—Gorgolei consiguió salir de la aldea antes de que ésta fuese cercada por las tropas —Torganet hizo una pausa, aspiró aire en profundidad y luego, siempre rehuyendo encontrarse con la mirada de Rena, prosiguió—: El muchacho, después de salvar a los que trabajaban en los campos cayó prisionero, cuando regresaba, quizá alarmado porque nadie de la aldea había huido a los montes.
Rena Lante, muy pálida, preguntó en un hilo de voz:
—¿Cuántos se llevaron?
—Cincuenta y seis. Treinta y dos hombres y veinticuatro mujeres. Lars ha sido afortunado. Esa capitán pudo haberlo matado cuando él le arrebató la pistola, pero lo incluyó en el grupo al final.
Torganet omitió la amenaza de la capitán respecto a Lars para no preocupar más a Rena.
Ella echó un vistazo a la habitación, con grandes evidencias del paso vandálico que había sufrido por las tropas del acorazado. El resto de la casa del gobernador estaba igual; los soldados se habían ensañado en ella y el mismo Torganet fue golpeado con dureza y su rostro presentaba hematomas. El brazo derecho se lo quebraron y ahora lo llevaba colgado de un pañuelo anudado al cuello.
El médico le esperaba fuera para practicarle una cura, pero él había querido explicárselo todo personalmente a Rena, que apenas hacía una hora aterrizó con el nuevo y flamante carguero.
—Al menos no consiguieron llevarse a todos los que necesitaban —suspiró el gobernador—. Creo que querían más de ochenta.
—Pero se llevaron a Lars —musitó Rena, recordando que ella le pidió que la acompañase para recoger el carguero, pero Lars argumentó que había mucho trabajo y que confiaba plenamente en su pericia como navegante.
—Sí, y lo siento —dijo Torganet abatiendo la cabeza.
El médico se asomó, tosió y dijo:
—Gobernador, debo curarle el brazo.
—Voy en seguida —replicó empezando a levantarse.
—Torganet, ¿comprendes que Lars nunca volverá?
—No se puede decir eso… —murmuró el gobernador dándole la espalda—. A veces los soldados son licenciados. Debemos confiar en ello.
—Nunca vuelven. Lo sabes. Y menos los que son reclutados a la fuerza.
—Ojalá estuviera yo con ellos. Pero me rechazaron por viejo —rió el gobernador nerviosamente.
—¿Podremos averiguar adonde se llevaron a los nuestros?
Torganet se volvió y dijo:
—Esa mujer dijo algo de Kasartel. Pero, ¿qué importancia tiene eso?
—No. Para mí sí la tiene —Rena se levantó y señaló hacia el astropuerto—. He traído una nave muy veloz. Podemos artillarla e ir tras ese acorazado.
—Estás loca…
—Es posible. Sé que el carguero es de la comunidad, pero si todos están de acuerdo y algunos incluso dispuestos a seguirme, estoy decidida a ir a ese planeta llamado Kasartel. Oh, por supuesto que un carguero mal armado no puede ni pensar en enfrentarse a un acorazado del imperio, pero podemos esperar el momento adecuado para intervenir. Además, los rebeldes de Kasartel pueden ayudarnos.
—Por los dioses, Rena. Ni siquiera sabemos dónde está ese planeta…
—Eso es lo de menos. En el carguero tengo medios para localizarlo.
—Pero el acorazado llegará mucho antes y…
—Bah, no podrá terminar con su trabajo en seguida —Rena le miró con fijeza, inquiriendo—: Sólo necesito tu permiso para pedir voluntarios. Con cinco personas tendré bastante. Iremos al mundo donde adquirimos el carguero. Allí, con un poco de dinero podemos instalar un par de proyectores láser.
—Eso es ilegal.
—También con dinero se puede solucionar.
Torganet abatió los hombros, incapaz de discutir con el entusiasmo de Rena.
—Haz lo que quieras, pero debes advertir a los que estén dispuestos a acompañarte que la misión es peligrosa y las probabilidades de volver muy escasas.
—Yo diría que inexistentes, pero nadie me detendrá.
—¿Ni siquiera una negativa de la comunidad?
Rena cogió su chaquetón y, antes de salir, dijo:
—Ni eso, gobernador. Entonces sería capaz de robar el carguero.
Viéndola abandonar la casa, Torganet murmuró:
—Te creo muy capaz de eso, muchacha.
—¿Crees que Rena lo hará? —le preguntó el médico mientras lo conducía a la habitación de al lado, donde había instalado un pequeño quirófano provisional.
—No conoces a Rena.
—Debe estar muy enamorada de Lars, ¿no?
—Supongo que sí.
—Bueno, ahora vamos a ocuparnos de tu brazo, viejo gruñón. Si te duele puedes gritar.
—No regalaré tus oídos con mis gritos. Oye, matasanos, ¿crees que estaré bien antes de dos días?
—Es posible, si es que tus viejos huesos responden al tratamiento. Pero supongo que sí. ¿Por qué esas prisas?
—Pienso que Rena partirá no más tarde de tres días.
—¿Y qué tiene eso que ver?
—Porque yo la acompañaré —rió Torganet, ante la mirada asombrada del médico.
* * *
—Me pregunto, capitán Garh, si el no haber podido completar el cupo el reglamento me permite regresar a la base —comentó el comandante.
—Me temo que no, señor —respondió la mujer torvamente, pensando que el jefe no estaba muy entusiasmado con la idea de emprender una nueva campaña contra un planeta hostil a la ley imperial—. He destinado a todos los aborígenes de Howarna a las tropas de asalto.
—¿Por qué no ha remitido a los más calificados a las secciones de técnicos? No olvide que entre ellos también falta personal.
—Entre esos palurdos no he localizado a ninguno con un coeficiente mental digno para ello, señor.
—De todas formas le sugiero que lleve a cabo algunas investigaciones mentales entre los reclutas. Si podemos remitir a varios de ellos con los técnicos realizaremos más legalmente las cosas.
—Lo haré, señor.
Siguieron caminando por el pasillo, en dirección al puente de mando.
—¿Qué tal marchan los entrenamientos?
—Bien, pienso. El sargento mayor Ugarga se encarga personalmente. Es un buen instructor y antes que salgamos del hiperespacio y tengamos enfrente a Kasartel estarán en condiciones de combatir.
—Lástima que no se haya podido completar el número querido, capitán.
El rostro de Garh se endureció súbitamente.
—Casi toda la población estaba en el campo y alguien debió avisarles, señor. Si hubiésemos dispuesto de más tiempo yo les habría hecho salir de los montes donde se escondieron.
—Pero no teníamos más plazo —el comandante se detuvo antes de entrar en el puente—. Por cierto, capitán, ¿qué tal son las chicas reclutadas?
—Normales, señor.
—Oh, vamos, no se haga la despistada. Quiero saber si hay alguna bonita entre ellas, ya sabe…
—No soy la más indicada para juzgarlas.
—Bien, entonces dígale al sargento Ugarga que comente entre ellas que si alguna, que sea atractiva, por supuesto, quiere aligerarse un poco de los duros ejercicios de entrenamiento puede ofrecerse voluntaria para ir a mi camarote esta noche.
Secamente, la capitán replicó antes que el comandante entrase en el puente:
—Lo haré, señor.
Le vio pasar entre los dos centinelas, que al unísono le presentaron armas. Luego, Garh volvió sobre sus pasos, maldiciendo internamente al comandante. A Regan le gustaban demasiado las mujeres, aunque nunca le había pedido a ella que pasase la noche en su camarote. Con despecho, Ida se preguntó si Regan no la consideraba lo suficientemente atractiva. No es que le importase mucho dormir alguna que otra vez con aquel imbécil, sino que la ofendía el hecho de no ser incluida en sus pensamientos eróticos.
Bajó hasta el nivel del acuartelamiento y llamó a sargento Ugarga, quien acudió ante ella, corriendo y sudoroso. Llegaba una fusta eléctrica en la mano. Ida le transmitió la orden de Regan y el sargento, de mala gana, le prometió que tasaría a las reclutas el deseo del comandante.
—Esas mujeres de Howarna son extrañas, capitán —dijo Ugarga—. No quieren relacionarse con sus otros compañeros. Siempre están con los nativos que trajimos con ellas.
En aquel momento sonaron las sirenas y los soldados rompieron filas y las compañías se retiraron a sus respectivos pabellones. Garh siguió con la mirada a los reclutas, que se distinguían de los veteranos por los pañuelos rojos anudados al cuello.
—¿Qué tal se comportan?
El sargento se encogió de hombros.
—Son difíciles, señora. Muy orgullosos. No les ha sentado nada bien el alistamiento forzoso. Creo que si no fuera por el acondicionamiento que reciben durante el sueño serían imposibles de gobernar.
—¿Y el recluta llamado Lars Nolan?
—Es el peor. Ya ha recibido varios castigos. Recuerdo sus instrucciones y no le someto al régimen disciplinario que me habría gustado, pero por mi gusto le desollaría la espalda.
Y el sargento se preguntó qué le habría hecho cambiar de opinión a la capitán últimamente. Él había pensado que aquel tipo recibiría toda suerte de castigos a causa del acto de hostilidad hacia la capitán en la aldea Lamba. Y. también así lo había prometido ella.
Pero luego Garh le prohibió tajantemente que castigara en exceso a Lars Nolan, excepto cuando su comportamiento hiciera totalmente imposible eludir el correctivo.
La capitán Garh encendió un largo cigarrillo, que el sargento miró con avidez. Era de aquellos cargados de dosis euforizantes, de alto precio, que sólo los oficiales podían costearse. Ida sonrió al notar la mirada ansiosa de Ugarga y le entregó uno, que el suboficial aceptó con una amplia sonrisa.
—Sargento, dentro de unos días someteremos a los reclutas a unas revisiones rutinarias. El comandante quiere saber si entre ellos tenemos a algunos con un I.Q. elevado, para ser trasladado a los equipos técnicos —Garh sonrió—. Me gustaría que sólo dos o tres reclutas pasaran las pruebas satisfactoriamente. Por supuesto, no quiero que Nolan abandone las fuerzas de asalto. ¿Entendido?
El sargento había encendido el cigarrillo y extasiado expulsó una densa bocanada. Asintió y dijo:
—No se inquiete, capitán. Déjelo todo de mi cuenta.
—Así lo espero. Creo que llegaremos dentro de unos días al punto previsto para salir del hiperespacio. Entonces estaremos a dos horas luz de Kasartel. Allí nos espera un crucero imperial que nos surtirá de toda clase de datos referentes a los rebeldes.
—¿Qué tengo que hacer ante la reticencia de los reclutas a confraternizar con sus demás compañeros, capitán? Tal cosa no gusta a los veteranos y temo incidentes.
—Déjelos por el momento, sargento. En cambio, extreme los correctivos hacia ellos. Cuando esta noche se implante el descanso me gustaría que usted mismo acompañase al recluta Lars a mi camarote.
El sargento asintió y trató de sonreír. La capitán se alejó y Ugarga le lanzó una mirada cargada de resentimiento. Podía eludir el encargo del comandante, alegando que ninguna de las muchachas quería acudir a su camarote. Pero no podía, en cambio, desatender la petición de la capitán.
Lentamente caminó hacia el pabellón donde estaban alojados en su mayor parte los reclutas, compartiendo el local con dos compañías de veteranos.
Lars Nolan vio al sargento entrar y quedarse en la puerta, fumando lentamente un largo cigarrillo.
Estaba sentado en su litera y crispó los puños. Su compañero. Gorgolei, le susurró:
—Cálmate, amigo. Yo también siento que la sangre me hierve en las venas ante la visión de esa hiena, pero me contengo.
—Algún día le cogeré a solas y nadie le reconocerá.
—Seguro —intervino Diana, una chica corpulenta y de gran belleza, desde la litera más cercana—, pero mientras tanto procura que no descubra tu odio hacia él.
Los cincuenta y seis nativos de Howarna estaban muy unidos y rechazaban el más mínimo contacto con los demás soldados de asalto humanos, humanoides y semi monstruos.
Lorimer, un pequeño pero fuerte granjero, se acercó y dijo:
—Eh, chicos. Tengo noticias. He hecho amistad con un humanoide de Casiopea. Me ha contado cosas interesantes.
—Creí que todos estábamos de acuerdo en no hacer amistades —protestó Gorgolei.
—Déjale y que cuente lo que sepa —le atajó Lars.
—Pues mi amigo el de Casiopea —siguió diciendo Lorimer— dice que muchos soldados están descontentos. Llevan un montón de meses combatiendo y todos creían que iban a tener un largo permiso cuando se detuvieron en nuestro mundo y ahora nos dirigimos a otro para castigar a algunos locos que se han atrevido a alzarse contra el emperador.
—Eso ya lo sabíamos —rezongó Gorgolei.
—Pero, nadie sabe que nuestro destino es Kasartel, Allí se está cociendo algo gordo.
—¿Y qué? No entiendo ahora nada…
—Los kasartelanos son más fuertes de lo que muchos piensan. Si nos desembarcan allí podemos fugarnos, unirnos a los rebeldes y esperar hasta que consigamos una nave para regresar a nuestro mundo.
—Estás delirando. ¿Qué te hace suponer que esos rebeldes disponen de naves? Lo más, seguro es que nos frían apenas desembarquemos.
—Chiss —susurró Diana viendo acercarse al sargento.
Todos callaron, y cuando Ugarga se detuvo delante de ellos, se pusieron firmes. El sargento buscó a Lars y le dijo:
—Vístete y sígueme, recluta.
Lars palideció. Pensó que aquella bestia con galones le estaba preparando algún castigo. Crispó los puños y avanzó un paso.
El sargento echó mano a su fusta eléctrica y la blandió delante de la cara de Lars, advirtiendo:
—No hagas ninguna tontería, recluta. Volverás sano y salvo aquí dentro de un rato si no cometes ninguna tontería.
Lentamente, Lars tomó su uniforme de paseo. Seguido por las curiosas miradas de sus compañeros, caminó tras los pasos del sargento Ugarga.