El acorazado quedó en órbita y Lars, acompañado de todos los nativos de Howarna, fue de los primeros en descender utilizando los transbordadores. Luego comenzó el traslado de las tropas de asalto amotinadas. Sus armaduras de combate fueron repintadas de amarillo, ya que sus colores rojos podían confundirse en el combate con las del imperio.
En el «Visnú» quedó un retén, con instrucciones de accionar el piloto automático que la pondría lejos del alcance de las naves imperiales si surgiese algún peligro.
Apenas el carguero fue ocultado, Rena saltó y corrió al encuentro de Lars. Se abrazaron, besaron y rieron nerviosamente durante un rato, bajo la paciente mirada de Romano Salet.
Rena le presentó a Lars y Romano le dijo:
—Nos será muy útil su colaboración, Nolan —echó un vistazo a las tropas amotinadas que desembarcaban de los primeros transbordadores—. El enemigo no tardará en atacar. Ya sabe dónde estamos. Es obvio decir que este combate será decisivo. ¿Cuánto tiempo necesitará para que todos los soldados estén en sus puestos?
—Dos horas.
—Es demasiado. Mucho antes seremos atacados —miró fijamente a Lars y le preguntó—: ¿Son de fiar los amotinados, Lars?
—No mucho. Si acceden a combatir es porque tienen necesidad de comida. No hay a bordo del acorazado. Por la escasez y mala condición de los alimentos se produjo el motín, no por ideales, Salet. No quiero engañarle.
—No esperaba otra cosa —sonrió Salet—. Le juro, Lars, que si salimos de ésta esos hombres tendrán toda la comida que necesiten.
—Gracias en su nombre, Salet.
—Ustedes podrían marcharse en seguida —dijo el líder—. Tienen un carguero y vituallas para regresar a su mundo. ¿Por qué no lo han hecho?
Lars se rascó la barbilla.
Rena me lo ha contado todo, Salet. Se han portado con nosotros, con Rena y los que la acompañan especialmente. Si el imperio sabe dónde se ocultan es porque salvaron al carguero de los cazas. Eso los delató. Ahora queremos corresponderles de alguna forma y luchar a su lado.
Salet le tendió la mano y dijo emocionado:
—No esperaba menos —les indicó un vehículo—. Ahora podemos inspeccionar nuestras defensas. El enemigo puede poner en combate unos siete o nueve mil hombres. Pero lo peor serán sus cazas, ideales para este tipo de luchas, y las plataformas.
—Acabamos con al menos once o doce cazas. Así que sólo les quedarán otros tantos —sonrió Rena—. Y de las plataformas nos podemos encargar con el carguero. No creo que esos aparatos de uso exclusivo en la atmósfera sean contrincantes peligrosos para nosotros.
—No olvidemos los cazas —recordó Salet.
Subieron al vehículo y antes que Salet lo pusiese en marcha, Silormú llegó corriendo, diciendo a Lars que casi la mitad de los hombres ya habían llegado, que inmediatamente partirían con sus equipos completos de combate a las posiciones.
—Confío en ti, Silormú. Suerte —le deseó Lars.
El humanoide soltó una rugiente carcajada y añadió:
—Las tropas de asalto del «Visnú» siempre fuimos las mejores de toda la flota imperial. Y ahora lo vamos a demostrar. Además, tengo ganas de echarme encima del sargento Ugarga.
* * *
Ida cerró la puerta y miró con desprecio al comandante Regan, que yacía en una cama. El hombre la miró, hizo un gesto de querer levantarse, pero estaba muy débil y sólo pudo componer un gesto de impotencia.
—Hola, comandante —dijo Ida, procurando que Regan viese en su uniforme sus insignias de jefe—. Vengo a despedirme. Vamos a aplastar a los rebeldes.
—Es usted una perra, capitán —gimió Regan—. No se saldrá con la suya. La llevaré ante un tribunal de guerra y…
Ella cerró la puerta y sacó un láser, apuntando a Regan.
—Cállese, viejo estúpido. Usted fue débil. Quería regresar a toda costa a la base. Convenció al teniente Garnord de mantenimientos para que sabotease los alimentos. Aunque yo sospeché de él, le seguí la corriente. Entonces obligué a Garnord para que le suministrase en su comida una droga que le hiciera parecer más estúpido de lo que es, Regan. Pero por su culpa, comandante, hemos perdido el acorazado. A Garnord le hice quedarse allí y confío que los amotinados lo despedazaran.
Regan intentó alzarse y su boca torcida intentó decir algo, pero sólo consiguió emitir un gemido.
—No me interesa que vuelva con vida, comandante. Sin usted puedo conservar mi nuevo grado y evitar una investigación.
Ida guardó el arma y antes de salir cortó el suministro de aire puro para los ansiosos pulmones de Regan, quien al comprender la intención de la mujer hizo un nuevo intento para bajar de la cama. Estaba demasiado débil y cayó pesadamente.
La mujer salió sonriendo y selló la puerta. No se movió de allí hasta que estuvo segura de que no quedaba un átomo de oxígeno en la cabina de rehabilitación. Unos minutos des pues movió el mando externo e inundó el cuarto de aire. Nadie podría acusarla de nada. Para todo el mundo el comandante Regan había muerto al fallarle el corazón y no poder recibir ayuda a causa del tumulto previo a la batalla.
Sonriente, ida acudió a tomar su puesto en una de las plataformas de desembarco. Miró a Saleum, Eerkel y Karrigan. Los había obligado a acompañarle. Prefería que las naves quedasen al mando de subalternos. Si ella estaba dispuesta a afrontar el riesgo de una lucha no consentiría de ninguna forma dejar posibles enemigos a su espalda.
—Adelante —dijo Ida mientras un soldado le colocaba el casco sobre la armadura de combate.
La plataforma, con cien soldados además de ellos, salió del acorazado que flotaba a menos de diez kilómetros de la superficie.
De las otras naves surgieron más plataformas, hasta completar el centenar. A pocos metros rugían los cazas. Ida los contó. Sólo eran diez. Aún no habían regresado los que patrullaban y aquello la preocupó.
Usó el visor telescópico y exploró el paisaje árido donde sabían se ocultaban los rebeldes. Ida estaba segura de obtener una completa victoria. Los escasos cinco mil combatientes rebeldes no podrían contener a sus tropas.
Pensó en los amotinados. De haber dispuesto de ellos habría sido más fácil llevar a cabo el ataque, al contar con más de tres mil soldados adicionales.
Más tarde, cuando los rebeldes estuvieran vencidos, se ocuparía del «Visnú», de los amotinados y, especialmente, de Lars Nolan.
Ida estaba muy ocupada en sus pensamientos y sólo cuando la nave carguero, armada hasta los dientes se les vino encima, comprendió el peligro.
Estaban ya muy cerca de la superficie. Incluso podían ver a simple vista las defensas rebeldes, que ante su presencia había sonreído despectiva al considerarlas inadecuadas.
Los cazas salieron al encuentro del carguero, pero éste maniobró con increíble agilidad y en menos de cinco minutos consiguió abatirlos.
Las primeras plataformas tocaron tierra y las riadas de soldados saltaron a tierra. Entonces aquellos vehículos adelantaron sus cañones triples de proyectores lásers y avanzaron sobre las líneas enemigas.
Ida se protegió sobre las defensas de la plataforma y observó las líneas rebeldes.
—Sin cobertura aérea este ataque puede resultar un fracaso, comandante —le dijo Eerkel.
Ella no quiso replicarle, limitándose a morderse los labios mientras seguía el avance de las tropas de asalto. Miles de hombres embutidos en armaduras rojas corrían por el árido terreno.
De pronto comenzaron a disparar desde las líneas rebeldes. Ante el atolondrado y escaso fuego, Ida sonrió. Y dijo:
—Esos miserables rebeldes no durarán a nuestros hombres ni un minuto.
A bordo del carguero, después de hacerle describir un amplio arco para volver al campo de batalla, Rena dijo a Lars:
—Esos cazas nos han durado poco, cariño. Ahora debemos volver.
—¿Es que vamos a dejar a nuestras espaldas los dos acorazados y el crucero? —preguntó Torganet—. Podrían asestarnos un duro golpe en el menor descuido…
—Apenas se muevan accionaremos a control remoto el «Visnú» —le dijo Lars.
—¿Qué pretendes? —preguntó Gorgolei, sin comprender.
—Ya lo verás. Es una sorpresa que reservamos.
Rena hizo bajar peligrosamente el carguero y realizó un vuelo rasante sobre las últimas plataformas. Disparó sus lanzadores láser y varias cayeron a tierra, incendiadas, arrojando por los bordes cientos de soldados con armaduras rojas.
—Creo que ha llegado el momento de ayudar a los de abajo —dijo Rena.
Lars asintió y la admiró al ejecutar las maniobras de descenso. Rena poseía una gran pericia y en pocos minutos el carguero se posaba tras unos montes, a unos centenares de metros de las líneas propias.
Gorgolei, con gesto preocupado, preguntó:
—Pienso en lo que me has dicho, Lars. ¿De qué jugada se trata?
Lars se pasó la mano por los secos labios. Sonrió y dijo:
—Si todo sale como esperamos y el enemigo recibe una paliza, pueden tomar una decisión peligrosa, que es mover los pesados acorazados sobre nosotros. Entonces nos veríamos obligados a lanzarles el «Visnú» como si fuera un gran torpedo.
—¿Pero y los hombres que han quedado dentro?
—El «Visnú» está preparado para maniobrar por control remoto. Por supuesto sólo hará unos movimientos rudimentarios, pero suficientes para aplastar a las naves enemigas. Y antes serían alertados los retenes y tendrían tiempo de escapar en los transbordadores que aún quedan.
Pese a estar resguardado, el carguero podía, desde aquella posición, disparar todos sus lanzadores contra las líneas enemigas, por encima de las propias, cuando el cariz de la batalla lo exigiese. Delante tenían las fortificaciones más débiles, que debían engañar a los imperiales y provocar su deseo de atacar por allí.
Protegidos por el fuego de las plataformas, los soldados de asalto avanzaron contra las posiciones rebeldes. Desbordaron con facilidad en dos puntos las defensas, pero en cambio encontraron gran resistencia en las demás.
Cayeron en la trampa y por los caminos abiertos se lanzaron casi ciegamente centenares de soldados embutidos en rojas armaduras. Silormú hizo que sus hombres se retirasen ordenadamente y se reunió más atrás con los defensores kasartelianos. Las segundas líneas eran más sólidas y contra ellas se estrellaron los atacantes.
Las pérdidas de los imperiales fueron grandes y Garh, al tener noticias de la marcha del combate, presintió que algo iba mal. Lanzó sus reservas contra el flanco derecho, apoyando el ataque con varias docenas de plataformas.
Romano Salet no esperaba aquello y tuvo que recurrir a fuerzas que defendían otras posiciones para reforzar las posiciones amenazadas. A toda costa debían consentir sólo que el enemigo ganase terreno por los sitios que ellos deseaban.
Exasperada ante el cariz que adquiría la batalla, Ida, en contra de la opinión de los demás jefes, ordenó que el resto de las tropas de asalto dedicasen sus esfuerzos para ampliar la brecha abierta en el centro de las defensas enemigas. Pensó que tal vez podría introducir allí sus efectivos y luego abrirlos en amplio arco, terminando por poner en fuga a los rebeldes.
Los soldados de armaduras rojas, alentados por sus oficiales y consignas emitidas subliminalmente, recobraron ardor combativo y se lanzaron en imparable empuje contra los rebeldes.
La brecha se amplió y por ella penetraron la mayor parte de las plataformas, deslizándose a pocos metros del suelo, sobre las cabezas de los atacantes, disparando sin cesar sus triples cañones láser.
Los soldados de armadura amarilla, al mando de Silormú y los rebeldes que capitaneaba Salet, se replegaron a ambos lados, formando un amplio espacio por el cual se desparramaron los invasores, que durante muchos metros avanzaron sin encontrar resistencia y empezaron a confiar en la victoria.
Pero cuando Ida ordenó que se atacase a izquierda y derecha, surgieron rebeldes amotinados. El temerario avance se vio frenado de forma seca y sangrienta.
Cayeron por cientos los soldados imperiales, bajo una densa cortina de fuego y haces de lásers de todas las potencias. Pero aún quedaban las plataformas y éstas intentaron fustigar las tenaces defensas rebeldes.
Entonces Lars recibió la indicación de Romano y dijo a Rena que pusiera en acción el carguero, que despegó con todos los artilleros preparados y los lanzadores dispuestos en su máximo grado de apertura.
La nave espacial se lanzó sobre el amplio pasillo por el que más de tres mil soldados de asalto confiaban en que las plataformas les sacasen de aquella trampa. Mientras avanzaba, las armas de popa lanzaban cortinas de fuego contra las tropas de tierra y las demás baterías arrollaban a las sorprendidas plataformas.
El carguero recorrió los kilómetros que el enemigo había creído conquistar. Lo hizo como un huracán incontenible, abriéndose paso entre docenas de plataformas que a su acometida danzaban incontroladas en el aire, chocando unas con otras, alcanzadas unas y luego cayendo ululantes al suelo, escupiendo tripulantes que se estrellaban contra el convulsionado terreno de la batalla.
Desde su plataforma, a pocos kilómetros de la tragedia para las tropas atacantes que se estaba desarrollando, Ida palidecía mientras lo observaba todo.
—Es una burda trampa, comandante Garh —le dijo, entre irritado y despectivo, el comandante Karrigan—. Le han tendido una trampa y usted ha caído en ella como una estúpida.
Ida lanzó un grito de rabia y empuñó su arma. Disparó contra Karrigan, abriéndole un gran boquete en el pecho. Los otros comandantes tomaron sus lásers y Eerkel abrió fuego. Garh soltó su pistola al ser alcanzada por el fino haz en el brazo, que se le perforó.
Pero antes de que pudieran disparar de nuevo, desde el fondo de la plataforma surgió el sargento Ugarga, quien con su rifle abatió a Saleum y Eerkel. Ambos rodaron por el suelo y el mismo suboficial los empujó, dándoles patadas, hasta que se precipitaron al vacío, pasando por debajo de la pasarela.
Acudió al lado de su capitán y hábilmente esparció un coagulante en la herida, que luego cubrió con un plástico que se solidificó al instante.
Apretando los dientes, Ida ordenó:
—Regresemos al «Siva». Desde allí podemos acabar con esos malditos rebeldes.
Ugarga la miró un rato, desde el otro lado de su casco. Su coraza estaba ennegrecida por el ardor de la batalla y había perdido parte de su equipo, además de todas sus secciones en los enfrentamientos iniciales contra las defensas rebeldes.
Indicó al piloto de la plataforma que diese media vuelta y la dirigiera hacia el «Siva». Ugarga comprendía lo que su comandante pretendía hacer. Sencillamente, lanzar los dos acorazados y el crucero contra el enemigo. Pero tal maniobra implicaba un riesgo enorme. Aunque se contaba con casi todas las posibilidades de triunfo usando las grandes y pesadas naves, también era casi seguro que ninguna de éstas volviera a navegar más por los espacios estelares.
—Deberíamos ordenar la retirada de nuestros soldados, jefe —dijo sin atreverse a mirar directamente a ida a la cara—. Si se lanzan los acorazados contra las posiciones enemigas, ellos perecerán también.
Ida le miró furiosa.
—Mejor. Así no esperarán que les ataquemos con las naves estelares. Si se retiran los supervivientes pueden adivinar lo que pretendemos hacer.
La plataforma voló a toda velocidad, alejándose del campo de batalla. Ascendió unos kilómetros y se dirigió a la «Siva», penetrando por una de sus abiertas esclusas. Allí Garh fue recibida en medio de un silencio hostil por los navegantes de servicio, que sin duda ya conocían el fatal desenlace de la batalla.
El oficial de servicio le dijo apenas ella saltó de la plataforma:
—Señora, en el puente la espera un oficial que ha conseguido escapar.
—Espero que consigan hacerlo muchos —dijo ella secamente.
—Es que se trata de uno de los que quedaron en el «Visnú».
—Creí que habían muerto todos…
Montó en un deslizador y con Ugarga a su lado, corrió hacia el puente de mandos, sin haber dado tiempo al oficial a ser más explícito.
En su mente alborotada se borró en seguida aquella noticia. Sólo pensaba en vengarse, en aniquilar a todos aquellos malditos que la habían vencido. Estaba desprestigiada y su mínima posibilidad de rehabilitación era aplastar a los rebeldes, aunque en el intento perdiese también las unidades a su mando. Aún podía salvarse, pensó. Sin testigos de su vergonzosa derrota, podía tergiversar los hechos. Y el sargento Ugarga le sería siempre fiel. Con él a su lado podría desembarazarse de algunos oficiales, de los que quedaban supervivientes, si notaba en ellos algún síntoma de deslealtad hacia ella.
Echó del puente a todos los navegantes, ante el asombro general de éstos. Luego tomó el control maestro y sintonizó las direcciones del «Amon» y del «Andreopos» con la del «Siva». Las tres naves actuarían al unísono y ella sola podría precipitarlas sobre los enclaves enemigos.
Para tranquilizar a Ugarga le dijo:
—En el último momento haré que el «Siva» salte al espacio exterior. Las otras dos naves serán como gigantescas bombas que arrasarán todas las posiciones enemigas. Más tarde reconquistaremos el «Visnú» y prepararemos, a nuestro acomodo, un informe para el mando supremo. Procuraré que tú seas ascendido, Ugarga.
El sargento respiró aliviado. Había temido una acción desesperada de la mujer que condujese a ambos a una muerte segura. Pero su incipiente alegría duró poco cuando descubrió algo en los detectores. Ya entonces las tres pesadas naves se habían puesto en movimiento y se dirigían a las posiciones enemigas, situadas a unos doscientos kilómetros.
—Señora, el «Visnú» ha roto su órbita y se dirige hacia nosotros. Ha partido de él un transbordador y…
—Entiendo lo que quiere hacer el enemigo, Ugarga. Usan el control remoto para interceptarnos con el acorazado. Pero se han dado cuenta de lo que intentamos hacer demasiado tarde. Alcanzaremos nuestros objetivos antes de que puedan impedirlo. Sólo tengo que acelerar los impulsores al mismo tiempo que nosotros nos alejaremos.
El sargento siguió mirando con ojos muy abiertos el avance de la nave amotinada, que ahora desierta, intentaba contener la acción destructora iniciada por Ida Garh.
Ida se dirigía a la consola precisa para liberar la «Visnú» de su ruta y obligar a las otras dos naves, que junto con sus atónitas tripulaciones, se dirigían a la destrucción. Nadie a bordo de la «Arnon» y del «Andreopos» podía impedir los deseos de Ida.
—Quieta, Garh —sonó una voz a sus espaldas.
Se volvieron y vieron al teniente Garnord salir de detrás de unos mamparos.
Ida comprendió.
—¡Eres tú quien ha vuelto! Lo celebro. Ahora deja ese arma.
—Oh, no, maldita bestia —sonrió Garnord. Tenía el rostro demacrado y empuñaba con fuerza un láser—. No consentiré que te salgas con la tuya. He visto al comandante Regan muerto. Aunque parezca un accidente sé que lo has matado.
—Ya discutiremos eso más tarde, Garnord —dijo Ida, mirando al teniente y a la palanca que debía sacarlos del peligro de colisión—. Ahora déjame que trabaje o el «Visnú» se precipitará sobre nosotros. Tengo que acelerar al «Amon» y al «Andreopos» al mismo tiempo que hacer salir al «Siva» de esta trayectoria.
—Ya han sucedido demasiadas cosas, Garh. Mientras tú intentabas consumar este nuevo crimen yo he avisado a las tripulaciones y en estos momentos todos saben lo que te propones hacer y están abandonando las naves, incluso ésta. Cuando el «Visnú» choque con nosotros no quedará nadie, excepto nosotros tres.
—¡Estás loco! —gritó Ida, dirigiéndose resueltamente hacia los mandos que podían salvarla.
Garnord disparó y la alcanzó en las piernas. Ella cayó resbalando contra unas consolas. Quedó como un pelele en el suelo, lejos del alcance de los mandos.
Luego, Ugarga y el teniente se dispararon casi al unísono. Ambos cayeron fulminados. Desde el suelo, impotente y desangrándose, Ida observaba cómo el acorazado «Visnú» se precipitaba sobre ellos. Tuvo ocasión de ver en otra pantalla cómo varios transbordadores abandonaban la flotilla.
Instantes después, en el cielo de Kasartel se encendió una colosal bola ígnea.