—Nunca pude pensar que estos meses me resultaran tan cortos, cariño. —Y Lan arrojó otra piedra al riachuelo, observando cómo el agua se agitaba.
Sentada a su lado, Lorena le beso. Estaba preocupada con Lan, desde hacía varios días. En realidad comenzó a notar un lento cambio en el muchacho, desde que llegaron los instructores y su educación se inició, esto podía resultar normal, pero ya no podía ser considerado así que, desde hacía sólo unas jornadas, Lan sufriese un cambio brusco de carácter. Se había vuelto mucho más serio, hosco incluso. La alegría que había estado adquiriendo desde que llegaron a la Tierra se esfumó, junto con su sonrisa constante y desenfadada.
Las manos de Lorena se deslizaron hasta la muñeca de Lan y acariciaron el metal.
—Deberías quitarte esto. No es ninguna joya.
Lan alzó la mano hasta sus ojos.
—Se lo dije a Volkar, antes de que se marchara, hace unos días a la Sede Imperial y me respondió que ya llegaría el momento. ¿Sabes que he tenido deseos de entrar en el taller del astropuerto, y quitarme yo solo está condenada pulsera?
Lorena no supo qué responder. Permaneció pensativa mirando cómo Lan volvía a sus mecánicos movimientos de arrojar piedrecitas al limpio riachuelo que se deslizaba al borde de sus pies.
—También me dijo Volkar que, a su regreso, me llevaría a la Sede, ante mi padre —dijo Lan—. Y luego me presentarían al Emperador. Ya no sé si deseo que tal cosa ocurra. Me temo que la Corte va a resultarme un lugar desagradable.
—Te han estado educando para que todo te parezca familiar.
—Tiene gracia eso. Antes, cuando era un ignorante, tenía que defenderme de mis enemigos intuitivamente.
Y no me iba mal. Ahora, a fuerza de hacerme aprender durmiendo y usando procedimientos científicos para inculcarme unas ciencias en sólo unas semanas, me siento más ignorante que antes. Estoy confuso, Lorena.
Ella le hizo girar la cabeza y sus ojos se encontraron.
—¿Realmente deseas ser quien ellos quieren que seas?
—No te entiendo…
—Sí me entiendes, Lan. Antes fuiste esclavo porque no podías evitarlo, pero me temo que ahora te convertirán en otra especie de esclavo, aunque te rodeen de sedas y placeres.
—Pareces leer en mi mente —rió Lan—. ¿Qué puedo hacer?
Lorena suspiró.
—Tanta enseñanza te está convirtiendo en un ser, sin iniciativa propia. Haz lo que te plazca. Huye, si lo deseas.
—Ya lo pensé —replicó Lan, muy serio—. Pero sabes perfectamente que todo esto está muy vigilado. No me dejarían…
Calló, porque ambos jóvenes escucharon el suave deslizar de unos pies calzados con sandalias sobre la hierba. Se volvieron y vieron aparecer entre los matorrales una figura que vestía una amplia túnica parda. La capucha caía sobre su cara, que era imposible identificar a aquella distancia.
El desconocido avanzó hacia ellos y se levantaron.
—¿Quién es? —inquirió Lorena, empezando a agacharse para tomar su pequeña pistola, que había quedado sobre la hierba, junto a los restos de la merienda.
Entonces el desconocido sacó su mano derecha, entro los pliegues de la túnica. Estaba armado con una pistola.
Lan quiso defender a Lorena con su propio cuerpo, pero el hombre fue más rápido y disparó. La muchacha cayó sin exhalar el menor sonido. Al ver aquello, Lan gritó de rabia. Iba arrojarse suicidamente contra el hombre de la túnica, cuando éste le dijo:
—No está muerta, muchacho. No seas loco y serénate. Ella despertará dentro de unos minutos, cuando nos hayamos marchado.
Lan se arrodilló junto a Lorena y sólo se incorporó cuando estuvo seguro de que ella estaba adormecida, a causa de un disparo eléctrico, inofensivo en realidad.
Entonces el desconocido se echó hacia atrás la capucha y dejó que Lan viese su rostro. Era de mediana edad y semblante noble.
—¿Por qué lo hizo?
—En realidad, le he hecho un favor, Lan Dioh. Hubiera resultado peligroso para ella que escuchase lo que voy a decirte. Y te aconsejo, por el bien de la chica, que luego tú no le digas nada, si es que no accedes a marcharte conmigo.
—Dígame quién es usted y por qué supone que nos iremos juntos.
—Mi nombre es Aljel, conde Aljel, presidente del Consejo Imperial de Su Alteza Dioroto XX —sonrió—. Aunque debo aclarar que actualmente tal cargo es simplemente honorífico, ya que, como todo el mundo sabe, el único consejero que el Emperador admite es a Ich Den fol, el Duque Rojo, tu padre, Lan.
Los músculos de Lan se tensaron. Aquel hombre era un enemigo de su padre. Sabía quién era el conde Aljel porque sus instructores tuvieron buen cuidado en mostrarle una extensa lista de los personajes de la Corte que no eran de fiar. Sin embargo, el aspecto de Aljel no respondía a la semblanza que imaginariamente se había hecho de los contrincantes del Duque Rojo.
—Me cuesta creer que ha conseguido burlar la vigilancia establecida por Volkar para llegar hasta aquí —dijo Lan.
—Estoy de acuerdo contigo en que no ha sido sencillo, amigo.
—No me llame su amigo.
—Lo serás, no lo dudes. —El conde Aljel guardó su arma y sonrió, mostrándose amistoso, aunque Lan pensó que la pistola aún debía estar apuntándole desde el interior de la túnica—. Así charlaremos mejor.
—¿Qué pretende de mí?
—Ojalá pueda explicártelo todo en el poco tiempo de que dispongo —suspiró Aljel—. Pero no puedo permanecer mucho tiempo por estos contornos. Te escapaste con la chica para estar a solas con ella unos instantes y tan pronto te echen de menos, te buscarán.
»Yo ordené a la nave aduanera LM-37X que asaltase el carguero del capitán Lagnon, pero tú mismo lo impediste, y creo que también ese maldito Volkar, que duerme con un solo ojo cerrado. Pero eso ya no tiene remedio. Si entonces nos hubiésemos apoderado de ti, todo habría sido más sencillo, y los planes del Duque Rojo se hubieran venido abajo, antes de comenzar.
—¿Cuáles son esos planes?
—De momento, hazte a la idea de que todo lo que te ha contado Volkar es una mentira gigantesca. Tu padre no es el Duque Rojo.
Lan miró torvamente a aquel hombre, fijamente a los ojos. Aljel soportó la mirada, imperturbable, sonriente.
—Claro, ya sé que necesito pruebas, pero te las ofreceré más adelante. Lo único cierto es que Volkar estaba detrás tuyo desde hace años, por encargo del Duque Rojo. Te traían a la Tierra cuando tu nave, es verdad, sufrió un accidente y tú fuiste vendido como esclavo Pero, repito, no eres hijo de Ich Denfol. El duque te halló y supo que en ti tendría la clave para apoderarse de todo el Imperio. Un plan semejante requiere muchos años de planificación. Y, además, merece la pena. La recompensa es sustanciosa, ¿no crees?
—No entiendo nada.
—Desde que fuiste encontrado por Ich Denfol en Thule, has llevado esa pulsera de metal, que incluso creció contigo, ajustándose a tu muñeca como una segunda piel. ¿Me equivoco? Por el momento, es la única prueba de que dispongo para convencerte de que digo la verdad. Tú, muchacho, perteneces a un planeta maldito por el Imperio y por todos los emperadores anteriores a Dioroto XX. ¿Nunca has oído hablar de Khrisdall?
—No —dijo Lan, no muy convencido. Sin embargo, aquel nombre no le resultaba del todo desconocido.
—En realidad, nadie sabe dónde está, pero a veces sus habitantes son capturados, y por eso los emperadores saben que desde allí puede partir la fuerza que les derroque, que haga desaparecer para siempre el corrupto Imperio. Pero lo que ignoran todos los poderosos es que los habitantes de Khrisdall sólo quieren vivir en paz, sin tener el menor contacto con el resto del Universo. Como decía, a veces esos seres tienen que salir de su madriguera en busca de productos de los que carecen y que sus potentes mentes no los pueden conseguir. Y son capturados algunos. Tus padres murieron* Lan, bajo el fuego de los soldados de Ich Denfol, quien te hizo su prisionero cuando apenas tenías unos años de edad. Entonces concibió el plan para convertirse él en Emperador. Te puso esa pulsera que anula tus poderes paranormales y te envió a la Tierra, bajo la tutela de su esposa. Luego, lo ocurrido concuerda bastante con la historia que te habrá contado Volkar.
»Pero el destino que te reservan ante la Corte Imperial es muy distinto al que te han prometido.
—Supongamos que le creo, conde Aljel. ¿Qué puedo hacer yo?
El hombre avanzó unos pasos hasta acercarse a Lan.;
—Me parece que yo soy el único ser viviente en el Imperio que puede considerarse amigo de los habitantes de Khrisdall. Tal vez algún día te cuente cómo ocurrió aquello. Es difícil que un náufrago pueda salir de ese planeta. Nadie lo hace. No los matan, pero no pueden admitir que su secreto sea sabido. Sin embargo, conmigo todo fue distinto, y yo sí pude salir. Y lo hice como amigo. Por eso conozco muchos secretos de Khrisdall. Ich Denfol sólo sabía algunos, y entre ellos, el que una pulsera labrada con un raro metal anula el poder mental de un ser de Khrisdall. Claro que no todos tienen el mismo grado de poder, pero desde que naciste, ya sabían que tu mente era algo singular.
Aljel tomó la mano derecha de Lan e introdujo una especie de llave en una minúscula ranura de la pulsera, la cual saltó, abriéndose como impulsada por un resorte interno. Lan lo observó todo, asombrado. Siempre había creído que aquel metal era resistente, pues en anteriores ocasiones, algunos de sus amos habían intentado quitárselo, teniendo que desistir, si no querían dejarle manco, Antes de que pudiera reaccionar, Aljel le coloco una pulsera similar, que sacó del interior de su túnica.
—No temas —se apresuró a decir, viendo la reacción violenta que se iba a desatar en el muchacho—. Esto es sólo una reproducción, que no mermará tus cualidades mentales. Y te la puedes quitar cuando quieras con sólo apretar las uniones así.
Después de aquella demostración, Lan se volvió a colocar él mismo la nueva pulsera.
—Dígame de una vez qué pretende.
—Ahora estás en condiciones de defenderte por ti mismo, sin necesidad de armas —sonrió Aljel—. Ellos pensarán que sigues igual, pero dentro de ti corre ahora un poder enorme, mortal.
—No puedo creerle. Me siento igual que antes.
—Aún es pronto. Ich y Volkar sólo pensaban quitarte la pulsera cuando llegara el momento estipulado por ellos.
—Pero, ¿qué pretenden de mí?
—Que mates al Emperador y al príncipe, ambos al mismo tiempo.
—¿Usted trabaja para el Emperador, deseando que se salve o sólo intenta recuperar su lugar de privilegio que el Duque Rojo le usurpó?
—Hay de todo un poco. El Emperador es viejo y debe morir por el bien del Imperio. Todos confiamos en su hijo, un joven inteligente que puede salvar del desastre a mil mundos. Pero Ich quiere que ambos mueran. Y nosotros sólo queremos que muera el Emperador y se salve el Príncipe. Es hora de que ocupe el mando.
Lan sonrió, irónico.
—En definitiva, todo el mundo desea que me convierta en asesino.
—Puedes obtener mucho a cambio, Lan, si me haces caso. Más adelante volverás a recibir instrucciones mías.
—Si le obedezco perderé el ser hijo de Ich Denfol. Aunque no sea mi padre, tendré un gran poder a su lado. Después de que él sea Emperador, no puede desmentirse y afirmar que no soy su hijo.
—Es un buen planteamiento, muchacho. Eres positivo. Sí, es cierto que perderás bastante, suponiendo que Denfol no se deshaga de ti después de utilizarte.
—¿Por qué iba a hacerlo? Si le sino una vez bien, puede pensar volver a utilizarme.
—No —negó Aljel con la cabeza—. Ich, una vez Emperador, no querrá rastros de sus intrigas. Le estorbarán los testigos. Si el Duque Rojo ha llegado a tal estadio de poder es porque nunca se ha fiado de nadie. Sólo confía en su primo.
—¿Por qué tengo yo que matar al Emperador y su hijo? Ich puede alquilar mercenarios, llenarlos de oro. Incluso tú y tus cómplices podéis hacerlo, como lograsteis que los falsos aduaneros intentaran secuestrarme —dijo Lan, tuteándole.
—Esos aduaneros no eran asesinos a sueldo, sino patriotas que luchan por una causa.
—No creo en las causas nobles y desinteresadas —repuso Lan.
—Veo que el haberte liberado de la pulsera comienza a surtir los efectos deseados —rió Aljel—. Te estás volviendo inteligente. Sí, todos buscamos algún beneficio personal. Pero estarás de acuerdo conmigo si te digo que yo sólo deseo recuperar mi antiguo privilegio y salvar al Imperio. El heredero está de acuerdo conmigo. El sabe que la presencia del Duque Rojo es perniciosa para el Emperador.
—¿Sabe el heredero que piensas liquidar a su padre?
—Por supuesto que no. Y si lo llega a averiguar algún día, comprenderá que no tuvimos más remedio que hacerlo.
—Cada vez me gusta menos ir a la Sede —escupió Lan—. Me parece que me repugnará tal lugar.
—Seguramente, muchacho. Ya empiezas a pensar como un verdadero miembro del planeta Khrisdall. Por eso debes matar al Emperador solamente. Sigue todas las instrucciones de Ich y Volkar, pero permite que viva el Príncipe. Luego, nosotros nos encargaremos del resto.
Y tú ganarás la oportunidad de regresar con los tuyos. E incluyo llevarte a esa chica que amas.
—Reducida recompensa.
—No mientas. Esa es la que verdaderamente deseas. No otra.
—Tal vez tengas razón.
El conde volvió a cubrirse con la capucha.
—Estoy seguro de que harás lo que deseo.
—No he prometido nada.
—No importa. Lo sé. Conozco a los de tu raza. Ya no hay necesidad de llevarte conmigo.
—¿Lo hubieras hecho?
—En caso de no haber intuido que estabas dispuesto a colaborar, sí.
—Repito que no pienso hacer caso a nadie, ni a Volkar ni a ti.
—No importa. Adiós.
—¡No quiero convertirme en un asesino!
Pero el conde Aljel había desaparecido entre los árboles. Lan corrió tras él, pero ya no pudo verle. Regresó junto a Lorena, que en aquel mismo instante se estaba recuperando. Después de decirle lo ocurrido, haciendo caso omiso a las advertencias del Conde, regresaron a la casa. Por el camino se encontraron con unos criados de Volkar, quienes al parecer habían iniciado su búsqueda.
Lan pensó que Aljel había previsto justo a tiempo el momento de desaparecer de aquellos contornos.
Se preguntó cómo se las había compuesto para burlar las severas medidas de seguridad instaladas alrededor de la casa y el astropuerto por Volkar.
Al capitán Lagnon le gustaba sentarse en el porche al anochecer, llenar lentamente su pipa y encenderla ceremoniosamente. Luego fumaba mirando las estrellas destelleantes tras el limpio cielo.
Aquella noche no gozaba plenamente de la quietud. Cómodamente sentada, meditaba profundamente. Sabía que aquella invasión de personas extrañas en su casa iba a terminar pronto. Volkar había llegado aquella mañana, anunciando que se marchaban al día siguiente. La nave del conde Volkar estaba posada en el astropuerto, a pocos centenares de metros de su propio carguero.
Lagnon sabía que la partida de aquellas gentes les iba a devolver la tranquilidad, y al mismo tiempo, la tristeza en el bello rostro de Lorena. Sabía que ella y Lan se amaban. No había querido preguntar nunca nada a su hija, pero intuía que la muchacha iba a tardar tiempo olvidar al antiguo esclavo.
Lo mejor sería, pensó, organizar un inmediato viaje. Sí, podía ir a la constelación Verguell. Le habían asegurado que allí se estaban haciendo buenos negocios. Y la ruta era segura. Ojalá Lorena se distrajese visitando nuevos mundos. Desde luego, no estaba dispuesto a volver en cierto tiempo al virreino de Ergol, y mucho menos a Dail. Era mejor evitar tristes recuerdos.
—Buenas noches, señor Lagnon.
Se volvió. Ya había reconocido la voz. Era Lan.
—Hola, siéntate. Si fumas, ahí tengo una caja con pipas, tabaco y cigarros.
—No, gracias. Sólo quiero conversar con usted. Será una especie de despedida. Ya sabe que mañana nos marchamos.
—Sí, desde luego que lo sé. Volkar me ha dicho que me enviará una orden de pago por las molestias ocasionadas.
Lan miró, receloso, alrededor, y Lagnon le observó, extrañado.
—Puedes hablar tranquilamente. Nadie nos escucha. Conozco bien mi casa. Dispongo de una instalación interceptora —dijo el capitán—. ¿Qué tienes que decirme?
—Le ruego que lo abandone todo, que se marchen tan pronto la nave del conde Volkar salga mañana, pero hágalo sigilosamente, como si sólo fuera a salir a trabajar en una de sus correrías.
—¿Por qué?
—Temo por ustedes, capitán.
—¿Quién puede hacernos daño?
—En poco tiempo querrán hacer desaparecer todo rastro de que vo estuve aquí. Los testigos les estorbarán. Pero es posible que durante algunas semanas o meses no corran peligro. De todas formas, será mejor que se refugien en algún planeta en donde el poder del Imperio no sea muy grande.
—Para hacerte caso deberás convencerme. ¿Sabías que vivo con mi familia, muy a gusto aquí?
—Lo sé. Pero de nada le servirá este paraíso, una vez muertos. Y no quiero que Lorena sufra por mi causa.
—Sé que tú la quieres, pero no creo en tal peligro. ¿Cómo puedes estar seguro de lo que dices?
—Hace dos días no hubiera podido decir semejante cosa; pero ahora estoy seguro de cuanto digo. ¿Qué sabe usted de Khrisdall?
—Eso es una leyenda. No sé qué tiene que ver…
—Dígame lo que sepa respecto a Khrisdall.
—No sé… Es muy poco. Se dice que en algún lugar inexplorado de la Metagalaxia existe un planeta colonizado por refugiados terrestres que huyeron hace siglos de aquí, cuando comenzó a forjarse el Imperio. Eran enemigos declarados de la autarquía, y fueron perseguidos con saña. Incluso la mayor parte de la población de la Tierra de entonces sentía un odio profundo hacia aquella comunidad, a causa de los poderes paranormales de que hacía gala. Se les temía porque eran poderosos. Los humanos normales creían que algún día los paranormales les relegarían a un segundo término y ellos usurparían el poder, incluso derribarían al Emperador. Pero todo eso pertenece a una fase confusa de la historia. Según se cuenta, la comunidad paranormal fue perseguida por orden del Emperador, y sólo unos pocos consiguieron escapar, refugiándose en un ignoto planeta.
—Durante mucho tiempo, diversos emperadores dispusieron que sus poderosas flotas estelares encontrasen el planeta ya conocido por Khrisdall, pero nunca obtuvieron el menor éxito. Se dice que algunas naves de guerra sí lograron hallarlo, pero el poder de sus habitantes las destruyó, antes de que pudieran informar. Como ves, no es mucho lo que sé. Se supone que todo el mundo que esté trabajando en el espacio conoce más o menos esta leyenda.
Lan se humedeció los labios.
—Entonces no dudará en hacerme caso y escapar. Yo no soy hijo de Ich Denfol. Mis padres murieron, pero yo nací de una pareja de, Khrisdall.
El capitán Lagnon dejó de fumar, miró fijamente a Lan, se levantó lentamente, y dijo con voz enronquecida:
—Está bien. Te haré caso. Pero me gustaría volver a verte.
—A mí también.