III

Don Mamerto Anchoriz, acostumbrado a estas ovaciones, no se turbó un momento. Con el sombrero de paja fina negra y blanca, de la estrecha y redonda, saludó al concurso, mientras la sonrisa majestuosa y benévola de sus labios finos y sonrosados brillaba bajo el bien rizado bigote, entre las patillas anchas, negras y lustrosas.

Era alto y fornido, de tez blanca y suave, de mano pequeña y delicada, con uñas de color de rosa. Sobre el vientre, un poco abultado, poco, despedía relámpagos de blancura un chaleco de la más rica tela, y cazadora y pantalón de alpaca de seda gris completaban el traje de tan arrogante buen mozo, cuya pierna había, en todas las épocas de nuestra historia constitucional, sin contar las dos primeras, atraído las miradas de las mujeres de todas las clases sociales.

Desde los quince años había sido don Mamerto el mejor mozo de su tierra, y según la malicia, medio siglo llevaba de seducir casadas y solteras, viudas y monjas, marquesas y ribeteadoras, aldeanas y bailarinas. Es claro que exageraba la malicia. Don Mamerto no podía tener setenta y cinco años ni mucho menos, pero sí era seguro que tenía muchos más de los que aparentaba; y no se diga de los que él confesaba, porque él no confesaba nada, ni de sus años se le había oído hablar nunca.

Lo cierto era que las generaciones pasaban y se sucedían, y Anchoriz era el mismo para todas ellas, el Anchoriz de patillas negras, de labios sonrosados, de ojos suaves y brillantes, de puños tersos blancos como nieve, de pantalón inglés del mejor corte, de arrogante apostura, de elegancia discreta, seria y sólida; el Anchoriz, eterno arquetipo de buenos mozos, adorno de toda fiesta, espectador de todo espectáculo, parte de toda alegría pública, elemento de la animación y de la algazara a todas horas y en todos sitios.

Jamás se le había visto en un entierro, ni los enfermos le debieron visitas, ni dio limosnas en su vida, ni prestó un cuarto, ni hizo un favor de cuenta, ni votó a nadie diputado ni concejal, ni dejó de engañar a cuantos maridos pudo, ni de padres ni de hermanos se cuidó para seducir doncellas; y, sabiéndolo así toda la provincia, no había hombre mejor quisto en ella, y todos decían: «¡Oh, Anchoriz! ¡Un cumplido caballero! ¡Y qué bien conservado!».

También se decía de él que si hubiera leído hubiera sido un sabio, porque talento natural no le había como el suyo, y del mundo sabía cuanto había que saber.

No era muy rico, pero vivía como si lo fuera. Durante muchos años no había tenido oficio ni beneficio, sino un hermano acaudalado con quien no vivía (porque su casa era siempre la mejor fonda del pueblo), pero que pagaba todos sus gastos, a lo que se creía; todo a pretexto de una herencia que no acababa de repartirse. Ni el hermano se quejaba, ni el mundo murmuraba. Murió aquel pariente, y dividida la herencia, se vio y se calculó que la parte de Mamerto era exigua; mas él había seguido siendo el mismo, feliz, bien comido, elegante, sin privarse de nada. Por fin se había descubierto que de poco tiempo a aquella parte era Anchoriz administrador general del duque de Ardanzuelo, aunque nada le administraba, porque los mayordomos particulares del duque se lo daban todo hecho a Mamerto.

El palacio del magnate estaba a la disposición del administrador general; y por ostentación, por vanidad o por lo que fuese, haciendo un paréntesis en su vida de fonda, Anchoriz se fue a vivir al gran caserón de Ardanzuelo. Sin embargo, la comida la hacía traer de la fonda. Pasaron seis meses, y el público notó que Anchoriz adelgazaba y palidecía.

¡Anchoriz triste, Anchoriz malucho! ¿Iba a acabarse el mundo? Los médicos más distinguidos de la ciudad se creyeron en el deber de estudiar al enfermo, sin alarmarle, por supuesto. No pudieron dar en el quid de la enfermedad. Fue él, Mamerto mismo, quien acertó con el diagnóstico y la cura. Una tarde se presentó en la cocina del Hotel del Águila, su antigua vivienda; se acercó al cocinero, y sonriendo, después de darle una palmada en el hombro, exclamó:

—Perico, pon hoy tropiezos en la sopa.

—¿En qué sopa?

—En la de casa, en la sopa de todos…

—Pero… ¿el señorito come aquí hoy?

—Sí, hoy, mañana… y todos los días; pon tropiezos.

Los tropiezos eran pedacitos de jamón, aderezo familiar de la sopa, que Mamerto amaba como un dulce recuerdo del hogar paterno; él, que en la comida era un perfecto gentleman y había sabido despreciar desde muy joven la cocina española y burlarse del puchero y los guisotes, comía, siempre que podía, sopa grasienta con pedacitos de jamón, lujo de los grandes banquetes de su padre a que para toda la vida se había aficionado. Era el único recuerdo que consagraba a la tradición, a la familia. No creía en la religión de sus mayores (aunque tampoco se metía con ella para nada, según su frase); no creía en los buenos resultados de la monogamia, ni en los afectos naturales engendrados por la sangre; no creía en la patria; no creía más que en la sopa con tropiezos. Era su única preocupación, su única antigualla.

Cuando él vivía en la fonda se comía a menudo la sopa de don Mamerto.

Al oír aquella noticia, el cocinero se enterneció, se enterneció el pinche, y las muchachas encargadas de la limpieza de los cuartos lloraron de alegría, o cantaron, según el temperamento. El número 6, que había sido durante tantos años de don Mamerto, estaba vacío desde que él lo había dejado. Allí volvió aquella misma noche. La viuda de Uria, dueña del hotel, dijo solemnemente a los criados que aquel día era inolvidable, para la casa.

Cuando el huésped querido ocupó en el comedor el puesto de la mesa que tantos años había sido suyo, hubo en la estancia un silencio elocuente, una emoción profunda en criados y comensales antiguos.

Los huéspedes nuevos miraban también con respeto al héroe de la noche. En cuanto a Mamerto, risueño, impasible con los ojos en el plato sopero, enfriaba su sopa de tropiezos con la naturalidad y modestia y tranquila parsimonia que eran sus rasgos característicos.

Se conocía que, como siempre en situación semejante, aquel hombre no pensaba más que en la sopa.

Aquella sencillez con que supo volver a sus hábitos el caballero sin tacha, recordó a un comisionista erudito el caso de Fray Luis de León cuando volvió a su cátedra de Salamanca, después de su larga prisión: «Decíamos ayer», había dicho Fray Luis. Pues Mamerto parecía estar diciendo: «Comíamos ayer…».

Desde que volvió a la fonda, se notó por días, casi por horas, la mejoría. En pocas semanas volvió a ser el mismo de siempre, y la ciudad durmió tranquila.