Lorena entregó al capitán Lagnon la documentación, diciendo, en medio de una sonrisa:
—Todo está dispuesto para la partida.
El capitán echó una mirada superficial a los papeles, de forma rutinaria. Sabía que podía confiar en la competencia de Lorena. Se colocó la carpeta bajo el brazo y dijo:
—Partiremos dentro de un par de horas, tan pronto como reciba el permiso del comandante del astropuerto. Me prometió que estamparía su firma en seguida.
—¿Dónde está ahora?
Lagnon hizo un guiño.
—Revisando el embarque.
La muchacha rió.
—Querrás decir contando las monedas. ¿Cuánto has tenido que pagarle?
—Lo suficiente para ahorrarnos un buen montón de dinero en la aduana imperial. Allí no dudarán de los certificados que el comandante extienda.
—Este planeta está plagado de bribones y sinvergüenzas.
El capitán se encogió de hombros.
—Forma parte de su sistema económico. No olvides que es puerto franco… en cierta manera. ¿Subirás en seguida a la nave?
—No. Iré a echar un vistazo al mercado. Tengo intención de comprar algún recuerdo para mamá.
—Por suerte, siempre te acuerdas de ella.
—Ya que no lo haces tú…
El capitán sacó de su bolsillo unas monedas y las puso en las manos de Lorena.
—Toma. ¿Es suficiente? Procura regatear, no pagues nunca el primer preció. Empezarán pidiéndote el triple de su verdadero valor.
—Ya conozco bastante a estas gentes.
—Ten cuidado —el gesto del capitán se hizo seco—. ¿Y tu pistola?
Lorena sonrió, y sacó de un armario una de pequeño calibre, que se sujetó al cinturón. De la funda pendía el emblema que le permitía circular con ella, y así demostrar que era extranjera y libre.
La muchacha se despidió de su padre, besándole en la mejilla, y salió del camarote. Por el pasillo, se cruzó con el comandante de servicio del astropuerto. Era un tipo obeso, grasiento, que la saludó respetuosamente, pero Lorena adivinó en su mirada algo turbio, equívoco. Al alejarse del individuo, hizo un gesto de asco, y bajó por las escalerillas hasta el nivel más bajo de la nave, en donde se introdujo en el ascensor para alcanzar la superficie.
Cruzó ante los gruesos tubos que insuflaban combustible al carguero. Los capataces hostigaban a los esclavos para que aligeraran en el trabajo. Algunos tripulantes del Oriente vigilaban los últimos servicios de avituallamiento, impacientes por terminar y alejarse de allí. Lorena respondió a sus saludos, y se alejó del muelle, por la cinta transportadora.
Se volvió para mirar la gigantesca mole del carguero, propiedad de su padre. Solían visitar dos veces al año aquel planeta, llamado Ergol y perteneciente al virreinato de Dail, uno de los más corrompidos del Imperio. Ergol era un mundo agrícola, con una producción enorme y muy barata, debida al sistema de esclavitud que disponía. Se decía que los esclavos duplicaban en número a los habitantes libres, al menos estadísticamente, pero afirmábase que la realidad era muy otra, ya que existían casi cuatro esclavos por cada hombre libre. La diferencia entre los datos oficiales y reales se debía a que los terratenientes importaban esclavos que no declaraban para evadir impuestos al virrey de Dial. Generalmente, los traían de planetas distantes de Dial, encargándose de tal menester naves esclavistas que, la mayoría de las veces, eran unidades de la Armada Imperial.
Lorena había estado en Ergol tres veces anteriormente, y cada vez le gustaba menos. La esclavitud se prodigaba en muchos mundos del Imperio, pero en ningún otro planeta existían tantos esclavos como en Ergol.
Terminó su viaje en la cinta, y descendió, en medio de la gran plaza del mercado, hirviente en bullicio. Allí, alguien con dinero podía comprar lo que desease, desde una nave estelar hasta un objeto decorativo trabajado en plata y oro, pasando por un esclavo, varón o hembra, según lo prefiriese, para hacerle trabajar hasta reventar o servirle de distracción.
Lorena sabía que su madre, la cual se encargaba de los negocios de la compañía familiar en la Tierra, sentía una marcada predilección por las joyas elaboradas a mano. En Ergol se disfrutaba de una bien ganada fama en ellas, ya que sus orfebres utilizaban una depurada técnica, prácticamente olvidada.
Cuando llegó a la sección del mercado donde se levantaban los tenderetes de los artesanos, Lorena se dirigió adonde estaban los joyeros.
La multitud era abigarrada. Había seres de muchos mundos, humanos, humanoides y monstruos, de cuyo aspecto, ante estos últimos, alguien no acostumbrado a su presencia tenía que volver la mirada. Pero Lorena había visto cientos de clases de vida, y sabía que, bajo un aspecto repugnante, podía haber una inteligencia superior a la suya.
Los esclavos, con sus collares de acero, trabajaban o seguían a sus amos, cuidando que éstos no fueran robados por los ladrones sindicados de la ciudad. Era curioso que el noventa por ciento de los esclavos de Ergol fueran humanos. Tal vez se debiese a que la población libre del planeta así era. Los no humanos eran en su mayoría visitantes, mercaderes o residentes en la ciudad, que cuidaban de las sucursales de importación.
Ergol alimentaba, con sus productos agrícolas y ganaderos, varias docenas de planetas del Imperio y, sobre todo, a la Tierra, y la Sede Imperial. Por el contrario, tenía que importar toda clase de género manufacturado de alta tecnología. Pese a todo, Ergol obtenía dinero suficiente para comprar lo que precisase. Sólo la élite tenía necesidad de lujos, mientras que la gran población esclava tenía suficiente con alimentarse de lo que producía el planeta.
Los beneficios eran altos, a pesar de lo barato de los productos de exportación.
El capitán Lagnon, padre de Lorena, comerciaba con muchos mundos, pero periódicamente visitaba Ergol para llenar su nave de alimentos. Desde aquel planeta hasta la Tierra tenía que llenar de dinero las manos de muchos vistas de aduanas, si quería no perder demasiado tiempo en el papeleo. Pero al final aún le quedaría una buena suma de dinero, que podía emplear en sus inversiones preferidas. El capitán Lagnon poseía una línea regular de pasajeros desde la Tierra hasta la Sede Imperial, que era su orgullo, la cual aún no le era muy rentable, pero siempre decía que algún día le proporcionaría mucho dinero.
Además, viajar hasta Ergol tenía sus riesgos. El viaje era muy largo y costoso, estando forzado a cruzar rutas inseguras, a causa de los corsarios y piratas. Lagnon deseaba poder ganarse su sustento al amparo de las aún seguras fronteras cercanas a la Sede Imperial.
Lorena se detuvo en un tenderete, y encontró un brazalete que hacía juego con un collar de plata y oro, con adornos de brillantes sintéticos. Los brillantes no valían mucho, pero eran preciosos. Después de un largo regateo, el orfebre le rebajó un diez por ciento, y juraba mil veces que perdía dinero. Lorena se rió y le pagó. Sabía que era una buena compra. En la Tierra aquel juego valía cinco veces más. Se alejaba, abriéndose camino y se detuvo cuando una comitiva que pasó cerca de ella atrajo su atención.
Tres soldados armados tiraban, de un joven esclavo, por medio de una cuerda que habían pasado por el collar de acero. El esclavo tenía los brazos atados al cuerpo, y sus manos libres estaban crispadas por la rabia. En su casi desnudo cuerpo existían evidentes señales de golpes, y un poco de sangre reseca cubría parte de su frente.
La multitud se alejaba del camino de la comitiva, huyendo de los rifles con largas bayonetas que los soldados usaban para abrirse paso.
Lorena miró fijamente al esclavo y, por un instante, creyó que éste le devolvía la mirada. Era rubio y alto, apuesto. De su persona emanaba un marcado orgullo, que la muchacha nunca había descubierto en un esclavo.
Un altivo comerciante, parado al lado de Lorena, comentó en voz alta:
—Es el esclavo de Omortun. Hace dos días que su amo denunció su huida. Creo que el desgraciado quería largarse incluso de Ergol, en una nave extranjera. Ahora servirá de pasto a los perros de Omortun.
Lorena sintió repugnancia por aquel hombre, y asco del planeta. Iba a dar media vuelta y alejarse de allí, cuando el esclavo rubio actuó.
De un tirón, el joven se deshizo de sus ligaduras y agarró la cuerda sujeta a su collar. Los soldados no esperaban aquello, y cayeron al suelo, soltando la anilla que tenían entre sus manos. La anilla era grande, y el esclavo la usó como maza para golpear a sus captores, mientras chillaba como una fiera condenada a muerte, a la que le dan una postrera oportunidad de defender su vida.
La multitud gritó y formó un amplio círculo, en el centro del cual el esclavo golpeaba con la pesada anilla de hierro a los soldados. Los golpes sobre la armadura sonaban metálicos y secos en medio del tumulto.
Un soldado se lanzó contra el joven, usando su arma como lanza, y un certero movimiento de la cuerda le arrojó al suelo, pero el hombre cogió en su caída la anilla, atrapándola con su cuerpo. Entonces, los otros dos soldados pudieron arrojarse contra el esclavo, quien recibió un golpe en la cabeza con la culata de un rifle. Al esclavo se le doblaron las rodillas. Un nuevo golpe en la espalda lo terminó de derribar sobre el polvo.
El militar que comandaba el grupo, un sargento barbudo y furioso, alzó su rifle y dirigió la bayoneta larga y afilada que lo coronaba hacia el esclavo.
—Maldito bastardo, maldito. Te voy a ensartar un millón de veces. Te llevaré ante tu amo de forma que no podrá reconocerte.
Lorena se llevó instintivamente la mano hacia la pistola. Sabía que iba a meterse en un buen lío, pero no estaba dispuesta a presenciar aquel asesinato, sin hacer nada.
Ya había amartillado la culata del arma, cuando una voz tonante la hizo detenerse.
—Quieto, soldado. —Quien habló era un hombre alto y delgado, vestido con una toga escarlata, cuajada de ricos adornos de oro.
El sargento se revolvió con el rifle alzado, furioso contra quien había tenido el atrevimiento de intervenir. Cuando descubrió al personaje, su rostro palideció e hizo un esfuerzo para tragarse su ira.
—Este esclavo debe morir. Ya estaba condenado por su amo, el honorable Omortun. ¿Qué más da que yo lo ejecute ahora?
El hombre vestido de escarlata sonrió levemente, y sacó de su túnica un papel, que puso ante los ojos del sargento. Aunque habló muy suave, Lorena pudo escuchar:
—El esclavo ya no pertenece a Omortun. Su antiguo amo me lo acaba de vender. Aquí está el contrato de venta, con el visto bueno del interventor virreinal.
El sargento estudió ceñudo el documento. Había visto muchos como ése, y aunque no conocía la firma de Omortun, sí se sabía de memoria el sello del interventor.
—¿Compró un esclavo cuando estaba fugado? Usted no podía saber si podíamos volver a capturarlo…
—Eso es asunto mío —replicó el hombre, guardándose el papel.
—Bien, usted dirá qué hacemos con ese perro —gruño el sargento—. Pero le advierto que le haremos pagar los gastos de la captura.
—Conozco el procedimiento, sargento.
Lorena echó una última mirada al desdichado caído en el suelo, y se alejó de allí. Se le estaba haciendo tarde. Su padre debía estar impacientándose.
* * *
El capitán Lagnon estaba furioso. Cuando el comandante del puerto le dijo que aún no podía partir, estuvo a punto de propinarle un par de puñetazos, quitarle el dinero que le acababa de dar y ordenar que lo arrojaran por la esclusa de entrada, situada a unos treinta metros del suelo.
—Pero ¿no puede decirme cuánto tiempo tengo que permanecer en este cochino planeta todavía? —preguntó una vez más, después de aspirar hondo y hacer acopio de paciencia.
—Lo siento, pero no lo sé —repuso el comandante, aún bastante nervioso por haber soportado la indignación del terrestre. Había temido por el dinero recibido por unos servicios prometidos, y que al final rio podía otorgar.
—No me lo explico. Tiene que haber alguna razón, ¿no? Los papeles para la partida están en regla y…
—Escuche, capitán —el comandante sonrió amistosamente—. Somos viejos amigos, y entre nosotros nunca han existido problemas. Siempre los hemos solucionado a plena satisfacción para ambos, ¿no es así? Sólo puedo decirle que he recibido la orden de la secretaría del mismísimo virrey de Dail, ordenándome que retuviese en el puerto la primera nave con destino al Sistema Solar, a la Sede Imperial o a la misma Tierra. No sé nada más, se lo juro.
—Pero yo quiero saber hasta cuándo estaré esperando, y por qué eligió mi nave. —Lagnon entornó los ojos, y su tono hosco se tornó suave—. Si es que necesita dinero para acordarse de que hay otra nave que no sea la mía que pueda retener…
El obeso hombre se agitó, y movió la cabeza negativamente.
—Ya revisé todas las salidas, capitán. Su nave es la única dispuesta para salir hacia la Tierra. La siguiente con ese destino no lo hará antes de una semana.
Lagnon iba a responder, cuando el zumbador del video le contuvo. Preguntó qué querían.
—Es para usted, comandante —dijo, volviéndose. Se levantó de la silla para dejar que aquel tipo se sentase delante de la pantalla.
Se quedó observando cómo el ergolita escuchaba atentamente una serie de instrucciones en el condenado idioma nativo, y que él no entendía nada en absoluto. Los ergolitas hablaban en su lengua sólo cuando no querían que un extranjero les comprendiese. Era un hombre que vestía uniforme del ejército local. Por las insignias, Lagnon creía que se trataba de un general.
El comandante del campo sudaba más que nunca cuando cerró el contacto. Al parecer, había sufrido mucho al enfrentarse con su superior, pero su aspecto era más alegre que antes.
—Hemos tenido suerte, capitán. Podrá partir dentro de una hora. Como verá, el retraso ha sido insignificante.
Lagnon arrugó el ceño.
—¿Está seguro de que ya puedo partir? No comprendo nada.
—Bueno, queda aún un pequeño detalle…
El terrestre se puso en guardia.
—Sabemos que su nave es un Carguero, y no admite pasajeros, pero siempre llevan camarotes suplementarios y…
—¿Qué quiere decir? —le interrumpió Lagnon—. ¿Acaso me obligan a admitir a un pasajero?
—A dos pasajeros, capitán.
—¡Me niego!
—No lo haga más penoso para mí. Sin esa pequeña condición, no puedo darle el permiso de salida, y, si me apura, tendré que poner la nave en cuarentena. Son órdenes de la superioridad.
Lagnon cerró los ojos para no ver el rostro compungido del ergolita o para no aplastarle su rojiza faz.
—Se le pagarán los pasajes —escuchó decir al comandante.
* * *
Lorena entró en el despacho de su padre, de forma violenta. Había tardado más de lo previsto en regresar a la nave. Como ella usó la cinta transportadora, el vehículo ya estaba al pie del carguero cuando los tripulantes le dijeron lo que sucedía, con toda clase de detalles.
—Papá, no debemos consentir que nuestra nave se convierta en un medio para transportar esclavos…
Lagnon estaba sentado detrás de su mesa, e hizo un gesto a su hija para que se callase. Entonces, Lorena vio que su padre no estaba solo. Sentado frente él, estaba el hombre vestido de escarlata que interviniera en el mercado a favor del esclavo rubio, salvándole la vida y reclamando ser su nuevo dueño.
En un rincón, sentado y sin los grilletes, se hallaba el esclavo, lleno de cardenales y sucio. Sonrió, mostrando sus dientes blancos, al entrar Lorena. Incluso intentó galantemente ponerse de pie, pero debía estar muy agotado porque no lo consiguió.
En cambio, el hombre alto y delgado se incorporó, e hizo una leve inclinación ante Lorena.
—Me llamo Volkar, y será un placer viajar en tan grata compañía, señorita. Presumo que usted es la hermosa hija del capitán Lagnon.
Lorena se sintió turbada, pero reaccionó en seguida, y se encaró con el capitán.
—Nadie puede obligarte a llevar un esclavo a bordo, papá. Es indignante. Las leyes imperiales te amparan.
—Cálmate, hija, y escucha primero…
—No tengo nada que escuchar, Yo presencié, apenas hace una hora, en el mercado, cómo golpeaban a este infeliz, y casi lo matan si no…
Se detuvo Lorena, y miró al llamado Volkar, quien le volvió a sonreír, añadiendo:
—Tiene razón, señorita. Lo hubieran matado, si no llego a intervenir yo. Por suerte, estaba detrás de él, y acudí en el momento justo.
—De todas formas, no podemos llevarles a la Tierra. Ni aunque lo ordene el mismísimo virrey de Dail. Sólo las naves esclavistas con licencia pueden importar de Ergol un esclavo.
—Es que nosotros viajaremos sin ningún esclavo a bordo —dijo Volkar, sin perder la sonrisa.
Lorena miró confusa primero a su padre y luego al esclavo, quien, desde la silla, rió sonoramente.
—Tengo el honor —dijo Volkar, señalando al joven rubio— de presentarle, señorita Lagnon, a Lan Dioh, hombre libre del Imperio.
La muchacha miró a Lan Dioh, quien ya no llevaba el collar de acero alrededor del cuello. Sólo tenía una delgada pulsera en la muñeca derecha, pero aquello parecía más un adorno que un distintivo de esclavo.