«El presente basta a las almas sencillas,
Aquellas que no miran nunca hacia adelante,
Y que en verdad son mera arcilla, donde las
huellas de su época
Quedan petrificadas para siempre».
James Russell Lowell
El otro día recibí una carta. Era de un hombre de Arizona. Comenzaba así: «Querido camarada». Y acababa: «Suyo, por la Revolución». Respondí a esta carta con otra que comenzaba: «Querido Camarada». Y acababa: «Suyo, por la Revolución». En Estados Unidos hay 400 000 hombres, casi 1 millón si se cuentan hombres y mujeres, que comienzan sus cartas con un «Querido Camarada» y las acaban con «Suyo, por la Revolución». En Alemania hay 3 millones de hombres que comienzan sus cartas «Querido Camarada» y las acaban «Suyo, por la Revolución»; en Francia, 1 millón de hombres; en Austria, 800 000; en Bélgica, 300 000; en Italia, 250 000; en Inglaterra 100 000; en Suiza, 100 000; en Dinamarca, 55 000; en Suecia, 50 000; en Holanda, 40 000; en España, 30 000: todos ellos camaradas y revolucionarios.
Son cifras que hacen parecer pequeños a los grandiosos ejércitos de Napoleón y de Jerjes. Pero no son cifras de conquista y mantenimiento del orden establecido, sino de conquista y revolución. Cuando se pasa lista forman un ejército de 7 millones de hombres que, conforme a las condiciones de hoy en día, están luchando con todas sus fuerzas por la conquista de la riqueza del mundo y por el total derrocamiento de la sociedad actual.
Nunca ha habido nada como esta revolución en la historia del mundo. No se parece en nada a la Revolución americana o a la Revolución francesa. Es única, descomunal. Compararla con otras revoluciones es como comparar el sol con unos asteroides. Es única en su especie, la primera revolución mundial en un mundo cuya historia está repleta de revoluciones. Y no sólo eso, sino que además es el primer movimiento organizado de hombres que se convierte en un movimiento mundial, limitado tan sólo por los propios límites del planeta.
Esta revolución es distinta a todas las demás en muchos aspectos. No es esporádica. No es una llama de descontento popular que prende y muere en un día. Es más antigua que la generación actual. Tiene una historia, unas tradiciones, y una lista de mártires quizá sólo superada por la lista de mártires del cristianismo. También tiene una literatura mil veces más imponente, científica y académica que la literatura de cualquier otra revolución anterior.
Se llaman a sí mismos “camaradas”, estos hombres: camaradas en la revolución socialista. Y la palabra no está vacía ni es insignificante, no se usa sólo de la boca para afuera. Une a los hombres como hermanos, como deberían estar unidos quienes se plantan hombro con hombro bajo el rojo estandarte de la rebelión. Tal estandarte rojo, por cierto, simboliza la hermandad del hombre y no la incendiaria agitación que la asustadiza mente burguesa asocia inmediatamente con el estandarte rojo. La camaradería de los revolucionarios está viva y late. Va más allá de las líneas geográficas, trasciende los prejuicios de raza e incluso ha demostrado ser más poderosa que el Cuatro de Julio, el americanismo patriotero de nuestros antepasados. Los trabajadores socialistas franceses y los trabajadores socialistas alemanes se olvidan de Alsacia y de Lorena y, ante la amenaza de guerra, aprueban resoluciones en las que declaran que, como trabajadores y camaradas, no tienen entre ellos pleito alguno. Hace apenas unos días, mientras Japón y Rusia se lanzaban el uno al cuello del otro, los revolucionarios de Japón dirigieron el siguiente mensaje a los revolucionarios de Rusia: «Queridos Camaradas: Vuestro gobierno y el nuestro han entrado recientemente en guerra para consumar sus pretensiones imperialistas, pero para nosotros, socialistas, no existen las fronteras, ni la raza, ni el país, ni la nacionalidad. Somos camaradas, hermanos y hermanas, y no tenemos motivos para pelear. Vuestro enemigo no es el pueblo japonés sino nuestro militarismo y nuestro así llamado patriotismo. El patriotismo y el militarismo son nuestros enemigos comunes».
En enero de 1905, los socialistas convocaron asambleas populares por todo Estados Unidos para expresar su simpatía por sus camaradas en combate, los revolucionarios de Rusia, y más específicamente, para proporcionar los recursos de guerra necesarios recolectando dinero y enviándolo a los líderes rusos.
Esta colecta de dinero y la rapidez de la respuesta, e incluso la propia redacción de la convocatoria, son una notable demostración práctica de la solidaridad internacional de esta revolución mundial: «Cualesquiera sean los resultados inmediatos de la actual rebelión en Rusia, la propaganda socialista en ese país ha recibido de ella un ímpetu sin parangón en la historia de las modernas luchas de clase. La heroica lucha por la libertad está siendo librada casi exclusivamente por la clase trabajadora rusa bajo el liderazgo intelectual de los socialistas rusos, demostrando así una vez más que los trabajadores con conciencia de clase se han convertido en la vanguardia de todos los movimientos de liberación de los tiempos modernos».
He aquí a 7 millones de camaradas en un movimiento revolucionario organizado, internacional, mundial. He aquí una tremenda fuerza humana. Debe ser tenida en cuenta. He aquí el poder. Y he aquí el amor: un amor tan descomunal que parece estar más allá del alcance de los simples mortales. Estos revolucionarios están dominados por una enorme pasión. Tienen un agudo sentido de la rectitud personal, gran reverencia por la humanidad, pero poca reverencia, si alguna, por la autoridad de los muertos. Se niegan a ser gobernados por los muertos. Para la mentalidad burguesa, su descreimiento de las convenciones del orden establecido es alarmante. Se mofan de los bellos ideales y de las preciadas normas morales de la sociedad burguesa. Pretenden destruir la sociedad burguesa junto con la mayoría de sus bellos ideales y sus preciadas normas morales, principalmente las que se agrupan bajo categorías tales como la propiedad privada del capital, la supervivencia del más apto y el patriotismo (en efecto, también el patriotismo).
Este ejército de revolución, con una fuerza de 7 millones de hombres, es algo digno de la consideración y el tiempo de los dirigentes y las clases gobernantes. El clamor de este ejército es: «¡Sin cuartel! Queremos todo lo que poseéis. No nos contentaremos con nada menos que todo lo que poseéis. Queremos las riendas del poder y el destino de la humanidad en nuestras manos. He aquí nuestras manos. Son manos fuertes. Vamos a arrebataros vuestros gobiernos, vuestros palacios, y todas vuestras regias comodidades, y ese día deberéis trabajar hasta para conseguir vuestro pan, como hace el campesino en el campo o el oficinista hambriento e insignificante en vuestras metrópolis. He aquí nuestras manos. Son manos fuertes».
Los dirigentes y las clases gobernantes harían bien en pararse a considerarlo. Esto es la revolución. Y además, estos 7 millones de hombres no son un ejército de papel. Su fuerza de lucha en el campo de batalla es de 7 millones. Hoy en día suman 7 millones de votos en los países civilizados del mundo.
Ayer no eran tan fuertes como hoy; mañana serán todavía más fuertes. Y son luchadores. Aman la paz. No temen a la guerra. Pretenden nada menos que destruir la sociedad capitalista existente y tomar posesión del mundo entero. Si la ley del lugar lo permite, luchan para este fin pacíficamente, en las urnas. Si la ley del lugar no lo permite, y si se emplea la fuerza contra ellos, también ellos recurren a la fuerza. Frente a la violencia, reaccionan con violencia. Sus manos son fuertes y no tienen miedo. En Rusia, por ejemplo, no existe el sufragio. El gobierno ejecuta a los revolucionarios. Los revolucionarios matan a los oficiales del gobierno. Frente al homicidio legal, los revolucionarios reaccionan con el asesinato.
Aquí surge un aspecto particularmente importante de la cuestión que los dirigentes harían bien en considerar. Permítanme que lo exprese en términos concretos. Yo soy un revolucionario. Y sin embargo soy un individuo bastante sano y normal. Hablo de estos asesinos de Rusia, y pienso en ellos, como en “mis camaradas”. Y así lo hacen también todos los camaradas en América, y los 7 millones de camaradas en el mundo. ¡De qué vale un movimiento organizado, internacional y revolucionario si nuestros camaradas no tienen respaldo en todo el mundo! Su valor se demuestra en el hecho de que nosotros sí respaldamos los asesinatos cometidos por nuestros camaradas en Rusia. Ellos no son discípulos de Tólstoi, ni nosotros tampoco. Somos revolucionarios.
Nuestros camaradas en Rusia han formado lo que ellos llaman “La Organización de Combate”. Esta Organización acusó, juzgó, halló culpable y condenó a muerte a un tal Sipiaguin, Ministro del Interior. El 2 de abril le dispararon y lo mataron en el Palacio Maryinsky. Dos años más tarde, la Organización de Combate condenó a muerte y ejecutó a otro Ministro del Interior, Von Plehve. Después, publicó un documento fechado el 29 de julio de 1904 en el que expresaba las razones de su procesamiento a Von Plehve y su responsabilidad por el asesinato. Pues bien, precisamente este documento fue enviado a los socialistas del mundo, que lo publicaron en todas las revistas y periódicos. Y lo importante no es que los socialistas del mundo no tuvieran miedo de hacerlo, que se atrevieran a hacerlo, sino el hecho de que lo hicieran como un asunto de rutina, publicando lo que puede llamarse un documento oficial del movimiento revolucionario internacional.
Se trata de hechos destacados dentro de la revolución, de acuerdo; pero no dejan de ser hechos. Y son expuestos ante los dirigentes y las clases gobernantes, no como bravuconadas, ni para amedrentarles, sino para que consideren más profundamente el espíritu y la naturaleza de esta revolución mundial. Ha llegado el momento de que la revolución exija ser tomada en cuenta, puesto que está asentada en todos los países civilizados del mundo: tan pronto como un país se vuelve civilizado, la revolución se asienta en él. Con la introducción de la máquina en Japón, se introdujo el socialismo. El socialismo marchó hacia Filipinas hombro con hombro con los soldados americanos. Los ecos de la última pistola apenas se habían apagado cuando se estaban formando sedes socialistas en Cuba y Puerto Rico. Y lo que es todavía más significativo: la revolución no ha perdido en ninguno de los países en los que se ha asentado. Por el contrario, se vuelve cada vez más firme en todos, año tras año. Como movimiento activo, comenzó de manera incierta, hace más de una generación. En 1867, su fuerza de voto en el mundo era de 30 000 individuos. Hacia1871, su fuerza de voto había aumentado a 100.000. Hasta 1884 no sobrepasó la cifra de medio millón. Para 1889 había sobrepasado el millón. Entonces ya había cobrado impulso. En 1892 el voto socialista mundial era de 1 798 391 individuos; en 1893, 2 585 898; en 1895, 3 033 718; en 1898, 4 515 591; en 1902, 5 253 054; en 1903, 6 285 374; y en el año del Señor 1905 sobrepasó los siete millones.
La llama de la revolución tampoco ha dejado intactos los Estados Unidos. En 1888, había sólo 2068 votos socialistas. En 1902, había 127.713. Y en 1904, se registraron 435.040. ¿Qué fue lo que avivó esta llama? No fueron los malos tiempos. Los primeros cuatro años del siglo veinte fueron considerados prósperos, y sin embargo durante ese periodo más de 300 000 hombres se sumaron a las filas de los revolucionarios, lanzando su desafío a la cara de la sociedad burguesa y ocupando sus puestos bajo el estandarte rojo sangre. En California, estado de quien escribe, un hombre de cada doce es revolucionario afiliado y declarado.
Hay algo que debe comprenderse con claridad: éste no es el levantamiento espontáneo y caótico de una gran masa de gente descontenta y miserable, una reacción ciega e instintiva ante el sufrimiento. Al contrario, la propaganda es intelectual; el movimiento se basa en la necesidad económica y es acorde con la evolución social; por otro lado, las gentes miserables aún no se han rebelado. El revolucionario no es un esclavo hambriento y enfermo, que está en el fondo del pozo social, sino que, en general, es un trabajador bien alimentado y saludable que se da cuenta de que a él y a sus hijos les espera el fondo del pozo y que retrocede ante la pendiente. Las gentes auténticamente miserables están demasiado desvalidas como para ayudarse a sí mismas. Pero les están ayudando, y no está muy lejos el día en que vendrán a engrosar las filas de los revolucionarios.
También debe comprenderse con claridad otra cosa: si bien los hombres de clase media y los profesionales están interesados en el movimiento, se trata sin embargo de una rebelión que pertenece claramente a la clase trabajadora. En todo el mundo, es una rebelión de la clase trabajadora. Los trabajadores del mundo, en cuanto clase, están combatiendo a los capitalistas del mundo en cuanto clase. La así llamada amplia clase media es cada vez más una anomalía en la lucha social. Es una clase agonizante (contrariamente a lo que indican las estadísticas tramposas) y su misión histórica de intermediaria entre las clases capitalista y trabajadora ya casi ha sido cumplida. Poco le queda por hacer, excepto lamentarse mientras pasa al olvido, como ya ha comenzado a hacer en tono populista y democrático-jeffersoniano. La lucha está en marcha. La revolución ya está aquí, y son los trabajadores del mundo los que se han rebelado.
Naturalmente se plantea la pregunta: ¿por qué está ocurriendo esto? Ningún mero capricho del espíritu puede dar lugar a una revolución mundial. El capricho no conduce a la unanimidad. Tiene que haber una causa profundamente arraigada para que 7 millones de hombres se pongan de acuerdo, para que abandonen la lealtad a los dioses burgueses y pierdan la fe en algo tan excelso como el patriotismo. Son muchos los cargos de la acusación que los revolucionarios presentan contra la clase capitalista, pero a los fines actuales basta con hacer constar sólo uno, y es un cargo ante el cual el capital nunca ha respondido ni puede responder.
La clase capitalista ha administrado la sociedad, y su administración ha fracasado. Y no sólo ha fracasado, sino que ha fracasado de un modo deplorable, innoble, horrible. La clase capitalista tuvo una oportunidad como no se le concedió antes a ninguna otra clase gobernante en la historia del mundo. Se independizó del gobierno de la antigua aristocracia feudal y creó la sociedad moderna. Dominó la materia, organizó el sistema de vida e hizo posible una era maravillosa para la humanidad, en la cual ninguna criatura lloraría por no tener qué comer, y en la cual cada niño tendría la oportunidad de educarse, de superarse intelectual y espiritualmente. Una vez dominada la materia y organizado el sistema de vida, todo eso era posible. La oportunidad providencial estaba ahí, pero la clase capitalista fracasó. Fue ciega y codiciosa. Charlataneó acerca de bellos ideales y preciadas normas morales, sin frotarse los ojos ni una vez, sin ceder ni un ápice en su codicia, y se estrelló en un fracaso tan formidable como la oportunidad que había ignorado.
Pero para la mente burguesa todo esto es un gran embrollo. Está tan ciega como lo estuvo en el pasado y no puede ver ni comprender nada. Pues bien, presentemos la acusación de un modo más claro, en términos definidos e inequívocos. En primer lugar, consideremos al hombre de las cavernas. Era una criatura muy simple. Tenía la cabeza inclinada como la de un orangután y una inteligencia apenas mayor. Vivía en un ambiente hostil, y era la presa de todo tipo de vida feroz. No poseía inventos ni artificios. Su eficacia natural para conseguir comida era, digamos, de 1. Ni siquiera labraba la tierra. Con su natural eficacia de 1, repelía a sus enemigos carnívoros y conseguía casa y comida. De no haber hecho todo esto no se habría multiplicado y esparcido sobre la tierra, ni se habría reproducido generación tras generación hasta llegar a convertirse en lo que hoy somos tú y yo.
Con su natural eficacia de 1, el cavernícola conseguía lo suficiente para comer la mayor parte de las veces, y ningún cavernícola pasaba hambre todo el tiempo. Además, llevaba una vida saludable al aire libre, holgazaneaba y descansaba y le quedaba bastante tiempo para ejercitar su imaginación e inventar dioses. Es decir, no tenía que estar trabajando durante cada uno de sus momentos de vigilia para tener lo suficiente como para comer. El hijo del cavernícola (y esto es cierto también de los niños de todos los pueblos salvajes) tenía una infancia, y con ello quiere decirse una infancia feliz, de juegos y de aprendizaje.
¿Cómo se las arregla el hombre moderno ahora? Consideremos los Estados Unidos, el país más próspero e ilustrado del mundo. En Estados Unidos hay 10 millones de personas que viven en la pobreza. Por pobreza se entiende la condición de vida en la cual, por falta de casa y comida adecuadas, resulta imposible mantener siquiera el mero estándar de eficacia laboral. En Estados Unidos hay 10 millones de personas que no tienen suficiente para comer. Y porque no tienen suficiente para comer, en Estados Unidos hay 10 millones de personas que no pueden mantener el grado normal de fuerza física. Esto significa que esos 10 millones de personas están agonizando, están muriendo en cuerpo y alma, lentamente, porque no tienen suficiente para comer. A lo largo y ancho de esta tierra vasta, próspera e ilustrada, hay hombres, mujeres y niños que viven en la miseria. Y en las grandes ciudades, donde cientos de miles e incluso millones de individuos son segregados en guetos de barrios pobres, la miseria se vuelve bestialidad. Nunca un cavernícola pasó un hambre tan crónica como ellos, nunca durmió de modo tan vil, nunca se ulceró de podredumbre y enfermedad, ni trabajó tan duramente ni durante tantas horas.
En Chicago hubo una mujer que trabajaba sesenta horas por semana. Era una costurera: cosía botones. Entre las costureras italianas de Chicago, el salario semanal medio de las modistas es de 90 centavos, pero trabajan todas las semanas del año. El salario medio de las que realizan el acabado de los pantalones es de 1,31 dólares, y el número promedio de semanas de trabajo al año es de 27.85. La ganancia media anual de las modistas es de 37.00 dólares; la de las que realizan el acabado de los pantalones, 42.41 dólares. Salarios como éstos significan que los niños no tienen infancia, significan una vida de bestialidad y hambre para todos.
A diferencia del cavernícola, el hombre moderno no puede conseguir casa y comida cada vez que está dispuesto a trabajar. Primero tiene que encontrar trabajo, y a menudo fracasa. Entonces la miseria se agudiza. Esta miseria aguda aparece cada día en las crónicas de los periódicos. Citemos algunos de los innumerables ejemplos.
En la ciudad de Nueva York vivía una mujer, Mary Mead, que tenía tres hijos: Mary, de un año de edad; Johanna, de dos; Alice, de cuatro. Su marido no encontraba trabajo y pasaban hambre. Fueron desalojados de su casa en el número 160 de la calle Steuben. Mary Mead estranguló a su bebé de un año, Mary; estranguló a Alice, de cuatro; no consiguió estrangular a Johanna, de dos, y luego ella misma ingirió veneno. El padre le dijo a la policía: «La pobreza constante había vuelto loca a mi mujer. Vivíamos en el 160 de la calle Steuben hasta hace una semana, pero fuimos desalojados. Yo no encontraba trabajo; ni siquiera conseguía ganar lo suficiente como para llevarnos algo a la boca. Los bebés crecieron enfermos y débiles. Mi mujer lloraba prácticamente todo el tiempo».
«El Departamento de Caridad, que recibe miles de solicitudes de hombres desempleados, está tan desbordado que se ve incapaz de lidiar con la situación».
New York Commercial, 11 de enero de 1905.
Como no puede conseguir trabajo para buscarse algo de comer, el hombre moderno publica en los diarios anuncios como éste:
«Hombre joven, buena educación, incapaz de conseguir empleo, venderá todo derecho y autoridad sobre su cuerpo a médico o bacteriólogo con propósitos experimentales. Para acordar precio dirigirse a la casilla 3466 del Examiner».
«Frank A. Mallin fue a la comisaría central de policía el miércoles por la noche y solicitó ser encerrado bajo el cargo de vagancia. Dijo que había estado buscando trabajo infructuosamente durante tanto tiempo que estaba seguro de que debía de ser un vago. En cualquier caso, estaba tan hambriento que hubo que alimentarle. El juez Graham, de la policía, lo sentenció a noventa días de prisión».
San Francisco Examiner.
En una habitación del Soto House, en el número 32 de la Cuarta, en San Francisco, fue hallado el cuerpo de W. G. Robbins. Había encendido el gas. También se encontró su diario, del cual se extrajeron los siguientes fragmentos:
«3 de marzo. Aquí no hay posibilidad de conseguir nada. ¿Qué voy a hacer?».
«7 de marzo. Aún no he podido encontrar nada».
«8 de marzo. Vivo a base de rosquillas de cinco centavos al día».
«9 de marzo. Gasté mis últimos veinticinco centavos en el alquiler de la habitación».
«10 de marzo. Que Dios me ayude. Me quedan sólo cinco centavos. No consigo nada que hacer. ¿Y ahora qué? ¿Morir de hambre o…? Esta noche me he gastado mi última moneda. ¿Qué haré? ¿Robar, mendigar o morir? Nunca he robado, ni mendigado, ni he pasado hambre a lo largo de mis cincuenta años de vida, pero ahora estoy al borde… La muerte parece ser el único refugio».
«11 de marzo. Todo el día enfermo. Esta tarde fiebre muy alta. Hoy no he comido nada, ni desde ayer al mediodía. Mi cabeza, mi cabeza. Adiós a todo».
¿Cómo se las arregla el hijo del hombre moderno en esta tierra, la más próspera de todas? En la ciudad de Nueva York, 50 000 niños van hambrientos a la escuela cada mañana. Desde esa misma ciudad, el 12 de enero, se envió un comunicado de prensa a todo el país sobre un caso informado por el Dr. A. E. Daniel, de la Enfermería de Nueva York para Mujeres y Niños. Se trataba del caso de una criatura de dieciocho meses que ganaba cincuenta centavos a la semana por su trabajo en un taller de una casa de vecindad.
«Sobre un montón de harapos en una habitación helada y despojada de muebles, la señora Mary Gallin, muerta por inanición, fue hallada esta mañana junto con un bebé desnutrido de cuatro meses que lloraba en su pecho, en el 513 de la Avenida Myrtle, en Brooklyn, por el agente de policía McConnon, de la Comisaría de la Avenida Flushing. Acurrucados unos junto a otros para calentarse, al otro lado de la habitación, estaban el padre, James Gallin, y tres niños de entre dos y ocho años de edad. Los niños contemplaron fijamente al policía con tanta voracidad como podría haberlo hecho un animal. Estaban famélicos, y no había ni un vestigio de comida en su desolada casa».
New York Journal, 2 de enero, 1902.
En los Estados Unidos, 80 000 niños se dejan la vida tan sólo en las fábricas textiles. En el Sur trabajan turnos de doce horas. Nunca ven la luz del día. Los que tienen el turno de la noche duermen cuando el sol derrama su vida y su calor sobre el mundo, mientras que los del turno de día están frente a las máquinas antes del amanecer y vuelven a sus guaridas miserables, llamadas “casas”, cuando ya ha oscurecido. Muchos no cobran más de diez centavos al día. Hay bebés que trabajan por cinco y seis centavos al día. A los que trabajan en el turno de la noche a menudo los mantienen despiertos arrojándoles agua helada a la cara. Hay niños de seis años de edad que ya tienen acreditados once meses de trabajo en el turno de la noche. Cuando enferman y son incapaces de levantarse de la cama para ir a trabajar, hay hombres contratados para ir a caballo de casa en casa a embaucarlos y amedrentarlos para que se levanten y acudan a sus trabajos. El diez por ciento contrae tuberculosis activa. Todos son despojos enclenques, deformados, atrofiados en cuerpo y alma. Elbert Hubbard dice de los niños trabajadores de las fábricas de algodón del Sur:
«Se me ocurrió aupar a uno de los pequeños obreros para determinar su peso. De inmediato, un temblor de miedo recorrió sus treinta y cinco libras de piel y huesos, y se zafó para ir a anudar una hebra rota. Lo llamé dándole un toque y le ofrecí una moneda de plata de diez centavos. Me miró sin decir nada con un rostro tan ajado, tan endurecido y tan lleno de dolor que podría haber sido el de un hombre de sesenta años. No intentó coger el dinero: no sabía lo que era. En aquella fábrica había docenas de niños como él. Un médico que estaba conmigo dijo que probablemente en dos años estarían todos muertos, y sus puestos ocupados por otros: había muchos más. A la mayoría los aniquila la neumonía. Sus organismos son propensos la enfermedad, y cuando ésta llega no hay reacción, no hay respuesta. La medicina sencillamente no actúa: su naturaleza está azotada, apaleada, abatida, y el niño se hunde en un letargo y muere».
Así se las arregla el hombre moderno y el hijo del hombre moderno en Estados Unidos, el más próspero e ilustrado de todos los países de la tierra. Debe recordarse que los ejemplos ofrecidos son sólo ejemplos, pero que pueden multiplicarse por mil. También debe recordarse que lo que es cierto para Estados Unidos es cierto para todo el mundo civilizado. Este tipo de miseria no existía para el cavernícola. Entonces, ¿qué ha ocurrido? ¿Acaso el ambiente hostil del cavernícola se volvió más hostil para sus descendientes? ¿La eficacia natural de 1 para conseguir casa y comida del cavernícola se redujo en el hombre moderno hasta la mitad, o hasta la cuarta parte?
Al contrario: el ambiente hostil del cavernícola ha sido destruido. Para el hombre moderno ya no existe. Todo enemigo carnívoro, todas las amenazas diarias de aquel joven mundo de antaño han sido eliminados. Muchas de las especies depredadoras se han extinguido. Aquí y allá, en sitios apartados del mundo, todavía persisten unos pocos enemigos feroces del hombre, pero están lejos de ser una amenaza para el género humano. El hombre moderno va de caza a esos lugares apartados del mundo cuando quiere recrearse y cambiar de aires. E incluso, en sus horas muertas, lamenta con pesar que aquel “gran juego” ya sea cosa del pasado, consciente de que desaparecerá por completo de la tierra en un futuro no muy lejano.
Tampoco se trata de que la eficacia del hombre para conseguir casa y comida haya disminuido desde los días del cavernícola: ha aumentado mil veces. Desde los días del cavernícola la materia ha sido dominada. Sus secretos han sido descubiertos. Se han formulado sus leyes. Se han hecho inventos maravillosos y se han creado asombrosos artificios, todos dirigidos a aumentar enormemente la eficacia natural de 1 del hombre en todos sus esfuerzos por conseguir casa y comida, en el cultivo, la minería, la manufactura, el transporte y la comunicación.
Desde el cavernícola hasta los trabajadores manuales de tres generaciones atrás, el aumento de la eficacia en la obtención de casa y comida ha sido muy grande. Pero a su vez, y gracias a la maquinaria, la eficacia del trabajador manual de tres generaciones atrás ha aumentado mucho más. Antes se requerían 200 horas de trabajo humano para colocar 100 toneladas de mena en un vagón ferroviario. Hoy, con ayuda de la maquinaria, apenas se requieren 2 horas de trabajo humano para hacer la misma tarea. La Oficina del Trabajo de Estados Unidos ha elaborado la siguiente tabla, que muestra el aumento relativamente reciente en la eficacia del hombre en la obtención de casa y comida:
Horas máquina | Horas manuales | |
Cebada (100 fanegas) | 9 | 211 |
Maíz (50 fanegas peladas tallos, cáscaras y hojas cortadas para forraje) | 34 | 228 |
Avena (160 fanegas) | 28 | 265 |
Trigo (50 fanegas) | 7 | 160 |
Carga de mena (100 toneladas de acero en carros) | 2 | 200 |
Descarga de carbón (traspasar 200 toneladas desde barcazas a depósitos a 400 pies de distancia) | 20 | 240 |
Horcas de labrador (50 horcas, con dientes de 12 pulgadas) | 12 | 200 |
Arado (un arado de tierra, vigas de roble y orejeras) | 3 | 118 |
Según la misma fuente, en las mejores condiciones para la organización del cultivo, el trabajo puede producir 20 fanegas de trigo por 66 centavos, o 1 fanega por 31/3 centavos. Esto se hizo en una granja californiana de 10 000 acres muy productiva, y fue el coste promedio de todo el producto de la granja. El señor Carroll D. Wright afirma que actualmente 4 millones y medio de hombres, con ayuda de maquinaria, producen lo que requeriría el trabajo de 40 millones de hombres si se hiciese manualmente. El profesor Herzog, de Austria, dice que 5 millones de personas con la maquinaria actual, empleadas en un trabajo socialmente útil, serían capaces de abastecer a una población de 20 millones de personas con todos los productos básicos y los pequeños lujos de la vida, trabajando 1 hora y media al día.
Así las cosas, pues, dominada la materia y aumentada mil veces la eficacia de los hombres en la obtención de casa y comida con respecto a la del cavernícola, ¿por qué millones de hombres modernos viven más míseramente que el cavernícola? Ésta es la pregunta que hace el revolucionario. Se la hace a la clase dominante, a la clase capitalista. Y la clase capitalista no la responde; la clase capitalista no puede responderla.
Si la eficacia del hombre moderno en la obtención de casa y comida es mil veces mayor que la del cavernícola, ¿por qué, entonces, actualmente hay 10 millones de personas en Estados Unidos que no tienen una vivienda adecuada ni una alimentación adecuada? Si el hijo del cavernícola no tenía que trabajar, ¿por qué, entonces, hoy en Estados Unidos hay 80 000 niños dejándose la vida tan sólo en las fábricas textiles? Si el hijo del cavernícola no tenía que trabajar, ¿por qué, entonces, hoy en Estados Unidos hay 1 752 187 niños trabajadores?
Es un cargo irrebatible: la clase capitalista ha administrado mal y está administrando mal actualmente. En la ciudad de Nueva York, 50 000 niños van hambrientos a la escuela, y en la ciudad de Nueva York hay 1320 millonarios. La cuestión, sin embargo, no es que la masa del género humano sea miserable a causa de la riqueza de la que se ha apoderado la clase capitalista. Nada más lejos de la verdad. La cuestión, en realidad, es que la masa del género humano es miserable, no por falta de la riqueza que la clase capitalista se apropió, sino por falta de la riqueza que nunca se creó. Esta riqueza nunca fue creada porque la clase capitalista administró con demasiada prodigalidad y de manera irracional. La clase capitalista, ciega y codiciosa, apropiándose frenéticamente de todo, no sólo no ha hecho lo mejor que podía hacer con su administración: ha hecho lo peor. Es una administración extraordinariamente derrochadora. Nunca se insiste demasiado en esta cuestión.
En vista de que el hombre moderno vive más míseramente que el cavernícola, y de que su eficacia en la obtención de casa y comida es mil veces mayor que la del cavernícola, sólo cabe la explicación de que la administración es extraordinariamente derrochadora.
Contando con los recursos naturales que hay en el mundo, con la maquinaria que ya se ha inventado, con una organización razonable de la producción y la distribución, y con una eliminación del gasto igualmente razonable, los trabajadores físicamente aptos no tendrían que trabajar más de dos o tres horas diarias para alimentar a todos, vestir a todos, cobijar a todos, educar a todos, y dar a todos una justa medida de pequeños lujos. No habría más carencias materiales ni indigencia, ni más niños dejándose la vida en el trabajo, ni más hombres, mujeres y bebés viviendo y muriendo como animales. No sólo estaría dominada la materia, sino que también estaría dominada la máquina. Ese día, el incentivo sería mejor y más noble que el de hoy, que es el incentivo del estómago. Ningún hombre, mujer o niño se vería motivado a actuar por el estómago vacío. Al contrario: estarían motivados a actuar como lo está un niño en un concurso de deletreo, como los niños y las niñas en los juegos, como los científicos al formular las leyes, como los inventores al aplicarlas, como los artistas y los escultores cuando pintan lienzos y moldean la arcilla, como los poetas y los estadistas cuando sirven a la humanidad con sus loas y su habilidad política. La elevación espiritual, intelectual y artística resultante de una sociedad de estas características sería enorme. La humanidad entera se alzaría como una ola poderosa.
Tal fue la oportunidad concedida a la clase capitalista. Lo único que se requería de ella era menos ceguera, menos codicia y una administración razonable. Una época maravillosa era posible para la raza humana. Pero la clase capitalista fracasó. Convirtió la civilización en un caos, y no puede declararse inocente: era consciente de la oportunidad que tenía. Sus sabios, sus eruditos y sus científicos le anunciaron la oportunidad. Todo lo que dijeron está aún hoy a la vista, en los libros: tanta es la evidencia que la incrimina. Pero no quiso escuchar. Fue demasiado codiciosa. Se presentó (igual que se presenta hoy) desvergonzadamente en los pasillos de nuestras cámaras legislativas y declaró que era imposible el beneficio sin el trabajo esforzado de los niños y los bebés. Arrulló su conciencia hasta dormirse con la cháchara de sus bellos ideales y sus preciadas normas morales y permitió que el sufrimiento y la miseria del género humano continuaran y aumentaran. En suma, la clase capitalista desaprovechó la oportunidad.
Pero la oportunidad sigue existiendo. La clase capitalista ha sido puesta a prueba y no ha dado la talla. Queda por ver qué puede hacer con la oportunidad la clase trabajadora. «Pero la clase trabajadora es incapaz», dice la clase capitalista. «¿Qué sabéis vosotros?», replica la clase trabajadora. «Que vosotros hayáis fracasado no significa que nosotros vayamos a fracasar. Además, vamos a intentarlo de cualquier modo. Así lo aseguran siete millones de hombres como nosotros. ¿Qué contestáis a eso?».
¿Y qué puede decir la clase capitalista? Concedamos la incapacidad de la clase trabajadora. Concedamos incluso que la acusación y el alegato de los revolucionarios están del todo equivocados. Con todo, sigue habiendo 7 millones de revolucionarios. Su existencia es un hecho. Su confianza en su propia capacidad, en su acusación y en su alegato, es un hecho. Su crecimiento constante es un hecho. Su intención de destruir la sociedad actual es un hecho, así como su intención de tomar posesión del mundo junto con toda su riqueza y su maquinaria y sus gobiernos. Y además, es un hecho que la clase trabajadora es inmensamente más numerosa que la clase capitalista.
La revolución es una revolución de la clase trabajadora. ¿Cómo puede la clase capitalista, siendo minoría, detener el flujo de esta marea revolucionaria? ¿Qué puede ofrecer? ¿Qué ofrece? Patronales, órdenes judiciales, pleitos civiles para saquear las tesorerías de los sindicatos, reclamos y alianzas a favor de la open shop[15], oposición acérrima y desvergonzada a la jornada de ocho horas, grandes esfuerzos para derrotar todo proyecto de reforma del trabajo infantil, corrupción en todos los concejos municipales, fuertes grupos de presión y sobornos en todas las legislaturas para comprar legislación capitalista, bayonetas, ametralladoras, garrotes policiales, esquiroles profesionales y agentes armados de Pinkerton: éstas son las cosas que la clase capitalista arroja frente a la marea de la revolución, como si pudiera frenarla.
Hoy en día la clase capitalista es tan ciega a la amenaza de la revolución como lo fue en el pasado ante su propia y providencial oportunidad. No puede ver cuán precaria es su posición, ni comprender el poder y el portento de la revolución. Sigue avanzando por su plácido camino, parloteando acerca de bellos ideales y preciadas normas morales, y disputándose vilmente los beneficios materiales.
Ningún gobernante o clase antes derrocados tomaron jamás en cuenta la revolución que les derrocó, y con la actual clase capitalista ocurre lo mismo. En lugar de transigir, en lugar de prolongar su esperanza de vida mediante la conciliación y la eliminación de algunas de las opresiones más duras que sufre la clase trabajadora, se enemista con ella, la empuja a la revolución. Cada huelga boicoteada en los últimos años, cada tesorería sindical legalmente saqueada, cada closed shop convertida en open shop, ha abocado al socialismo a miles de miembros de la clase trabajadora que han sido directamente perjudicados. Buscad a un trabajador a quien el sindicato le falla y lo veréis convertirse en un revolucionario. Basta romper una huelga mediante una orden judicial o llevar un sindicato a la bancarrota mediante una demanda civil, para que los trabajadores perjudicados escuchen el canto de sirena del socialista y queden irremisiblemente perdidos para los partidos políticos capitalistas.
El antagonismo nunca apaciguó la revolución, y prácticamente lo único que ofrece la clase capitalista es antagonismo. Es cierto que también ofrece algunas nociones anticuadas que fueron muy eficaces en el pasado, pero que ya no lo son. La libertad al estilo del Cuatro de Julio, en los términos de la Declaración de Independencia y de los enciclopedistas franceses apenas es pertinente en la actualidad. No despierta el interés del trabajador al que la policía le ha partido la cabeza con un garrote, ni el de aquél cuya tesorería sindical ha quedado en bancarrota por la decisión de un tribunal, ni el de quien ha perdido su trabajo a causa de algún artefacto que ahorra mano de obra. Tampoco la Constitución de los Estados Unidos le parece tan gloriosa y constitucional al trabajador que ha pasado por una casa de detención[16], o que ha sido deportado de Colorado inconstitucionalmente. Ni mucho menos se alivian las heridas de este mismo trabajador cuando lee en los periódicos que tanto la prisión temporal como la deportación eran eminentemente justas, legales y constitucionales. «¡Al diablo, entonces, con la Constitución!», dice, y la clase capitalista ha creado a otro revolucionario.
En pocas palabras: la clase capitalista está tan ciega que no hace nada para prolongar su esperanza de vida, y en cambio lo hace todo para reducirla. La clase capitalista no ofrece nada que sea puro, noble ni vivo. Son los revolucionarios quienes ofrecen todo lo que hay de puro, noble y vivo. Ofrecen servicio, generosidad, sacrificio, martirio: cosas que avivan la imaginación del pueblo, que conmueven su corazón con el fervor que surge del impulso hacia el bien y cuya naturaleza es esencialmente religiosa.
Pero los revolucionarios juegan a dos barajas. Enseñan hechos y estadísticas, argumentos económicos y científicos. En caso de que el trabajador sea meramente egoísta, los revolucionarios le hacen ver, le demuestran matemáticamente, que su condición mejorará con la revolución. Si el trabajador es del tipo más elevado, y está movido por impulsos que tienden a la recta conducta, si tiene alma y espíritu, los revolucionarios le ofrecen las cosas del alma y del espíritu, las cosas sublimes que no pueden medirse en dólares y centavos, aquellas cosas que los dólares y centavos no pueden sofocar. El revolucionario clama ante el mal y la injusticia y predica la rectitud. Y lo más potente de todo: canta la canción eterna de la libertad humana, una canción de todas las tierras, de todas las lenguas y de todos los tiempos.
Sólo unos pocos miembros de la clase capitalista ven la revolución. La mayoría son demasiado ignorantes, y muchos están demasiado asustados como para verla. Es el mismo cuento de todas las clases gobernantes agonizantes de la historia del mundo. Henchidos de poder y riqueza, ebrios de éxito y ablandados por el hartazgo y por haber dejado de luchar, son como los zánganos que se agolpan en torno a las tinajas de miel cuando las abejas obreras los atacan para acabar con su rolliza existencia.
El presidente Roosevelt vislumbra la revolución, la teme y retrocede ante ella. Tal como dice: «Por encima de todo, es preciso recordar que cualquier especie de animosidad de clase en el mundo político es, si cabe, incluso más maligna y más destructiva para el bienestar nacional que la animosidad entre regiones, sea racial o religiosa».
La animosidad de clase en el mundo político es maligna, sostiene el presidente Roosevelt. Pero la animosidad de clase en el mundo político es precisamente lo que los revolucionarios predican. «Dejad que las luchas de clase del mundo industrial continúen», dicen, «pero extended también la lucha de clases al mundo político». Como dice su líder, Eugene V. Debs: «Por lo que respecta a esta lucha, no hay capitalista bueno ni trabajador malo. Cualquier capitalista es vuestro enemigo y cualquier trabajador es vuestro amigo».
Hela aquí, pues: la animosidad de clase en el mundo político, con más vigor aún. Y he aquí la revolución. En 1888 había tan sólo 2000 revolucionarios de este tipo en Estados Unidos; en 1900 había 127 000; en 1904, 435.000. Evidentemente, la malignidad a la que se refería el presidente Roosevelt florece y aumenta en Estados Unidos. Desde luego, puesto que florece y aumenta la revolución.
Aquí y allá, algún miembro de la clase capitalista alcanza un atisbo claro de la revolución y alza un grito de advertencia. Pero su clase no le presta atención. Tal fue el grito del Presidente de Harvard, el señor Eliot: «Me veo obligado a creer que actualmente el peligro del socialismo en América es más inminente y peligroso que nunca, pues nunca antes había sido inminente bajo una forma tan bien organizada. El peligro reside en que los socialistas se hagan con el control de las asociaciones sindicales». Y en lugar de prestar oído a las advertencias, los patrones capitalistas están perfeccionando su organización para boicotear huelgas y aliándose con más fuerza que nunca para un ataque general a lo más preciado para los sindicalistas: la closed shop. Cuanto más éxito tenga este ataque, tanto más se reducirá la esperanza de vida de la clase capitalista. Es el mismo cuento, el viejo cuento, una y otra vez. Los zánganos ebrios siguen agolpándose ávidamente en torno a las tinajas de miel.
Posiblemente uno de los espectáculos más entretenidos hoy en día sea la actitud de la prensa americana hacia la revolución. Pero también es un espectáculo patético. Obliga al observador a cobrar conciencia de la notable pérdida de orgullo que ha alcanzado su propia especie. Tal vez el dogmatismo en boca del ignorante haga reír a los dioses, pero debería hacer llorar a los hombres. ¡Y los editores americanos (por regla general) son tan sorprendentes respecto a este tema! Las viejas sentencias «hay que compartir», o «los hombres no nacen libres e iguales» se enuncian con gravedad y sabiduría, como si fuesen novedades candentes, recién salidas de la forja de la sabiduría humana. Sus endebles fanfarronadas revelan una comprensión de la naturaleza de la revolución poco más que de colegial. Ellos mismos son parásitos de la clase capitalista, a la que sirven formando la opinión pública, y también ellos se agolpan ebrios en torno a las tinajas de miel.
Por supuesto, esto es cierto sólo de la gran mayoría de los editores americanos. Decir que es cierto de todos sería lanzar una injuria demasiado grande a la raza humana. Además sería falso, pues aquí y allá, algún editor sí ve con claridad la situación (y en este caso, regido por el incentivo del estómago, habitualmente tiene miedo de decir lo que piensa). En cuanto a la ciencia y a la sociología de la revolución, el editor promedio está aproximadamente una generación por detrás de los hechos. Es intelectualmente perezoso, no acepta ningún hecho hasta que no ha sido aceptado por la mayoría, y se enorgullece de su conservadurismo. Es un optimista instintivo, proclive a creer que lo que debería ser, es. El revolucionario renunció a esto hace mucho tiempo, y no cree que lo que debería ser es, sino que lo que es, es, y que puede no ser en absoluto lo que debería ser.
De vez en cuando, al frotarse enérgicamente los ojos, algún editor logra un atisbo repentino de la revolución y prorrumpe en una ingenua verborrea; por ejemplo, aquél que escribió lo siguiente en el Chicago Chronicle: «Los socialistas americanos son revolucionarios. Saben que son revolucionarios. Ya va siendo hora de que otros lo tengan en cuenta». Un descubrimiento candente, totalmente nuevo. Y luego salió a gritar por las esquinas que nosotros éramos revolucionarios. ¡Pues vaya! Es justamente lo que nosotros venimos haciendo todos estos años: proclamar por todas las esquinas que somos revolucionarios, y que nos detenga quien pueda.
Ya debería haber pasado el momento para esa actitud mental de: «La revolución es atroz. No hay ninguna revolución, señor». Como debería haber pasado ya el momento para esa otra conocida actitud: «El socialismo es esclavitud. Nunca tendrá lugar, señor». Ya no es una cuestión de dialécticas, teorías y sueños. No cabe ninguna duda: la revolución es un hecho. Está aquí, ahora. Siete millones de revolucionarios organizados que trabajan día y noche están predicando la revolución: ese himno apasionado, la Hermandad del Hombre. No es sólo una fría propaganda económica, sino también, y en esencia, una propaganda religiosa que posee un fervor interior como el de Pablo y Cristo. La clase capitalista está bajo acusación. Su gestión ha fracasado y debe serle arrebatada. Siete millones de hombres de clase trabajadora aseguran que van a conseguir que el resto de la clase trabajadora se una a ellos y se haga con el mando. La revolución está aquí, ahora. Que la detenga quien pueda.
Sacramento River,
Marzo, 1905.