CAPITULO II

Lorena estaba llena de curiosidad por conocer todo lo referente a Lan Dioh, pero tuvo que armarse de paciencia por unos días. Primero, franquearon la última aduana del virreinato de Dail, en donde los trámites fueron increíblemente sencillos y rápidos. Luego se enterarían, ella y el capitán Lagnon, que una discreta intervención de Volkar fue decisiva.

Ya en pleno espacio, navegando a velocidad supra lumínica, Volkar se decidió a contar algo respectó a Lan.

El joven esclavo, ya liberado, permanecía, desde la salida de Ergol, recluido en un camarote, por indicación del médico de a bordo, quien encontró a Lan muy débil. Le curó las heridas y golpes y puso en su lugar adecuado un par de costillas rotas, asegurando que después de unos días de descanso, y sobre todo gracias a su técnica, estaría mejor que nunca.

Volkar almorzaba todos los días en compañía del capitán y Lorena. En cambio, las cenas solía hacerlas en su camarote, a solas. En uno de estos almuerzos, dos días después de cruzar la definitiva frontera de Dail, Volkar empezó a hablar de Lan, a instancias de Lorena.

—Pienso que se trata de una historia demasiado romántica y clásica para nuestros tiempos —tomaba a pequeños sorbos un café denso y fuerte—. Pero ha tenido un final feliz, y eso es lo que cuenta. Aunque debería decir que el epílogo, parcial por supuesto, aún está por vivirse.

Lorena había llegado a la conclusión de que Volkar era un personaje importante, con muchas influencias en Dail. Todo el mundo parecía moverse ante sus órdenes, como si le perteneciera. Sólo sabía, por boca de Volka, que disfrutaba de ciudadanía de la Sede Imperial, lo que ya era algo muy trascendental* en aquellos tiempos en que aún todo lo referente al emperador producía un respeto inusitado.

Los ademanes de Volkar eran distinguidos, mesurados, como si cada movimiento estuviera debidamente estudiado. Su lenguaje era refinado, producto de una alta cuna, ennoblecida por el transcurso de varios siglos de puro linaje. La muchacha estaba dispuesta a apostar que incluso debía poseer algún título, refrendado por el emperador actual o alguno de sus antecesores.

—Hace unos veinte años, mi primo Denfol fue cesado en su cargo de Visitador Imperial del sector Thule. No fue de ninguna manera una destitución, sino que el primer ministro lo reclamó para misiones más importantes. Denfol preparó el regreso a la Sede. Necesitó dos navíos para trasladar sus pertenencias. En el primero embarcó a su esposa y su pequeño hijo, que apenas contaba con cinco años. Él tenía que demorarse aún algunos días, ocupado en transferir sus poderes a su sucesor.

»La nave en que viajaba la familia de mi primo tuvo algunas averías, que aconsejaron a su comandante a salir del hiperespacio y navegar varios días hasta llegar a un pequeño planeta, en vías de colonización. Allí solicitó ayuda para reparar los defectos, aprovechando la detención para desembarcar unos tripulantes que enfermaron. El gobernador del planeta se ofreció a cederle algunos de sus hombres para sustituir las bajas, a lo que el comandante accedió.

»Según las investigaciones efectuadas años después, el gobernador ignoraba quiénes eran sus huéspedes. Creo que, de haberlo sabido, hubiera procedido de distinta forma. Sólo vio que a bordo de aquella nave había una verdadera fortuna en joyas, muebles y tapices. El muy bribón era cómplice de una nave pirata que operaba por los espacios cercanos, y los hombres que introdujo en la nave, ya reparada, eran cómplices suyos, con órdenes precisas de actuar.

»Como el incidente sólo representó cuatro días de retraso, y el comandante estaba seguro de poder recuperarlos, para no alarmar a Denfol tuvo el desdichado pensamiento de no comunicar nada y ordenó la partida, después de agradecer las atenciones recibidas.

»La nave se alejó de la jurisdicción del gobernador y entró en el hiperespacio, pero para volver a surgir al vacío normal apenas unos minutos después. El comandante pensó en una nueva avería, pero se convenció de lo contrario cuando los motores se detuvieron totalmente, y descubrieron muy cerca de ellos la presencia de un enorme y viejo navío desconocido, pero armado de lanzadores, que dispararon y destruyeron en unos segundos los postes exteriores de comunicación.

»Como es fácil deducir, la maniobra fue efectuada por los tripulantes cedidos por el gobernador, que así facilitaban el asalto de los piratas. El comandante quiso organizar la defensa, pero él y los tripulantes fueron eliminados. La esposa de Denfol sufrió toda clase de vejaciones, durante las primeras semanas de cautiverio, muriendo después de forma que aún no he podido averiguar. El pequeño se salvó porque el capitán pirata decidió venderlo como esclavo.

—¿Quiere usted decir que se trata de Lan Dioh? —Lorena ya se lo estaba imaginando desde la mitad del relato, pero precisaba una confirmación por parte de Volkar.

—Así es. El pequeño Lan fue vendido a un mercader de esclavos, que operaba en Dail. Creo que el primer amo de Lan lo trató con cierta consideración. Era un viejo comerciante de la capital, e incluso le cobró afecto. Pero sus herederos, al morir el comerciante, se deshicieron de muchos esclavos, entre ellos Lan, quien fue a parar a Ergol, como propiedad de Omortun, hasta que le compré para liberarle.

El capitán Lagnon había encendido un cigarro después de terminar el café, y preguntó a Volkar:

—¿Cómo han tardado tantos años en localizarle?

Volkar entornó los ojos. Parecía costarle trabajo hablar de aquello.

—Cuando mi primo tuvo la, certeza de que la nave en donde viajaban su esposa e hijo había sufrido un accidente, creyó volverse loco. Durante años, realizó las más minuciosas investigaciones. Nunca pudo pensar que tuvieron que efectuar un aterrizaje forzoso en un planeta gobernado por un malhechor, un cómplice de piratas. El viaje desde Thule hasta la Sede Imperial requiere de un mes por el hiperespacio. Era como buscar una aguja en un pajar.

—Es sorprendente que usted lo haya encontrado, al cabo de tanto tiempo —dijo Lorena.

—Como los grandes hallazgos, fue debido a un hecho fortuito el que nos enterásemos de que la nave permaneció unos días en aquel planeta en fase colonizadora. Llegó a mis manos una joya, que yo sabía que perteneció a la esposa de mi primo. Alguien la compró para mí. Se la mostré a Denfol, y él la reconoció. No podía haber otra igual. Las investigaciones nos llevaron a indagar en la vida del antiguo gobernador, que, después de aquel suceso, fue condenado por complicidad en piratería. Aunque fue ejecutado, pude hacerme con los datos del proceso. Como el maldito confesó todas sus culpas, reconoció haber percibido una buena suma de sus cómplices, por la captura de la nave de mi primo. En los detalles se especificaba la cantidad cobrada por la venta del niño.

»Después de asegurarme de que se trataba de Lan, me trasladé a Dail, y rogué primero a los mercaderes de esclavos que me facilitasen información. Luego usé la violencia y mis poderes para que me ayudasen. Lo hicieron cuando comprobaron que yo contaba con el apoyo del virrey.

»Esos mercaderes no suelen guardar registros de sus operaciones, generalmente, por lo que necesité de mucha paciencia para llegar a la conclusión de que Lan fue llevado a Ergol. Cuando al final supe que pertenecía a Omortun, y me presenté en su propiedad, me dijeron que el día antes el esclavo en cuestión se había fugado y la policía lo buscaba. Yo propuse a Omortun su compra, quien, sin llegar a comprender, accedió gustoso.

Al día siguiente, mientras mis hombres le buscaban, además de la policía, tuve la suerte de llegar a tiempo para evitar su muerte a manos de aquel enfurecido sargento, Creo que esto es todo.

Volkar miró a Lorena, quien tenía el ceño fruncido. Había algo en la historia de aquel hombre que no le convencía del todo.

Volkar le sonrió amablemente.

—Leo en sus ojos, señorita, que aún no está satisfecha plenamente su curiosidad.

Lorena, pillada como niña en medio de una travesura, se sonrojó y dijo, disculpándose:

—Perdóneme. Es que…

—Pregunte sin miedo. Deseo demostrarles mi agradecimiento, por permitir que regrese en su compañía al hogar. El padre de Lan ya sabe el resultado de mi misión, y está aguardándole con impaciencia. Si está en mis manos, puedo darle toda clase de satisfacciones.

—No está obligado a nada con nosotros, señor —rezongó Lagnon, un poco enfadado con su hija.

—Estoy seguro de que conozco las preguntas que bullen dentro de esa preciosa cabecita. La primera que se formula usted, señorita Lagnon, es por qué corrí el riesgo de que mataran a Lan, no advirtiendo a la policía, que le buscaba en aquellos momentos, que le quería vivo. ¿No es así?

Lorena sonrió.

—Esa es mi pregunta segunda, lo confieso.

—Pensé que era la principal. ¿Cuál es para usted la más importante?

—Intuyo que el padre de Lan es muy poderoso en la Corte Imperial. Usted también parece disponer de muchas influencias, señor Volkar. Por lo tanto, ¿cómo es que han tenido que elegir un incómodo carguero para regresar a la Sede?

Por un breve instante, Volkar pareció acusar lo directo de la pregunta de Lorena. Los labios del hombre se convirtieron en una estrecha línea y el capitán Lagnon, intuyendo el embarazo de su pasajero, comenzó a sentirse molesto ante la insistente curiosidad de su hija.

—Existen poderosas razones para ocultar un tanto mis motivaciones, señorita… que son también las de mi primo, el Gran Duque Ich Denfol, guardián del Sello Privado de Su Alteza Imperial.

Lorena se mordió los labios. Conocía por las noticias del video, la personalidad todopoderosa del guardián del Sello Privado, de quien los rumores decían que era el verdadero director de la política galáctica actual. Cuando Volkar llamó Denfol a su primo, no pudo pensar que se trataba del Gran Duque Ich Denfol, quien, en pocos años, había escalado una envidiable posición en la Corte, pasando de simple consejero de tercera línea del Emperador a convertirse en su valido de más confianza. Las decisiones del Gran Duque tenían tanto valor como las del Emperador. Y a veces, se cuchicheaba por la Corte, era Ich Denfol quien le imponía sus decisiones.

Pensó en Lan Dioh. ¿Quién podía suponer aquella mañana en el mercado que el sucio esclavo que luchaba con los soldados y al final era apaleado por éstos era el hijo del Gran Duque, también llamado popularmente como el Duque Rojo, por su predilección por las ropas rojas de vestir? Al recordar aquel detalle, se percató de que Volkar también solía ir vestido con túnicas rojas. ¿Acaso se trataba de un distintivo de la familia?

—Lo siento, señor —se disculpó Lorena—. Ignoro cuáles puedan ser, pero tengo que admitir que sus problemas no deben interesarme.

—No se sienta incómoda, señorita, pero es fácil que llegue a la conclusión lógica. Por el momento, no es conveniente que se sepa que ha vuelto el hijo perdido de Ich Denfol, y que ha sido esclavo durante veinte años. La… digamos especial Corte Imperial no admitiría de buen grado su presencia. El padre de Lan tiene muchos enemigos, que aprovecharían la ocasión para desprestigiarle ante el Emperador.

Lorena se movió en su silla. Sólo la mirada tensa de su padre le impedía formular nuevas preguntas, que pugnaban por salir de su garganta.

—Por el momento, Ich y yo hemos decidido mantener en secreto la vuelta de Lan. Decidiremos el momento oportuno para dar la noticia, cuando encontremos una forma de demostrar que nunca fue esclavo. La esclavitud es un estigma que en la Sede nunca puede ser borrado. Pero para convencer a todo el mundo de que Lan nunca tuvo amo, necesitamos tiempo para preparar una nueva historia.

—Comprendo —asintió Lorena—. Pero ¿por qué nos cuenta usted a nosotros todo esto?

—Es cierto, señor conde —apoyó el capitán—. No tenía ninguna obligación.

—¿Conde? —sonrió Volkar—. Veo que, al fin, me ha identificado.

—Sí. He recordado que el Gran Duque tiene un secretario que es pariente. Usted debe ser el conde Volkar. Señor de Casiopea.

—Sólo es un título honorífico. Cuando el Emperador Dioroto IV se lo otorgó a mi bisabuelo, aún se ignoraba qué riquezas podría representar el nuevo condado, compuesto por ocho planetas y seis soles… totalmente inhabitables éstos primeros. Fue un legado estúpido, que sólo me sirve actualmente para el membrete de mis cartas y que los chambelanes griten un pomposo nombre cuando irrumpo en los salones, llenos de hipócritas cortesanos.

Al decir las últimas palabras, el rostro de Volkar adquirió un vivido gesto de resentimiento. Padre e hija intercambiaron miradas significativas, y simularon no darse por enterados.

* * *

Lorena se encontraba en el pequeño observatorio. Al otro lado del cristal, las estrellas, convertidas en manchas multicolores, danzaban frenéticamente, sirviendo de alucinante decorado a la marcha supra lumínica del carguero por el hiperespacio.

No todas las personas podían soportar aquel frenético acontecer de colores cambiantes. Lorena viajaba por el espacio desde que era una adolescente, y la primera vez que se asomó al observatorio, soportó sin marearse aquel espectáculo, sobre las rodillas de su padre, casi diez minutos. Luego de darle unas píldoras, el capitán le dijo, muy orgulloso, que muy pocas personas podían resistir, la primera vez, tantos minutos la dantesca visión.

A Lorena le gustaba pasar las horas de asueto en aquel lugar, al que nunca iba nadie. Algunas veces solía llevarse algún libro, cerraba la ventana y, a la luz que se filtraba por la rendija que dejaba sin correr, leía según la atávica costumbre de ir pasando las páginas de papel una a una, leyendo espaciadamente las líneas de escrituras.

Sobre su regazo tenía una vieja novela, editada por excéntricos lectores, treinta años antes. El ejemplar lo había comprado en Cuarta Pegaso. Le costó caro, pero era un volumen más, que incrementaría su nutrida biblioteca de libros, según la vieja usanza. También disponía de registros en cilindros, pero sólo eran textos de estudio. Siempre repudió las obras maestras introducidas en aquellos tubos de plata, deseando saborearlas lentamente, leyendo una y otra vez los párrafos más sensibles y emocionantes.

Escuchó la puerta situada a su espalda cerrarse, y el libro cayó al suelo. Se incorporó de la silla para recogerlo antes de averiguar quién la interrumpía, cuando unas manos alzaron el libro y se lo entregaron con una sonrisa dibujada en los labios.

—¿La he asustado, señorita Lagnon? —preguntó Lan Dioh.

—Oh, no. Es que nunca nadie entra aquí.

—¿Por eso se refugia en esta sala, para estar a solas?

Lan dirigió la mirada hacia la ventana y cerró los ojos.

Lorena se apresuró a cerrar la abertura.

—Ya puede abrir los ojos —dijo.

—Lo siento. Me he sentido mal, ante esa locura. Debo parecerle un pobre ignorante —se disculpó Lan tristemente.

—No se sienta mal. Se necesita cierto aprendizaje para soportar el espectáculo. Yo apenas soporté la primera vez unos, segundos —mintió para no humillarle Lorena.

—¿Una novela? ¿O acaso estudiaba?

—Es un viejo relato. Fue escrito cien años después de que el hombre comenzara a viajar por los planetas, mucho antes de que pensara llegar a las estrellas.

—Debe ser un viejo libro. Sin embargo se ve muy nuevo.

—Se trata de una edición reciente. Aún quedan personas que gastan su dinero para imprimir limitadas ediciones. Son coleccionistas, que no desean que el viejo arte de leer se pierda. La mayoría se limita a dejar su mente en blanco, y que los cilindros le inyecten bárbaramente lo que desean saber.

—Yo no sé leer. ¿Se necesita mucho tiempo para aprender?

—Creo que ha querido decir que no sabe leer en lengua terrestre, pero al menos recordará hacerlo en alguna lengua determinada.

—No, no sé leer en absoluto —el gesto de Lan se ensombreció—. ¿Tan pronto ha olvidado que soy un ex esclavo? Usted me vio con mi collar al cuello, en el mercado de Ergol. Además, tengo entendido que el conde Volkar ya les ha contado algo respecto a mí.

—Me asombra. No podía suponer que mi presencia pudiera llamar su atención en el mercado. Su situación no era, precisamente, para detenerse a mirar a la gente.

—Sin embargo, la miré. Y me pareció, entonces, tan bonita como ahora.

—No se porta como…

Lorena calló. Sabía que si concluía la frase terminaría ofendiendo a Lan. El joven vivía momentos difíciles. Aún necesitaba tiempo para acostumbrarse a su nueva existencia.

—No me ofende que me recuerde mi vieja condición, señorita Lorena. ¿No iba a decir que, a veces, me comporto con un poco de lo que el mundo civilizado llama educación?

—Sí. Y siento ser así. Soy maleducadamente sincera.

—Me agrada usted. Cuando aún creía que era un esclavo, me defendió. Entonces estaba demasiado agotado para darle las gracias.

—¿Cómo se halla ahora?

—Estoy mejor. Físicamente, me noto mejor que nunca. Siempre tuve una buena constitución física. Muchos antiguos compañeros míos no podían soportar la esclavitud, los trabajos, el castigo y toda la suciedad que nos rodeaba, y morían enfermos, desnutridos. El amo sólo se preocupaba de curarlos cuando sabía que aún podían rendirles en el trabajo.

—Debió ser terrible; pero usted no querrá hablar de ello.

Lan se encogió de hombros.

—Me es igual. Volkar dice que debo olvidarlo todo. Me ayuda con drogas y terapia psicológica a que mi pasado se borre cuanto antes de mi mente, pero será difícil que deje de recordar tantos años de horror.

—Supongo que estará deseando ver a su padre.

—Sólo siento curiosidad.

—¿Aún recuerda a su madre?

—En absoluto. Y Volkar asegura que ella murió cuando yo ya tenía cinco años. Me irrita pensar que la conocía, y no sé, ahora, cómo era su rostro.

—¿Cuáles son sus recuerdos más lejanos?

—Crecí esclavo, viví entre esclavos y siempre trabajé para mis amos. No tengo la menor idea de cuando era libre. Aquella etapa se ha esfumado de mi mente. Y lo siento.

—Lo comprendo…

—No, usted no puede comprenderlo. Volkar dice muchas cosas de mí. Parece querer construirme una nueva infancia, en la que nunca fui esclavo. Si al menos tuviese algún recuerdo mental de mis años infantiles, del asalto de los piratas y todo lo demás. ¿Cómo he podido olvidar todo aquello, aunque fuese demasiado joven?

—Debió sufrir un shock.

—Eso dice Volkar, como excusa. Pero yo preciso tener pruebas de que cuanto dice el conde, mi tío, es cierto. A mí no me basta esta evidencia.

—¿Evidencia?

Lan alzó su mano derecha, mostrando a Lorena la pulsera metálica.

—Volkar dice que yo ya tenía esta pulsera, cuando me secuestraron.

Lorena la tomó entre sus manos y la estudió. Estaba totalmente ajustada a la muñeca del joven. Alzó la mirada, sorprendida.

—Es imposible que sea la misma que tenía entonces.

—Siempre la llevé —dijo lentamente—. Creció conmigo.