VII

Aquel buen tiempo que parecía haber traído consigo Anchoriz, se fue al traste; los aguaceros volvieron a poner sitio a Termas-altas; parte de la guarnición sitiada se rindió al enemigo, el hastío, y salió de la plaza sin honores de ningún género, porque ya no estaba allí, a la puerta, don Mamerto, para despedir a los que escapaban, con la marcha real.

Unos le decían adiós y otros no. Él fue notando la soledad. Sintió el terror de quedarse allí, atado al lecho, mientras poco a poco todos los bañistas iban desfilando. Ya era aquello un sálvese el que pueda.

En sus manías y aprensiones de enfermo, llegó a sentir la falta de sociedad, como él decía, tanto como la enfermedad misma; la fiebre le convertía el aislamiento en una desgracia. Más era. El quedarse tan solo, metido en aquel cuarto de una casa de baños, lo relacionaba él con la respiración, y cada vez que le anunciaban: «Se ha marchado también don Fulano», se le figuraba que le faltaba aire.

Quería oír ruido, aunque le molestase.

El médico le aconsejaba silencio y obscuridad, y él buscaba estrépito y luz. Hizo que le trasladasen la cama al gabinete; y de noche, mientras duraba la tertulia de los pocos huéspedes que quedaban, en el salón, que estaba más cerca, don Mamerto mandaba que abrieran la puerta de su habitación para oír fragmentos de las conversaciones. Se jugaba al tresillo, y lo que oía más a menudo era: «Espada, mala, basto. Estuche… Codillo…» y otras lindezas por el estilo.

Parecía mentira que hubiese en la casa personas que diesen tanta importancia al basto y aun a la espada, estando él tan malito, como sin duda se iba poniendo.

Sí, muy malo; valga la verdad. Lo sentía él, y además lo comprendía por ciertas señales: veía que el médico, Campeche, los criados, le trataban con el rencoroso cuidado que un enfermo grave inspira a los extraños que tienen que asistirle.

Aquello no era lo tratado: el Anchoriz sano, alegre como unas castañuelas, siempre sería muy bien venido; Anchoriz meramente indispuesto… podía pasar, hasta tenía cierta gracia por la novedad del caso. Pero Anchoriz… en peligro de muerte, y exigiendo días y días, noches y noches atenciones sin cuento… francamente era una sorpresa dolorosa. Una broma pesada.

O por darse importancia, o porque fuera verdad, el médico dejó correr la voz de que acaso, acaso aquello degeneraba en tifoidea.

La frase, con la tal degeneración, no debía de ser suya, pero el temor a la tifoidea, sí.

A los pocos días ya no sintió Anchoriz las voces del salón; en vano hacía abrir la puerta; ya no oía: mala, basto, rey, fallo… Parecía mentira, pero aquellas palabras sin sentido ya para él, estúpidas, indiferentes, frías, habían llegado a hacerle compañía; le hablaban de una humanidad que existía, aunque muy lejana; eran como un barco que un náufrago ve en el horizonte… una esperanza que pasaba a muchas millas de sus ahogos.

Acabó el tresillo, acabó la tertulia; acababa todo; el señor Campeche tuvo que marcharse: ya no había huéspedes; ya se había despedido el cocinero francés extraordinario, la servidumbre también se había reducido muchísimo… Aquello estaría ya como en invierno… si no fuera la inoportuna enfermedad del señor Anchoriz. El médico también se impacientaba. Oficialmente ya no tenía obligación de estar allí. Se habló de trasladar al enfermo a la capital. Imposible.

No hubo más viaje que volverlo a la alcoba, que le pareció antesala de la sepultura. En aquel antro apenas conocía a las pocas personas que se le acercaban. A la fiscala, sí; la conocía por el tacto, por la dulzura maternal con que le movía en el lecho, con que le arreglaba las almohadas y el embozo. Los fiscales no se habían marchado. Él tenía licencia larga y ella mandaba, por las buenas, en su marido. Eran ridículos, tiesos, a la antigua española; tenían ideas muy atrasadas y muy esclavas del mecanismo legal en asuntos de derecho; eran rigorosos y rutinarios en materia penal, porque lo era el Código; pero, por lo visto, eran excelentes personas. Acaso él no era más que un marido dominado por su mujer; pero ella, estuviera o no enamorada de Anchoriz, como se había susurrado, sin respetar sus años, era, por los resultados a lo menos, un alma caritativa.

Sin la fiscala, Anchoriz hubiera muerto como un perro; como un perro asistido por camareros.

No murió así. Fue de otro modo. Una noche, mientras le velaba un mozo de cocina… durmiendo a pierna suelta y roncando, don Mamerto se sintió muy mal. Llamó, dio gritos, no muy poderosos, y todo fue inútil.

Como si ya estuviese enterrado y despertara en la caja, empezó a dar puñetazos y patadas a la pared; no quería morir sin testigos… sin lástima. El mozo, nada, como un tronco. El pobre se había levantado a las cinco de la mañana, y había trabajado mucho.

Anchoriz, que no había necesitado soñar para tener en la vida muchas veces delante de sí encantadoras y voluptuosas apariciones, dignas del ensueño, en figura de mujeres esbeltas, lozanas, que en traje muy ligero se acercaban a deshora a su lecho de solterón, ahora veía, soñando, delirando tal vez, que de la obscuridad, que la luz de una lamparilla no hacía más que acentuar con un tinte de palidez, surgía un fantasma anguloso, flaco, la muerte con una cofia, figura de danza macabra.

No era la muerte; era la fiscala, en camisa, con las manos colocadas como aconsejaba el pudor póstumo; horrorosa en su fealdad de media noche, pero movida por un espíritu de caridad, que no se destruía por completo, aunque la malicia tuviera razón, y viniese con el refuerzo de cierta curiosidad lasciva inútilmente, o ridículamente romántica y amorosa. Ello era que había que contentarse con lo que había.

La humanidad no ponía a disposición de Anchoriz en aquel trance supremo más que una vieja desdentada, fea, solemne y ridícula, llena de preocupaciones, y un poco piadosa.

Tal como era, se acercó al moribundo; y como no hubo tiempo para más, para llamar médico, cura, ni siquiera criados, ella sola se las arregló como pudo; y en los últimos momentos de extraña lucidez del gran egoísta, le habló de consuelos celestiales, le abandonó con ternura una mano escuálida, a que él se cogió, apretándola, como si así pudiera agarrarse a la vida, y, como lloró él, y lloró ella, y hay lugares comunes cristianos que en ciertos momentos recobran una sublimidad siempre nueva, que sólo entienden los que se ven en supremos apuros, acaso lo que pasó entre la vieja y el libertino, entre la honrada fiscala y el viejo verde, fue la aventura de faldas más interesante con que hubiera podido entretener a los comensales de la mesa redonda el solterón empedernido… si hubiera podido contarla.