Lorena salió del túnel y entró directamente en la nave. En el interior, alguien que ella reconoció al instante, le lijo:
—Me alegro de verte, muchacha.
—Usted es…
—Sí. Yo soy Aljel. He querido esperarte aquí para darte confianza.
—La tengo en ustedes. Lan leyó la mente del Príncipe y sabe que piensa jugar limpio.
—Lo celebro. Los poderes de un hombre de Khrisdall pueden ser mortales o inquietantes, pero me parece que muy efectivos en ciertas ocasiones. Dorden hizo bien en mostrarse a Lan sinceramente. ¿Ha habido algún problema para llegar hasta aquí?
La pregunta la hizo Aljel al soldado disfrazado con un uniforme escarlata de la guardia del Duque que acompañó a Lorena a través de la Sede hasta aquel hangar.
—No ha habido ningún problema, señor. Los lugares clave están ocupados por nuestros hombres —informó el soldado—. Solamente en los sectores Z-987 y Z-45 hemos encontrado dificultades en sustituir a los guardias escarlatas.
Aljel arrugó el ceño, pero luego sonrió.
—Bueno, no son muy estratégicos. Podemos prescindir de ellos. Con los enclaves dominados, tenemos suficiente para impedir el despliegue de las fuerzas del Duque.
—¿Habrá lucha? —preguntó Lorena, inquieta.
—Es posible. —Aljel se encogió de hombros—. Pero confiamos en vencer, El Duque se descubrirá a sí mismo, cuando vea caer al Emperador. Estoy seguro de que no esperará a asegurarse de que Dorden esté muerto también. Se proclamará Emperador y… De todas formas, necesitamos suerte.
—Lan correrá peligro.
—No más que en alguna parte de la Sede. Esto puede convertirse en un infierno si la situación no se domina en poco tiempo. Si Dorden llega a coronarse Emperador, me parece que tendrá que apresurar la construcción de la nueva Sede Imperial en la Tierra. Este viejo lusar quedará un poco inservible para alojar a la Corte. Te prometo, Lorena, que Lan llegará aquí tan pronto sea posible. Entonces sólo tienes que ordenar al comandante de la nave que te lleve al lugar que deseéis. Ah, me olvidaba decirte que el Duque, por una vez, cumplió con su palabra y envió un mensaje a tus padres. Ellos te creen ahora en lugar seguro, al lado de Lan. Me parece que partirán de la Tierra en breve.
—¿Cómo lo sabe?
Aljel sonrió ladinamente.
—El Duque siempre me subestimó, querida. Él me considera un viejo chocho y yo siempre le dejé que pensara así porque me conviene. Creo que se moriría del susto si supiera que dispongo de un sistema de espionaje más perfecto que el suyo. ¿Cómo, entonces, iba a saber de tu llegada a la Sede y posterior captura? Ahora tengo que dejarte. Mucha suerte y sé muy feliz.
Aljel tomó la mano derecha de Lorena y la besó. Luego, sonriendo, desapareció por el túnel. El soldado cerró la puerta y preguntó a Lorena si quería ser llevada a su camarote.
—Esperaré aquí —respondió ella, sin dejar de mirar la cerrada puerta por la que pensaba ver aparecer a Lan dentro de algún tiempo.
* * *
El Duque entró en el dormitorio de Lan cuando los sirvientes estaban terminando de vestir al joven para la ceremonia. Asintió aprobadoramente, diciendo:
—Estás muy elegante, querido hijo. El Emperador quedará vivamente impresionado. Debo reconocer que posees la misma arrogancia que tu padre y la belleza de tu madre, mi querida y llorada esposa.
Ich soltó una carcajada que fue coreada por Volkar. Lan miró a los dos hombres, con visible enfado. La ironía del Duque era como una serie de puñetazos dirigidos a su rostro. El joven apartó a un criado que terminaba de colocarle la capa larga y repleta de bordados de oro. Con marcada desgana, tomó de otro el complicado y lleno de plumas sombrero que sólo debería llevar sujeto por su mano derecha, como un simple adorno.
Ich Denfol, por su parte, lucía su más rutilante uniforme escarlata. Incluso las altas botas y la pistolera, que guardaba una rica arma, eran del mismo color. Únicamente los atributos de su rango eran dorados, además del rectángulo multicolor de las condecoraciones que lucía sobre el pecho. Por el contrario, Volkar vestía un traje ligeramente más sencillo y de color gris, aunque sobre el torso lucía el emblema familiar.
El Duque indicó a un criado que se acercase y tomó la caja negra que le ofrecía, sacando de ella un collar grande y pesado de oro, del que colgaba un águila tricéfala posada sobre un planeta. Al ir a colocarlo sobre el cuello de Lan, éste hizo un gesto de negación.
—No temas —dijo Ich, sonriendo—. Es sólo un collar. Eso sí, un valioso collar. Es de mi propiedad, y en esta ocasión deberás llevarlo tú. Es la norma. Luego me lo devolverás. Me lo concedió el Emperador… a sugerencia mía, por supuesto. Nadie en la Corte posee el Gran Collar del Imperio. Con este gesto, te reconozco como mi hijo.
Lan notó el peso del metal y tocó las cadenas, así como la figura que sostenía. No parecía ser sino un simple y suntuoso collar, que debía pesar más de un kilo.
—Llévalo con dignidad, querido hijo —terminó diciendo Ich—. Es la hora. No debemos hacer esperar al Emperador y la Corte.
El Duque salió de la habitación, y Volkar hizo una indicación a Lan para que le siguiese, cerrando él la marcha. Fuera les esperaba una sección de los guardias escarlatas, con uniformes de gala. Ofrecerían una bella y atávica estampa si no fuese porque todos estaban fuertemente armados, aunque la riqueza de las armas intentase darles una apariencia menos bélica.
Al dejar atrás las dependencias privadas del Duque, fuertemente vigiladas, entraron en el tubo de comunicación privado, en donde un vehículo les esperaba. Otras cuatro unidades repletas de hombres vestidos de rojo estaban situadas delante y atrás, formando una fuerte escolta. Para cualquiera que no fuese Lan, quien sabía lo que esperaba el Duque que ocurriese en la recepción, debería pensar que aquel era un derroche de demostración de poder.
El vehículo que estaba reservado para ellos era grande, con una lujosa cabina en la que se acomodaron, mientras la guardia que les protegía se colocaba en otro departamento trasero. Entonces se dio la orden de salida, poniéndose los cinco vehículos en marcha. Sólo entonces se dio cuenta Lan de que Volkar no había subido con ellos.
* * *
El silencio había empezado a inquietarla, y Lorena decidió entrar en la pequeña cabina de mando. No se sorprendió mucho al encontrarla desierta. Entonces recorrió el resto de la pequeña nave, no encontrando a nadie. Rápidamente, regresó ante los mandos. Conocía a fondo la navegación estelar y podía comprender en cuestión de segundos, cualquier modelo de mandos. Empezó a mover conmutadores y suspiró, aliviada, al comprobar que las reservas de energía estaban a tope, así como los alimentos y dotación de oxígeno.
Tal como había temido, los tripulantes se habían marchado. Tal vez se precipitaron un poco al cumplir las órdenes que realmente tenían, o no sabían que ella podía saber si una nave estaba en condiciones de vuelo o no, y, sobre todo, ponerla en marcha. Terminó de hacer unas verificaciones, asegurándose de que la esclusa podía ser abierta desde el interior por control a distancia. Lo único que la intranquilizaba era pensar que Lan ignoraba aquella última trampa. ¿De Aljel? ¿O estaba el Príncipe también implicado? Pero debía tener confianza porque Lan, sin que Dorden le escuchase, le había susurrado al oído que confiase en él, que saldría con vida de todo aquello y que se reuniría con ella en el hangar.
Lorena regresó ante la puerta de entrada. La abrió y cerró varias veces con la palanca interior. La puerta actuaba velozmente, tal como esperaba. La dejó entreabierta. Luego se quedó frente a ella. Lo único que podía hacer era esperar.
* * *
Lan recordó los sueños que tuvo cuando partieron de Ergol y en los cuales era presentado al Emperador. Entonces imaginó una sala enorme, sin límites en sus paredes y techo, repleta por miles de personas, y surcada en sus alturas por vientos huracanados. La realidad era bien distinta.
El salón del trono era amplio, pero no poseía las dimensiones soñadas. Aunque habían unas doscientas personas, le parecieron pocas en realidad. Y el trono era de tamaño normal. En él estaba sentado el Emperador, viejo y decrépito, pero con una mirada todavía sagaz. A su lado, el Príncipe Dorden adoptaba una postura desinteresada por todo cuanto se desarrollaba a su alrededor.
La guardia escarlata se detuvo junto a los pocos soldados imperiales, mientras Ich tocó con el codo a Lan para indicarle que se pusiera a su lado y se quedase quieto.
—Tenemos que esperar el permiso del Emperador para ponernos ante él —le musitó Ich.
Lan sentía sobre él todas las miradas de los cortesanos. Pudo ver al fondo, cerca del trono, aunque a unos cinco metros de distancia del Emperador, al Conde Aljel, con rostro inescrutable.
—Cuando llegue el momento nos situaremos junto al borde de esa raya pintada de rojo que hay en él suelo. Unos centímetros más atrás se levanta un campo de fuerza que ni un rayo positrónico puede traspasar. Sólo el poder de tu mente podrá hacerlo.
—No me contaste nada de eso —dijo Lan, intentando hablar sin mover los labios.
—No era preciso. Yo puedo ver al Emperador cuando quiero, sin barrera alguna entre nosotros, pero entonces era imposible matarle porque nadie dudaría de mi culpabilidad. Este es un lugar ideal para que tus facultades actúen. Tendremos cientos de testigos y todo el mundo sabe que ningún arma puede traspasar la barrera. Toda la Sede, interesada en este acto, nos estará observando por televisión. ¿Quién puede imaginar que yo seré el causante real del magnicidio? Todo está calculado, Lan.
—Ojalá sea así —repuso Lan. Calló porque el Emperador alzó su mano derecha, otorgando su licencia al Duque.
—Vamos —dijo Ich.
Lan avanzó junto al Duque. Anduvieron los treinta metros que les separaban hasta la línea roja. El joven sintió deseos de adelantar su gorro y asegurarse de que la barrera existía, ya que, a simple vista, parecía no descubrir ningún obstáculo delante suyo.
De cerca, el Emperador no le pareció tan acabado como creyó. Tal vez los complicados ropajes que vestía le hacían más pequeño, allí sentado en el gran sillón.
Ich se arrodilló, e hizo las reverencias protocolarias, imitándole Lan en todo. Sonó la voz del Emperador, indudablemente amplificada por algún altavoz:
—Levantaos. Duque Denfol, estoy muy contento al ver que has recuperado a tu hijo tantos años perdido. Sé cuánto has sufrido por él todo este tiempo, pero tu dolor no te ha impedido ser mi más fiel servidor. Así, mi satisfacción hoy es enorme al veros reunidos, formando la familia que dejó de ser a causa del infortunio.
—Gracias, Alteza —respondió el Duque, alzándose del suelo. Lan aún tenía que permanecer arrodillado, hasta que Ich se lo indicase tocándole en el hombro.
Entonces también sería el momento en que él tenía que actuar. Matar, según quería Ich, al Emperador y a Dorden. Matar, según esperaba el Conde Aljel, al viejo jerarca. El joven Príncipe sonreía, confiado, seguro de que Lan sólo iba a provocar en su padre un débil desvanecimiento.
Todos esperaban algo de Lan, una actuación distinta. Y Lan únicamente ansiaba escapar de allí, verse lejos dé la Sede Imperial. Pensó en Lorena. Ella tenía que estar esperándole ya a bordo de la prometida nave por Aljel y Dorden.
Disimuladamente, Lan se desprendió de la pulsera, guardándola en un bolsillo interno de su manga. Miró a Dorden de frente, y a Ich de soslayo. Ninguno de ellos parecía haberse dado cuenta. Detrás suyo, Aljel no podía haber visto nada.
—En nombre de mi querido hijo y el mío propio, Alteza, os ruego que ante lo mejor de esta Corte Imperial reconozcáis a Lan de Denfol como hijo mío, y heredero de mis títulos y bienes —dijo el Duque.
—Así me place hacerlo. Duque Denfol, mi buen amigo y colaborador —respondió el Emperador, alzando su diestra.
—Rinde pleitesía a tu Emperador, hijo mío —dijo Ich, posando su mano sobre el hombro de Lan.
Lan sabía que tenía que incorporarse y actuar. Tenía relativa conciencia de sus poderes mentales, sólo teorías y creencias que éstos podían responderle adecuadamente a sus deseos. Por primera vez, estaba libre de la traba que le suponía la pulsera. Nada podía detenerle sino él mismo. Miró a su alrededor, y sintió que los colores, los contornos de las figuras tomaban incremento. Los sonidos podía separarlos a voluntad y elegir los que quisiera. Podía escuchar el palpitar acelerado del corazón de Ich, de Aljel, de Dorden y de cada uno de los presentes. También, por una fracción de segundo, percibió el estruendo de una nave patrullar por el exterior de la Sede. Sintió dolor, un extraño y nunca antes experimentado dolor. Intuyó que era la plena conciencia de saberse dotado con aquel poder tremendo y saberse capaz de hacer con él lo que desease.
Mientras, lentamente, se levantaba ante las miradas expectantes, quiso saber de Lorena. Nunca había intentado nada semejante. Lorena estaba a mucha distancia, pero en seguida la sintió dentro de su mente, llena de temores, y simultáneamente, de forma súbita, de temor. Lorena estaba en peligro y él, incapaz de acudir en su ayuda. ¿O sí podía?
Cerró los ojos y atacó.
* * *
El capitán Ekreh estaba al frente de la guardia escarlata, atento a cuanto ocurría delante suyo. Todos sus hombres estaban instruidos convenientemente. Cada uno sabía cómo tenía que actuar tan pronto viesen caer al suelo al Emperador y su hijo. Al mismo tiempo, las distintas unidades, distribuidas por la Sede, atacarían, apoderándose de los puntos clave. En el exterior, las Armadas, bajo el mando de los almirantes adictos, controlarían a los leales de cualquiera que no fuese Ich Denfol.
Junto a los hombres vestidos de rojo estaban los guardias del Emperador. Ekreh notaba, alarmado, como el número de éstos aumentaba lentamente. No se había dado cuenta hasta que estaban multiplicados por tres.
Y parecían nerviosos. Empezó a alarmarse y miró hacia la espalda de Lan, que en aquellos instantes empezaba a levantarse. Pronto iba a recibir la señal.
Entonces todo comenzó a acontecer de forma fulminante. Ningún superviviente podría después relatar minuciosamente lo que sucedió. Todos vieron como el anciano Emperador resbalaba de su trono y caía al suelo. Nadie se fijó en el Príncipe, que sólo se movió un paso hacia la derecha, peí o que no cayó ni pareció sentir los efectos del desconocido ataque que sufría su padre.
Ekreh desenfundó su arma, y disparó contra el más cercano grupo de soldados imperiales. Pero éstos también estaban disparando, y el salón privado del trono se convirtió en un infierno.
Mientras se maldecía y bramaba contra los que eran sus enemigos y también parecían estar esperando la señal, Ekreh se tiraba al suelo para eludir el huracán de fuego que pasaba por encima de él. Rodando aún, pudo observar que también el Duque Rojo caía al suelo, convertido en un muñeco de aire, pero al contrario que el Emperador, gritaba de dolor, y su cabeza se convertía en una antorcha humeante. Pálido, Ekreh pensó que su señor no podía haber sido alcanzado por ningún disparo. No eran aquéllos los efectos producidos por algún arma conocida. Antes de ser alcanzado por un dardo desintegrante, Ekreh, vagamente, comprendió que todo se había perdido cuando aún pudo distinguir a Lan cruzar la mortal barrera invisible, y situarse al lado de Dorden.
Luego, su cuerpo, como los de otros muchos cadáveres, fue pisoteado por la multitud aterrorizada, que intentaba ganar la salida.
* * *
Lan se enfrentó al asombrado Dorden, quien saliendo de su estupor, pudo articular:
—No es posible que hayas cruzado la barrera…
—Lo es. Te dejo un Imperio al que gobernar o tiranizar. Creo que eres el único, de un puñado de ambiciosos asesinos, que puede hacer algo medianamente decente. Pero al final, el poder te acabará corrompiendo. Me das tanto asco como todos. Me gustaría fulminarte.
El Príncipe retrocedió, aterrorizado, apoyándose sobre los brazos del trono.
—No te comprendo ahora.
—Yo no ataqué a tu padre, asesino. Has sido tú quien le disparaste con esa arma.
Y Lan, de un salto, le arrebató la minúscula pistola, que arrojó contra la barrera, en donde se desintegró al chocar contra ella.
—Mis poderes son inusitados. Puedo franquear la cortina, cosa que no ha podido hacer el metal, pero algo hay dentro de mi mente que me impide matar con ella a seres humanos. Hace unos segundos me di cuenta de que no podría hacer nada de lo que queríais de mí. Aljel y tú lo sabíais, y por eso disparaste contra el Emperador, pensando que yo creería haber sido el causante.
—Pero has matado a Ich.
—Tampoco fui yo. Mira.
Lan le cogió por el cuello y le hizo observar hacia el otro lado de la pantalla, en donde Aljel les miraba, sosteniendo entre sus manos un dispositivo de control remoto.
—Aljel tiene buenos servidores entre los criados del Duque. Uno de ellos colocó una carga alrededor del cuello de Ich, y él la hizo detonar. Aquí se acaba vuestro plan. La conspiración del Duque ha sido abortada, tú eres Emperador y el Imperio debería conocer que yo, el hijo del Duque Rojo, fui quien mató al Emperador, por medio de mis poderes. Si no matar, sí puedo percibir vuestras criminales emanaciones mentales.
En el salón, los guardias escarlatas estaban siendo exterminados. Algunos cortesanos habían caído también en la confusión.
—Señor, levanta la barrera para que pueda pasar —gritó Aljel—. No olvidéis que Lan no puede matar. Yo viví en Khrisdall y lo sé.
Dorden comenzó a sonreír, al tiempo que se apartaba del sillón, yendo hacia un conmutador situado tras unas cortinas.
—Es cierto. Me asusté y lo olvidé. Estás perdido, Lan. Todo el Imperio estará satisfecho de ver la ejecución del asesino del Emperador Dioroto XX.
Lan observó a Aljel, que estaba siendo rodeado de docenas de soldados imperiales, ansiosos todos por poner sus manos sobre el joven, a quien ya acusaban de magnicidio.
—Olvidas muchas cosas, en medio de tu terror, Dorden. —Lan hablaba firmemente, dejando al Príncipe tocar el conmutador—. Es cierto que no puedo matar, pero sí castigarte, en cierta forma, por tus horrorosos crímenes. ¿Quién quiere un Emperador idiota?
Y sonrió tristemente. Añadió:
—Tampoco un Primer Consejero en iguales condiciones.
Dorden aulló, y su grito se confundió con otro parecido emitido por Aljel. Ambos se desplomaron y los guardias imperiales retrocedieron, llenos de pavor, contemplando la escena con ojos muy abiertos.
Lan había desaparecido después de los aullidos. Ahora veían al Príncipe rodar por el suelo, babeante, y con los ojos vidriosos. En igual estado estaba el Conde Aljel. Los dos parecían haber perdido la razón.
* * *
Lorena escuchó los pasos. A continuación, la compuerta terminó de abrirse, apareciendo en ella Volkar.
—Hola, preciosa. —Volkar sostenía un arma, con la que apuntó displicentemente a la muchacha—. Sabía que iba a encontrarte aquí, esperando a tu amado Lan.
—¿Cómo pudo averiguarlo? Pensé que sólo los adictos de Aljel conocían este hangar secreto.
—Y así es. Pero cuando Aljel se incorporó al salón privado del trono, yo ordené seguir su rastro. Luego vimos salir furtivamente a la tripulación, siguiendo las órdenes del Conde. Al parecer, éste no tenía la menor intención de dejarte escapar, ni a Lan, por supuesto. Como el Conde no podrá hacer nada para impedirlo y Lan puede escapar y llegar hasta aquí, es lógico que yo tome el lugar de Aljel para impediros huir. Lo siento, pero mi primo no puede consentir que huyáis.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Lorena.
Volkar se apoyó en su pierna derecha, colocada sobre el marco de la compuerta. Sonrió, divertido.
—Si todo sale como estaba previsto, en estos instantes, Lan debe estar eliminando al Emperador y su hijo. No creo que sea tan tonto como para negarse a hacerlo, creyendo que tú estás aún en nuestro poder.
—El sabe que estoy a salvo.
La sonrisa se esfumó del rostro de Volkar.
—No es posible. Nadie ha podido decirle que te liberaron los hombres de Aljel.
—El mismo Dorden me llevó hasta las habitaciones de Lan. Y él sabe que le espero en esta nave.
Volkar torció el gesto, Súbitamente, empezó a sentirse intranquilo.
—Esto cambia las cosas —musitó—. Supuse que te liberaron y estaban esperando el momento para usarte ante Lan para ponerlo de su parte. Aljel quiso hacerlo en varias ocasiones. Creí que Aljel intentaría decírselo antes de la presentación. Por eso ordené a mis hombres que se lo impidiesen. Debo volver en seguida, y advertir a Ich. Aún estamos a tiempo de evitar un desastre. Lo siento, preciosa. Voy a tener que matarte antes de tiempo, pero no tengo más remedio. Me hubiera gustado esperar a mis hombres, y que ellos se hubieran encargado de ti y de…
Lorena cerró los ojos y apretó con todas sus fuerzas el cierre de la compuerta. Lo tenía graduado para que ésta se detuviese a unos veinte centímetros del tope, lo que no mataría a Volkar y sí lo golpearía lo suficiente para dejarlo fuera de combate. Pero Volkar estaba demasiado agachado, y al sentir que la compuerta empezaba a deslizarse, intentó volverse para salir de la trampa. La pesada mole de acero lo tomó por la espalda y empujó el tronco hacia el hueco donde tenía que alojarse.
La muchacha había abierto los ojos un instante, y los ocultó al ver que el espacio calculado para que la compuerta se detuviese era insuficiente para evitar la muerte de Volkar, al variar éste de postura.
En aquella posición, encogida sobre el suelo, la encontró Lan cuando se materializó en el exterior de la nave. Desde allí, accionó el dispositivo de abertura, pasó sobre el ensangrentado cadáver de Volkar y abrazó a Lorena.
—Presentí que estabas en peligro, veía lo que pasaba y sentí morir, amiga mía. Luego, cuando supe que estabas a salvo, tuve que terminar unas cosas. Lo siento.
—Has tardado, Lan. Tuve que hacerlo, tuve que hacerlo…
—Lo sé. Pero tenía que disponerlo todo para que nos dejaran el camino libre para escapar de este maldito planeta de acero. Ahora estarán demasiado entretenidos, mirando a dos retrasados mentales.
Arrojó el cuerpo de Volkar fuera y cerró la compuerta. Luego condujo a Lorena ante el puente de mandos. Esperó que la muchacha terminase de calmarse, y le dijo:
—Ahora tengo que confiar en ti —intentó una sonrisa que le salió fallida, a causa del cansancio y las emociones—. Tú eres quien debes sacarnos y conducirnos a la libertad. ¿Podrás hacerlo?
Sorbiendo unas lágrimas, ella asintió, y con seguridad, empezó a mover los mandos. La pantalla se iluminó y delante de ellos apareció el negro espacio.
—Vía libre —dijo Lorena—. Apenas nos alejemos unos kilómetros, viajaremos por el hiperespacio. Nadie podrá alcanzarnos.
—¿Conoces el planeta a donde piensa ir tu padre?
Lorena asintió.
—Pues vamos allí.
—Nos perseguirán pronto en cualquier sitio donde estemos.
—No lo creas. Quienes pueden hacerlo están muertos o incapaces de pensar. Y en esta Sede estarán muy ocupados durante varios años entronizando emperadores y derribándolos.
Lan tomó el asiento junto a Lorena, y antes de sujetarse a él, la besó.
—Adelante.
La palabra de Lorena se mezcló con el rugir de los motores, con el deslizar del navío por el hangar hacia el espacio libre.
Muy lejos de ellos se libraba una batalla espacial por el poder. Pero no tenían que temerla porque mucho antes de llegar allí, viajarían por el invisible hiperespacio.