CAPITULO III

La imagen pareció cobrar vida dentro del cubo. Representaba a un hombre maduro, de aspecto altivo y elegante, alto y delgado. Tenía cierta semejanza con Volar, pero sus cabellos eran más grises y largos. También el rictus de sus labios denotaba mayor firmeza… o crueldad. Aquélla fue la impresión de Lan, cuando observó la figura que se movía dentro del cubo.

Era su padre.

—He querido esperar cierto tiempo a mostrarte esta fotografía tridimensional —dijo Volkar, a su lado, estudiando las reacciones del joven cuidadosamente—. ¿Qué tal te parece el duque Denfol?

Lan se encogió de hombros.

—Parece… una persona importante. Estoy impaciente por verle al natural.

—Es lógico. Y aciertas al decir que es una persona importante. Incluso te quedas corto. Creo que, después del Emperador, es el hombre con mayor poder en la Sede.

Lan trató de sonreír.

—Es difícil acostumbrarse —dijo—. Hace unos días era un miserable esclavo, molido constantemente a palos, y ahora… Me será difícil habituarme. No sé ni cómo comportarme en la Corte.

—De eso quería hablarte, Lan.

El joven enarcó una ceja, expectante.

—Por el momento, mantendremos en secreto tu regreso al hogar. Nadie debe saber que el hijo del Gran Duque Denfol está vivo. Nos tomaremos algún tiempo para ponerte al corriente de los usos de la vida moderna, hablar un lenguaje adecuado a tu linaje, y conocer tus futuras obligaciones. Sólo un limitado número de personas sabrán tu identidad. Hasta entonces, seguirás amándote Lan Dioh a secas, sin usar tu apellido Denfol.

Lan hizo una mueca.

—Comprendo. Mi padre no quiere presentar a sus amigos a un salvaje ex esclavo.

—No digas tonterías. Es por tu propio bien. Vas a vivir en un ambiente maravilloso, lleno de lujos y placeres, asediado por las más bellas mujeres; pero también acechado por múltiples enemigos de tu padre, que a ti te considerarán en seguida como un enemigo más. Es por tu propio bien el que comiences una nueva vida con más experiencia.

—Tal vez tengas razón, tío —sonrió Lan.

Volkar tosió.

—Por el momento, dejarás de llamarme tío, muchacho. Hasta que lleguemos al lugar donde permanecerás por algún tiempo, estaremos rodeados de sirvientes y personas, que no saben nada respecto a ti. No debemos cometer equivocaciones.

—Un secreto de estado, ¿no? ¿Por qué, entonces, se lo contó todo al capitán Lagnon y a Lorena?

—Les investigué, y estoy seguro de que podemos fiarnos de ellos. Ya he hablado con el capitán Lagnon, quien gustosamente nos alojará en su casa, durante el tiempo que necesitemos para pulirte un poco. Nadie sospechará que en el hogar de un navegante estelar vive el hijo del Gran Duque.

A Lan aquella nueva no le desagradó. Aquello suponía que iba a seguir viendo a Lorena, durante algún tiempo más. Le había molestado pensar que estaban próximos a llegar al Sistema Solar y que unos días después dejaría cíe verla, tal vez para siempre.

—Además, he prometido una buena suma adicional al capitán para compensarle de los gastos que podamos causarle. Lagnon es propietario de una vivienda aislada, en una zona repoblada de la Tierra, en el continente europeo. Será ideal para nosotros. Además, dispone de un pequeño campo espacial privado.

Lan miró por última vez la imagen de su padre, y devolvió el cubo a Volkar, quien, la guardó dentro de su valija de viaje.

—No temas que tendrás que estar muchos años padeciendo un cansado aprendizaje, muchacho. Apenas necesitarás unas semanas para estar al nivel de cualquier joven cortesano de tu edad —añadió Volkar.

—No creo eso posible.

—Desconoces los modernos métodos de enseñanza. Te será fácil.

—Así lo espero.

Aquella noche, Lan soñó muchas cosas. Y ninguna de ellas le satisfizo. Se había encontrado en el centro de una enorme estancia, de techo altísimo, que se perdía entre las nubes que entraban por los ventanales abiertos. Veía gentes al fondo, pero difusamente, hombres y mujeres que se reían, hablaban de amor y bebían grandes cantidades de vino, a la vez que engullían exquisitos alimentos, sin cesar.

Lan avanzaba lentamente, sintiendo que miles de ojos se fijaban en cada movimiento que hacía. A cada instante, notaba mayor malestar. Se dirigía hacia el elevado trono de oro, que parecía hallarse a kilómetros de él. No podía distinguir la figura que, arrogantemente, se sentaba en él.

De súbito, empezó a correr, y en unos segundos se encontró a menos de dos metros del trono. Entonces alzó la mirada y quiso ver el rostro del Emperador. Cuando estaba a punto de lograrlo, unas manos poderosas le obligaron a arrodillarse, dando con la cara en el frío mármol.

Escuchó risas, estruendosas carcajadas de los miles de cortesanos. La cara de Lan se tornó roja, y empezó a sudar. Odiaba aquel lugar, aquellas gentes. Todo. La Corte Imperial, si es que aquello era, le producía asco.

Torció la mirada, y vio a la derecha del trono a su padre, que le miraba severamente. Parecía estar descontento de su actuación. Detrás, Volkar sonreía malévolamente, como si todo aquello le divirtiera mucho.

Entonces, Lan no pudo aguantar más y se levantó. Los que le habían obligado a arrodillarse quisieron detenerle, y él los golpeó furiosamente, pateándoles cuando cayeron. Antes de que pudieran detenerlo, echó a correr, dando media vuelta. Quería salir de aquel salón frío y carente de humanidad, a pesar de los miles de personas que lo llenaban. Un murmullo de asombro se elevó hasta la alta bóveda.

Lan seguía corriendo. De vez en cuando, miraba a los lados. Nadie se movía para detenerle. Todo el mundo debía estar demasiado asombrado, ante su insolente retirada. Pensó que, si le cogían, le castigarían por darle la espalda al Emperador, el día de su presentación oficial. Ahora recordaba que su padre le había dicho, la noche antes, que lo esperaba todo de él, aquella mañana. Lan escupió. Le daba igual. Todo estaba armiñado. Sólo quería huir de allí.

Se acercaba a la gran salida cuando, horrorizado, vio que las pesadas puertas de bronce dorado empezaban a cerrarse. Intentó dar más velocidad a sus ya cansadas piernas, pero la salida estaba aún muy lejana. Cuando apenas se hallaba a unos metros de las puertas, éstas se cerraron, con seco ruido metálico. Lan se arrojó sobre ellas, y golpeó con sus puños. Se sentía vencido.

Jadeante, se volvió y, horrorizado, observó cómo las masas de cortesanos, hombres y mujeres, abandonando su inmovilismo, avanzaban hacia él. Su actitud era hostil. Sus rostros, delicados y sonrientes, maquillados, se estaban transformando en expresiones demoníacas. Desde el fondo de la estancia, el Emperador se alzó en su trono, y gritó unas maldiciones, que el eco de la sala repitió infinidad de veces.

Lan cerró los ojos. El Emperador le maldecía y le condenaba…

Los miles de cortesanos se acercaban más y más a él. Las delicadas manos que momentos antes habían estado ocupadas manejando cubiertos, eran ahora garras negras y afiladas, que se extendían para atraparle.

El joven gritó con todas sus fuerzas, queriendo hacerse oír por encima de aquel oleaje de soeces palabras…

Entonces despertó.

Se sentó sobre la cama y jadeó. Nunca había tenido una pesadilla como aquélla. Ni cuando era un esclavo en la peor de sus épocas, cuando tenía que trabajar duro todo el día, y apenas contaba con unas horas para el descanso.

Salió de su camarote, después de vestirse. Tal vez las pesadillas le dominaban, ahora más que antes. Apenas tenía ocasión de hacer ejercicios físicos, y se acostaba sin estar agotado, como le ocurría antes. Un esclavo no tenía tiempo ni para soñar.

Caminó por los desiertos pasillos de la nave. Ascendió al siguiente nivel, y se dirigió al puente de mando. Allí estaba Lorena, sentada junto a su padre, y rodeados los dos de varios navegantes, que se afanaban en trabajar con las máquinas que aún eran un enigma para Lan.

Lorena le vio entrar, y le dirigió una sonrisa amistosa.

—No esperaba encontrarte aquí —le dijo Lan.

—Estamos cruzando las fronteras de la Sede Imperial —le explicó ella, pasando a su padre unas carpetas.

Lan arrugó el ceño, sin comprender.

—Creí que nos dirigíamos a la Tierra —dijo.

—Y así es. Pero la vigilancia de la Sede cubre todo el espacio que circunda la Tierra. Es más fácil cruzar todos los mundos hostiles al Imperio que franquear esta zona.

—Ya nos identificamos, al pasar la órbita de Plutón —graznó el capitán Lagnon, encendiendo un cigarro—; Lo volvimos a hacer cuando estuvimos cerca de Saturno, y ahora tenemos que pasar la peor barrera. Sólo estamos a unos veinte millones de kilómetros de la Sede, por lo que comprenderás que nos interrogarán e inspeccionarán una docena de veces, antes de que nos acerquemos a la Tierra, cuando dejemos atrás las proximidades de la Sede.

—Sin embargo, no es normal que los aduaneros actúen en esta zona —dijo Lorena, frunciendo el ceño—. Sólo deberían hacerlo a partir de diez o doce horas de vuelo. Nunca nos ocurrió antes.

Lagnon se encogió de hombros.

—Serán nuevas normas, implantadas recientemente.

Un ayudante se volvió e hizo una señal al capitán, diciendo:

—Nos piden canal de comunicación, señor.

—¿Quien es?

—Se identifican como el aduanero LM-37X.

—Pásame la comunicación.

El capitán Lagnon tenía delante una pequeña pantalla, que se iluminó, apareciendo a continuación el busto de un aduanero ceñudo, y que parecía querer ver, por encima del hombro de Lagnon, la carga que llevaba el Oriente.

—Saludos, comandante —Lagnon intentó mostrarse amable, e incluso hizo el intento de una sonrisa—. Soy el capitán Lagnon, propietario de esta nave, el carguero Oriente. Procedemos de Ergol, y transportamos una carga de alimentos. Nos dirigimos a la Tierra, en donde tengo mi base operacional. Todo está en regla. —Tomó la carpeta que antes le diera Lorena, y empezó a sacar papeles de ella—. Le puedo ir colocando delante del visor los certificados de importación, salubridad de la mercancía…

El aduanero alzó una mano para contenerle, diciendo:

—Deseo ver esos papeles personalmente, capitán Lagnon.

—¿Quiere decir que pretende realizar una inspección en mi nave? —inquirió Lagnon, casi saltando de su sillón.

—Exactamente. Proceda a decelerar y quedar al pairo, en quince minutos —asintió el aduanero.

Lagnon cerró los ojos, y empezó a contar hasta diez. Lo que pretendía el aduanero le iba a costar mucho dinero. Suponía quemar combustible para frenar, perder unas horas, y luego volver a poner en funcionamiento los aceleradores, con el consiguiente consumo extra de energía.

—Pero, señor… Todo está en regla. Ya he sufrido una inspección doble en el área de Plutón. Allí ya me conocen, y saben que cada seis meses traigo comida natural de Ergol. Todos mis papeles están sellados por los representantes del virrey de Daily.

—Sé dónde está Ergol, capitán. Le repito que debe comenzar a ejecutar las maniobras para que mi nave pueda situarse al lado de la suya. Estamos perdiendo el tiempo. Hágalo ya.

Las palabras del aduanero eran secas, y Lagnon sintió sobre su hombro la mano de Lorena. En silencio le pedía que no perdiese la calma. Hacérsela perder al aduanero sólo podía significar una inspección más severa, y aumentar el tiempo que iban a perder.

—Se hará como pide, señor —dijo Lagnon—. Le prepararemos la entrada de babor. Permítame que le diga que, en veinte años, nunca me han obligado a detenerme al cruzar el espacio próximo a la Sede…

—Ya basta, capitán. Podré oír sus quejas frente a frente, dentro de unos minutos —le cortó el aduanero secamente.

La imagen se esfumó de la pantalla. El capitán soltó unas maldiciones, y aseguró que aquel tipo había sido traído al mundo prematuramente, a los cinco meses por una humanoide de Astragadom, y luego incubado en una fábrica de cerdos del propio Ergol.

—Y lo amamantó una puerca —concluyó, rojo de ira—. Seguramente, debo llevar a su madre de leche en una de esas latas de carne.

Lorena se sonrió, a pesar de todo. Ayudó a su padre a prepararlo todo para detener la nave. Lan presintió que su presencia allí era una molestia. Se despidió de Lorena, con un ademán, y salió del puente.

Al alejarse por un pasillo, vio que Volkar salía de un ascensor y penetraba en el puente. Parecía haberse despertado a causa del aumento del ruido de los motores al iniciar el proceso de deceleración. Apenas se había alisado el pelo con las manos, y puesto un pantalón. Llevaba el torso desnudo, y los ojos aún soñolientos.

Lan se encogió de hombros, y se alejó de allí. No pudo escuchar la aparatosa entrada de Volkar en el puente, inquiriendo a voces por qué la nave se estaba deteniendo.

El capitán Lagnon se revolvió contra él, contento de poder desahogar su furia con alguien.

—Un cochino aduanero me lo ha ordenado —gritó—. ¿Por qué no he recordado que usted tiene mucha influencia? Debí enfrentarle a él, pero lo olvidé. Incluso olvidé que estaba a bordo. Espero que llevarle como pasajero no infrinja alguna ley. Usted cargará con toda la responsabilidad.

Volkar aspiró hondo y dijo:

—Se dieron órdenes estrictas a los aduaneros de molestar esta nave lo menos posible, capitán. ¿Acaso le detuvieron mucho tiempo en los anteriores controles?

Lagnon tragó saliva, y replicó:

—No… Es cierto. Todo fue demasiado sencillo.

Volkar aspiró hondo.

—Le aconsejo que desobedezca el mandato recibido por la supuesta nave aduanera, capitán.

—¿Es que supone que no es una verdadera nave aduanera?

—Sospecho lo que pueda ser; pero estoy seguro de que no es tal.

Un navegante se incorporó y dijo:

—Es imposible detener el proceso, señores. Para volver a ponernos en marcha, tenemos primero que dejar que nuestra nave complete su proceso de detención… Y para entonces, ya estaremos a merced de los anclajes del navío aduanero.

—¡No es un navío vigilante de las fronteras! —estalló Volkar, golpeando una mesa—. Entonces, debe usted ponerse en contacto con la Comandancia de la Sede Imperial, y solicitar ayuda, decir que estamos siendo detenidos, bajo engaño, por una nave que se dice ser oficial.

El capitán Lagnon se volvió hacia el encargado de las comunicaciones, y asintió con la cabeza. Habla escuchado a Volkar, y sabía lo que tenía que hacer. Sólo estaba esperando la confirmación de su superior.

—Confiemos que no se equivoque, conde Volkar. Y si está errado en sus suposiciones, también confío en que su poderoso hermano me saque del conflicto en que puedo meterme.

Volkar respondió con un gruñido. Pidió a un ayudante que fuese a su camarote por el resto de la ropa que allí había dejado, en su apresurada salida. Parecía sentirse incómodo, ante su media desnudez.

Apenas el hombre había regresado con la túnica escarlata cuando el encargado de las comunicaciones hizo girar su sillón y, mirando desalentado al capitán, explicó:

—Es imposible, señor. Ya está demasiado cerca la nave aduanera, y debe estar bloqueando nuestras llamadas.

—Lo suponía, lo temía —musitó Volkar—. Saben que yo estoy a bordo, y debieron pensar que su actitud podía resultar sospechosa para mí, tan pronto me enterase de sus intenciones.

—Pero ¿qué pretenden esos hombres? ¿Son piratas?

—No hay piratas en las cercanías de la Sede, capitán.

—¿Cómo los llamaría, entonces? No me gustan los enigmas. Y desde que dejamos Dail, estoy notando demasiados en mi nave.

Volkar palideció un poco. Sus ojos se habían empequeñecido hasta convertirse en pequeñas lucecitas que parecían brillar intensamente dentro de las cuencas. Silabeante, dijo:

—Distribuya armas entre sus hombres, dispóngalo todo para defenderse, capitán. Ellos no tendrán piedad de nadie. No dejarán a ninguno para contarlo.

Lagnon miró incrédulo y temeroso a Volkar. No supo qué replicar.

* * *

Lan estaba nervioso. Anduvo por los corredores, y descendió hasta el nivel del observatorio. Allí parecía tener más fija la imagen de Lorena. Era el lugar de la nave preferido de la muchacha. Lentamente, se sentó en el sillón que ella usaba. Sus dedos acariciaron los botones de las persianas, sonrió y terminó oprimiéndolos. Ya era capaz de soportar la visión del espacio desfigurado, cuando la nave viajaba por el subespacio. Ahora navegaban a velocidad normal, desde antes de entrar en el Sistema Solar. De todas formas, le gustaba mucho más contemplar las estrellas fijas y brillantes.

Al correrse las persianas, no pudo evitar un ligero sobresalto. En seguida se dio cuenta de que la nave estaba detenida.

Recordó que el Oriente había sido obligado a decelerar, por orden del navío aduanero. Se preguntó cuánto tiempo iban a permanecer al pairo. Oprimió los mandos para hacer girar el observatorio. Si la otra nave estaba por aquel lado, debería verla.

Allí estaba. Era casi tan grande como el carguero, pintado su fuselaje de escarlata y negro, con unos grandes números dibujados cerca de la aguda proa. Podía ver perfectamente cómo terminaba de acercarse al Oriente, asiéndose a él por medio de unas abrazaderas.

Aguzó la vista y vio salir pequeñas figuras del aduanero, embutidas en los trajes espaciales.

Lan cerró las persianas. Sabía dónde estaba la esclusa por la cual los aduaneros debían entrar. No teñir, nada que hacer, y consideró que podía distraerse aquella aburrida noche, observando a los recién llegados.

* * *

—Lo que me pide es una completa locura —dijo Lagnon—; nunca lo haré. Para hacer tal cosa, deberá darme más explicaciones. No puedo creer que esos hombres, si no son verdaderos aduaneros, arriesguen tanto por un cargamento de alimentos, por mucho que para mí valga.

—Mi padre tiene razón, conde Volkar —intervino Lorena—. Oponerse con las armas a los representantes del Imperio, significa una rápida condena a muerte.

—Morirán todos, si no me hacen caso —replicó Volkar.

—¿Quiere decir que usted no morirá? —preguntó, irónico, Lagnon.

—Puede ocurrirme algo peor que la muerte, pero a mí, por el momento, nada me pasará. Ni tampoco a Lan Dioh.

—¿Por qué?

—Esos hombres saben que Lan viaja en esta nave. Vienen por él. Y no me pregunten nada más. Estamos perdiendo un tiempo lastimoso. Aún podemos hacer algo.

—No sé qué, amigo —masculló Lagnon—. Ellos están armados, y no podemos impedir que entren a bordo. La esclusa es abierta desde el exterior. No podemos cerrarla.

—Distribuya las armas. Yo le diré lo que tienen que hacer. Ellos han calculado que estamos en el período de noche, y han pensado que yo debo estar durmiendo. Se llevarán una desagradable sorpresa.

Volkar terminó sus palabras con una sonrisa, y Lorena le miró, conteniendo sus deseos de formularle algunas preguntas.