Así era el hombre a quien con tanta alegría y solemne agasajos recibieron los comensales de Termas-altas, tan aburridos poco antes en aquel comedor frío y húmedo, en aquella mañana de la otoñada triste.
Por de pronto, nada se le dijo del incidente de los fiscales; toda la conversación fue para las noticias frescas, picantes, que traía de la ciudad don Mamerto.
Bodas, bailes, escándalos de amor y del juego, romerías… de todo esto desembuchó el floreciente gallo, muy satisfecho porque podía con tal abundancia saciar la curiosidad de aquellos buenos amigos (a muchos de los cuales sólo los conocía para servicios… de mentirijillas). El coronel le preguntó después qué había de la guerra civil, y qué de una explosión de grisú en las minas de Langreo. Anchoriz puso cara compungida, se limpió los labios con la servilleta y declaró que de tan lamentable catástrofe y de las luchas de nuestros hermanos no tenía la más insignificante noticia.
Y poco después jugaba al tresillo en la sala de recreo (¡de recreo, y tenía un piano que tocaban a ocho manos los bañistas!), sonriente, seguro de ganar a unos chancletas que se consideraban muy honrados con tal compañero, tan fino, tan jovial, y a quien no había quien diese un codillo.
Por la noche, gracias a la influencia de Anchoriz, se reanudaron los rigodones y la Virginia; que no se bailaban desde fines de julio. Don Mamerto no solía bailar; pero en aquella velada memorable se dignó invitar una dama que metida en un rincón detrás de una mesa de juego, con cara de pocos amigos, parecía estar despreciando todas aquellas frivolidades mundanas, con gesto avinagrado y haciendo calceta. Sí, calceta; no se avergonzaba de ello.
Era la fiscala. Anchoriz ya sabía (se lo habían dicho al tomar café) el incidente del almuerzo. Por lo mismo, se iba derecho al enemigo, seguro de vencerlo.
En efecto, después de una repulsa y varios melindres, la fiscala en persona salió a bailar del brazo de don Mamerto. Una salva de aplausos acogió a la pareja. ¡Lo que es la gloria! A la fiscala se le puso cara de Pascua.
La vanidad le llenaba el mezquino espíritu. Poca vanidad bastaba para llenar recinto tan estrecho. Sin más que una finísima invitación, una mirada de caballero galante, algunas sonrisas en que la salud y la buena sangre hacían veces de poética espiritualidad, Anchoriz había conquistado a la fiscala. Esta señora, al sentir su brazo sostenido por el de aquel buen mozo… de hoja perenne, es decir, siempre en sus verdores, vio el mundo, y a don Mamerto particularmente, desde otro punto de vista, bajo el punto de vista de las flores, y perdonó a Anchoriz… porque había amado mucho.
Cinco o seis días estuvo nuestro héroe haciendo las delicias de los rezagados de Termas-altas. Y buena falta hacía animar y consolar a los que se quedaban, porque los que dejaban el balneario parecía que se llevaban la alegría.
—¿Qué será —decía la fiscala a don Mamerto, a quien llegó a hacer confidente de cierto romanticismo histórico que tenía ella debajo del Código penal en que consistía lo más de su corazón—; qué será que toma una tanto cariño a todas estas personas que conoce de tan poco tiempo; y que al despedirse de cada cual parece que se le deja llevar un pedazo del alma? ¿Será la intimidad del trato, lo excepcional de las relaciones en estos sitios y en estas circunstancias?
—Sí, señora —contestaba don Mamerto, sonriendo— algo es eso; pero la causa principal de este sentimentalismo de final de verano consiste en la mucha fruta que se come y en la salsa de tomate. Estos alimentos debilitan… y los nervios se exaltan… y de ahí ese repentino amor al prójimo y tendencia a ver en todo lo que pasa y se va motivo de melancolía…
—¡El tomate! Estas tristezas que causan estas ausencias… ¿las produce el tomate?…
—Sí, señora; pero sobre todo, la fruta; la de hueso particularmente. Los melocotones crían bilis y la bilis engendra esas penas de tan frívolo motivo.
Por lo demás, a Anchoriz no le costaba trabajo procurar la alegría de los otros, porque él estaba como unas castañuelas. A pesar de la fruta, no le importaba un bledo de los que se iban ni de los que se quedaban; con tal que no faltase gente, que fueran estos o los otros, le importaba un rábano. Por eso no comprendía cómo se afligían tanto algunos cuando se moría alguien. «¿Por qué lloran las muertes y se festejan los nacimientos? Vean ustedes el periódico —exclamaba—. Parte de la alcaldía: día de hoy; cuatro defunciones, seis nacimientos. Vamos ganando dos. Y siempre es lo mismo».
Así era que en los anuncios de marcha de los bañistas él veía nada más motivo de diversión. A pocas simpatías que hubiese ganado en el establecimiento el huésped que se despedía, Anchoriz organizaba, con ocasión del viaje, una jarana, una broma de buen gusto, que consistía en confabularse muchos de los bañistas, hacerse los distraídos a la hora de las despedidas y dejar que se amoscase el que se marchaba, creyendo que se le olvidaba y no se le decía adiós. Y cuando iba a montar en el coche que debía llevarle a la estación, ¡zas!, la manifestación salía al pórtico, en formación solemne, cantando la marcha real y tocando los platillos con piedras del río. Y el amoscado huésped se marchaba contentísimo, satisfecho de su popularidad en el balneario, y seguro de que allí dejaba una porción de verdaderos amigos, no menos firmes por poco probados.
Y Anchoriz, que tan buen amigo de esta clase era, tan fiel a la amistad en el holgorio y tan decidido a no acompañar a nadie en el sentimiento, ¿qué pensaba de la amistad de los demás respecto de él? ¿Sería un escéptico? ¿Negaríase toda esperanza de que los demás fueran con él más caritativos que él con los demás? No; no pensaba en eso. Desechaba por importunas estas comparaciones, como la idea de la muerte. No quería meterse en honduras, averiguando adónde llegaba el egoísmo ajeno. Estas investigaciones no le convenían al suyo.
Si el hombre era malo, egoísta, lo mejor era no tener ocasión de llegar a conocerlo por experiencia. Por lo cual, sin decidir la cuestión en sentido pesimista, por si acaso, Anchoriz hacía con la amistad, lo que don Quijote con la segunda celada, no la ponía a prueba. Y su egoísmo, agarrándose al interés, a toda ganancia posible, al amparo de la ley, que asegura lo que se ganó, con caridad o sin ella, procuraba vivir sin necesitar de nadie, a fuerza de no hacer nada por quien pudiera necesitar del alegre y servicial don Mamerto.
La alegría, algo afectada, por lo mismo que todos temían la tristeza de la soledad y del mal tiempo, que se iban acentuando, había llegado al colmo, gracias siempre al señor Anchoriz, cuando una mañana, por cierto de excepcional hermosura en el cielo, de sol esplendoroso y brisa templada, un camarero anunció en el comedor, que don Mamerto no bajaba a comer a la mesa redonda porque se sentía algo indispuesto.
Todos los comensales se volvieron hacia el portador de tal noticia.
—¿Está en la cama? —preguntaron muchos.
—Sí, en la cama; y ha mandado al doctor Casado que vaya a verle.
—¡Anchoriz en la cama! ¡Al mediodía!
Consternación general; y aún más que eso, asombro: así, como si el sol a las doce del día no hubiera dejado todavía las ociosas plumas de su clásico lecho, ni los brazos de la deidad con quien el mito le supone amontonado.