos, sus agudos e inquisidores ojos echaron una ojeada a los rústicos componentes de la tripulación del Arabella allí reunida.

—¿Y dónde demonios puedo estar ahora? —preguntó irritado—. ¿Sois ingleses, o qué demonios sois?

—Por mi parte, tengo el honor de ser irlandés, señor. My nombre es Blood, Capitán Peter Blood, y éste es mi barco el Arabella, todo a vuestro servicio.

—¡Blood! —chilló el pequeño hombre—. ¡Oh, Blood! ¡Un pirata! —giró hacia el coloso que lo seguía—. Un condenado pirata, van der Kuylen. Por mi vida, que vamos de mal en peor.

—¿Y qué? —dijo el otro con voz gutural, y nuevamente—, ¿y qué? —Luego el humor se apoderó de él, y se dejó llevar por la risa.

—¡Maldición! ¿Qué hay para reír, vos, marsopa? —le espetó la levita morada—. ¡Una linda historia para contar en casa! El Almirante van der Kuylen primero pierde su flota en la noche, luego un escuadrón francés le incendia su buque insignia con él abordo, y termina todo siendo capturado por un pirata. Me alegra que lo encontréis de risa. Dado que por mis pecados sucede que estoy con vos, que me condenen si yo lo encuentro así.

—Hay un error de interpretación, si puedo animarme a indicároslo, —dijo Blood calmadamente—. No estáis siendo capturados, caballeros; estáis siendo rescatados. Cuando os deis cuenta, tal vez, aceptéis la hospitalidad que os ofrezco. Puede ser pobre, pero es lo mejor que os puedo ofrecer.

El feroz hombrecito lo miró.

—¡Maldición! ¿Os permitís ser irónico? —dijo con desaprobación, y posiblemente para corregir esa tendencia, procedió a presentarse—. Soy Lord Willoughby, Gobernador General del Rey William de las Indias Occidentales, y éste es el Almirante van der Kuylen, comandante de la flota de las Indias Occidentales de Su Majestad, al presente perdida en alguna parte de este condenado Mar Caribe.

—¿El Rey William? —repitió Blood, y era consciente de que Pitt y Dyke, que estaban a su espalda, se acercaban compartiendo su propio asombro—. ¿Y quién puede ser el Rey William, y de qué país puede ser rey?

—¿Qué es eso? —Con un asombro mayor que el suyo, lord Willoughby le devolvía la mirada. Finalmente—: Me refiero a Su Majestad el Rey William III —William de Orange— quien, con la Reina Mary, ha estado gobernando Inglaterra por más de dos meses.

Hubo un momento de silencio, hasta que Blood logró entender lo que le estaban diciendo.

—¿Significa esto, señor, que se han levantado en nuestra patria, y han pateado para afuera al bandido de James y su banda de rufianes?

El Almirante van der Kuylen le dio un golpecito con el codo a su señoría, con un destello de risa en sus ojos azules.

—Sus políticas son muy sólidas, pienso, —gruñó, en su especial inglés.

La sonrisa de su señoría imprimió líneas como tajos en sus mejillas de cuero.

—¡Es la vida! ¿No lo habíais oído? ¿Dónde diablos habéis estado?

—Fuera de contacto con el mundo por los últimos tres meses, —dijo Blood.

—¡Que me condenen! Debe haber sido así. Y en esos tres meses el mundo ha tenido algunos cambios. Escuetamente agregó un resumen de ellos. El Rey James había huido a Francia, y vivía bajo la protección del Rey Luis, así que por esto, y otras razones, Inglaterra se había unido a la liga contra Francia y estaba ahora en guerra con ella. Por eso la nave insignia del Almirante holandés había sido atacada por la flota de M. de Rivarol esa mañana, de donde se podía suponer que en su viaje desde Cartagena el francés debía haberse encontrado con otro barco que le dio las noticias.

Luego de ello, nuevamente asegurado que abordo de su barco serían honorablemente tratados, el Capitán Blood llevó al Gobernador General y al Almirante a su cabina, mientras el trabajo de rescate seguía. Las noticias que había recibido habían provocado un tumulto en la mente de Blood. Si el Rey James había sido destronado y no estaba más, esto era el final a su situación fuera de la ley por su presumible parte en un intento anterior de sacar al tirano. Se hacía posible para él volver a su hogar y retomar su vida donde había sido tan desafortunadamente interrumpida cuatro años atrás. Estaba encandilado por las posibilidades que abruptamente se le abrían, Esto llenó tanto su mente, lo conmovió tan profundamente, que debía expresarlo. Al hacerlo, reveló sus ideas más de lo que supo o pretendió al astuto pequeño caballero que lo observaba con tanta atención.

—Id a vuestro hogar, si queréis, —dijo su señoría, cuando Blood se detuvo—. Podéis estar seguro que nadie os perseguirá por vuestra piratería, considerando qué os llevó a ella. ¿Pero por qué el apuro? Hemos oído de vos, con toda seguridad, y sabemos de lo que sois capaz en los mares. Aquí hay una gran oportunidad para vos, ya que os declaráis enfermo de la piratería. Si elegís servir al Rey William durante esta guerra, vuestro conocimiento de las Indias Occidentales os convertirán en un elemento muy valioso para el gobierno de Su Majestad, a quien no encontraréis desagradecido. Debéis considerarlo. Maldición, señor, os repito: se os ofrece una grana oportunidad.

—Me la ofrece vuestra señoría, —corrigió Blood—, y estoy muy agradecido. Pero por el momento, confieso, no puedo considerar otra cosa que estas grandes noticias. Cambian la forma del mundo. Me debo acostumbrar a verlo como está ahora, antes de que pueda determinar mi lugar en él.

Pitt entró a informar que el trabajo de rescate estaba terminando y los hombres recogidos —unos cuarenta y cinco en total— estaban a salvo abordo de los dos barcos bucaneros. Preguntó por órdenes. Blood se puso de pie.

—Estoy siendo negligente en lo que concierne a su señoría por estar considerando mis problemas. Estaréis deseando que os desembarque en Port Royal.

—¿En Port Royal? —El hombrecillo se acomodó con rabia en su silla. Con rabia y con detalles informó a Blood que habían llegado a Port Royal la tarde anterior para encontrar al Gobernador delegado ausente—. Había ido en una loca cacería a Tortuga tras unos bucaneros, llevando toda la flota consigo.

Blood lo miró un momento sorprendido, luego comenzó a reír.

—¿Se fue, supongo, antes de que las noticias del cambio de gobierno y la guerra con Francia le llegaran?

—No fue así, —estalló Willoughby—. Estaba informado de ambas noticias, y también de mi llegada antes de irse.

—¡Oh, imposible!

—Lo mismo hubiera pensado yo. Pero tengo la información de un Mayor Mallard que encontré en Port Royal, aparentemente gobernando en la ausencia de este idiota.

—¿Pero está loco, dejar su puesto en semejante situación? —Blood estaba asombrado.

—Tomando toda la flota con él, os ruego recordéis, y dejando el lugar libre para un ataque francés. Éste es el tipo de Gobernador delegado que el anterior gobierno pensó adecuado nombrar: el mejor ejemplo de su incompetencia, ¡maldición! Deja Port Royal sin vigilancia salvo por un destartalado fuerte que puede ser reducido a escombros en una hora. ¡Que me condenen! ¡Es increíble!

La sonrisa que se paseaba por el rostro de Blood desapareció.

—¿Rivarol sabe de esto? —preguntó rápidamente.

Fue el almirante holandés quien le contestó:

—¿Acaso iría allí si no lo supiera? M. de Rivarol, él tomó algunos de nuestros hombres prisioneros. Tal vez le dijeron. Tal vez hizo que se lo dijeran. Es una gran oportunidad.

Su señoría gruñó como un gato montés.

—Ese bribón de Bishop deberá dar cuentas de esto con su cabeza si algún daño sucede por su deserción. ¿Y si fuera deliberado, eh? ¿Y si es más listo que estúpido? ¿Y si es su manera de servir al Rey James, quién le dio su puesto?

El Capitán Blood fue generoso.

—Díficil que sea eso. Es simplemente venganza lo que lo mueve. Es a mí que está cazando en Tortuga, mi lord. Estoy pensando que mientras él anda por allí, mejor yo cuido Jamaica para el Rey William. —Rió, con más alegría de la que había tenido en los últimos dos meses.

—Pon curso a Port Royal, Jeremy, y a toda vela. Todavía nos podemos encontrar con M. de Rivarol, y borrar algunas de las cuentas que tenemos al mismo tiempo.

Tanto lord Willoughby como el Almirante se pusieron de pie.

—Pero no tenéis la misma fuerza, ¡maldición! —gritó su señoría—. Cualquiera de estos tres barcos franceses puede derrotar al vuestro, hombre.

—En cañones sí, —dijo Blood, y sonrió—. Pero importa algo más que cañones en estos temas. Si su señoría quiere ver una lucha en el mar como debe ser una lucha en el mar, es vuestra oportunidad.

Ambos lo miraban.

—¡Pero su fuerza! —insistía su señoría.

—Es imposible, —dijo van del Kuylen, sacudiendo su gran cabeza—. La destreza es importante. Pero cañones son cañones.

—Si no puedo derrotarlo, puedo hundir mis barcos en el canal, y bloquearlo hasta que Bishop regrese de su cacería con el escuadrón, o hasta que vuestra propia flota regrese.

—¿Y eso para qué servirá, por favor? —preguntó Willoughby.

—Os lo diré. Rivarol es un imbécil tomando un riesgo como éste, considerando lo que tiene abordo. Lleva en sus bodegas el tesoro del pillaje de Cartagena, que suma cuarenta millones de libras. —Ambos saltaron a la mención de tan colosal suma—. Se ha metido en Port Royal con él. Me derrote o no, no sale de Port Royal con él nuevamente, y más tarde o más temprano ese tesoro hallará su camino hacia las arcas del Rey William, luego, por supuesto, de quitarle una quinta parte que será pagada a mis bucaneros. ¿Estamos de acuerdo, lord Willoughby?

Su señoría se puso de pie, y sacudiendo hacia atrás la nube de encaje de su muñeca, extendió una mano blanca y delicada.

—Capitán Blood, descubro grandeza en vos, —dijo.

—Seguramente, es porque vuestra señoría tiene la agudeza necesaria para percibirla, —rió el Capitán.

—¡Sí, sí! ¿Pero cómo lo haréis? —gruñó van del Kuylen.

—Venid a cubierta, y os daré una demostración antes de que el día avance demasiado.