Es bastante justo decir que me hice socialista de un modo similar a como los teutones paganos se hicieron cristianos: a golpes de martillo. En el momento de mi conversión, yo no sólo no estaba buscando el socialismo sino que lo estaba combatiendo. Era muy joven e inexperto, no sabía casi nada, y aunque nunca había oído hablar siquiera de una escuela llamada “individualismo”, cantaba el himno de los fuertes con todo el corazón.
Esto era así porque yo mismo era fuerte. Por fuerte quiero decir que tenía buena salud y músculos firmes, ambas cualidades fácilmente explicables. Había pasado mi niñez en los ranchos de California, mi adolescencia repartiendo periódicos en las calles de una lozana ciudad del Oeste, y mi juventud en las aguas cargadas de ozono de la Bahía de San Francisco y del Océano Pacífico. Me encantaba la vida al aire libre, y al aire libre me afanaba en los trabajos más duros. Sin aprender ningún oficio, yendo de empleo en empleo, contemplaba el mundo y lo encontraba bueno hasta en el último detalle. Permítanme que lo repita: este optimismo se debía a que era sano y fuerte, no estaba preocupado por dolencias ni debilidades, nunca me había rechazado ningún patrón por no parecer apto, y siempre era capaz de conseguir un trabajo paleando carbón, como marinero, o haciendo algún tipo de trabajo manual.
Y a causa de todo ello, exultante en mi joven vida, capaz de mantenerme firme en el trabajo o en la pelea, era un individualista desenfrenado. Era muy natural. Yo era un triunfador. De ahí que para mí todo consistiera en un juego, que tal como veía que se jugaba, o como creía ver que se jugaba, era un juego muy propio de HOMBRES. Ser un HOMBRE era escribir “hombre” con grandes mayúsculas en mi corazón. Aventurarse como un hombre, pelear como un hombre y hacer el trabajo de un hombre (incluso por una paga de muchacho), eran cosas que me conmovían y me atraían como ninguna otra. Y anticipaba la vasta perspectiva de un futuro incierto e interminable, hacia el cual, jugando a lo que yo consideraba el juego del HOMBRE, debía continuar viajando con salud inquebrantable, sin percances y con músculos siempre vigorosos. Como digo, el futuro era interminable: me veía a mí mismo atravesando la vida furiosa e incesantemente como una de las “bestias rubias” de Nietzsche, que vagan lujuriosas y que conquistan con su sola fuerza y superioridad.
En cuanto a los desdichados, los enfermos y achacosos y viejos y tullidos, debo confesar que apenas pensaba en ellos. Sólo sentía vagamente que, salvo accidentes, podían ser tan buenos como yo si de verdad lo querían, y trabajar igual de bien. ¿Y los accidentes? Bueno, representaban el DESTINO, que también se escribía con mayúsculas, y que no había modo de eludir. Napoleón había tenido un accidente en Waterloo, pero eso no desalentaba mi deseo de ser un Napoleón tardío. Además, el optimismo engendrado por un estómago capaz de digerir chatarra y por un cuerpo que florecía en la adversidad, no me permitía considerar los accidentes ni siquiera como remotamente relacionados con mi gloriosa personalidad.
Espero haber dejado claro que estaba orgulloso de ser uno de los hidalgos más fuertes de la Naturaleza. La dignidad del trabajo era para mí la cosa más admirable del mundo. Sin haber leído a Carlyle ni a Kipling, hice del trabajo un credo que hacía palidecer los suyos. El trabajo lo era todo. Era santificación y salvación. El orgullo que me producía un duro día de trabajo bien hecho sería inconcebible para ustedes. Es casi inconcebible para mí, cuando lo recuerdo. Yo era el esclavo del salario más leal que ningún capitalista haya explotado jamás. Holgazanear o fingirme enfermo frente al hombre que me pagaba el salario era un pecado, en primer lugar contra mí mismo, y en segundo contra él. Lo consideraba un crimen sólo inferior a la traición, y casi igual de malo.
En pocas palabras, mi jovial individualismo estaba dominado por la ética burguesa ortodoxa. Leía los periódicos burgueses, escuchaba a los predicadores burgueses, y daba gritos ante las grandilocuentes trivialidades de los políticos burgueses. Y no dudo de que, si otros acontecimientos no hubiesen cambiado el curso de mi vida, me habría convertido en un esquirol profesional (uno de los héroes americanos del Presidente Eliot[7]), y habría acabado con la cabeza y con mi capacidad de ganarme la vida irrevocablemente aplastadas por un garrote en manos de algún militante sindical.
Más o menos por aquella época, al regresar de un viaje de siete meses en un camarote de proa y con dieciocho años recién cumplidos, se me metió en la cabeza salir a vagabundear. Cogido del pescante u oculto entre vagones[8], me abrí camino en tren desde la llanura abierta del Oeste, donde los hombres se embolsaban buen dinero y el trabajo andaba a la caza del hombre, hacia los congestionados centros laborales del Este, donde los hombres apenas valían nada y andaban a la caza de trabajo por lo poco que pudieran darles. Y en esta nueva aventura de “bestia rubia” me encontré a mí mismo contemplando la vida desde una perspectiva nueva y completamente diferente. Había descendido desde el proletariado hacia lo que los sociólogos gustan de llamar “el décimo sumergido” de la sociedad, y me pasmó descubrir la manera como se reclutaba a ese décimo sumergido.
Conocí a todo tipo de hombres, muchos de los cuales habían sido alguna vez tan buenos y tan “bestias rubias” como yo: marineros, soldados, obreros, todos encorvados y desfigurados y deformados por el trabajo físico, las penurias y los accidentes, y abandonados a su suerte por sus amos como tantos caballos viejos. Con ellos mendigué por las calles y por las casas[9], o temblé de frío junto a ellos en vagones de trenes y en parques de ciudades, mientras escuchaba historias de vidas que comenzaban tan auspiciosamente como la mía, con digestiones y cuerpos iguales o mejores que el mío y que, ante mis ojos, acababan destrozados, en el fondo del Pozo Social.
Y mientras escuchaba, mi cerebro comenzó a funcionar. Cada vez estaba más cerca de la indigente y del mendigo. Veía la imagen del Pozo Social tan vívidamente como si fuese algo concreto: en el fondo del Pozo los veía a ellos, y a mí mismo por encima de ellos, no muy lejos, aferrándome a aquel muro resbaladizo a pura fuerza y sudor. Y confieso que el terror se apoderó de mí. ¿Qué sucedería cuando me faltaran las fuerzas? ¿Qué, cuando fuese incapaz de trabajar hombro a hombro con hombres fuertes que en aquel momento ni siquiera habían nacido? Y allí mismo hice un solemne juramento, que decía algo así: He trabajado duramente con el cuerpo todos los días de mi vida, y cuantos más días he trabajado, tanto más cerca estoy del fondo del pozo. Tengo que trepar y salir del pozo, pero no debo salir gracias a mis músculos. No he de hacer más trabajo pesado, y que Dios me haga caer muerto si hago un solo día más de trabajo físico que no esté completamente obligado a hacer. Y desde entonces siempre me he ocupado de huir del trabajo pesado.
Casualmente, en mi viaje de unas diez mil millas por los Estados Unidos y Canadá, fui a parar a las Cataratas del Niágara, me prendió un alguacil de un coto privado de caza, se me negó el derecho a declararme culpable o inocente, fui sentenciado sin más a treinta días de prisión por no tener residencia fija ni medios de vida comprobables, esposado y encadenado a un grupo de hombres que se encontraban en circunstancias similares, trasladado hasta Buffalo y registrado en la Penitenciaría del Condado de Erie. Me raparon la cabeza y me afeitaron el incipiente bigote, me vistieron con ropas de recluso, me vacunó por la fuerza un estudiante de medicina que hacía prácticas con los de nuestra calaña, me obligaron a hacer la marcha de los pies atados, y me pusieron a trabajar bajo la vigilancia de guardias armados con rifles Winchester: todo por andar a la aventura al estilo de una “bestia rubia”. El declarante no consigna más detalles, pero puede dar a entender que algo de su pletórico patriotismo nacional se aquietó y se filtró desde el fondo de alguna parte de su alma. Al menos le parece que, desde aquella experiencia, se preocupa más por los hombres, mujeres y niños que por las líneas geográficas imaginarias.
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Volviendo a mi conversión, creo que es evidente que me quitaron mi individualismo a golpes de martillo con bastante eficacia, y en su lugar, con igual eficacia, me inculcaron a martillazos otra cosa. Pero así como había sido un individualista sin saberlo, ahora era un socialista sin saberlo y por tanto un socialista acientífico. Había vuelto a nacer, pero no me había rebautizado, y andaba de un lado a otro intentando averiguar qué clase de cosa era yo. Regresé corriendo a California y me puse a abrir libros. No recuerdo cuáles abrí primero. De cualquier modo, es un detalle que importa poco. Yo ya era Eso, fuera lo que fuere, y con la ayuda de los libros descubrí que ser Eso era ser un socialista. Desde aquel día he abierto muchos libros, pero ningún argumento económico, ninguna lúcida demostración de la lógica y la inexorabilidad del socialismo me afectan tan profunda y convincentemente como me afectó aquel día en que, por primera vez, vi que los muros del pozo social se levantaban en torno a mí y me sentí resbalar y caer y caer, hacia la ruina del fondo.