CAPITULO IV

Lars fue materialmente empujado por el sargento y luego sintió detrás suyo cerrarse la puerta. Al mirar vio a Ida Garh, que sentada en el borde de la cama le dirigió una mirada cargada de socarronería.

Ella dijo:

—Adelante, recluta Nolan.

—¿Para qué me ha traído aquí, capitán?

Garh soltó una carcajada.

—Vamos, Nolan. No sea ingenuo. ¿Es que no comprende que le estoy dando una oportunidad para redimir su estúpida actitud en Howarna?

Lars le lanzó una mueca despectiva.

—¿De qué forma, señora?

La mujer se incorporó y yendo hasta una pequeña alacena la abrió y sacó una botella y dos copas, que llenó de un líquido ambarino, hasta los bordes. Tendió una a Lars, diciendo:

—Hágame gozar esta noche y olvidaré que por un momento le odié y quise matarle, Lars.

—No me atrae usted, capitán.

Garh se mordió el labio superior ligeramente, pero intentó sonreír y con despreocupación dijo:

—Puedo ponerle eufórico en poco tiempo. Tengo experiencia. Y si lo prefieres, también dispongo de euforizantes. Podemos tutearnos, al menos aquí. ¿No has pensado que contando con mi protección tienes algunas posibilidades de regresar sano y salvo a tu mundo?

Le pasó la mano por el cuello y empezó a atraerlo. Lars le dejó, pero cuando sus labios estaban cerca de los de Ida, la empujó violentamente, arrojándola sobre la cama.

Antes de que la capitán pudiera reaccionar, Lars se había apoderado del láser de ella que estaba colgado junto con otras prendas de una percha.

—Quieta —susurró él apuntándola.

Ida, roja de ira, jadeó:

—Maldito perro. Te haré pedazos, te arrancaré la piel a tiras y te pondré bajo los rayos cósmicos…

—Ya esta bien. Ahora harás lo que yo te diga.

—Estás loco. ¿Qué pretendes?

—No lo sé muy bien, pero al menos intentaré escapar de esta cárcel de acero llena de sanguinarios sicarios del imperio.

La tomó de un brazo y la levantó, empujándola hacia la salida.

—Si en algo te estiman tus soldados no se atreverán a atacarme. Tú irás delante y al menor movimiento te abraso.

Salieron al pasillo. Estaba desierto y por un momento Lars se sintió mareado De pronto se daba cuenta de la desesperada acción que estaba cometiendo. Quizá habla sido demasiado impetuoso, pero ya no podía volverse atrás.

Mientras caminaban por el pasillo se sintió abrumado ante el pensamiento de la inmensidad de la nave. No tenía ni la más ligera noción de dónde sé encontraba. El sargento le había llevado allí después de hacerle correr durante casi veinte minutos por niveles y secciones del acorazado, de cuya ruta no tenía la más ligera noción que recordar.

De pronto se cruzó con un par de soldados, que le miraron sorprendidos. Al detenerse, la capitán los despidió con un gesto y unas pocas palabras imperiosas. Entonces Lars comprendió que ella había dado la voz de alarma. En pocos instantes se conocería hasta en el último rincón de la nave que la oficial Garh era prisionera de un recluta.

Abrumado, Lars se distrajo. Había olvidado que Ida era una mujer acostumbrada a situaciones difíciles y al combate. Ella se movió rápidamente y le propinó un golpe en el cuello.

El hombre se tambaleó y retrocedió, pero no soltó el arma. Escuchó pisadas detrás suyo y al volverse un poco vio correr hacia él a varios soldados, con Ugarga al frente. Les hizo un disparo varios metros delante de ellos y se detuvieron.

Se giró y detuvo la acción de Ida de abalanzarse contra él.

—Ya has cometido demasiadas tonterías, Nolan —silabeó Garh—. ¿Por qué no te entregas?

Lars se vio rodeado de soldados. Siguió apuntando con el láser a la mujer. Podía matarla a ella y a unos cuantos más, pero pensó que sus propios compañeros pagarían por él más tarde.

Arrojó la pistola al suelo y se dejó prender. Sintió cómo los grilletes de energía rodeaban sus muñecas. Al levantar la cabeza se enfrentó con la colérica mirada de Ida.

—Te arrepentirás de esto —dijo la capitán—. Nadie me ha humillado como tú.

El howarniano se encogió de hombros.

—Puedes arrojarme al espacio. Seguro que allí estaré mejor que entre tus brazos.

—Oh, no confíes en una muerte rápida. Te castigaré en presencia de toda la tropa, luego ordenaré que te curen y cuando estés recuperado volverás a padecer dolor. Y así una y otra vez, hasta que maldigas el día en que naciste.

Con un brusco gesto de Ida, los soldados se llevaron a Lars, arrastrándolo por el suelo.

Ida contempló cómo se llevaban al rebelde, respirando entrecortadamente. Se sentía humillada. Pronto en toda la nave sabrían que un miserable recluta la había rechazado y seria el hazmerreír de todos.

Casi ciega por el furor, Ida se dirigió a su habitáculo. Entonces vio correr unas patrullas de mantenimiento. Vio al teniente Garnord, a quien hizo una señal para que se detuviese.

—¿Qué sucede, teniente? ¿A qué viene este tumulto?

Garnord estaba muy pálido y replicó con rapidez:

—Capitán, ha ocurrido una desgracia en los niveles de cultivos hidropónicos. El líquido nutritivo ha sido contaminado y hemos perdido un ochenta por ciento de los alimentos. Y los módulos de conservación de alimentos proteínicos están inundados por gas metano.

—¿Cómo es posible?

—¡No lo sabemos! Pensamos que es un sabotaje. ¿Comprende la terrible situación en que nos encontramos?

Ida asintió y le dio permiso para que se retirase. La «Visnú» se quedaba prácticamente sin alimentos suficientes para tan numerosa tripulación.

Cuando el sargento le preguntó si el castigo contra el insubordinado Nolan podía dar comienzo, ella, de mala gana, tuvo que posponerlo. Ante la inesperada crisis surgida, el comandante había convocado una reunión urgente de oficiales.

Ida llegó cuando ya todos los oficiales estaban formados alrededor del estrado que ocupaba Brad Regan.

El comandante no se anduvo con rodeos y dijo:

—El teniente Garnord acaba de entregarme su informe respecto a los daños producidos en los cultivos hidropónicos y las reservas proteínicas congeladas. Prácticamente nos hemos quedado reducidos a nada en cuestión alimenticia. Tenemos comida para dos semanas si reducimos las raciones a un tercio. Y además tendremos que procesar algunos alimentos en avanzado estado de descomposición y consumirlos. También deberemos someter a reciclaje los productos residuales para recuperar agua potable y otros elementos.

Ida Garh frunció el ceño, estuvo a punto de decir algo, pero optó por seguir escuchando.

—En las actuales circunstancias la efectividad de esta nave es prácticamente nula. Estoy considerando la posibilidad de salir del hiperespacio en breve, ponerme en contacto con el mando supremo y solicitar permiso para retornar a la base.

—Comandante, ¿no podemos adelantar la reparación de los campos y obtener alimentos frescos mediante un proceso acelerado? —preguntó Ida.

Regan la miró de mal talante, trató de forzar una sonrisa y dijo:

—Eso se está intentando, capitán. ¿Es que usted insinúa que prosigamos adelante contando con tan escasos alimentos? No es esa la mejor forma de enfrentarnos a una campaña.

—Señor, lo ocurrido, según los indicios, ha sido causa de sabotaje o negligencia. Creo que es lo primero, pero si este desastre ha sido provocado por descuido, pienso que la tripulación es merecedora de un castigo, como verse privada de parte de sus alimentos y comer su propia mierda.

Estalló un murmullo entre los oficiales y el comandante atajó con un ademán. Mirando fijamente a la capitán inquirió:

—¿Qué haría usted si se demostrase que se trata de un sabotaje?

—Tomaría medidas para descubrir quién o quiénes han los culpables.

—Dudo que se confiesen, ¿no?

—Desde luego. No creo que se delaten a si mismos, pero lo harán obligados por sus compañeros. Como jefe de las tropas de asalto le prometo, señor, que si ha sido alguno de hombres no tardaré en descubrirlo. Les haré sudar y cansar, laceraré sus carnes y les obligaré a comer carne putrefacta y excrementos, hasta que delaten a los culpables. Existe cierta solidaridad entre ellos, pero yo la romperé. Seguro algunos podrán decirme qué compañeros han estado ausentes de los cuarteles en las horas en que se produjeron las anomalías en los cultivos hidropónicos y los módulos de conservación —miró a sus compañeros duramente—. Cada oficial deberá comportarse de igual forma con sus respectivas secciones.

Regan movió la cabeza.

—Sería una locura seguir en semejantes condiciones. Opino que deberíamos detenernos, informar y regresar.

—¡No! —gritó Ida—. Eso es precisamente lo que pretende el causante del sabotaje. Además, sólo tenemos que resistir unos pocos días con escasa comida. Recuerde, comandante, que un crucero imperial nos espera cerca de Kasartel. De él podemos tomar alimentos y cumplir con las órdenes del mando supremo. Y poco tiempo después tendremos nuestros propios cultivos en pleno funcionamiento.

—Pero antes que avistemos Kasartel habremos descubierto a los culpables, señor, si se demuestra que lo ocurrido ha sido provocado.

Violentamente, Regan asintió.

—Seguiremos adelante, capitán Garh. ¡Teniente Garnord! ¿Cuándo podrá decirnos si se trata de un sabotaje?

—Dentro de unas horas, señor.

—Bien. Esperaremos hasta entonces para proceder —Regan miró a Ida—. Pero hasta entonces le prohíbo, capitán, que lleve a cabo cualquier gesto de animosidad contra cualquier miembro de esta nave. ¿Lo ha entendido?

—Señor, tengo pendiente un castigo a un soldado. Su falta fue grave y…

—¡He dicho que ningún castigo directo por el momento! —gritó el comandante, levantándose y dando por terminada la reunión.

Salió de la sala precipitadamente y Garh dijo a Garnord:

—Dese prisa con sus investigaciones, teniente.

Un oficial de máquinas, el capitán Ombur, la miró iracundo.

—¿Qué demonios te ocurre, Ida? ¿Por qué no has dejado al jefe que ordene el regreso a la base? Esta misión es insoportable ya incluso antes de entrar en combate. ¿Qué interés tienes?

—Ocúpate de tus máquinas y asuntos, Ombur.

—Algún día te ajustaré las cuentas, mujerzuela.

Ida, sintiendo que la sangre le hervía, le escupió y dijo ante varios testigos:

—No puedo retarte ahora porque lo impide el reglamento, Ombur, pero cuando desembarquemos te abriré en canal con mi daga.

Hizo el gesto de promesa usual entre los oficiales. El teniente Lahmer se ofreció como testigo. Sería quien recordaría a ambos capitanes su compromiso para cuando llegase el momento adecuado.

En su habitáculo, Ida llamó al sargento Ugarga por medió del comunicador. Cuando la cabeza grotesca del suboficial apareció en el globo, ella le dijo:

Sargento, toda la tropa queda acuartelada hasta nueva orden.

Le explicó someramente lo tratado en la reunión.

—¿Qué hay respecto al castigo de Nolan? —preguntó Ugarga.

—Queda suspendido por el momento —se lamentó Ida—. Quiero que sean vigilados los reclutas. Sospecho que si ha existido sabotaje ha debido partir de ellos. ¿Cuál es su opinión sargento?

—Estoy confundido, señora. En las horas que debieron ocurrir los hechos faltaban muchos soldados. Era periodo nocturno libre de descanso y muchos suelen visitar amistades otros niveles y…

—Lo sé, lo sé. Pero estoy segura que alguno habrá visto algo sospechoso en algún compañero.

—Nadie hablará, aunque sepa con certeza quién ha sido. —Conozco las costumbres, pero los someteremos a tales pruebas que romperemos su compañerismo.

—Señora, los veteranos son rechazados por los reclutas, pero ni siquiera por despecho los delatarían si éstos fueran saboteadores.

Ida rió roncamente.

—Eso está por ver. Sólo espero la autorización del comandante para llevar a la práctica unos proyectos.