El esquirol

En una sociedad competitiva, donde los hombres luchan entre sí por casa y comida ¿que es más natural que el hecho de que la generosidad, cuando ésta supone una mengua para la casa y la comida de los demás hombres, deba ser tenida por algo execrable? Contrariamente a lo que afirma la sabiduría de los viejos proverbios, quien toma de la cartera de un hombre toma de su existencia. Atacar la casa y la comida de un hombre es atacar su vida; y en una sociedad organizada sobre la base del encarnizamiento, un acto tal resulta amenazador y terrible por más que pueda ser ejecutado bajo la apariencia de la generosidad.

Por eso un obrero es tan ferozmente hostil hacia otro obrero que se ofrece a trabajar por una paga menor, o durante más horas. Para conservar su puesto (es decir, para vivir), debe compensar esta oferta con otra igualmente liberal, lo que equivale a entregar algo de la casa y la comida de las que goza. Vender su día de trabajo por 2 dólares en lugar de por 2,50 significa que él, su mujer y sus hijos no tendrán un techo tan bueno sobre sus cabezas, ni ropas tan abrigadas sobre los hombros, ni comida tan sustanciosa en el estómago. Comprarán carne con menos frecuencia y será más dura y menos nutritiva; sus hijos no llevarán zapatos nuevos y resistentes tan a menudo y, en una casa y un barrio más baratos, la enfermedad y la muerte serán más inminentes.

Así pues, el obrero generoso, al dar más de un día de trabajo a cambio de menos (medido en términos de casa y comida), amenaza la vida de su hermano obrero menos generoso, y en el mejor de los casos, si no destruye esa vida, la disminuye. Por eso el obrero menos generoso lo considera su enemigo y, como tienden a hacer los hombres en una sociedad encarnizada, intenta matar al hombre que está intentando matarlo a él.

Cuando un huelguista mata con un ladrillo al hombre que ha ocupado su puesto, no tiene la sensación de estar haciendo algo malo. Aunque no razona el impulso, en lo más profundo de su ser hay una sanción ética. Siente vagamente que está justificado, como también lo sentía, aunque con mayor intensidad, el bóer que defendía su hogar con cada bala que disparaba al invasor inglés. Detrás de cada ladrillo que arroja el huelguista está su propio deseo egoísta de “vivir” y el deseo ligeramente altruista de “hacer vivir” a su familia. La comunidad familiar vino al mundo antes que la comunidad del Estado, y puesto que la sociedad aún está asentada sobre la primitiva base del encarnizamiento, la voluntad de “vivir” del Estado no es tan convincente para el huelguista como su propia voluntad de “vivir” y la de su familia.

Además de utilizar ladrillos, garrotes y balas, el obrero egoísta considera necesario expresar sus sentimientos con el habla. Así como el apacible hombre del campo llama “pirata” al bucanero, y el rollizo burgués llama “ladrón” al hombre que allana su caja fuerte, el obrero egoísta le aplica el epíteto insultante de “esquirol” al obrero que le quita casa y comida al ser más generoso en la disposición de su capacidad de trabajo. La connotación sentimental que tiene “esquirol” es tan terrible como la de “traidor” o la de “Judas”, y una definición sentimental sería tan profunda y variada como el corazón humano. Es mucho más fácil llegar a lo que podría llamarse una definición técnica, expresada en términos comerciales, como por ejemplo, que un esquirol es aquél que da más valor que otro por el mismo precio.

El obrero que da más tiempo, fuerza o habilidad por la misma paga que otro, o igual tiempo, fuerza o habilidad por una paga menor, es un esquirol. Esta generosidad por su parte es perniciosa para sus compañeros, pues les obliga a una generosidad correspondiente que no es de su agrado y que les supone una mengua en la casa y la comida. Pero hay que decir algo a favor del esquirol. Así como su acto vuelve obligatoriamente generosos a sus rivales, también ellos, por circunstancias de nacimiento y por formación, vuelven obligatorio el acto de generosidad del esquirol. Éste no es esquirol porque lo desee. Ningún antojo del espíritu ni impulso del corazón lo lleva a dar más de su capacidad de trabajo que ellos a cambio de una determinada suma. Es esquirol porque no puede conseguir trabajo en las mismas condiciones que ellos.

Hay menos trabajo que hombres para trabajar. Esto es evidente, de otro modo el esquirol no aparecería tan a menudo en el horizonte del mercado laboral. Porque ellos son más fuertes que él, o más diestros, o más enérgicos, a él le resulta imposible ocupar sus puestos por la misma paga. Para hacerlo tiene que dar más valor, tiene que trabajar más horas, o recibir una paga menor. Así lo hace, y no puede evitarlo, puesto que su voluntad de “vivir” lo impulsa tanto como a los otros la suya; y para vivir tiene que ganarse la casa y la comida, lo que sólo puede hacer obteniendo permiso para trabajar de algún hombre que posea un trozo de tierra o una pieza de maquinaria. Y para obtener el permiso de este hombre, debe hacer que la transacción resulte provechosa para él.

Visto bajo esta luz, el esquirol, que da más capacidad de trabajo que sus compañeros por un precio determinado, no es tan generoso a fin de cuentas. No es más generoso con su fuerza que el esclavo o el reo que trabaja, quienes, por cierto, son los esquiroles casi perfectos, pues entregan su capacidad de trabajo a cambio del mínimo precio posible. Sin embargo, dentro de ciertos límites, éstos pueden holgazanear y fingirse enfermos, por lo que, en cuanto esquiroles, se ven superados por la máquina, que nunca holgazanea ni se finge enferma y que es el esquirol idealmente perfecto.

No es agradable ser un esquirol. No sólo falta al buen gusto social y a la camaradería sino que, desde el punto de vista de la casa y la comida, es una mala política comercial. Nadie quiere ser un esquirol, dar el máximo por el mínimo. La ambición de todo individuo es más bien la opuesta: dar el mínimo por el máximo; y por consiguiente, puesto que vivimos en una sociedad encarnizada, la gran batalla la libran los individuos ambiciosos. No obstante, en su aspecto principal, el de la lucha por la división del producto compartido, ya no se trata de una batalla entre individuos sino entre grupos de individuos. El capital y el trabajo se aplican a las materias primas, las convierten en algo útil, les agregan valor y luego proceden a disputarse la división del valor agregado. A ninguno de los dos le interesa dar el máximo por el mínimo. Cada uno está empeñado en dar menos que el otro y en recibir más.

Los obreros se asocian en sindicatos; el capital en sociedades, asociaciones, corporaciones y trusts. El resultado es una confrontación entre grupos, en la que los individuos como tales no juegan ningún papel. La Hermandad de Carpinteros y Ensambladores, por ejemplo, comunica a la Asociación de Maestros Constructores que demanda un aumento en el salario de sus miembros, de 3,50 dólares al día a 4, y medio sábado libre sin paga. Esto significa que los carpinteros están intentando dar menos por más. Si antes recibían 21 dólares por seis días completos, ahora buscan obtener 22 dólares por cinco días y medio, es decir: trabajar medio día menos cada semana y recibir un dólar más.

Además, esperan que el medio sábado libre dé trabajo a un hombre más por cada once de los ya empleados. Esto último proporciona un magnífico ejemplo del desarrollo de la idea de grupo. En esta lucha en particular, el individuo no tiene ninguna oportunidad de sobrevivir. El carpintero sería aplastado como un gusano por la Asociación de Maestros Constructores, y la Hermandad de Carpinteros y Ensambladores aplastaría del mismo modo al maestro constructor.

En la confrontación entre grupos por la división del producto compartido, el trabajo utiliza al sindicato y sus dos grandes armas: la huelga y el boicot; mientras que el capital utiliza al trust y a la asociación, cuyas armas son la lista negra, el cierre patronal y el esquirol. El esquirol es, con mucho, el arma más intimidante de las tres. Es el hombre que rompe las huelgas y causa todos los alborotos. Sin él no habría problemas, puesto que los huelguistas están dispuestos a permanecer fuera, pacífica e indefinidamente, siempre que no haya otros hombres ocupando sus puestos y siempre que la específica acumulación de capital contra la cual están luchando se esté desmoronando debido a la inactividad forzada.

Pero los dos grupos en guerra tienen armas en reserva. De no ser por el esquirol estas armas no entrarían en juego, pero tan pronto como el esquirol ocupa el lugar del huelguista, éste comienza a blandir un arma más poderosa: el terrorismo, y la voluntad de “vivir” del esquirol retrocede ante la amenaza de huesos quebrados o de una muerte violenta. Con todo respeto hacia los líderes obreros, a quienes no hay que culpar por sostener con vehemencia otra cosa, el terrorismo es una política sindical bien definida y eminentemente exitosa. Es probable que les haya hecho ganar más huelgas que todas las demás armas de su arsenal. Sin embargo, conviene entender correctamente este terrorismo. Se dirige exclusivamente contra el esquirol, sometiéndolo a tal temor por su vida y por sus extremidades como para expulsarlo de la contienda. Pero cuando el terrorismo se sale de control y resulta herido algún civil inocente, o amenazados la ley y el orden y destruida la propiedad, se convierte en un arma de doble filo. Los líderes sindicales deploran sinceramente esta clase de terrorismo, pues les ha hecho perder probablemente tantas o más huelgas que cualquier otro motivo.

El esquirol es impotente frente al terrorismo. Por lo general, no es hombre tan bueno ni tan valiente como los hombres a los que reemplaza, y a diferencia de ellos no está organizado para la lucha. Tiene una necesidad desesperada de fortaleza y de respaldo. Entonces su patrón, el capitalista, echa mano de las dos armas que le quedan —cuya propiedad es discutible, pero que de momento él controla—, a las que puede llamarse la maquinaria política y judicial de la sociedad. Cuando el esquirol se desmorona y está a punto de caer ante los puños, los ladrillos y las balas del grupo de los obreros, el grupo de los capitalistas coloca policías y soldados en el campo de batalla, y comienza un bombardeo general de órdenes judiciales. Habitualmente sigue la victoria, pues el grupo de los obreros no puede resistir el ataque combinado de ametralladoras Gatling y órdenes judiciales.

Sin embargo, se ha señalado que la propiedad de la maquinaria política y judicial de la sociedad es discutible. En la titánica lucha por la división del producto compartido, cada grupo echa mano de todas las armas disponibles. Pero el humo del conflicto no les ciega. Libran sus batallas más calmos y dueños de sí mismos que en cualquier batalla librada sobre el papel. Hace ya mucho tiempo que el grupo de los capitalistas se dio cuenta de la enorme importancia de controlar la maquinaria política y judicial de la sociedad. A fuerza de ametralladoras y órdenes judiciales, las cuales han sofocado muchas huelgas que de otro modo habrían resultado exitosas, el grupo de los obreros está comenzando a darse cuenta de que todo depende de quién esté detrás y quién delante de estas armas. Y quien conoce el movimiento obrero sabe que existe una lenta maduración, y que se está formulando una política clara y definida para adueñarse de la maquinaria política y judicial.

Éste es el terrible fantasma que el señor John Graham Brooks ve cerniéndose portentosamente sobre el mundo del siglo veinte. Ningún hombre puede jactarse de un conocimiento más íntimo del movimiento obrero que él, y repite una y otra vez lo peligrosa que resulta la probabilidad de que el grupo de los obreros se apodere de la maquinaria política de la sociedad. En su reciente libro[10], dice: «No es probable que los patrones puedan destruir el sindicalismo en Estados Unidos. Sin embargo, harán hábiles y desesperados intentos, si por sindicalismo entendemos la actuación indisciplinada y agresiva de organizaciones enérgicas y resueltas. Si el capital se muestra demasiado fuerte en esta lucha, el resultado es fácil de predecir. Bastará con que los patrones convenzan a los obreros organizados de que no pueden mantener su posición frente al administrador capitalista, para que toda la energía que ahora va al sindicato se convierta en un socialismo político agresivo. Ya no se tratará de la inofensiva simpatía con que los sindicatos gremiales ven actualmente el incremento de las funciones municipales y estatales; se convertirá en una fuerza política turbulenta dispuesta a utilizar todos los impuestos como armas contra los ricos».

Esta lucha para no convertirse en un esquirol, para evitar dar más por menos y para lograr dar menos por más, es más importante de lo que podría parecer a primera vista. Los grupos capitalista y obrero están enzarzados en una lucha desesperada, y ningún bando se rige por consideraciones morales más allá de lo superficial. El grupo de los obreros contrata a agentes comerciales, abogados y representantes, y está comenzando a intimidar a los legisladores con el poder de su voto seguro; y de manera más directa, en un futuro cercano, intentará controlar la legislación capturándola por completo a través de las urnas. Por otra parte, el grupo de los capitalistas, numéricamente más débil, contrata periódicos, universidades y asambleas legislativas, y se afana en conseguir que todas las fuerzas que contribuyen a formar la opinión pública se plieguen a sus necesidades.

La única moral honesta que muestran ambos bandos es la ferviente indignación ante las injusticias cometidas por el bando opuesto. El camionero en huelga agarra tranquilamente a un conductor esquirol, lo lleva a un callejón y con una barra de hierro le rompe los brazos para que no pueda conducir más, pero clama al cielo justicia cuando, a través de un policía, el capitalista le rompe el cráneo con un garrote. O peor aún: los miembros de un sindicato son capaces de proclamar con inflamada retórica el derecho que Dios les ha otorgado a una jornada de ocho horas, y mientras tanto estar haciendo trabajar a su propio representante diecisiete horas por día.

Un capitalista como Collins P. Huntington —y los individuos como él son legión—, tras haber consagrado una larga vida a comprar la ayuda de infinidad de asambleas legislativas, montará en virtuosa cólera y condenará en términos desaforados «la peligrosa tendencia de reclamar ayuda del Gobierno» con el objetivo de obstaculizar la legislación obrera. Cualquier miembro del grupo capitalista llevará sin titubear a miles de niños obreros a sus fábricas de algodón, donde sus vidas quedarán tristemente destruidas, pero derramará lágrimas sensibleras y constitucionales sobre la espalda herida de un esquirol. Forzará un libre contrato “reglamentario” con un obrero no sindicado, a partir de un salario de inanición, diciéndole: «Lo tomas o lo dejas», cuando sabe que dejarlo significa morir de hambre, y con el siguiente aliento, una vez que el representante sindical haya convencido al obrero de que se incorpore a un sindicato, estallará en un discurso patriótico acerca del derecho inalienable que tiene todo hombre a trabajar. En pocas palabras: la principal preocupación moral de cada bando es la moral del otro bando. No es su propio bienestar moral lo que les interesa, sino alcanzar la envidiable posición del no-esquirol, del que obtiene más de lo que da.

Pero el asunto no termina ahí. El esquirol obrero no es más detestable para su hermano obrero que el esquirol capitalista para sus hermanos capitalistas. Un capitalista puede obtener el máximo por el mínimo en el trato con sus obreros y en este sentido no ser un esquirol; pero al mismo tiempo, en el trato con sus compañeros capitalistas puede dar el máximo por el mínimo y ser así un esquirol de la peor clase. El crimen más aborrecible que puede cometer un patrón es ser un esquirol con sus compañeros. Y así como los obreros particulares se han organizado en grupos para protegerse del peligro del obrero esquirol, también los patrones se han organizado en grupos para protegerse del peligro del patrón esquirol. Las federaciones, asociaciones y trusts de patrones son sindicatos en toda regla. Están organizadas para acabar con el esquiroleo entre ellos mismos y para alentarlo entre los otros. Por ello aúnan intereses, establecen los precios y presentan un frente combativo y homogéneo ante el grupo obrero.

Como ya se ha dicho, a nadie le gusta hacer el papel obligatoriamente generoso del esquirol. Es un mal negocio a simple vista, y es evidente que no habría esquiroles capitalistas si no hubiese más capital que trabajo para hacer con él. Cuando existen suficientes fábricas a las que suministrar una determinada mercancía, aunque con ocasionales paralizaciones, la construcción de nuevas fábricas para la producción de dicha mercancía por parte de un interés rival es un claro anuncio de que ese capital se quedará sin trabajo. La primera medida de esta nueva acumulación de capital será rebajar los precios, dar más por menos; en pocas palabras: se convertirá en un esquirol, atacará la existencia misma de la acumulación de capital menos generosa cuyo trabajo está intentando acaparar.

Ningún esquirol capitalista se esfuerza por dar más a cambio de menos si no es porque espera, a partir de menoscabar a su competidor y de dejarlo fuera del mercado, obtener ese mismo mercado y sus beneficios para sí. Su ambición es ver llegar el día en que quedará él solo en el sector a la vez como comprador y como vendedor, el día en que será el rey de los no-esquiroles, comprando más por menos, vendiendo menos por más, y reduciendo a todos los que le rodean —a los pequeños compradores y vendedores (los consumidores y los obreros)— a la condición general de esquiroles. Sin ir más lejos, ésa ha sido la historia del señor Rockefeller y la Standard Oil Company. Él ha cometido todas las sórdidas bajezas del esquirol antes de convertirse en lo que es hoy en día: el más regio de los no-esquiroles. Sin embargo, para permanecer en su envidiable posición, tiene que estar preparado para salir nuevamente a hacer de esquirol en cualquier momento. Y lo está. En cuanto aparece un competidor, el señor Rockefeller pasa de dar menos por más a dar más por menos con tal espíritu de venganza que deja al competidor fuera de juego.

Los capitalistas unidos discriminan al esquirol capitalista rehusando darle ventajas comerciales, y aliándose en su contra del modo más implacable. Los obreros unidos, que discriminan al esquirol obrero de manera más primitiva (con un garrote), no son más piadosos.

El señor Casson cuenta de un capitalista de Nueva York que se retiró del sindicato azucarero hace varios años y se convirtió en un esquirol. Tenía algo así como veinte millones de dólares. Pero el Sindicato Azucarero, hombro con hombro con el Sindicato Ferroviario y varios otros, lo zurraron hasta hacerle caer de rodillas y gritar «basta». Tan espantosamente lo zurraron, que se vio obligado a acudir a sus acreedores, a su casa, a sus gallinas y a su reloj de oro. De hecho, la Federación de Sindicatos Capitalistas lo apaleó tan a conciencia como ningún sindicato obrero apaleó jamás a un trabajador esquirol. La intención es en ambos casos la misma: destruir la capacidad productiva del esquirol. El esquirol obrero con contusión cerebral queda fuera de juego, y también el esquirol capitalista que ha perdido todos sus dólares, y hasta sus gallinas y su reloj. Pero el papel del esquirol trasciende lo individual. Así como los individuos hacen de esquirol con otros individuos, los grupos hacen de esquirol con otros grupos. Y el principio es exactamente el mismo que en el caso del esquirol obrero individual. De acuerdo con la naturaleza de su organización, a menudo un grupo está obligado a dar más por menos, y con ello, a atacar la vida de otro grupo. En este momento, toda Europa está aterrada ante ese esquirol colosal que es Estados Unidos. Agitada, clama por una Federación de Sindicatos Nacionales que la proteja. Cabe observar, de pasada, que en sus rasgos principales esta agitación no difiere en absoluto de la agitación sindical que existe entre los trabajadores de cualquier industria. El problema lo causa el esquirol, que está dando más por menos, y el resultado de las infames acciones de los esquiroles americanos será que la casa y la comida de Europa se verán amenazadas. La única manera que tiene Europa de protegerse a sí misma es acabar con las riñas internas y formar una unión contra el esquirol. Y si esta unión se constituye, cabe esperar que entren en escena la infantería y la marina, de un modo similar a como intervienen los ladrillos y los garrotes en las luchas obreras ordinarias.

A este respecto, y como a uno de tantos delegados nacionales, bien puede citarse a monsieur Leroy-Beaulieu, renombrado economista francés. En una carta al Tageblatt de Viena, aboga por una alianza económica entre las naciones continentales con el objetivo de impedir la entrada de artículos americanos, una alianza económica, como dice él, «que tal vez y con suerte pueda convertirse en una alianza política».

En las declaraciones de los delegados europeos se observará que todos sin excepción dejan a Inglaterra fuera de la asociación propuesta. Y en la propia Inglaterra hay un sentimiento creciente de que sus días están contados si no puede unirse al gran esquirol americano para ofensa y defensa. Como dijo hace algún tiempo Andrew Carnegie: «La única vía que le queda a Gran Bretaña parece ser la de unirse con su nieto, o bien quedar definitivamente relegada a un lugar secundario y por lo tanto a una correspondiente insignificancia en los futuros anales de la raza angloparlante».

Hablando de lo que Inglaterra habría obtenido de no haber sido por la estúpida obstinación de Jorge III, y de lo que obtendrá cuando se una a Estados Unidos, Cecil Rhodes dijo: «No se disparará ningún cañón en ninguno de los hemisferios salvo autorización de la raza inglesa». Todo parece indicar que a Inglaterra, enfrentada con la hostil Unión Continental y flanqueada por el gran esquirol americano, no le queda más que unirse al esquirol y jugar el histórico papel de los detectives armados de Pinkerton[11]. Si se da crédito a las palabras de Cecil Rhodes, Estados Unidos podría hacer libremente de esquirol en Europa siempre que Inglaterra, como rompehuelgas profesional y policía, destruyera los sindicatos y mantuviese el orden.

Tal vez todo esto parezca fantasioso y desatinado, pero contiene una verdad mucho más importante de lo que pudiera pensarse. Hoy en día la civilización puede ser descrita en términos de gremialismo. La mayor parte de las luchas individuales han terminado, pero las luchas de grupo aumentan prodigiosamente. Y las cosas por las cuales luchan hoy los grupos son las mismas de antaño. Despojada de todas las sutilezas y complejidades, la lucha principal, tanto entre los hombres como entre los grupos de hombres, es por la casa y la comida. Y así como antaño luchaban encarnizadamente, hoy siguen luchando con uñas y dientes, prolongados en ejércitos de infantería y de marina, máquinas y ventajas económicas.

Según la definición de que el esquirol es aquel que da más valor que otro por el mismo precio, parecería que la sociedad puede dividirse, de modo general, en dos clases: esquiroles y no esquiroles. No obstante, en una investigación más profunda se verá que los no-esquiroles son una especie en desaparición. En la jungla social, todos son devorados por todos. Como en el caso del señor Rockefeller, aquel que ayer era un esquirol hoy es un no-esquirol, y mañana puede ser nuevamente un esquirol.

La taquígrafa o la contable que gana cuarenta dólares por mes en un puesto en el que un hombre ganaba setenta y cinco es una esquirol. También lo es la mujer que hace el trabajo de un hombre en el telar, y el niño que se incorpora al molino o a la fábrica. Y el padre que es desplazado de su puesto por las mujeres y los hijos de otros hombres, y que envía a su propia mujer e hijos a hacer de esquiroles para poder salvarse.

Cuando un editor le ofrece a un autor mejores derechos que los que le han estado pagando otros editores, está haciendo de esquirol con esos otros editores. Al periodista de un diario que considera que debería estar recibiendo un mejor salario por su trabajo y así lo expresa, lo despiden y lo reemplazan por otro periodista que es un esquirol, con lo cual, cuando el hambre aprieta, el periodista desplazado va a otro periódico y se convierte él mismo en esquirol. El pastor que rechaza una convocatoria para oficiar, y espera que determinada congregación le ofrezca, digamos, 500 dólares anuales o más, a menudo se encuentra siendo desplazado por otro pastor más indigente, y la próxima vez, cuando un pastor hermano rechaza una convocatoria, le toca a él hacer de esquirol. El esquirol está por todas partes. Los rompehuelgas profesionales, que como clase reciben un buen salario, se irán quitando el trabajo unos a otros, al tiempo que se crearán incluso sindicatos de esquiroles para impedir que los esquiroles se desplacen entre sí.

Los no-esquiroles existen, pero habitualmente han nacido siéndolo, y están protegidos por todo el poder de la sociedad que posee casa y comida. El rey Eduardo pertenece a esta clase, así como todos los individuos que reciben privilegios hereditarios de casa y comida (como el actual Duque de Bedford, por ejemplo, quien recibe 75 000 dólares al año de manos de la buena gente de Londres porque algún rey anterior cedió los privilegios del mercado de Covent Garden a algún ancestro suyo). Tampoco son esquiroles los ricos irresponsables, y me refiero a esa clase que vive como si tuviese un vale de descuento y que contrata administradores y cerebros para que inviertan el dinero que habitualmente han heredado de sus ancestros.

Salvo estas criaturas afortunadas, todos los demás, en algún momento u otro de sus vidas, son esquiroles; por una determinada suma, en algún momento u otro se ven obligados a dar más que ningún otro. El humilde profesor de una institución subvencionada, gracias a la humilde supresión de sus convicciones, está dando más por su salario de lo que daban otros profesores más honestos cuya silla ahora ocupa él. Y cuando un partido político cuelga un cubo lleno de comida ante los ojos de las masas trabajadoras, está ofreciendo más por un voto que el incierto dólar del partido contrario. Ni siquiera el prestamista está por encima de aceptar una tasa de interés apenas menor que la del resto y ocultarlo.

El enredo de intereses en conflicto en una sociedad encarnizada es tal, que las personas no pueden evitar ser esquiroles; con frecuencia lo acaban siendo en contra de sus deseos, y a menudo ni siquiera son conscientes. Cuando varios comerciantes de una localidad determinada piden y reciben un adelanto de salario, sin saberlo están convirtiendo en esquiroles a sus compañeros obreros de ese mismo distrito que no han recibido ningún adelanto. En San Francisco, por ejemplo, los barberos, los trabajadores de las lavanderías y los conductores de carros lecheros recibieron un adelanto. De inmediato sus empleadores añadieron la suma del adelanto al precio de venta de sus productos. El precio del afeitado, del lavado y de la leche subió. Esto redujo el poder adquisitivo de los obreros no organizados y, en la práctica, redujo sus salarios y los convirtió en esquiroles aún mayores.

El hecho de que el obrero británico no tienda a hacer de esquirol (porque restringe su producción para dar menos a cambio del salario que recibe), permite en cierta medida al capitalista americano, que recibe una producción menos restringida de sus obreros, hacer el papel de esquirol con el capitalista inglés. Como consecuencia de ello (y por supuesto combinado con otras causas), el capitalista americano y el obrero americano están poniendo en peligro la casa y la comida del capitalista inglés.

Hoy el obrero inglés se muere de hambre, entre otras cosas porque no es un esquirol. Practica la política del “sin prisas”, que puede definirse como “tomárselo con calma”. Con el fin de recibir el máximo por el mínimo, en muchos oficios no realiza más que una cuarta o una sexta parte del trabajo que está perfectamente capacitado para realizar. Un ejemplo de ello es el edificio de la Westinghouse Electric Works, en Manchester. El límite británico por hombre era de 400 ladrillos por día. La Westinghouse Company importó un contratista americano “líder”, asistido por media docena de capataces americanos “líderes”, y el albañil británico promedio de 1800 ladrillos por día, con un máximo de 2500 ladrillos en los trabajos más sencillos.

La política del “sin prisas” de los obreros británicos, que es la muy honorable de dar el mínimo por el máximo, también es la política del inglés capitalista; éste, sin embargo, no la ve con buenos ojos, pues su propia existencia comercial está amenazada por el gran esquirol americano. Desde la aparición del sistema de fábricas, el capitalista inglés abrazó alegremente la oportunidad de dar el mínimo por el máximo allí donde la halló. Lo hizo en todas las partes del mundo donde gozaba de un monopolio comercial, y lo hizo en casa, con los obreros empleados en sus molinos, a los que aplastó como a moscas hasta que se lo impidieron, en alguna medida, las Leyes de Fábricas[12]. El origen de algunas de las fortunas más respetables de Inglaterra de hoy puede rastrearse hasta un momento en el que daban el mínimo por el máximo a los esclavos miserables de las ciudades fabriles. No obstante, ahora el capitalista inglés se indigna porque sus obreros emplean contra él precisamente la misma política que él empleó contra ellos, y que volvería a emplear si se presentara la oportunidad.

Con todo, el “sin prisas” es desastroso para el obrero británico. Ha desplazado la construcción de barcos de Inglaterra hacia Escocia; la fabricación de botellas, de Escocia hacia Bélgica; la fabricación de vidrio de pedernal, de Inglaterra hacia Alemania; y actualmente desplaza hacia otros países una industria tras otra, a ritmo sostenido. Un corresponsal de Northampton escribió no hace mucho: «Las fábricas están trabajando la mitad o la tercera parte… No hay huelgas, ni problemas laborales reales, pero los dirigentes y los trabajadores sufren por igual la mera falta de empleo. Los mercados que una vez fueron suyos ahora son americanos». Parecería que el desafortunado obrero británico está entre la espada y la pared. Si da el máximo por el mínimo, se enfrenta a una terrible esclavitud como la que marcó el inicio del sistema de fábricas. Si da el mínimo por el máximo, desplaza la industria fuera, a otros países, y se queda sin trabajo.

Aún así, los obreros de Estados Unidos no tienen nada de que jactarse, mientras que, de acuerdo con la ética de su sindicato, tienen mucho de que avergonzarse. Predican con fervor que se trabaje menos horas y por mejores salarios: cuantas menos horas y mejores salarios, mejor. Su odio por el esquirol es tan terrible como el odio del patriota por el traidor, como el del cristiano por Judas. Y sin embargo son tan grandes esquiroles como Estados Unidos, el gran esquirol. Pues con todos los sindicatos de los que presumen y con sus altos ideales obreros, son prácticamente los esquiroles más cabales del planeta.

Gracias a su destreza y a su inmensa capacidad de trabajo, cobrando 4.50 dólares al día, el obrero americano ha llegado a hacer de esquirol con los (así llamados) esquiroles que habían ocupado su lugar y que cobraban tan sólo 0.90 dólares diarios haciendo una jornada más larga que él. En este caso particular, cinco culis chinos, trabajando más horas, rendían menos que un solo obrero americano a cambio del mismo coste para el patrón.

Pero con sus hermanos obreros de ultramar el obrero americano es el esquirol más escandaloso. Como ha mostrado el señor Casson, un fabricante de clavos inglés gana 3 dólares por semana, mientras que uno americano gana 30. Pero el trabajador inglés produce 200 libras de clavos por semana, mientras que el americano produce 5500 libras. Si éste fuese tan “justo” como su hermano inglés, y las demás condiciones fuesen las mismas, estaría recibiendo, según la tarifa del trabajador inglés, 82.50 dólares. Tal como están las cosas, está haciendo de esquirol con su hermano inglés por nada más ni nada menos que 79.50 dólares semanales. El Dr. Schultze-Gaevernitz ha mostrado que un tejedor alemán produce 466 yardas de algodón por semana, a un costo de 0'303 por yarda, mientras que un tejedor americano produce 1200 yardas a un costo de 0.02 por yarda.

Podría objetarse que en buena medida esto se debe al perfeccionamiento de la maquinaria americana. Es muy cierto, pero también se debe, en gran parte aún, a la mayor energía, habilidad y buena disposición del obrero americano. El obrero inglés es fiel a la política del “sin prisas”. Se niega rotundamente a realizar su trabajo con una máquina que utiliza el esquirol del Nuevo Mundo. El señor Maxim, al observar una rutina de trabajo manual que suponía un gasto excesivo para su fábrica inglesa, inventó una máquina que demostró ser capaz de sustituir a varios hombres. Pero los obreros fueron puestos a operar la máquina uno tras otro y, sin excepción, produjeron ni más ni menos que lo que producía un obrero manualmente. Obedecían la orden del sindicato e iban despacio, mientras el señor Maxim, desesperado, se daba por vencido. Además, el obrero británico no hará funcionar tantas máquinas como el americano, ni a una velocidad tan alta. Un obrero americano «se ocupará simultáneamente de tres, cuatro o seis máquinas, o herramientas, mientras que el obrero inglés está obligado por su sindicato a limitarse a una sola, para que pueda dársele empleo a media docena de hombres».

Pero no se puede culpar a nadie por ser esquirol. Con raras excepciones, todas las personas del mundo son esquiroles. El trabajador fuerte y capaz consigue un empleo y lo conserva gracias a su fuerza y a su capacidad. Y lo conserva porque, gracias a su fuerza y a su capacidad, da mayor rendimiento a su salario que el trabajador más débil y menos capaz. Por consiguiente, está haciendo de esquirol con su hermano, el trabajador más débil y menos capaz. Está dando mayor rendimiento a la paga del patrón.

El trabajador superior hace de esquirol con el trabajador inferior porque está constituido así y no puede evitarlo. Uno, por circunstancias de nacimiento y crianza, es fuerte y capaz; el otro, por circunstancias de nacimiento y crianza, no es tan fuerte ni tan capaz. Por la misma razón un país hace de esquirol con otro. El país que tiene la buena fortuna de poseer gran cantidad de recursos naturales, más sol o mejor suelo, instituciones que no ponen obstáculos, y unas clases obrera y capitalista hábiles e inteligentes, está obligado a hacer de esquirol con un país en circunstancias menos afortunadas. Es su buena suerte lo que está convirtiendo a Estados Unidos en el gran esquirol, del mismo modo que es buena suerte para un hombre nacer con la espalda recta mientras que su hermano nace con una joroba.

No conviene dar el máximo por el mínimo; no conviene ser esquirol. La palabra se ha granjeado el oprobio universal. Por otra parte, no ser esquirol, dar el mínimo por el máximo, equivale a ser universalmente tildado de mezquino, egoísta y poco cristiano. Así pues, como el trabajador inglés, todo el mundo está entre la espada y la pared. Ser esquirol es traicionar a los propios compañeros; no serlo es poco cristiano.

Puesto que dar el mínimo por el máximo y dar el máximo por el mínimo son actos universalmente malos, ¿qué nos queda? Queda la equidad, que es dar una cosa por otra similar, lo mismo por lo mismo, ni más ni menos. Pero esta equidad, tal y como está constituida la sociedad actual, no puede darse. No está en la naturaleza de la sociedad actual el que los hombres den una cosa por otra similar, lo mismo por lo mismo. Y mientras los hombres continúen viviendo en esta sociedad competitiva, luchando unos contra otros con uñas y dientes por la casa y la comida (lo que equivale a luchar unos contra otros con uñas y dientes por la vida), el esquirol seguirá existiendo. Su voluntad de “vivir” lo obligará a existir. Puede ser despreciado e insultado por sus hermanos, golpeado con ladrillos y garrotes por los hombres que, en virtud de su fuerza y su capacidad superiores, hacen de esquirol con él —como él lo hace con ellos— ofreciendo más horas de trabajo por menos salario; pese a todo él persistirá, dando un poquito más por menos que ellos.