A propósito de La jungla

«En el comienzo, esta Tierra: un escenario

tan oscurecido por el infortunio

Que por poco te dan náuseas al ver pasar las escenas.

Pero ten paciencia. Tal vez nuestro Autor

Quiera mostrarnos el sentido de este

Drama Salvaje en algún Quinto Acto».

Cuando John Burns, el gran líder obrero inglés y actual miembro del Gabinete, visitó Chicago, un periodista le preguntó qué opinaba de la ciudad. «Chicago», contestó él, «es una edición de bolsillo del infierno». Algún tiempo después, cuando Burns embarcaba en su buque de vapor de regreso a Inglaterra, se le acercó otro periodista que quiso saber si había cambiado de opinión acerca de Chicago. «Sí, lo he hecho», fue la rápida respuesta. «Ahora creo que el infierno es una edición de bolsillo de Chicago».

Posiblemente Upton Sinclair fuese de la misma opinión cuando eligió Chicago como escenario de su novela industrial, La jungla. En cualquier caso, eligió la mayor ciudad industrial del país, la única ciudad del país que es industrialmente madura, el espécimen más perfecto de civilización-jungla que puede hallarse. No cabe duda de la sabiduría de la elección del autor, pues en efecto Chicago es la industrialización encarnada, el ojo de la tormenta del conflicto entre capital y trabajo, una ciudad de sangrientas luchas callejeras, con una organización capitalista con conciencia de clase y una organización obrera con conciencia de clase, donde los maestros de escuela se unen en sindicatos obreros y se afilian con los peones y los albañiles de la Federación Americana del Trabajo, una ciudad donde, desde las ventanas de los rascacielos, incluso los empleados administrativos hacen llover muebles de oficina sobre las cabezas de la policía, que intenta añadir carne de esquirol a la huelga de la ternera, y de donde salen en ambulancias casi tantos policías como huelguistas.

Éste, pues, es el escenario de la novela de Upton Sinclair: Chicago, la jungla industrial de la civilización del siglo veinte. En este punto quizá convenga anticiparse a las legiones de lectores que se alzarán y dirán que el libro falta a la verdad. En primer lugar, el propio Upton Sinclair dice: «El libro es un libro verídico, verídico en esencia y en detalle, un retrato exacto y fiel de la vida de la que trata».

Con todo, y pese a la evidencia intrínseca de la verdad, habrá muchos que dirán que La jungla es una sarta de mentiras, y es de esperar que los primeros en hacerlo sean los periódicos de Chicago. Son rápidos para darse por ofendidos frente a la verdad desnuda sobre su amada ciudad. Hace menos de tres meses, en la ciudad de Nueva York, un orador ponía ejemplos extremos de lo miserables que eran los salarios de los talleres laborales[13] de Chicago, y decía que las mujeres recibían noventa centavos por semana. Los periódicos de Chicago no tardaron en tildarlo de mentiroso (todos excepto uno, que investigó de veras y que no sólo encontró a muchas mujeres que no cobraban más de noventa centavos por semana, sino además a algunas que cobraban tan sólo cincuenta).

De hecho, cuando los editores neoyorquinos de La jungla leyeron por primera vez el texto, se lo enviaron al editor de uno de los periódicos más importantes de Chicago y la opinión por escrito de aquel caballero fue que Upton Sinclair era «el mentiroso más grande de Estados Unidos». Entonces los editores llamaron a Sinclair para pedirle cuentas, y él les reveló sus fuentes. Los editores seguían teniendo dudas —seguramente perseguidos por visiones de ruinosos juicios por calumnias—, y querían asegurarse, así que enviaron a un abogado a Chicago para que investigara. Al cabo de una semana aproximadamente llegó el informe del abogado con la noticia de que el relato de Sinclair obviaba lo peor.

Entonces se publicó el libro, y helo aquí: una historia de destrucción humana, de pobres engranajes rotos en la despiadada molienda de la máquina industrial. Se trata fundamentalmente de un libro de actualidad. Está vivo y coleando. Es brutal con la vida. Está escrito con sudor y sangre y quejidos y lágrimas. No retrata lo que el hombre debería ser, sino lo que está obligado a ser en este mundo nuestro, en el siglo veinte. No retrata lo que nuestro país debería ser, ni lo que creen que es quienes viven en la tranquilidad y la comodidad, lejos del gueto obrero, sino lo que es en realidad: el hogar de la opresión y la injusticia, una pesadilla de miseria, un infierno de sufrimiento, una jungla donde las bestias salvajes comen y son comidas.

Upton Sinclair no escogió como protagonista a un americano nativo que de algún modo consigue ver, a través de la bruma de la retórica del Cuatro de Julio y de los cantos de sirena de las campañas electorales, la atroz realidad de la vida del trabajador americano. Upton Sinclair no cometió ese error. Escogió a un extranjero, a un lituano que huye de la opresión y la injusticia de Europa y que sueña con la independencia, la libertad y la igualdad de derechos junto con todos los hombres que buscan la felicidad.

Este lituano era un tal Jurgis (se pronuncia Yurguis), un joven grandullón, ancho de espaldas, rebosante de vigor, apasionado por el trabajo, ambicioso, un trabajador entre mil. La clase de hombre capaz de marcar un ritmo de trabajo extenuante y angustioso para los hombres que trabajan a su lado, obligados a seguirlo a pesar de ser unos debiluchos comparados con él.

En pocas palabras, Jurgis era «la clase de tipo que a los jefes les gusta tener, de esos que lamentan no poder pillar». Gracias a sus potentes músculos y a su espléndida salud, Jurgis era indoblegable. Sin importar cuál fuese el último infortunio que hubiese sufrido, enderezaba los hombros y decía: «No importa, trabajaré más duro». ¡Ése era su toque de rebato, su Excelsior[14]! «No importa, ¡trabajaré más duro!». Ni siquiera pensaba en el futuro, cuando sus músculos ya no fueran tan potentes ni su salud tan espléndida, y cuando ya no pudiera trabajar más duro.

Al segundo día de haber llegado a Chicago se sumó a la multitud que había a las puertas de las plantas de embalaje. «Las puertas estaban todo el día atestadas de hombres hambrientos y sin un duro; acudían cada mañana literalmente a miles, peleándose entre sí por conseguir una oportunidad de vida. No les importaban las ventiscas ni el frío, siempre estaban listos; ya estaban listos dos horas antes de que saliera el sol, una hora antes de que comenzara el trabajo. A veces se les congelaba el rostro, a veces los pies y las manos, pero acudían de todos modos, porque no tenían otro sitio adonde ir».

Pero Jurgis estuvo parado allí, entre la multitud, tan sólo media hora. Sus enormes hombros, su juventud, su salud y su fuerza sin tacha hacían que destacara entre la multitud como una virgen en medio de un montón de viejas. Pues él era virgen de trabajo, con su imponente cuerpo todavía incólume, y rápidamente fue escogido por un jefe y puesto a trabajar. Como trabajador, Jurgis era uno entre mil: en aquella multitud había hombres que habían permanecido allí todos los días durante un mes, pero ellos eran de los novecientos noventa y nueve del montón.

Jurgis era próspero. Ganaba diecisiete centavos y medio por hora, y se daba el caso de que por entonces trabajaba muchas horas. Lo siguiente que hizo no requirió de ninguna exhortación por parte del Presidente Roosevelt. Con la alegría de la juventud en la sangre y el rebosante cuerno de la abundancia volcado sobre él, se casó. «Fue la hora del éxtasis supremo en la vida de una de las criaturas más adorables que existían: la fiesta de la boda y la gozosa transfiguración de la pequeña Ona Lukozaite».

Jurgis trabajaba en la planta de faenado: vadeaba la sangre caliente que chorreaba sobre el suelo y con una escoba de barrendero arrojaba las entrañas humeantes a una rejilla tan pronto como eran extraídas de las carcasas de las reses de novillo. Pero no le importaba. Era locamente feliz. Entonces se compró una casa con un plan de pago a plazos.

¿Por qué pagar un alquiler cuando por menos dinero era posible comprar una casa?, preguntaba el anuncio. «Y desde luego, ¿por qué?», se preguntó Jurgis. Sumando la familia de Jurgis y la de Ona, en total eran bastantes. Estudiaron detenida y cuidadosamente la propuesta de la casa, y entregaron todos sus viejos ahorros del campo (trescientos dólares) como anticipo al contado, acordando pagar doce dólares por mes hasta completar la suma total de mil doscientos. Entonces la casa sería suya. Hasta ese momento, y de acuerdo con el contrato que les endilgaron, serían inquilinos. Si dejaban de pagar un plazo perderían todo lo que ya habían pagado. Y resultó que perdieron los trescientos dólares, la renta y los intereses ya pagados, porque la casa no había sido construida como una vivienda sino como una estafa para miserables, y fue revendida varias veces a otras personas humildes como ellos.

Entretanto, Jurgis trabajaba y aprendía. Comenzó a ver cosas, y a comprender. Vio «cómo había instancias del trabajo que determinaban el ritmo de las demás, y cómo para éstas escogían a hombres a quienes pagaban buenos salarios, y a quienes reemplazaban a menudo. A eso se le llamaba “acelerar a la pandilla”, y si algún hombre no podía mantener el ritmo, afuera había cientos rogando que les dejasen intentarlo».

Vio que «los jefes sobornaban a los hombres, y que éstos se sobornaban entre sí, mientras que los supervisores sobornaban a los jefes. Así era Durham, propiedad de un hombre que intentaba hacer todo el dinero que podía sin importarle lo más mínimo cómo; y por debajo, dispuestos según rango y grado como en el ejército, estaban los administradores, los supervisores y los capataces, cada uno arreando a su inmediato inferior e intentando exprimirle todo lo posible. Los hombres de igual rango estaban enfrentados entre sí: la cuenta de cada uno se llevaba por separado, y todos vivían aterrorizados de perder su trabajo si otro lograba un resultado mejor que el suyo. No había lealtad ni honestidad por ninguna parte; un hombre no valía nada frente a un dólar. El hombre que mentía y espiaba a sus compañeros salía bien parado; pero el hombre que se ocupaba de sus propios asuntos y hacía su trabajo, ¡ah!, lo “aceleraban” hasta la extenuación y luego lo desechaban».

¿Y por qué iban a tener los jefes alguna consideración con ellos? Siempre había muchos más hombres. «Un día, Durham solicitó en el periódico doscientos hombres para cortar hielo, y durante todo el día los hambrientos y los sin techo de la ciudad acudieron con paso pesado a través de la nieve desde todos los rincones de doscientas millas a la redonda. Esa noche, unos ochenta se agolparon en la comisaría de la zona de los corrales de ganado: llenaron las habitaciones, durmiendo uno sobre el regazo del otro a la manera de un tobogán, y se amontonaron en los corredores, hasta que la policía cerró las puertas y dejó a algunos congelándose afuera. Por la mañana, antes que despuntara el día, había tres mil en Durham, y hubo que enviar refuerzos policiales para sofocar el alboroto. Luego los jefes de Durham escogieron a veinte entre los más corpulentos» y los pusieron a trabajar.

Y el accidente comenzó a proyectar su sombra sobre Jurgis. Empezó a vivir con miedo al accidente, a aquello que, terrible como la muerte, podía ocurrir en cualquier momento. Uno de sus amigos, Mikolas, que era carnicero, había tenido que quedarse en casa guardando cama dos veces en tres años por una septicemia, una vez durante tres meses y la otra durante siete.

Además, Jurgis veía cómo la “aceleración” hacía más inminente el accidente. «En el invierno, en la planta de faenado, uno era propenso a quedar cubierto de sangre, y ésta se congelaba hasta volverse sólida. Los hombres se envolvían los pies con periódicos y bolsas viejas que, empapadas de sangre, se congelaban. Los que utilizaban cuchillos no podían llevar guantes; tenían los brazos blancos de escarcha y se les entumecían las manos, y entonces, claro, ocurrían los accidentes». De cuando en cuando, aprovechando que los jefes no miraban, y apenas para aliviar el frío, los hombres hundían los pies y los tobillos dentro de las carcasas humeantes de los novillos acabados de matar.

Otra cosa que veía Jurgis, y que deducía de lo que le contaban, era el desfile de nacionalidades. En alguna época «los trabajadores habían sido todos alemanes. Más tarde, cuando llegó el trabajo más barato, los alemanes se fueron. Los siguientes habían sido los irlandeses. Luego llegaron los bohemios y, tras ellos, los polacos. Llegaban en hordas; y Durham los exprimía cada vez más, acelerándolos y machacándolos hasta hacerlos pedazos. Los polacos habían sido arrinconados por los lituanos, y ahora los lituanos estaban cediéndoles el paso a los eslovacos. Nadie podía decir quiénes eran más pobres y más miserables que los eslovacos, pero sin duda los empacadores los encontrarían. Era fácil atraerlos, porque realmente los salarios eran mucho más altos, y sólo cuando ya era demasiado tarde la pobre gente descubría que también se pagaba un precio muy alto».

Todavía había otra cosa que le quedaba por aprender a Jurgis: las mentiras, las infinitas mentiras de la sociedad. La comida se adulteraba, la leche para los niños se manipulaba, y hasta el pesticida por el que Jurgis pagaba veinticinco centavos estaba alterado y era inofensivo para los insectos. Debajo de su casa había un pozo séptico que contenía las aguas residuales de quince años. «Jurgis siguió adelante con el alma llena de recelo: comprendió que estaba rodeado de poderes hostiles que trataban de quedarse con su dinero. Los tenderos llenaban los escaparates con toda suerte de mentiras para tentarle, y hasta las cercas a los lados del camino, los postes de luz y los del telégrafo estaban embadurnados con mentiras. La gran empresa para la que trabajaba le mentía a él y a todo el país: no era más que una mentira gigantesca de los pies a la cabeza».

El trabajo mermó, y Jurgis comenzó a trabajar a tiempo parcial y aprendió el verdadero valor del munificente pago de diecisiete centavos y medio la hora. Había días en los que no trabajaba más de dos horas, y días en los que ni siquiera tenía trabajo. Pero se las arregló para hacer una media de casi seis horas al día, lo cual significaba seis dólares semanales.

Entonces sobrevino aquello que acechaba al mundo del trabajo: el accidente. Fue tan sólo un tobillo lesionado, y Jurgis siguió trabajando hasta desmayarse. Después pasó tres semanas en cama, se incorporó al trabajo demasiado pronto, y tuvo que volver a la cama dos meses más. Para entonces todos los miembros de su familia tuvieron que ponerse a trabajar. Los niños vendían periódicos en las calles. Ona empaquetaba jamones todo el día y su prima Marija pintaba latas. Y el pequeño Stanislovas trabajaba en una máquina prodigiosa que prácticamente hacía todo el trabajo. Lo único que tenía que hacer Stanislovas era colocar una lata vacía cada vez que la máquina tendía el brazo hacia él.

«Y así se decidió el lugar del pequeño Stanislovas en el universo, y su destino hasta el fin de sus días. Hora tras hora, día tras día, año tras año, estaba escrito que debía estar de pie sobre un palmo cuadrado de suelo, desde las siete de la mañana hasta el mediodía, y otra vez desde las doce y media hasta las cinco y media, sin pensar y sin hacer nunca un movimiento que no fuera colocar las latas». A cambio, recibía unos tres dólares por semana, su parte correspondiente del total de ingresos del millón y tres cuartos de niños obreros en Estados Unidos. Y su salario apenas alcanzaba para algo más que pagar los intereses de la casa.

Entretanto Jurgis yacía sobre su espalda, desvalido, pasando hambre para cumplir con los pagos y los intereses de la casa. Por ello, cuando volvió a ponerse en pie, ya no era el hombre mejor parecido de la multitud. Estaba delgado y demacrado, y tenía un aspecto miserable. Había perdido su antiguo empleo, así que se sumó a la multitud de la entrada una mañana tras otra, esforzándose por mantenerse al frente y por parecer ávido.

«La peculiar amargura de todo el asunto era que Jurgis veía muy claramente lo que significaba. Al principio era lozano y fuerte, y había conseguido un empleo el primer día, pero ahora era de segunda mano, un artículo defectuoso, por así decirlo, y ya no lo querían. Habían obtenido lo mejor de él: lo habían desgastado, con sus aceleraciones y su falta de consideración, y ahora lo desechaban».

La situación se había vuelto desesperada. Varios miembros de la familia perdieron sus empleos, y como último recurso, Jurgis descendió a los infiernos de las fábricas de fertilizantes y volvió a trabajar. Pero entonces ocurrió otro accidente, de una especie distinta. Ona, su mujer, fue tratada vilmente por su capataz (demasiado vilmente como para contarlo aquí): Jurgis dio una paliza al capataz y fue enviado a prisión. Ambos, él y Ona, perdieron sus empleos.

En el mundo de la clase trabajadora las desgracias no vienen solas. A la pérdida de los empleos le siguió la pérdida de la casa. Como Jurgis había pegado a un jefe, fue registrado en una lista negra en todas las plantas de embalaje y ni siquiera pudo volver a su empleo en la fábrica de fertilizantes. La familia estaba desintegrada, y sus miembros se fueron cada uno por su lado, a vivir un auténtico infierno. Los afortunados perecieron, como el padre de Jurgis, que murió de una septicemia contraída por trabajar con productos químicos, y como el hijo pequeño de Jurgis, Antanas, que murió ahogado en la calle. (Quiero señalar que esto último es un hecho. En Chicago tuve ocasión de hablar personalmente con un hombre, un trabajador social, que enterró al chico, ahogado en las calles de Packingtown).

Y Jurgis, proscrito por la lista negra, discurría así: «No había justicia, no había derecho en ninguna parte: sólo había fuerza, tiranía, voluntad y poder, desenfrenados y despiadados. Lo habían pisoteado, habían devorado toda su esencia, habían asesinado a su padre, habían forzado y destrozado a su mujer, habían machacado y sometido a toda su familia. Y ahora habían terminado con él. Ya no les servía para nada».

«Los hombres se quedaban mirándole con lástima: pobre diablo, estaba proscrito. Tenía tantas posibilidades de conseguir un empleo en Packingtown como de ser elegido alcalde de Chicago. Su nombre aparecía en una lista negra en todas las oficinas del lugar, grandes y pequeñas. Lo tenían fichado en St. Louis y en Nueva York, en Omaha y en Boston, en Kansas City y en St. Joseph. Fue condenado y sentenciado, sin juicio y sin apelación; nunca podría volver a trabajar para los empacadores».

Pero La Jungla no termina aquí. Jurgis vive para adentrarse en la podredumbre y la corrupción de la maquinaria industrial y política; y de todo ello ve y aprende ni más ni menos que lo que el propio libro puede contar.

Es un libro que merece la pena leer, y que bien puede hacer historia, como hizo historia La cabaña del tío Tom. De hecho, es muy probable que acabe convirtiéndose en La cabaña del tío Tom de la esclavitud asalariada. No está dedicado a un Huntington ni a un Carnegie, sino a los Trabajadores de América. Posee verdad y fuerza, y tras él hay más de cuatrocientos mil hombres y mujeres en Estados Unidos que se esfuerzan por prestarle oído más que a cualquier otro libro en los últimos cincuenta años. No sólo es posible que sea “uno de los más vendidos”, sino que es muy probable que se convierta en el más vendido. Y aun así, la vida moderna es tan extraña que es posible que lean La jungla cientos de miles de personas, en millones de copias, y que aún así no aparezca en la lista de best sellers de las revistas. La razón de ello es que quien va a leerlo es la clase trabajadora, como ya miles de trabajadores lo han hecho. Queridos señores, ¿no sería aconsejable leer, alguna vez al menos, la literatura que toda su clase trabajadora está leyendo?