Capítulo XXVIII

DURANTE la capitulación y por cierto tiempo, el Capitán Blood y la mayor parte de sus bucaneros habían estado en su puesto en las alturas de Nuestra Señora de la Poupa, totalmente en ignorancia de lo que estaba pasando. Blood, aunque principalmente, si bien no solamente, el hombre responsable por la rápida reducción de la ciudad, que probaba ser un verdadero cofre de tesoros, no recibió ni siquiera la consideración de ser llamado a un consejo de oficiales con el que M. de Rivarol determinó los términos de la capitulación.

Éste era un desprecio que en otros tiempos el Capitán Blood no hubiera soportado ni un momento. Pero al presente, en su curioso esquema mental, y su divorcio de la piratería, se limitaba a sonreír con desprecio al General francés. No así, sin embargo, sus capitanes, y mucho menos sus hombres. El resentimiento se generaba entre ellos y surgió violentamente al final de esa semana en Cartagena. Fue solamente con la promesa de llevar sus quejas al Barón que su capitán pudo por el momento pacificarlos. Hecho esto, fue inmediantamente a buscar a M. de Rivarol.

Lo encontró en las oficinas que el Barón había arreglado en la ciudad para él, con un grupo de empleados para registrar el tesoro recogido y para analizar los libros de cuentas, y así calcular las sumas que todavía le debían llevar. El Barón estaba allí sentado como un comerciante de la ciudad, verificando cifras para asegurarse que todo estaba correcto hasta el último peso. Una ocupación poco adecuada para el General de los Ejércitos del Rey por Mar y Tierra.

Levantó la vista irritado por la interrupción que ocasionaba el Capitán Blood.

—M. le Baron, —lo saludó este último—. Debo hablar francamente; y debéis soportalo. Mis hombres están a punto de motín.

M. de Rivarol lo observó con un suave levantar de las cejas.

—Capitán Blood, yo, también, hablaré francamente; y vos, también, debéis soportarlo. Si hay un motín, vos y vuestros capitanes seréis responsables personalmente. Vuestro error es tomar conmigo el tono de un aliado, mientras desde el principio os he indicado claramente que estáis simplemente en la posición de haber aceptado servir bajo mis órdenes. Vuestra apropiada percepción de los hechos nos ahorraría una buena cantidad de palabras.

Blood se contuvo con dificultad. Un día de éstos, sintió, por el bien de la humanidad, debería bajarle los humos a este arrogante y presuntuoso gallito.

—Podéis definir nuestras posiciones como os plazca, —dijo—. Pero os recuerdo que la naturaleza de un hecho no se cambia por el nombre que se le dé. Me importan los hechos; principalmente el hecho de que entramos con un contrato con vos. Ese contrato prevé cierta distribución del botín. Mis hombres lo exigen. No están satisfechos.

—¿Con qué no están satisfechos? —preguntó el Barón.

—Con vuestra honestidad, M. de Rivarol.

Una bofetada difícilmente hubiera cogido más de improviso al francés. Se puso tenso, se levantó, sus ojos llameando, su rostro de una palidez cadavérica. Los empleados en las mesas dejaron sus plumas y esperaron la explosión con terror.

Por un largo momento hubo silencio. Luego el gran caballero se expresó con una voz de concentrada rabia.

—¿Realmente os atrevéis a tanto, vos y los sucios ladrones que os siguen? ¡Por la sangre de Dios! Me responderéis por esas palabras, aunque sea una peor deshonra enfrentarme con vos. ¡Faugh[19]!

—Os recuerdo, —dijo Blood—, que no hablo por mí, sino por mis hombres. Son ellos los que no están satisfechos, ellos que amenazan que si no se les da satisfacción, y rápido, la tomarán.

—¿Tomarla?, —dijo M. de Rivarol, temblando de rabia—. Dejad que se atrevan, y…

—Vamos, no seáis imprudente. Mis hombres tienen su derecho, como sabéis. Quieren saber cuándo se les dará su parte del botín, cuándo van a recibir la quinta parte que les acuerda el contrato.

—¡Dios dame paciencia! ¿Cómo podemos compartir el botín antes de que haya sido completamente recogido?

—Mis hombres tienen motivos para creer que está recogido; y, de todos modos, ven con desconfianza que sea cargado en vuestros barcos, y quede en vuestro poder. Dicen que después no va a ser posible conocer el exacto monto a que asciende.

—Pero —¡en nombre del Cielo!— he llevado libros. Allí están para que todos los vean.

—No quieren ver libros de cuentas. Pocos de ellos saben leer. Quieren ver el tesoro. Saben —me obligáis a ser directo— que las cuentas se han falsificado. Vuestros libros dicen que el botín de Cartagena suma alrededor de diez millones de libras. Los hombres saben —y son muy habilidosos en estos cómputos— que excede el total de cuarenta millones. Insisten que el tesoro sea pesado en su presencia, como es costumbre entre la Hermandad de la Costa.

—No sé nada de las costumbres filibusteras. El caballero hablaba con desprecio.

—Pero aprendéis rápido.

—¿Qué queréis decir, bribón? Soy un jefe de ejércitos, no de ladrones.

—¡Oh, pero por supuesto! —La ironía de Blood reía en sus ojos—. Pero, seáis lo que seáis, os aviso que o aceptáis una demanda que considero justa, o podéis esperar problemas, y no me sorprendería que nunca podáis dejar Cartagena, ni llevar una sola pieza de oro a vuestro hogar en Francia.

—¡Ah, perdieu! ¿Debo entender que me estáis amenazando?

—¡Vamos, vamos, M. le Baron! Os estoy avisando sobre los problemas que un poco de prudencia pueden evitar. No sabéis sobre qué volcán estáis sentado. No conocéis las costumbres de los bucaneros. Si persistís, Cartagena se ahogará en sangre, y cualquiera sea el final, el Rey de Francia no habrá estado bien servido.

Eso llevó las bases del argumento a un terreno menos hostil. Continuó por un rato, para concluir finalmente con una aceptación poco amable de parte de M. de Rivarol de las demandas de los bucaneros. La dio de extremada mala gana, y sólo porque Blood le hizo ver finalmente que mantenerse en su posición sería peligroso. En una lucha, podría derrotar a los seguidores de Blood. Pero también podría que no. E incluso si tuviera éxito, el esfuerzo sería muy caro en hombres y tal vez no quedaría con fuerzas suficientes como para mantener el dominio de la ciudad tomada.

El final fue que hizo una promesa de tomar las medidas necesarias enseguida, y si el Capitán Blood y sus oficiales lo esperaban la mañana siguiente a bordo del Victorieuse, el tesoro se les mostraría, pesaría en su presencia, y su quinta parte se les entregaría para que ellos mismos la custodiaran.

Entre los bucaneros esa noche había hilaridad por el rápido abatimiento del monstruoso orgullo de M. de Rivarol. Pero cuando el día siguiente amaneció en Cartagena, tuvieron su explicación. Los únicos barcos que se veían en el puerto eran el Arabella y el Elizabeth, allí anclados, y el Atropos y el Lachesis en la playa para reparación del daño sufrido en el bombardeo. Los barcos franceses se habían ido. Habían salido despacio y en secreto del puerto, cubiertos por la noche, y tres velas, apenas visibles, en el horizonte hacia el oeste era todo lo que quedaba por verse de ellos. El prófugo M. de Rivarol se había ido con el tesoro, llevándose con él las tropas y marinos que había traído de Francia. Había dejado tras él en Cartagena no sólo a los bucaneros con las manos vacías, a quienes había estafado, sino también a M. de Cussy y a los voluntarios y negros de Hispaniola, a quienes no había estafado menos.

Las dos partes se fusionaron en su común furia, y ante su exhibición los habitantes de la desgraciada ciudad cayeron en un terror aún más profundo del que ya habían conocido desde la llegada de la expedición.

Sólo el Capitán Blood conservó su cabeza, dominando su profundo enfado. Se había prometido a sí mismo que antes de separarse de M. de Rivarol le haría pagar todos las pequeñas afrentas e insultos que este despreciable sujeto —ahora un ladrón comprobado— le había infligido.

—Debemos seguirlo, —declaró—. Seguirlo y castigarlo.

Al principio ése fue el grito general. Luego vino la consideración de que sólo dos de los barcos bucaneros podían salir al mar, e incluso éstos no estaban con su total fuerza, estando además poco provistos en ese momento para un largo viaje. Las tripulaciones del Lachesis y el Atropos y con ellas sus capitanes, Wolverstone e Yberville, renunciaron a la intención. Después de todo, había una buena parte del tesoro todavía escondido en Cartagena. Se quedarían a conseguirlo mientras arreglaban los barcos para salir al mar. Que Blood y Hagthorpe y los que navegaban con ellos hicieran lo que quisieran.

Sólo entonces Blood se dio cuenta de lo precipitado de su propuesta, e intentando retirarla casi causa una batalla entre las dos partes en que esa propuesta había dividido a los bucaneros. Y mientras tanto, esas velas francesas en el horizonte se perdían cada vez más. Blood estaba desesperado. Si se iba ahora, sólo el Cielo sabría que le pasaría a la ciudad, considerando el estado de ánimo de los que quedaban atrás en ella. Pero si se quedaba, simplemente su propia tripulación y la de Hagthorpe aumentarían lo horrendo de los eventos ahora inevitables. Incapaz de tomar una decisión, sus propios hombres y los de Hagthorpe tomaron el tema en sus manos, ansiosos de perseguir a Rivarol. No solamente era un engaño ruin que castigar sino también un enorme tesoro que se podía ganar tratando como enemigo a este comandante francés que, él mismo, había tan villanamente quebrado su alianza.

Cuando Blood, dividido como estaba entre consideraciones en conflicto, aún dudaba, lo llevaron casi por fuerza a bordo del Arabella.

En una hora, con la provisión por lo menos de agua y comida suficiente abordo, el Arabella y el Elizabeth salieron al mar en esa furiosa cacería.

—Cuando estábamos bien adentrados al mar, y el curso del Arabella estaba establecido, —escribe Pitt en su bitácora—, fui a ver al Capitán, sabiendo que estaba con un gran conflicto en su mente por estos eventos. Lo encontré sentado solo en su cabina, su cabeza en sus manos, tormento en los ojos que miraban fijamente hacia delante, sin ver nada.

—¿Qué pasa ahora, Peter?, —gritó el joven marino de Somerset—. Por Dios, hombre, ¿qué hay aquí que pueda inquietarte? ¡Seguramente no es por Rivarol!

—No, —dijo Blood espesamente. Y por una vez fue comunicativo. Probablemente fue porque o decía lo que lo oprimía o se volvería loco por ello. Y Pitt, después de todo, era su amigo y lo quería, y por lo tanto, un hombre adecuado para sus confidencias—. ¡Pero si ella lo supiera! ¡Si lo supiera! ¡Oh, Dios! Creí haber terminado con la piratería, creí haber terminado con ella para siempre. Y acá he cometido por ese tramposo la peor piratería de la que jamás he sido culpable. ¡Piensa en Cartagena! ¡Piensa en el infierno que esos demonios deben estar haciendo de ella ahora! ¡Y todo esto debo tenerlo sobre mi alma!

—No, Peter, no sobre tu alma sino sobre la de Rivarol. Fue ese sucio ladrón el que nos trajo a esto. ¿Qué hubieras podido hacer para evitarlo?

—Me hubiera quedado si se hubiera podido evitar.

—No se podía, y lo sabes. Así que, ¿por qué darle vueltas?

—Hay algo más en todo esto, —gimió Blood—. ¿Ahora qué? ¿Qué queda? Me hicieron imposible el servicio leal a los ingleses. El servicio leal a Francia nos ha traído a esto; y es igualmente imposible en el futuro. Para vivir limpio, creo que lo único que me queda es ira a ofrecer mi espada al Rey de España.

Pero algo quedaba —lo último que podría haber esperado— algo hacia lo que iban rápidamente navegando sobre el mar tropical iluminado por el sol. Todo esto contra lo que renegaba tan amargamente era sólo una etapa necesaria para darle forma a su extraño destino.

Poniendo rumbo a Hispaniola, dado que juzgaron que allí iría Rivarol a abastecerse antes de intentar cruzar a Francia, el Arabella y el Elizabeth marcharon rápidamente con un viento moderadamente favorable durante dos días y sus noches sin siquiera ver un atisbo de su presa. El amanecer del tercer día trajo con él una niebla que acortó su rango de visión a una distancia entre dos y tres millas, y profundizó su creciente irritación y su temor de que M. de Rivarol pudiera todavía escapar.

La posición entonces —según la bitácora de Pitt— era aproximadamente 75 grados 30’ oeste de longitud por 17 grados 45’ norte de latitud, así que tenían a Jamaica a unas treinta millas hacia el oeste, y, de hecho, lejos hacia el noroeste, apenas visible como un banco de nubes, aparecía la gran cadena de las Montañas Azules cuyos picos se recortaban en el aire límpido por sobre la niebla. El viento venía del oeste, y trajo a sus oídos un sonido de truenos que oídos menos experimentados podrían haber entendido como el de olas rompiendo en una orilla escarpada.

—¡Cañones! —dijo Pitt, de pie con Blood en la cubierta. Blood asintió, escuchando.

—A diez millas, tal vez quince en algún lugar cerca de Port Royal, diría yo, —añadió Pitt. Luego miró a su capitán—. ¿Nos concierne eso? —preguntó.

—Cañones cerca de Port Royal… eso parecería obra del Coronel Bishop. ¿Y contra quién estaría en acción si no fuera contra amigos nuestros? Creo que nos concierne. De todos modos, vamos a investigar. Ordena que se preparen.

Arrástrandose casi se dirigieron a sotavento, guiados por el sonido del combate, que crecía en volumen y definición a medida que se acercaban. Así pasó casi una hora. Luego cuando, con el telescopio en sus ojos, Blood logró despejar la niebla, esperando en cualquier momento divisar los navíos en batalla, los cañones cesaron abruptamente.

Mantuvieron su curso, a pesar de todo, a toda marcha, ansiosamente escudriñando el mar delante de ellos. Y de repente un objeto apareció a su vista, el que rápidamente se definió como un gran barco incendiado. Cuando el Arabella y el Elizabeth que lo seguía de cerca, se acercaron por su ruta del noroeste, el perfil del llameante barco se hizo más nítido. Sus mástiles se recortaban agudos y negros sobre el humo y las llamas, y por el telescopio Blood distinguió claramente el estandarte de St. George ondeando de su palo mayor.

—¡Un barco inglés! —gritó.

Escudriñó los mares buscando al conquistador de la batalla de cuya evidencia daba cuentas tanto este despojo como los ruidos que habían oído, y cuando finalmente, acercándose al navío condenado, vieron los fantasmales perfiles de tres altos barcos, a unas tres o cuatro millas de distancia, en camino a Port Royal, la primera y natural suposición fue que esos barcos debían pertenecer a la flota de Jamaica, y que el navío quemado era un bucanero derrotado, y por eso se apuraron a rescatar los tres botes que se alejaban del armazón en llamas. Pero Pitt, que a través del telescopio examinaba al escuadrón que se retiraba, observó cosas visibles sólo para el ojo entrenado de un marino, e hizo el increíble anuncio de que el más grande de los tres navíos era el Victorieuse de Rivarol.

Desplegaron las velas e izaron a los botes que venían, cargados de supervivientes. Y había otros asidos a maderas y restos del naufragio que debían ser rescatados.