En aquellos días tristes del mes de octubre, en que los huéspedes del gran hotel de Termas-altas se apiñaban hacia la cabecera de la mesa, en el comedor frío y húmedo, a los postres, la conversación, antes floja y malhumorada, se animaba un tanto, aunque fuera para maldecir con nuevos alientos de la vida insoportable de aquel caserón y del abuso de las propinas. Se hablaba mucho también de la virtud curativa de las aguas, tópico de conversación que en la temporada primera era casi de mal tono. La mayor parte de los enfermos se declaraban escépticos, unos en absoluto, negando la eficacia de toda clase de baños, otros con relación a los de Termas-altas.
Aquella mañana en que vimos detrás de la vidriera de la entrada al mísero piamontés del arpa disputar en vano al viento y a los chaparrones el privilegio de halagar las orejas de los comensales, la animación biliosa de última hora había crecido en razón directa del mal humor taciturno con que el almuerzo había comenzado.
Se negó allí todo: el cráter, las cataratas, las mejoras del establecimiento, la eficacia y hasta la temperatura oficial de las aguas, el buen gusto de las bromas pesadas del verano, la hermosura del paisaje, la existencia del sol en tales regiones, ¿y qué más?, hasta la fama de bellas y no muy timoratas que gozaban las muchachas del contorno se puso en tela de juicio.
Un matrimonio tísico, de cincuenta años por cada lado, de gesto de vinagre, aseguró que las chicas de aquellas aldeas eran feas, pero honradas a fuerza de salvajes; y que las aventuras que se referían, no eran más que invenciones del señor Campeche para atraer parroquianos y gente profana, es decir, solterones sanos como manzanas, que no venían allí más que a alborotar.
—No me parece muy correcto —decía el vejete, cuyas palabras sancionaba su mujer con cabezadas solemnes— no me parece muy correcto desacreditar a todo el sexo débil de un partido judicial entero, con el propósito de llamar la atención y atraer gente de dudosa procedencia y de malas costumbres.
Este señor, que así hablaba, era fiscal de la Audiencia, y su mujer le ayudaba a echar la cuenta por los dedos, cuando se trataba de pedir años de presidio, y de sumar o restar en virtud de las circunstancias agravantes o atenuantes. La fiscala se había acostumbrado de tal suerte al tecnicismo penal, que cuando le preguntaban cómo le gustaban los baños, si muy fríos o muy calientes, respondía:
—¿Sabe usted? ¡Me gusta tomarlos desde el grado medio al máximo!
Como siempre, negó aquella mañana el fiscal la hermosura de las muchachas del contorno y la facilidad de los idilios consumados al raso en aquellas frondosidades.
—Pues hombre —se atrevió a decir un don Canuto Cancio, antiguo procurador, que respetaba mucho al fiscal, y le aborrecía mucho más, por pedante, como él decía—; pues hombre, don Mamerto no tiene fama de embustero… y, con permiso de usted, señor fiscal, y salvo su superior criterio… y su conocimiento del mundo… don Mamerto asegura… en el seno de la confianza, por supuesto, que él, que la Galinda y la de Rico Páez… y la molinera…
—Lo de la molinera es un hecho —interrumpió otro comensal.
—Y a la de Rico Páez la he visto yo con don Mamerto en la llosa de Pancho, al oscurecer, este mismo año, en junio —dijo otro huésped.
—A usted, don Canuto —se dignó contestar el fiscal, despreciando a los interruptores, a quienes no conocía— a usted le hacen comulgar con ruedas de molino.
La fiscala, asegurando sobre la afilada nariz los lentes de miope, miró a don Canuto con desdén, y con aire de desafío, como retándole a desmentir a su marido:
—¡De molino! —aseguró la altiva señora.
—Ese don Mamerto…
Expectación general; cesa el sonido de tenedores; los camareros se detienen a oír lo que va a orar el señor fiscal contra don Mamerto, el ídolo de Termas-altas. El mismo señor Campeche, que oye sonriendo que le desacrediten las aguas, frunce el entrecejo, temiendo que el señor fiscal se extralimite en esta ocasión.
—Ese don Mamerto…
El fiscal vacila. Duda si su autoridad es suficiente para arriesgarse a decir algo que lastime la fama de don Mamerto.
—Ese don Mamerto —exclama con voz de trueno un coronel retirado, que ocupa al lado de Campeche la cabecera— es un modelo de caballeros, incapaz de mentir, y mucho menos de darse tono con aventuras falsas y fortunas soñadas, ¡entiéndalo usted, señor mío!
Los fiscales se vuelven, con sillas y todo, hacia el coronel, el cual desde este momento asume la responsabilidad de todo lo que allí pase, según inveterada costumbre, siempre que se agrian las cuestiones a la mesa.
Don Canuto es el que echa la liebre siempre, y si le insultan o desprecian, calla y se vuelve hacia el coronel, como diciéndole: «¡ahora usted empieza!»; y el coronel, que nunca tira la piedra, porque es muy prudente, jamás esconde la mano, y aun suele utilizarla, plantándola en la mejilla del lucero del alba si le irrita.
Don Diego, con su gota y todo, defiende las tradiciones de la mesa; y nada más tradicional y respetable allí que don Mamerto Anchoriz, nuestro héroe.
Es don Mamerto Anchoriz un señor que se presenta todos los años en Termas-altas dos veces, a pasar ocho días por mayo o junio y otros ocho en lo peor de la otoñada, cuando más llueve, por hacer compañía a aquellos señores y animar un poco a la gente. Nada de esto ni de otras muchas cosas importantes ignora el fiscal, y por eso hace mal en poner reparos a un hombre que es sagrado en Termas-altas.
Verdad es que hasta ahora el señor fiscal no ha dicho más que: «Ese don Mamerto…»; pero lo ha dicho dos veces, y según el coronel, a don Mamerto no se le llama ese; en fin, él hipoteca las espaldas y asume toda la responsabilidad de lo que pueda ocurrir. «Y ¡ojalá ocurra algo —piensan muchos huéspedes— porque todo es preferible, hasta la muerte de un fiscal, a la monotonía de aquella existencia!».
El fiscal prevé un conflicto, porque ni su carácter, ni su dignidad, ni su posición social le permiten mostrar pusilanimidad, ni retirar palabras, ni aun dejar de decir las que tiene deliberado propósito de decir. En cuanto a la fiscala, todavía tiene muchas más agallas que su marido; e irritada en su grado máximo, echa sapos y culebras, dispuesta a defender la dignidad de la toga como gato panza arriba, en el caso que su cónyuge no se muestre bastante enérgico.
Pero se muestra; porque dice, cogiendo un cuchillo por la hoja y golpeando el mantel pausadamente con el mango, en señal de tenacidad de carácter, y fijeza de opiniones, y serenidad de ánimo:
—Señor coronel, nada he dicho que pueda ofenderle a usted o al señor don Mamerto; pero toda vez que usted se adelanta a mis juicios, con el ánimo de cohibir la libre manifestación de mi pensamiento, he de decir, sin ambages ni rodeos, todo, absolutamente todo lo que pienso del señor Anchoriz.
—Se guardará usted de decir nada que sea en su desprestigio…
—Diré, y digo, y tengo y mantengo, que el tal don Mamerto es un viejo verde…
Ni la cómoda, que en día memorable, cayó desde la galería sobre la mesa, produjo efecto más estrepitoso que el de estas palabras del representante del ministerio fiscal. Tal fue la indignación en los comensales, hasta en los criados, que el mismo furor del coronel se perdió en el oleaje del general escándalo, y por aquella vez no pudo asumir responsabilidad alguna.
Fiscal y fiscala quedaron anonadados bajo el universal anatema, y aprendieron a respetar la opinión de la multitud y el peso de la tradición, ante los cuales poco vale el prestigio de la misma ley; y es de extrañar que el señor fiscal no supiera que ya en Roma la costumbre, esto es, la tradición, la historia, tenía fuerza superior a la ley escrita.
El coronel les llegó a tener lástima, y no desafió ni al marido ni a la mujer.
Pero, menos delicado Perico, un camarero fanático de don Mamerto, se encargó de dar a la pareja el golpe de gracia, diciendo modestamente, pero con la fuerza de los hechos consumados:
—El señor Anchoriz ha llegado esta mañana; se está bañando y ha dicho que vendría a almorzar en seguida.
Conmoción eléctrica. A don Canuto se le caen las lágrimas… Se le figura que ya no llueve… que ha vuelto la primavera… Todo lo perdona, y sin pizca de ironía saluda al señor fiscal y señora, que se retiran dignamente a su cuarto después de una profunda inclinación de cabeza.
El coronel exige que no se le diga nada de lo ocurrido a Anchoriz; no quiere que sepa el pequeño servicio que acaba de hacer saliendo por su honor.
—Estas cosas no se hacen porque se agradezcan, sino porque salen de dentro.
—Convenido; no se le dirá nada. Pero ¡qué alegría! ¡Ha llegado don Mamerto! No podía faltar. ¡Y qué delicadeza! Precisamente con aquel tiempo de perros. ¡Qué abnegación!
El piamontés del portal se levanta de pronto, y con pulso firme y potente arranca al arpa melancólica los acordes solemnes de la marcha real.
—¡Él es! —Todos en pie—. ¡Viva don Mamerto! —Las servilletas ondean como blancos gallardetes—. ¡Viva!