CAPITULO VI

A Lan le fue ofrecido un privilegiado puesto en el puente de mando de la nave del Conde Volkar, quien permanecía sentado junto a él en silencio. Frente a Lan había una gran pantalla, que mostraba lo que podría divisarse desde la proa de la nave.

Se estaban acercando rápidamente hacia la Sede Imperial. Habían dejado atrás la densa barrera de pequeños satélites erizados de defensas, además de cientos de navíos patrulleros. La nave de Volkar radiaba constantemente su identidad y situación, cosa que todos los aparatos que se dirigían a la Sede tenían que hacer.

En la pantalla ya había aparecido desde hacía un rato la gigantesca mole esférica de metal. Desde el exterior, resultaba fea, incluso horrenda. Pero Volkar había asegurado a Lan que su interior le parecería un paraíso.

Al llegar a unos centenares de metros de la superficie del planetoide artificial, una gran compuerta se abrió y la nave, utilizando sus frenos, se introdujo en el iluminado tubo lentamente.

—Ya hemos llegado, al menos a la Sede. Pero aún tardaremos un poco en llegar a los aposentos de tu padre, muchacho.

Lan vestía un rico traje escarlata y oro. Volkar le había aconsejado aquel color para identificarse pronto con el preferido por Ich Denfol.

—De momento no veremos a nadie, pero siempre hay servidores que te observarán y ellos son los encargados en realidad de propalar las noticias a los cortesanos. Desde luego, ya todo el mundo sabe que el Duque Rojo ha encontrado a su hijo, y no hay nadie que no esté ansioso por conocerte, sobre todo las damas. Estoy seguro de que ellas te encontrarán muy atractivo y recibirás muchas invitaciones. Por el momento te aconsejo que no aceptes ninguna. Tendrás tiempo para ello.

—¿Es que tendré que hacer todo lo que usted o mi padre quieran? —inquirió Lan, visiblemente contrariado.

—He dicho que sólo es un consejo, pero si lo prefieres puedes tomarlo como un mandato. Es por tu bien. Antes de lanzarte a la vorágine de la Corte, debes conocerla. No debe bastarte todo cuanto te han dicho.

La nave se detuvo y abandonaron el puente de mando, bajando por un ascensor a la esclusa de salida, en el exterior, les aguardaban varios soldados uniformados de rojo con cascos de acero, rematados de plumas amarillas. Él oficial, un curtido capitán, saludo respetuosamente a Volkar, y estudió someramente a Lan, esforzándose por ignorarle.

Silenciosamente, apareció un vehículo suspendido en el aire y el oficial abrió la puerta ceremoniosamente. Volkar y Lan se acomodaron en los asientos traseros mientras que el capitán se sentaba junto al conductor.

Fue un viaje vertiginoso a través de los tubos amplios de comunicación. Lan conocía, por medio de sus instructores, las características de la Sede. Los niveles esféricos centrales estaban destinados al Emperador, su esposa, cuando la tenía —Dioroto XX enviudo hacia años— y sus concubinas. Luego, los siguientes niveles estaban ocupados por los dignatarios más importantes, ministros, mariscales, generales, etc. En dirección hacia el exterior, tenían sus residencias los cientos de nobles con permanencia fija o circunstancial en la Corte. Así, en los más amplios y cercanos a la coraza protectora exterior, estaban las guarniciones, cuarteles y hangares para las naves de guerra y yates espaciales. Más de dos millones de personas vivían parasitariamente en la sede. Allí nada se producía. Todo se llevaba desde los mundos del Imperio, desde el más insignificante alfiler hasta los enormes depósitos energéticos precisos para mantener viva aquella comunidad y rodearla de placeres.

La sede disponía de miles de ascensores, túneles de bajada sin gravedad, circuitos de pistas para vehículos lentos y aquellos tubos para viajar rápidamente, como el que estaban usando para llegar a los aposentos del Duque Rojo. Volkar manifestó que aquel camino era privado, y sólo el Duque y sus allegados podían utilizarlo. Era un privilegio que en la sede sólo tenía también el Emperador.

Lan observaba el penacho amarillo del capitán. Aunque Volkar no se lo presentó, ya sabía que se llamaba Ekreh, y era el jefe de la guardia personal de Ich Denfol, capaz de ejecutar cualquier orden, emanada de su amo y señor. Cada noble importante podía disponer en la sede de una pequeña guardia personal que le sirviese de símbolo de poder. Era una vieja tradición.

Pero Lan sabía que el Duque disponía de un verdadero ejército dentro de la Sede, miles de hombres repartidos estratégicamente, casi tan numerosos y bien armados como los guardias imperiales. Ich había actuado sigilosamente para reducir las fuerzas armadas de los demás nobles, los cuales apenas si contaban con unos cientos de soldados entre todos, brillantemente uniformados pero carentes de poder militar.

Cuando el vehículo se detuvo ante un hangar repleto de vehículos varios soldados vestidos de rojo corrieron a recibirlos. Ekreh impartió unas órdenes secas y la comitiva se encaminó hacia la salida, penetrando en un corredor alfombrado.

Lan fijó en su mente los detalles de aquellos aposentos. Mientras grababa un plano en su cerebro, aún podía percatarse del cúmulo de riquezas que durante años había estado acumulando el Duque Rojo. Había ricos muebles, viejos tapices y candelabros pretéritos en oro y platino por doquier, sirviendo de simples adornos objetos que dignamente podían figurar en los más encumbrados museos.

Por fin se detuvieron ante unas pesadas puertas de bronce dorado, que dos soldados empujaron silenciosamente. Volkar invitó a Lan a pasar. El joven lo hizo con paso firme y la mirada altanera.

Vio en el centro de la habitación a un hombre que se parecía bastante a Volkar, pero cuyos ojos denotaban una mayor crueldad y decisión. Vestía una túnica roja sujeta a la cintura por una cadena de oro, de la cualpendía una estilizada pistola de reluciente metal plateado. Sobre el pecho llevaba dibujado un disco blanco con unas letras I y D en anagrama.

El Duque Rojo emitió una sonrisa estudiada, y avanzó hacia su hijo. Detrás de Lan, las puertas de bronce se cerraron. Estaba a solas con Ich Denfol y Volkar.

Lan se estremeció cuando sintió las manos del Duque apoyarse sobre sus hombros.

—Bien venido a casa, hijo.

—Volkar me dijo que podía llamarte padre en privado, pero Duque Denfol en presencia de extraños —dijo.

Así es ¿Es que no vas a abrazarme? —preguntó.

Él Duque abrazó a Lan, quien no pudo evitar un estremecimiento, a la vez que se preguntaba si podría seguir fingiendo por mucho tiempo.

—Comprendo que es difícil acostumbrarse a una nueva situación como la tuya, Lan, pero dejemos tiempo al tiempo. Dentro de poco seremos buenos amigos.

—Eso espero.

* * *

—No has estado muy afectuoso con tu padre, muchacho —le recriminó Volkar cuando el Duque, alegando unas obligaciones inaplazables, dijo que tenía que marcharse.

—Tampoco lo ha estado él.

Pero la situación de Ich es distinta. Su posición en la Corte es muy envidiada. Siempre tiene que estar alerta. Ahora mismo se ha marchado para presidir una reunión con los mariscales y generales. Ha habido un levantamiento en los confines del Imperio. El Emperador no asistirá, y el Duque tendrá que tomar las decisiones por él. En realidad, según me ha confesado, el Duque confía en tener en tu persona un fiel colaborador.

—Creí que el Consejo lo presidía el Conde Aljel.

Volkar soltó una carcajada.

—Aljel es un viejo chocho que gracias a tu padre se mantiene aún en su puesto. Como es un cargo vitalicio Ich no ha presionado al Emperador para que lo destituya. Tu padre es joven y puede esperar a que Aljel se muera de puro viejo.

Tengo entendido que el Príncipe apoya a Aljel.

Volkar miró ceñudamente a Lan.

—Dejemos esta conversación. Aún es pronto para que estudies la política que reina en este lugar. Ven, te enseñaré tus habitaciones. ¿Sabes que el Emperador está deseando conocerte también? Creo que dentro de unos días tu padre te presentará ante lo más selecto de la Corte. Será una reunión reducida, apenas unas docenas de altos dignatarios. Pero no debes preocuparte. Casi todos son partidarios de tu padre. Aljel estará pero cuenta con pocos adictos. A nadie le gusta estar al lado de los perdedores. —Y terminó riendo su afirmación.

* * *

Lagnon ya se lo había dicho a su esposa y ella estaba conforme. Incluso le parecieron acertadas las determinaciones del capitán, aunque creía que habían partido de él y no aconsejadas por Lan. Lagnon no había querido confiarle aun nada por el momento. Ninguno de los dos se habían atrevido a contarle nada a Lorena, aunque mientras tanto lo habían estado preparando todo para la marcha definitiva. Añorarían la casa, el lugar, la tranquilidad que disfrutaban y que ansiaban cuando viajaban entre las estrellas. No encontrarían ningún lugar como la Tierra; pero el capitán ya tenía elegida nueva residencia. Se trataba de un mundo que gozaba del librecambio y cierta estabilidad, pese a pertenecer al Imperio. El virrey que lo gobernaba no era demasiado despótico, y dejaba a los nativos humanos que eligiesen a sus gobernadores. Lagnon ya había estado allí algunas veces y hasta le agradaba. Podrían trabajar y vivir en paz.

Pero, ¿qué pensaría Lorena? A ella, sin duda, tendría que contarle la verdad, decirle que hacía caso al consejo de Lan de marcharse sin decir adónde porque en breve sus vidas podían peligrar.

Habían pasado tres semanas desde que se marchó Lan a la Sede, y Lagnon había encontrado algunas noches a su hija mirando las estrellas, en dirección al lugar donde la esfera de metal estaba situada.

Aquella tarde, Lorena irrumpió en el salón de la casa y dijo impulsivamente a su padre:

—Traigo buenas noticias.

Lagnon dejó su pipa y la miró. Estaba decidido a comunicárselo todo en aquel mismo momento. Pero antes debía escucharla.

—El viejo Harris ha llamado. Tiene problemas y quiere que le saquemos del apuro —dijo Lorena, sentándose junto a su padre.

—¿Qué son esos problemas?

—Tiene un embarque para la Sede, y su navío no está en condiciones de volar hasta dentro de unas semanas. Me llamó para que te preguntase si nosotros podíamos hacer ese trabajo.

Harris era un viejo comerciante que vivía a algunos centenares de kilómetros de allí. Se trataba de un antiguo camarada de Lagnon. Pero el capitán estaba pensando que el entusiasmo de Lorena no podía deberse a saber que Harris se acordaba de la amistad con su padre, y que al mismo tiempo les daba una buena cantidad a ganar.

Lagnon no se anduvo por las ramas y preguntó directamente:

—¿Supones que si vamos a la Sede podrás ver a Lan?

Lorena se rió.

—No creo que sea muy difícil. Eres un pillo. En seguida has comprendido que me gustaría que aceptases y, por supuesto, ir yo contigo.

—No me gusta ir a la Sede.

—No puedes negarle un favor a Harris.

—Desde luego que no. Además, quería decirte que…

—¿De qué se trata?

Lagnon se encogió de hombros.

—No tiene mucha importancia. Y es mejor dejarlo para cuando regresemos de la Sede. ¿Cuándo quiere Harris que vayamos a su almacén con nuestra nave a recoger la mercancía?

Lorena besó a su padre y ambos terminaron riendo.

* * *

Lan había querido recorrer las dependencias públicas de la Sede, y Volkar le puso un guía que el joven consideró que era su vigilante. Tuvo que vestirse con ropas que no revelaban su identidad, e incluso modificar un poco su rostro para no ser reconocido. Increíblemente, cientos de personas disponían ya de su descripción, y docenas de damas de la Corte trataban de intimar con él.

Siempre seguido por el guía, Lan visitó los lugares más populares de diversión. El recorrido duró todo el día. Almorzaron en uno de los muchos puntos donde podían comer lo que se les antojase, y beber las más exóticas bebidas sin pagar un céntimo. Luego, el guía sugirió que podían visitar los centros más excitantes, y Lan accedió, lleno de curiosidad.

Regresaron de madrugada, según el horario artificial establecido en la Sede. A Lan le dolía un poco la cabeza; pero el guía estaba tan borracho que no podía tenerse en pie. Durante la juerga, Lan supo que el hombre era un oficial de la guardia de Ich y que aguantaba poco la bebida.

Lan le dejó tumbado en una butaca, y tomó una ducha, encontrándose después de ella bastante despejado. En el mismo cuarto de baño, halló unas píldoras que le germinaron de entonar. Parecía como nuevo cuando tomó ropas limpias de un ropero. Arrojó las sucias al convertidor, después de sacar sus pertenencias del bolsillo. También siguió el mismo camino un pañuelo perfumado, regalo de la dama que consiguió apartarle del grupo de mujeres que durante la reunión le acompañaban.

Lan ya podía hacerse una idea de lo que la vida en la Corte le depararía. Y si tenía en cuenta que los hombres y mujeres con los que había conversado y bebido no sabían quién era, debía estremecerse al pensar lo que pasaría cuando todos supiesen que oficialmente era el hijo del poderoso Ich Denfol.

Salió de sus habitaciones y recorrió unos pasillos. Tal vez había tomado demasiadas pastillas, y ahora no tenía sueño. Sin darse cuenta, se encontró ante la puerta que conducía al despacho privado del Duque. La puerta no estaba cerrada del todo y escuchaba voces procedentes del interior. No era de extrañar la ausencia de centinelas. El reducto privado del Duque sólo era severamente vigilado desde el exterior. Dentro, los guardias brillaban por su ausencia, aunque estuviesen siempre prestos a acudir a la llamada del Duque, o intervenir apenas sonase alguna de las infinitas alarmas.

Quienes conversaban eran Volkar y el Duque. Lan cerró los ojos y le pareció normal que su mente formase la imagen nítida de los que conversaban. Ya se estaba acostumbrando a aquellos poderes que lentamente ibannaciendo en su ser. A veces se asustaba pensando si no serían ilimitados. Desde que Aljel le sustituyó la pulsera que se los refrenaba desde su más tierna juventud, no pasaba el día que, sorprendentemente, descubría algún sistema nuevo para emplear la enorme potencia mental que siempre poseyó.

A veces incluso podía leer los pensamientos de las personas que se encontraban cerca, cuando las mentes estaban en actitud pasiva. Ocurría que le costaba mucho indagar en el interior de Volkar, y totalmente imposible en el Duque. La personalidad de Ich era demasiado fuerte para él. Pero confiaba que llegaría el día que los pensamientos del Duque serían como un libro abierto a su disposición. Entonces sabría la verdad.

Podía escuchar lo que hablaban al otro lado de la puerta. La conversación trataba sobre asuntos políticos, en los que Denfol estaba directamente implicado. Lan empezó a aburrirse y estaba dispuesto a marcharse cuando por unos instantes la mente de Denfol, vivamente excitada, se le abrió totalmente. Aprovechó aquellos segundos para escudriñar en el subconsciente de su supuesto padre. Aunque fueron pocos, resultaron suficientes para llegar a conclusiones definitivas.

Entonces, con decisión, empujó las puertas y entró.

Al verle, los dos hombres callaron. Ich parecía bastante molesto con aquella inesperada visita. Volkar, en cambio, estaba confuso.

—No sabía que hubieras vuelto —dijo Ich, mientras ocultaba bajo unos libros unos papeles.

—Hace unos minutos —contestó Lan, avanzando unos pasos y situándose delante de la mesa donde trabajaban Volkar e Ich.

—¿Dónde está el guía?

—Durmiendo la borrachera.

—Lo habéis pasado bien —sonrió Volkar—. Pero tú pareces muy sereno. ¿Acaso no te gusta el vino?

—Me hace poco efecto. Y me recupero pronto.

—Tu padre y yo tenemos mucho trabajo, Lan. Será mejor que te retires y descanses —sugirió Volkar.

Antes de que Lan dijese algo, el Duque intervino:

—No, déjale. Creo que ha llegado el momento de que mi hijo demuestre su amor por su padre. Siéntate, Lan.

—No estoy cansado; prefiero permanecer de pie.

Denfol enarcó una ceja, un tanto sorprendido por lo que podía considerarse una impertinencia.

—Como prefieras. He decidido presentarte ante el Emperador mañana mismo. Desde entonces, dejarás de utilizar el apellido Dioh y utilizarás el mío.

Incluso Volkar parpadeó ante aquellas palabras. La presentación estaba fijada para dentro de algunos días. El Duque comprendió el estupor de su primo y, sonriendo, añadió:

—También quería decírtelo a ti, Volkar. Lo he decidido hace apenas unas horas, cuando me entrevisté con Dioroto. Su Alteza no se encuentra muy bien. También vi al Príncipe y charlé largo rato con él. —Sus palabras sonaron a los oídos de Lan insinuantes, como si quisiera transmitir a Volkar una intención especial. La mente del Duque volvía a estar cerrada y no pudo averiguar la verdad—. ¿Sabías, querido primo, que he encontrado en el Príncipe una inesperada ansiedad de colaboración? Estoy seguro de que él no se opondrá a mi política galáctica. Incluso nos apoyará, ante la débil resistencia de Aljel y los suyos.

Lan observó cómo Volkar extendía una amplia sonrisa en su rostro. Tuvo tiempo de captar unos pensamientos en él.

—Por lo tanto, querido Lan —siguió diciendo el Duque—, ha llegado el momento de convertirte en mi más íntimo colaborador. El Imperio necesita un dirigente fuerte, capaz de volver a engrandecerlo. Los últimos emperadores, incluido el actual, se han limitado a mantenerlo apenas. Hasta hemos perdido autoridad en muchos mundos. Los virreyes se vuelven insolentes, y algunos escamotean los tributos. Y sin tributos, no podemos mantener la Armada Imperial por la cual somos temidos y respetados. Además, algunos reinos independientes están a punto de coaligarse en contra nuestra. Ante esta situación, el Emperador, en su ancianidad, se encoge de hombros, y su hijo pone trabas a mi política de revitalización. Es hora de que nos libremos de ambos.

—¿Acaso pretendes asesinarlos? —preguntó, irónico, Lan.