1

—Señor, del Mando Supremo de la Flota —dijo el teniente Lahmer cuadrándose ante su superior. Después del sonoro taconazo le tendió el mensaje codificado.

El comandante Brad Regan lo cogió, insertándolo en el lector. Durante unos instantes permaneció en silencio, después de repasar por varias veces el contenido. Alzó la mirada al oficial y dijo:

—Teniente, ¿quién está de servicio en el puente de mando?

—El capitán Garh, señor.

—Dígale que se presente aquí inmediatamente.

—Sí, señor.

Una vez solo, el comandante soltó una maldición y arrugó el mensaje con violencia, que arrojó al conducto de desperdicios. No podía ser registrado en el libro de bitácora, pero su contenido tenia que ser obedecido al pie de la letra.

Apenas hacía tres días que habían salido del hiperespacio y volaban a una décima de velocidad de luz en dirección a la base de zona operacional Estaba previsto rendir cuentas de la misión dentro de una semana, tras la cual todos confiaban en obtener un merecido permiso después de la dura campaña llevada a cabo en el sector rebelde de Lamgarum.

El acorazado «Visnú» había sufrido algunos daños y bastantes bajas en la tripulación. Más de cien cadáveres se habían lanzado al espacio cuando concluyeron las operaciones en Lamgarum. Pero en el planeta rebelde la destrucción realizada como castigo fue enorme. Allí había quedado una flotilla de ocupación que vigilaría la sumisión de sus habitantes al Gran Imperio.

La campaña había durado tres largos meses, llena de duros combates y una resistencia inusitada por parte de los rebeldes.

Regan entornó los ojos, pensando en la capitán Garh. Ella fue quien desembarcó al mando de unas unidades de asalto y redujo el último reducto enemigo, capturando a varios líderes rebeldes y los pocos cientos de soldados que aún resistían.

En aquella ocasión Regan estuvo a punto de arrestar a la capitán, Ida Garh, sin consultarle, pasó a cuchillo a los prisioneros. Cuando él, furioso, la inquirió por lo que había hecho, Garh, con altanería, le respondió que tenía que dar un escarmiento, una advertencia a todos para que lo pensaran dos veces antes de alzarse en armas contra el emperador.

Garh añadió, sonriente, que también los soldados de asalto debían acostumbrarse a la sangre y a vengar a sus compañeros. La dureza, dijo, era el mejor adereza para mantener la disciplina. Y en una nave como la «Visnú», que llevaba más de dos años sin tomarse un descanso, navegantes y soldados tenían los nervios a flor de piel Si entre ellos había algún indicio de protesta ésta se aplacaría a la vista de una matanza en masa.

Regan reprimió sus deseos de castigar a la capitán. Era cierto que la dotación del acorazado estaba en los límites de su resistencia, después de tantos meses de continuas misiones. Si presenciaba el castigo de un oficial la disciplina podría romperse. Mordiéndose los labios, terminó felicitando a Garh, pero adviniéndola que aquella debía ser la última vez que tomaba una decisión importante sin consultársela.

Lo sucedido en Lamgarum era un síntoma. En muchas partes del vasto imperio muchos planetas lanzaban sus primeras protestas contra el poder central ubicado en la Tierra. Las unidades de la flota imperial tenían que multiplicarse en sus esfuerzos, acudiendo a muchos puntos, interviniendo violentamente contra comunidades cansadas de proporcionar hombres y mujeres para los ejércitos del emperador y dinero para mantenerlos.

Y ahora le llegaba aquel maldito mensaje codificado. El permiso quedaba cancelado. En el mando supremo ya conocían que el acorazado iba escaso de soldados y tripulantes, por lo que concedía permiso a Regan para subsanar lo antes posible tal contingencia y luego volver a sumergirse en el hiperespacio y poner rumbo a Kasartel, en donde parecían existir problemas.

Un comandante de acorazado no estaba obligado a emprender una misión punitiva sin disponer completa sus dotaciones. Tampoco debía solucionar por sí mismo tal problema. Pero la orden del mando supremo le exigía llevar a cabo semejantes ingerencias. Las instrucciones codificadas eran terminantes, pero también le prohibían registrar la orden, la cual una vez conocida debía ser destruida.

La acción que debía cometer el comandante era ilegal, pero no podía negarse a ella.

Seguía sumido en sus pensamientos cuando la puerta de su despacho se abrió y entró el oficial Garh.

La miró. Lo hizo con cierto desprecio, observando la planta orgullosa de Ida Garh. Era una mujer de edad mediana, que aún conservaba algo de su salvaje belleza, pese a la dureza de sus facciones. Garh se cuadró ante la mesa de Regan, quedándose firme. Vestía el uniforme de la Armada Imperial, rojo y azul con entorchados de oro, de forma impecable. Sus botas relucían en deslumbrante negro.

—Descanse, capitán Garh —dijo el comandante—. ¿Alguna novedad del puente?

—Ninguna, señor. Todo está controlado y según las previsiones. Las reparaciones de los castillos de babor están terminando y el artillado de proa estará concluido antes de dos días. Cuando lleguemos a la base la nave estará en condiciones óptimas de revisión.

Regan intuía algo semejante. Garh, pese a la poca simpatía que sentía por ella, era un oficial competente. Si ella se había propuesto que las reparaciones estarían concluidas en tal o cual fecha, los hombres podían reventar, pero el trabajo estaría listo.

—He recibido un mensaje del mando supremo, capitán —dijo lentamente, mirándola a los ojos.

—Lo sé, señor. Yo misma lo recibí codificado y se lo envié con el teniente Lahmer.

—No sabía que usted estuviera en aquel momento en el módulo de comunicaciones.

—Hacía mi inspección allí cuando fue recibido, señor. ¿Es importante?

Regan pensó que si no hubiera estado codificado pensaría que Garh ya conocía el contenido y se estaba burlando de él. Pero sin un lector nadie podía leer un mensaje en clave positrónica.

—Yo diría que más que importante es… Bueno, no sé cómo definirlo. Son órdenes que a ningún comandante le gusta recibir.

—No entiendo, señor…

—Se nos ordena dirigirnos inmediatamente a Kasartel.

—Sabia que allí surgirían problemas, señor —dijo Garh torciendo el gesto—. En mi opinión nunca se le debió conceder a ese planeta las prerrogativas de que goza.

Asombrado, el comandante frunció el ceño.

—¿Conoce Kasartel, capitán? —tenía que admitir que era la primera vez que él había escuchado ese nombre y se sentía un podo humillado.

—Así es, comandante —sonrió turbiamente la mujer—. Privadamente dispongo de un archivo de mundos que, según mi criterio, ocasionarán disturbios al imperio. Y le aseguro que Kasartel está entre los primeros de la lista. ¿Sabe ya usted lo que sucede allí?

—No, aún no. Cuando estemos cerca de Kasartel un crucero nos ampliará detalles. Nos estará esperando.

—¿Cuándo virarnos para dirigirnos allí, comandante?

Regan le miró furioso. Aquella mujer parecía alegrarse ante semejante noticia. ¿Es que no había pensado que entre la tripulación surgirían protestas sordas, incluso entre algunos oficiales? La nueva orden significaría otros tres meses de campaña, un retraso en el permiso que todos ansiaban, excepto la capitán Garh, al parecer.

—No se precipite tanto, capitán —rezongó Regan—. Tenemos otros asuntos que resolver antes que nada. ¿Ha olvidado que tenemos bajas en las tropas de asalto y en algunos puestos técnicos?

—Apenas ochenta soldados y veinte navegantes, señor —sonrió despectiva la capitán—. No creo que signifique nada eso, ya que aún disponemos de tres mil soldados y los puestos de navegación pueden ser cubiertos, de hecho lo están, apenas aumentando en un veinte por ciento el horario de las guardias.

—El mando supremo conoce nuestra situación. Las ordenanzas prohíben que una unidad como ésta entre en combate sin estar completa. Tenemos que buscar esos hombres que nos faltan.

Y la miró significativamente.

La capitán Garh sólo necesitó unos segundos para comprender. Su sonrisa se amplió y dijo:

—Entiendo, señor. Si le parece me ocuparé de ese problema. Estamos a unos dos días de Howarna.

—¿Qué es Howarna?

—Oh, un mísero planeta recientemente abierto a la colonización. No tiene muchos habitantes. Apenas unos miles, pero entre ellos encontraremos suficientes voluntarios que se sentirán honrados de servir al emperador.

—Es posible que no consiga reunir a tantos hombres que nos faltan, capitán.

Ella soltó una carcajada.

—Deje eso de mi cuenta, señor.

—Precisamente la he llamado para confiarle esa misión, capitán.

—Gracias por su confianza, comandante.

Brad Regan esbozó una sonrisa y dijo complacido:

—Estoy seguro que usted sabrá llevar a buen término una misión tan desagradable como esa, capitán.

Comprendiendo el sentido de las palabras del comandante, Garh hizo una mueca, estuvo a punto de replicar abruptamente, pero se contuvo, pensando que tal vez el comandante se hubiera alegrado muchísimo de someterla a expediente disciplinario.

—No le defraudaré, señor. ¿Algo más?

—Creo que no. Ah, cuando termine su turno dispóngalo todo para estar libre de servicio hasta que concluya la recluta de nuevos soldados y navegantes.

—Será una leva, señor. No me importa llamar las cosas por su nombre. Por el contrario, lo prefiero.

Regan la despidió con un movimiento de cabeza y la capitán salió del despacho.

A solas, Regan hizo deslizar su asiento hasta un rincón de la estancia, colocándose delante del ordenador. Allí tabuló durante unos instantes y en la pantalla apareció el siguiente informe:

Howarna. Cuarto planeta de la estrella Plummol. Datos más importantes…

Se repantigó en el asiento y dedicó cada su atención a los informes.

* * *

La capitán Garh se dirigió al nivel inferior en lugar de hacerlo al puente de mando. Allí estaban los cuarteles de la dotación de tropas de asalto del acorazado.

El soldado que montaba guardia protocolariamente se cuadró ante su paso, presentando armas con el pesado rifle láser. Antes de llegar a la sala de guardia, el sargento de servicio, un humanoide gigantesco llamado Ugarga, oriundo de un planeta semisalvaje del sector Regulus, le salió al encuentro.

—Sin novedad, capitán —dijo con su gutural voz el sargento—. Tal como usted ordenó estamos sometiendo a la tropa a ejercicios tácticos.

Ida asintió. Ella había ordenado que los soldados no permaneciesen inactivos. Los quería bien entrenados, siempre dispuestos. Seguida por el sargento, se dirigió a las salas donde evolucionaban ocho de las diez compañías con que estaba dotado el acorazado.

La gran estancia podía acoger a tres veces aquel número de soldados. Durante un rato, Garh los vio correr, saltar y enfrentarse entre sí bajo la supervisión de monitores robots, incansables y que fustigaban a los hombres y mujeres que flaqueaban o cometían errores.

A una orden de Garh, los ejercicios se detuvieron y los suboficiales ladraron las órdenes precisas para que cada compañía quedase formada. Luego, todas desfilaron ante Garh.

La capitán no pudo disimular una sonrisa de satisfacción; Estaba orgullosa de aquellos soldados, pese a que sabía que la mayoría de ellos la odiaban. Pero contaba con la fidelidad de los suboficiales y éstos se bastaban para mantenerlos en cintura.

Garh era la comandante de las tropas de asalto, las temidas unidades del imperio. Para ella, individualmente carecían de valor, pero en conjunto formaban un pequeño ejército muy eficiente, sobre todo para someter mundos díscolos. El solo anuncio de que estaban a punto de desembarcar aquellas tropas había sofocado más de una revuelta sin disparar un solo tiro.

Se volvió hacia el sargento Ugarga, diciéndole:

—Le felicito, sargento mayor; sus hombres y mujeres están en perfectas condiciones.

La gran extensión se había quedado vacía y Ugarga sonrió ampliamente:

—Gracias, capitán. En realidad están contentos todos.

—¿Por qué?

—Bueno, quizá porque saben que pronto llegaremos a la base y…

—Hay novedades, sargento. Por eso quiero hablarle a solas. Debemos preparar sicológicamente a los hombres para que reaccionen satisfactoriamente cuando sepan que damos medía vuelta y nos dirigimos a Kasartel después de una breve estancia en Howarna.

El sargento Ugarga era un veterano al que le importaba bien poco beneficiarse de un permiso, pero su rudo semblante mostró preocupación cuando dijo:

—Habrá problemas, capitán. Los soldados…

—Los evitaremos. Una información subliminal y unas sesiones de terapia en grupo, algo de sexo y drogas les hará recibir la noticia con estoicismo. Antes de una semana estarán ansiosos por entrar en combate. Y serán más fieros que nunca —soltó una risa divertida—. Los kasartelanos sabrán lo que significa alzarse contra el imperio y pagarán bien cara su osadía.

—¿Por qué vamos antes a Howarna, señora? —preguntó el sargento.

—Tenemos que completar las dotaciones que nos faltan en las tropas y navegantes. Descenderemos en Howarna y allí solicitaremos de sus habitantes una aportación a la causa del imperio.

—¿Cuánto tiempo dispondré para preparar a los reclutas?

—Diez días, que será el tiempo que tardaremos en llegar a Kasartel. ¿Tendrá suficiente, sargento?

—Por el bien de los reclutas espero que sí —rió Ugarga.

—Magnífico. Cuento con usted para que me ayude a elegirlos, sargento. El comandante me ha asignado esa misión.

—Será un placer. Por cierto, ¿qué aborígenes hay en Howarna?

—Humanos. Una población escasa, principalmente agrícola. Me temo que no serán muy cultos, pero sí gente fuerte y sana.

—Los haremos buenos soldados, capitán.

—Y si no peor para ellos, sargento —sonrió la capitán, saliendo del acuartelamiento.