Si el vagabundo desapareciera repentinamente de los Estados Unidos, sería una ruina para muchas familias. El vagabundo permite que miles de hombres se ganen un sueldo honesto, eduquen a sus hijos y los conviertan en personas trabajadoras y temerosas de Dios. Sé de qué hablo. En una época mi padre era agente de policía y se ganaba la vida cazando vagabundos. La comunidad le pagaba un tanto por cabeza por todos los vagabundos que lograra atrapar, y creo que también cobraba por distancia recorrida. Llegar a final de mes fue siempre un problema en mi casa, y la cantidad de comida en la mesa, el par de zapatos nuevos, el día fuera o el libro de texto para el colegio dependían siempre de la suerte de mi padre en la caza. Recuerdo perfectamente la ansiedad reprimida y el suspense con los que esperaba cada mañana para saber cuáles habían sido los resultados de sus esfuerzos de la noche anterior: cuántos vagabundos había detenido y qué posibilidades había de que fueran condenados. De modo que cuando años más tarde, como vagabundo, conseguía eludir a algún agente depredador, no podía menos que sentir lástima por los niños y las niñas que había en casa del agente; me parecía como si les estuviera escamoteando a aquellos niños y niñas algunas de las cosas buenas de la vida.
Pero eso también forma parte del juego. El vagabundo desafía a la sociedad, y los sabuesos de la sociedad viven de él. A algunos vagabundos les gusta dejarse cazar por los sabuesos… sobre todo en invierno. Por supuesto, tales vagabundos eligen comunidades con “buenas” prisiones, donde no se trabaje y se coma bien. También ha habido, y muy probablemente aún hay, agentes que se reparten sus ingresos con los vagabundos que arrestan. Esta clase de agentes no tienen que dar caza a nadie. Silban y la presa acude. Es sorprendente la cantidad de dinero que circula por el mundo a cuenta de los arruinados vagabundos. Por todo el Sur —al menos mientras yo fui vagabundo— hay campos de prisioneros y plantaciones donde los granjeros pagan por el trabajo de los vagabundos que cumplen condena, y donde éstos no tienen más remedio que trabajar. Y luego hay lugares como las canteras de Rutland, en Vermont, donde el vagabundo es explotado y la energía de su cuerpo, que ha acumulado mendigando en la calle o llamando a puertas traseras, le es ilegítimamente extraída en beneficio de aquella comunidad en particular.
Yo personalmente no sé nada de las canteras de Rutland, en Vermont. Me alegro mucho de no saberlo, cuando recuerdo cuán cerca estuve de ir a parar allí. El rumor de esas canteras circula entre los vagabundos, y oí hablar de ellas por primera vez en Indiana. Pero cuando llegué a Nueva Inglaterra escuchaba el rumor continuamente, y siempre en medio de advertencias de peligro. «Quieren hombres para las canteras», decían los vagabundos de paso; «a un vagabundo no le caen nunca menos de noventa días». Al llegar a New Hampshire estaba ya muy advertido y evitaba a los polis y a los agentes ferroviarios como nunca.
Una noche bajé a la zona de operación de Concord y encontré un mercancías ya preparado y a punto de partir. Localicé un vagón vacío, abrí la puerta lateral y me colé en él. Tenía la esperanza de llegar hasta White River por la mañana; eso quería decir que estaría en Vermont, a no más de mil quinientos quilómetros de Rutland. Pero a partir de ese punto y a medida que siguiera avanzando hacia el norte la distancia entre mí y el peligro comenzaría a aumentar. En el vagón me encontré con un novato que mostró una agitación inusual ante mi entrada. Me tomó por un guardafrenos, y cuando supo que era sólo un vagabundo me habló de las canteras de Rutland para explicar el susto que le había dado. Era un joven campesino que no había salido nunca de los circuitos locales.
El mercancías se puso en marcha, y nosotros nos tumbamos en un extremo del vagón y nos dormimos. Una o dos horas más tarde, en una parada, me despertó el ruido de alguien que abría cuidadosamente la puerta lateral. El novato siguió durmiendo. No hice ningún movimiento y mantuve los ojos cerrados, aunque dejando una pequeña rendija para ver. Por la puerta entró una linterna, seguida por la cabeza de un guardafrenos. Nos descubrió y nos estuvo mirando un momento. Yo estaba preparado para una expresión violenta por su parte, o para el acostumbrado «¡Fuera de ahí, hijo de tu madre!». En lugar de eso el guardafrenos retiró la linterna con gran cuidado y muy, muy suavemente cerró la puerta. Eso me pareció extremadamente inusual y sospechoso. Escuché atentamente y pude oír que corría sigilosamente el pasador. La puerta estaba cerrada por fuera. No podíamos abrirla desde dentro. Una vía de salida rápida del vagón estaba bloqueada. No era una buena cosa. Esperé unos segundos, luego me arrastré hasta la puerta de la izquierda y la probé. Aún no tenía corrido el pasador. La abrí, salté al suelo y la cerré detrás de mí. Luego pasé entre los parachoques hasta el otro lado del tren. Abrí la puerta que el guardafrenos había cerrado con el pasador, subí y volví a cerrarla otra vez detrás de mí. Ambas salidas volvían a estar disponibles. El novato seguía durmiendo.
El tren se puso en marcha. Llegó hasta la siguiente parada. Oí pasos en la grava. Luego se abrió ruidosamente la puerta de la izquierda. El novato se despertó, y yo hice ver que me despertaba; nos sentamos y miramos al guardafrenos y su linterna. No tardó un minuto en pasar a los negocios.
—Quiero tres dólares —dijo.
Nos pusimos en pie y nos acercamos a él para parlamentar. Expresamos una absoluta y sincera voluntad de darle los tres dólares, pero le hablamos de la mala fortuna que nos perseguía en la vida y que nos impedía satisfacer nuestro deseo. El guardafrenos permanecía incrédulo. Regateó con nosotros. Estaba dispuesto a bajar a dos dólares. Lamentó nuestra miserable condición. Dijo cosas poco agradables, nos llamó hijos de nuestra madre y nos insultó de todas las formas que sabía. Luego pasó a las amenazas. Explicó que si no cedíamos a sus exigencias, nos encerraría y nos llevaría hasta White River para entregarnos a las autoridades. También explicó lo de las canteras de Rutland.
El guardafrenos creía que nos tenía pillados. ¿Acaso no tenía controlada una puerta y había cerrado personalmente la otra con el pasador unos minutos antes? Cuando se puso a hablar de las canteras, el asustado novato hizo gesto de ir a la otra puerta. El guardafrenos soltó una carcajada.
—No corras tanto —dijo—. Cerré esa puerta desde fuera en la última parada.
Tanto creía en que la puerta estaba cerrada que sus palabras resultaban convincentes. El novato le creyó y se sumió en la desesperación.
El guardafrenos lanzó su ultimátum. O salían los dos dólares, o nos encerraría y luego nos entregaría a la policía de White River, lo que significaba noventa días y las canteras. Sólo imagine, amable lector, que la otra puerta hubiera estado cerrada. Contemple la precariedad de la existencia humana. Por falta de un dólar, habría ido a las canteras y servido tres meses como esclavo convicto. Lo mismo le hubiera ocurrido al novato. No piensen en mí, que soy irrecuperable; consideren el caso del novato. Podría haber salido de aquellos noventa días irremediablemente abocado a una vida de crimen. Y algún día tal vez le hubiera partido el cráneo a usted, sí a usted, en el intento de tomar posesión del dinero que llevara encima; y si no fuera su cráneo, tal vez fuera el de alguna otra criatura inocente y desgraciada.
Figura 42. Una mañana llegué al parque
Pero la puerta no estaba cerrada con pasador, y sólo yo lo sabía. El novato y yo suplicamos misericordia. Yo me sumé a las súplicas y a los lamentos por simple gamberrismo, supongo. Pero lo hice lo mejor que supe. Conté una “historia” que hubiera derretido el corazón de cualquier hombre que lo tuviera; pero no derritió el corazón de aquel sórdido y codicioso guardafrenos. Cuando se convenció de que no teníamos dinero, cerró la puerta y corrió el pasador, y luego se quedó un rato más para ver si lo nuestro había sido un farol y ahora le ofrecíamos los dos dólares.
Fue entonces cuando me dejé ir un poco. Le llamé a él hijo de su madre. Le llamé todas las otras cosas que me había llamado a mí. Y luego le solté unas cuantas más. Yo vengo del Oeste, un lugar donde la gente sabe insultar, y no iba a permitir que ningún miserable guardafrenos de una miserable línea secundaria de Nueva Inglaterra me ganara en fuerza y plasticidad de lenguaje. Al comienzo el guardafrenos intentó reírse de mis insultos. Luego cometió el error de pretender responderme. Me dejé ir un poco más y terminé de amasarlo bien y sazonarlo con alados y flamígeros epítetos. No todo era ingenio y literatura en mi discurso; también estaba indignado ante la vileza de alguien dispuesto a entregarme a tres meses de esclavitud por no haberle dado un dólar. Además, me rondaba la idea de que debía sacarse también un pellizco de los ingresos de la policía.
Pero me tomé mi revancha. Herí sus sentimientos y su orgullo por valor de varios dólares. Él trató de asustarme amenazándome con entrar a buscarme y darme una paliza. En respuesta, yo le prometí patearle la cara mientras subiera al vagón. Tenía la posición más ventajosa, y él lo sabía. De modo que dejó la puerta cerrada y fue a pedir ayuda al resto del personal del tren. Podía oír como respondían a su llamada y como se acercaban los pasos sobre la grava. Y durante todo el tiempo la otra puerta estaba sin pasador, sin que ellos lo supieran; y durante todo el tiempo el novato estaba al borde del colapso.
¡Ah, yo era un héroe!… teniendo como tenía la escapatoria justo detrás de mí. Maltraté verbalmente al guardafrenos y a sus compañeros hasta que abrieron la puerta y vi sus caras furiosas a la luz de las linternas. Para ellos era todo muy sencillo. Nos tenían acorralados en el vagón, de modo que entrarían y nos darían una paliza. Comenzaron a subir. No di ninguna patada a nadie en la cara. Abrí la otra puerta y el novato y yo salimos pitando. El personal del tren salió en nuestra persecución.
Si la memoria no me falla, saltamos un muro de piedra. Pero en todo caso recuerdo perfectamente el lugar al que fuimos a parar. En la oscuridad caí sobre una tumba. El novato aterrizó sobre otra. Y luego vivimos la persecución de nuestra vida por el cementerio. Los fantasmas debieron pensar que nos habíamos vuelto locos. También el personal del tren, pues los guardafrenos no abandonaron la persecución hasta que salimos del cementerio y cruzamos una carretera para perdernos en un oscuro bosque. Algo más tarde aquella noche el novato y yo fuimos a parar al pozo de una granja. Queríamos beber, pero advertimos una pequeña cuerda que bajaba por uno de los lados del pozo. La izamos y al otro extremo encontramos una lata de un galón de crema. Pues bien, eso es todo lo cerca que llegué a estar de las canteras de Rutland, en Vermont.
Cuando circula entre los vagabundos el rumor de que en cierto lugar “los polis son hostiles”, quiere decir que no se debe pasar por allí o por lo menos debe hacerse de la forma más discreta posible. Hay lugares en los que uno debe ser siempre discreto. Uno de esos lugares era Cheyenne, en la línea de la Union Pacific. Su reputación de hostil se había extendido por todo el país gracias a los esfuerzos de un tal Jeff Carr (si recuerdo bien su nombre). Jeff Carr era capaz de detectar la facha de un vagabundo al instante. No cruzaba una sola palabra con el vagabundo. Primero le tomaba la medida y un momento después le sacudía con ambos puños, con un palo o con cualquier otra cosa que tuviera a mano. Después de darle una paliza, lo echaba de la ciudad con la promesa de que si volvía a verle sería peor. Jeff Carr sabía de qué iba el juego. Al norte, al sur, al este y al oeste, hasta los confines más lejanos de Estados Unidos (Canadá y México incluidos), los vagabundos apaleados llevaban el rumor de que Cheyenne era “hostil”. Por fortuna, yo no me encontré nunca personalmente con Jeff Carr. Pasé por Cheyenne en plena tormenta. En aquel momento iban conmigo ochenta y cuatro vagabundos. La fuerza de los números nos volvía bastante indiferentes a casi todo, pero no a Jeff Carr. El nombre “Jeff Carr” cautivaba nuestra imaginación y aletargaba nuestra virilidad hasta el punto de que la banda entera estaba mortalmente asustada de encontrarse con él.
Raramente es bueno entrar en explicaciones con los polis cuando parecen hostiles. Lo mejor es una huída rápida. Me tomó cierto tiempo aprenderlo; el toque final lo dio un poli de Nueva York. Desde entonces siempre ha sido un reflejo automático en mí salir pitando cada vez que veo acercarse a un policía. Este reflejo automático se ha convertido en uno de los resortes fundamentales de mi conducta, siempre a punto para saltar. No creo que lo supere nunca. Ya podría tener ochenta años e ir por la calle con muletas, si un poli se acercara de repente hacia mí estoy seguro de que soltaría las muletas y echaría a correr como un galgo.
Mi educación acerca de los polis recibió el toque final una tórrida tarde de verano en Nueva York. Llevábamos toda una semana de calor insoportable. Yo había adoptado la costumbre de pedir por la mañana y pasar la tarde en un pequeño parque situado entre Newspaper Roy y el ayuntamiento. Cerca de allí había vendedores ambulantes que vendían libros recientes (con algún defecto de fabricación o de encuadernación) por unos pocos centavos. Y allí, en el parque mismo, había pequeñas casetas donde podías comprar vasos de leche o de suero de leche esterilizada por un penique cada uno, deliciosos y helados. Así que me pasaba las tardes leyendo en un banco y entregado a un desenfreno lechero. Terminaba tomando entre cinco y diez vasos cada tarde. Hacía un calor terrible.
De modo que ahí estaba yo, un vagabundo dócil, estudioso y bebedor de leche, y vean ustedes lo que me gané a cambio. Una tarde llegué al parque con un libro recién comprado bajo el brazo y una tremenda sed de suero de leche bajo la camisa. Cuando me dirigía a la caseta del suero vi a un grupo de gente reunida en medio de la calle, delante del ayuntamiento. Como el grupo se encontraba justo en el lugar por donde yo iba a cruzar, me detuve para ver la causa de tanta curiosidad. Al principio no vi nada. Luego, por los ruidos que oía y por lo poco que pude ver entre la gente me di cuenta de que era un grupo de niños jugando al pee-wee. Pero no se permite jugar al pee-wee en las calles de Nueva York. Yo entonces no lo sabía, pero fui informado de ello de forma inequívoca. Tal vez llevara treinta segundos parado, el tiempo que me había llevado descubrir la causa del corrillo que se había formado, cuando oí a un niño gritar «¡la poli!». Ellos sí sabían de qué iba la cosa, pues echaron a correr. Yo no.
El grupo se disolvió al momento y la gente se repartió entre las aceras de uno y otro lado de la calle. Yo me dirigí hacia la acera del lado del parque. Tal vez hubiera cincuenta integrantes del grupo original yendo en la misma dirección que yo. Formábamos una fila irregular. Vi al poli, un poli fornido con traje gris. Venía por el centro de la calle, sin prisas, como si paseara. Advertí casualmente que cambiaba de dirección y que se dirigía en diagonal hacia la misma acera hacia la que yo me dirigía. Siguió paseando entre el gentío y me di cuenta de que su ruta y la mía iban a cruzarse. Yo era tan inocente de cualquier ofensa que a pesar de la educación que había recibido ya acerca de los polis y de su forma de actuar no me di cuenta de nada. No se me pasó por la cabeza que el poli pudiera ir a por mí. Por respeto a la ley, estaba incluso dispuesto a detenerme y a dejarle cruzar antes que yo. Y efectivamente me detuve, pero no fue resultado de mi voluntad; fui incluso hacia atrás. Sin previo aviso, el poli me empujó en el pecho con las dos manos. Al mismo tiempo, cuestionó verbalmente mi genealogía.
Toda mi libre sangre americana hirvió en aquel momento. Todos mis antepasados amantes de la libertad clamaron dentro de mí.
—¿Y esto qué significa? —le pregunté.
Ya ven, quería una explicación. Y la obtuve. ¡Pam! Su porra dio en mi cabeza y yo retrocedí tambaleándome como un borracho, entre los rostros de los mirones que se movían como las olas del mar, y al tiempo que mi precioso libro caía al suelo y el poli avanzaba con la porra listo para dar otro golpe. Y en aquel momento de aturdimiento tuve una visión. Vi la porra descendiendo muchas veces sobre mi cabeza; me vi a mí mismo, ensangrentado, maltrecho y con aspecto de maleante en un tribunal policial; oí los cargos de conducta desordenada, blasfemia y resistencia a la autoridad y unos cuantos más leídos por la voz de un secretario; y me vi en Blackwell’s Island. Sí, ya entendía de qué iba el juego. De repente perdí todo interés por sus explicaciones. No me detuve a recoger mi precioso libro aún sin leer. Me di la vuelta y corrí. Estaba bastante aturdido, pero corrí. Y correr es lo que haré, hasta el día en que me muera, cada vez que un poli se ponga a dar explicaciones con una porra.
Hacía años ya que habían terminado mis días de vagabundo cuando una noche, siendo estudiante en la Universidad de California, decidí ir al circo. Una vez terminado el espectáculo y el concierto posterior me entretuve observando cómo se transportaba un gran circo, pues el circo abandonaba la ciudad aquella misma noche. Junto a una hoguera me encontré con un grupo de niños. Eran unos veinte, y escuchando lo que decían me enteré de que pretendían escaparse con el circo. Naturalmente, la gente del circo no tenía la menor intención de cargar con la banda de golfos, y una llamada a la comisaría había puesto a la policía sobre aviso. Una patrulla de diez agentes había sido enviada al lugar para arrestar a los niños por violar la ordenanza que fijaba el toque de queda a las nueve. Los policías rodearon la hoguera y se acercaron sigilosamente en la oscuridad. A una señal, saltaron sobre los chavales y los fueron pescando igual que si pescaran anguilas en una cesta.
Pues bien, yo no sabía nada de la llegada de la policía; y cuando vi la repentina erupción de los polis, con sus cascos y sus botones relucientes, con los dos brazos extendidos, perdí todo control y presencia de ánimo. Sólo quedó el reflejo automático de correr. Y corrí. No sabía que estaba corriendo. No sabía nada. Ya he dicho que era algo automático. No había razón para que yo corriera. Yo no era ningún vagabundo. Era un ciudadano de aquella comunidad. Era mi ciudad natal. No era culpable de ninguna ofensa. Era un estudiante universitario. Mi nombre figuraba incluso en los periódicos, y llevaba ropa buena con la que nunca había dormido. Y sin embargo corrí: ciega, locamente, como un ciervo asustado, durante más de una manzana. Y cuando volví en mí, me di cuenta de que seguía corriendo. Tuve que hacer un esfuerzo expreso de voluntad para detener mis piernas.
No, no lo superaré nunca. Es más fuerte que yo. Cuando se me acerca un poli, echo a correr. Por otro lado, tengo una lamentable tendencia a terminar entre rejas. He estado más veces en la cárcel desde que dejé de ser vagabundo que cuando lo era. Salgo un domingo por la mañana a dar una vuelta en bicicleta con una joven. Antes de salir de los límites de la ciudad somos arrestados por molestar a un peatón que circulaba por la acera. Decido ser más cuidadoso. La vez siguiente que voy en bicicleta es de noche y mi lámpara de acetileno no funciona muy bien. Vigilo cuidadosamente la llama, en atención a la ordenanza. Tengo prisa, pero debo ir a ritmo de tortuga para que no se apague esa llama moribunda. Llego hasta los límites de la ciudad; estoy fuera de la jurisdicción de la ordenanza, y por lo tanto me doy prisa para recuperar el tiempo perdido. Antes de un quilómetro me detiene un poli y a la mañana siguiente estoy pagando mi fianza en el tribunal policial. La ciudad había ampliado traicioneramente sus límites un quilómetro más y yo no lo sabía, eso era todo. En otra ocasión caigo en la cuenta de mi derecho inalienable a la libertad de expresión y reunión pacífica y decido subirme a una caja de jabón para dar a conocer las ideas económicas que zumban como abejas en mi cabeza, tras lo cual un poli me hace bajar de la caja y me lleva a la cárcel municipal, de donde sólo salgo tras pagar la fianza. No hay manera. En Corea me arrestaban más o menos cada día. Lo mismo ocurría en Manchuria. La última vez que estuve en Japón di con mis huesos en la cárcel bajo el pretexto de que era un espía ruso. Nada más lejos de la realidad, pero bastó igualmente para meterme en la cárcel. No hay manera. Estoy destinado a seguir haciendo el papel del prisionero de Chillon. Es una profecía.
Figura 43. Ya me veía en Blackwell’s Island
Una vez hipnoticé a un poli en Boston Common. Era pasada la medianoche y me había pillado in fraganti; pero cuando terminé con él me había dado un cuarto de dólar de plata y la dirección de un restaurante que abría toda la noche. Y luego está aquel poli de Bristol, Nueva Jersey, que me pilló y luego me soltó, y Dios sabe que le había dado motivos suficientes para meterme en la cárcel. Apuesto a que le di más fuerte de lo que nadie le ha dado en toda su vida. Sucedió del siguiente modo. A eso de la medianoche me monté en un mercancías que salía de Filadelfia. Los guardafrenos me echaron. El mercancías seguía saliendo lentamente del dédalo de vías y cambios de la zona de operación. Volví a montarme, y volvieron a echarme. Debo decir que sólo podía montar en el exterior del tren, pues era un convoy directo con todas las puertas cerradas y selladas.
La segunda vez que me echaron el guardafrenos me pegó un sermón. Me dijo que me estaba jugando la vida, que era un mercancías directo y que alcanzaba velocidades elevadas. Le expliqué que tenía experiencia, pero no hubo manera. Me dijo que no permitiría que me suicidara, y fui a parar otra vez a la grava. Pero monté una tercera vez en el tren y me colé entre dos vagones, sobre los parachoques, por cierto los más pequeños que había visto nunca. No me refiero realmente a los parachoques, es decir los parachoques de acero que van enganchados y se pasan el viaje chocando y rozando; me refiero a las vigas que rematan los extremos de los vagones de mercancías, como dos salientes, justo por encima de los parachoques. Cuando un vagabundo monta en los parachoques se refiere a que va de pie sobre esas vigas, con un pie encima de cada una, de tal modo que tiene los parachoques justo debajo, entre los pies.
Pero las vigas o salientes no tenían en este caso la anchura generosa que era habitual en los furgones. Al contrario, eran muy estrechos: no más de pulgada y media. Apenas podía apoyar media suela sobre ellos. Y no había nada a lo que agarrarse con las manos. Ciertamente estaban las paredes de los dos furgones, pero eran dos superficies lisas y perpendiculares. No había ningún agarradero. Lo único que podía hacer era presionar con las palmas de las manos contra ellas, lo que tal vez habría bastado si las vigas de los pies hubieran sido de la anchura adecuada.
Tan pronto como el mercancías salió de Filadelfia comenzó a tomar velocidad. Entonces comprendí a qué se refería el guardafrenos cuando hablaba de suicidio. El mercancías iba cada vez más rápido. Era un tren directo y no había nada que lo frenara. En aquella zona de Pensilvania hay cuatro vías paralelas, y mi mercancías no tenía que preocuparse por si se cruzaba con algún mercancías con destino al Oeste, ni por si lo adelantaba algún expreso con destino al Este. Tenía una vía para él solo, y la usaba. Mi situación era cada vez más precaria. Me apoyaba sobre las puntas de los pies en dos estrechos salientes, mientras presionaba desesperadamente con las palmas de las manos contra las paredes lisas y perpendiculares de los vagones. Y además los dos vagones se movían arriba y abajo, adelante y atrás, y para colmo lo hacían individualmente. ¿Han visto ustedes alguna vez a un jinete circense de pie sobre dos caballos al galope, con un pie en la espalda de cada uno? Pues bien, eso es lo que estaba haciendo yo, con algunas diferencias: el jinete del circo puede agarrarse a las riendas, mientras que yo no tenía nada a lo que agarrarme; apoya todo el pie, mientras que yo apoyaba sólo las puntas; va con las piernas y el cuerpo doblados, con lo que gana la solidez de la postura arqueada y la estabilidad de un centro de gravedad bajo, mientras que yo me veía obligado a permanecer de pie y con las piernas rectas; él monta de frente, mientras que yo debía hacerlo de lado; y finalmente, si él caía sólo debía temer un revolcón en la arena, mientras que yo quedaría hecho picadillo bajo las ruedas.
Aquel tren iba a todo trapo, entre rugidos y chirridos, escorándose en las curvas, volando sobre los puentes, un vagón saltando mientras el otro se hundía, o uno escorándose a la izquierda mientras el otro lo hacía a la derecha, y mientras tanto yo rezaba para que el tren se parase. Pero no se detuvo. No tenía por qué hacerlo. Por primera, última y única vez en la ruta, me dieron lo que quería. Salí de encima de los parachoques y conseguí deslizarme hasta una escalera lateral; fue una maniobra difícil, pues nunca había visto unas paredes de vagón con tan pocos puntos de apoyo para las manos y los pies.
Oí la máquina silbar y noté que comenzaba a reducir la velocidad. Sabía que el tren no iba a detenerse, pero estaba decidido a probar suerte si frenaba lo suficiente. La vía daba una curva en este punto, pasaba por un puente sobre un canal y cruzaba la ciudad de Bristol. Esta combinación obligaba a reducir la velocidad. Yo me agarré a la escalera lateral y esperé. No sabía que nos acercábamos a la ciudad de Bristol. No sabía qué era lo que obligaba a reducir la velocidad. Todo lo que sabía era que quería bajarme. Agucé la vista en la oscuridad en busca de un cruce con alguna calle donde pudiera saltar. Estaba hacia la parte trasera del tren, y antes de que mi vagón entrara en la ciudad la locomotora ya había pasado la estación y podía notar cómo volvía a ganar velocidad.
Y entonces apareció la calle. Era demasiado oscuro para ver lo ancha que era o lo que había al otro lado. Sabía que necesitaba toda la anchura de esa calzada si quería mantenerme de pie después del salto. Me solté justo al llegar al cruce. Dicho así suena fácil. Cuando digo “soltarme” me refiero a lo siguiente: en primer lugar, incliné mi cuerpo tanto como pude en la dirección de la marcha desde la escalera lateral, con el objetivo de ganar tanto espacio como pudiera para darme impulso hacia atrás. Luego salté, salté hacia fuera y hacia atrás, con todas mis fuerzas, al tiempo que soltaba las manos y me echaba atrás como si pretendiera aterrizar con la nuca. Toda la maniobra pretendía compensar en la medida de lo posible la inercia primaria hacia adelante que el tren había imprimido a mi cuerpo. Cuando mis pies impactaron con el suelo, mi cuerpo estaba inclinado en el aire hacia atrás en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Había conseguido reducir algo el impulso hacia adelante, pues al tocar suelo no me precipité inmediatamente de cara contra él. En lugar de eso, mi cuerpo se elevó hasta la perpendicular y comenzó a inclinarse hacia adelante. Para ser precisos, mi cuerpo retenía buena parte de la inercia, mientras que mis pies, como consecuencia del contacto con el suelo, habían perdido toda su inercia. Esa inercia que los pies habían perdido debía compensarla yo levantándolos otra vez del suelo tan rápidamente como pudiera y corriendo para mantenerlos debajo de mi cuerpo, que iba lanzado hacia adelante. El resultado era que mis pies marcaron un paso militar rápido y explosivo sobre la calle. No me atrevía a pararlos. Si lo hubiera hecho, me hubiera ido de bruces. Debía seguir adelante.
Figura 44. Junto a una hoguera me encontré con un grupo de niños
Yo era un proyectil involuntario, y naturalmente estaba preocupado por lo que pudiera haber al otro lado de la calle; en particular rezaba para que no fuera una pared de piedra o un poste de telégrafos. Y justo entonces choqué con algo. ¡Horror! En el último instante antes del desastre vi lo que era: nada más y nada menos que un poli, plantado allí en medio de la oscuridad. Los dos rodamos por el suelo; y el reflejo automático de aquella pobre criatura era tal que en el momento mismo del impacto alargó el brazo para agarrarme y no me soltó en ningún momento. Los dos quedamos aturdidos, y al recuperarse el poli se encontró agarrado a un vagabundo que parecía tan inofensivo como un cordero.
Si aquel poli tenía alguna imaginación, debió pensar que yo era un visitante de otro planeta, un marciano recién aterrizado; pues en la oscuridad no me había visto saltar del tren. De hecho, sus primeras palabras fueron:
—¿De dónde has salido?
Sus siguientes palabras, antes de que yo pudiera responder, fueron:
—Me muero de ganas de meterte entre rejas.
Esto último, estoy convencido, también era un reflejo automático. Pero era un poli de muy buen corazón, porque después de que le contara una historia y le ayudara a sacudirse la ropa, me dio tiempo hasta el siguiente mercancías para abandonar la ciudad. Yo puse dos condiciones: primero, que el mercancías fuera en dirección al este, y segundo, que no fuera un mercancías directo con todas las puertas cerradas y selladas. Él estuvo de acuerdo, y en virtud del Tratado de Bristol me salvé de la cárcel.
Recuerdo otra noche que escapé por los pelos de otro poli en aquella misma parte del país. Si hubiera chocado con él le habría aplastado, pues aquella vez yo caía del cielo seguido por varios policías a punto de agarrarme. Ocurrió del siguiente modo. En aquella época yo me alojaba en unas caballerizas de Washington. Tenía un establo para mí solo e innumerables mantas de caballo a mi disposición. A cambio de tantas comodidades, yo cuidaba cada mañana de una fila entera de caballos. Tal vez todavía estaría allí, si no fuera por los polis.
Una noche a las nueve regresaba al establo para acostarme y me encontré con una partida de dados en pleno apogeo. Había sido día de mercado, y todos los negros tenían dinero. Tal vez sería bueno describir el lugar. Las caballerizas daban a dos calles. Yo entraba por la puerta delantera, cruzaba la oficina y salía a una galería bordeada por dos hileras de establos que recorría toda la longitud del edificio hasta desembocar en la otra calle. Hacia la mitad de la galería, entre las dos hileras de caballos y bajo una lámpara de gas, había unos cuarenta negros. Yo me uní a ellos como espectador, pues estaba arruinado y no podía jugar. Uno de los negratas jugaba una y otra vez sin recoger sus ganancias. Estaba apurando su suerte, y con cada jugada la apuesta se doblaba. El suelo estaba lleno de toda clase de dinero. Era fascinante. Con cada jugada, las opciones de que el negro fallara en la siguiente se multiplicaban. Había gran excitación. Y justo en aquel momento se oyó un estrepitoso golpe contra los portones que daban a la calle trasera.
Unos cuantos negros salieron disparados en dirección contraria. Yo retrasé un momento mi huida para echar mano al dinero del suelo. No era ningún robo: era la costumbre. Todos los hombres que no habían huido estaban haciendo lo mismo. Las puertas cedieron y se abrieron hacia adentro, y por ellas entró un escuadrón de polis. Nosotros salimos en tromba en dirección contraria. La oficina estaba oscura y la estrecha puerta no permitía que todos saliéramos a la calle al mismo tiempo. El lugar se fue congestionando. Un negro saltó por la ventana, llevándose el marco por delante, y otros le siguieron. A nuestras espaldas los polis iban pillando a gente. Un negro enorme y yo llegamos a la puerta al mismo tiempo. Él era más grande que yo, de modo que me dio un empujón y salió primero. Un momento después una porra le dio en la cabeza y se derrumbó como un buey. Otra escuadra de polis nos estaba esperando fuera. Sabían que no podían detener la estampida con las manos, de modo que usaban sus porras. Yo pasé tropezando por encima del negrata caído que me había empujado, me agaché para esquivar una porra, me lancé entre las piernas de un poli y me encontré libre. ¡Cómo corrí entonces! Había un mulato escuálido delante de mí y le seguí el ritmo. Conocía la ciudad mejor que yo y sin duda se dirigía a un lugar seguro. Pero él me tomó por un poli que le perseguía. En ningún momento se dio la vuelta para mirar. Sólo siguió corriendo. Yo iba bien de pulmones y le aguanté el ritmo hasta casi matarlo. Al final el negro tropezó agotado, cayó de rodillas y se me entregó. Cuando supo que no era un poli lo único que me salvó fue que no le quedaba aliento para hacer nada.
Por ese motivo me fui de Washington; es decir, no por el mulato, sino por los polis. Bajé al depósito y tomé el primer furgón que salía de la ciudad, en un expreso de la Pensilvania Railroad. Cuando el tren estuvo en marcha y comencé a notar que tomaba velocidad me asaltó una duda. Aquella era una línea de cuatro vías, y las locomotoras se abastecían de agua en marcha. Los vagabundos siempre me habían advertido de que no tomara nunca el primer furgón en esa clase de trenes. Permítanme que me explique. Entre las vías se han instalado unos tanques metálicos; cuando la locomotora pasa por encima, a toda velocidad, deja caer una especie de cañería, con el resultado de que toda el agua del tanque sube por la cañería y llena el ténder.
En algún punto entre Washington y Baltimore, mientras yo me encontraba sentado en la plataforma del furgón, el aire comenzó a llenarse de agua pulverizada. Eso no hacía ningún daño. Ja ja, pensé yo; eso de que no se debe ir en el primer furgón es un cuento. ¿Dónde está el problema? Comencé a maravillarme por la ingeniosidad del sistema. ¡Eso era un ferrocarril como Dios manda! No como los primitivos ferrocarriles del Oeste… Pero justo en aquel momento el ténder se llenó de agua, antes incluso de llegar al final del tanque, y una ola saltó por la parte trasera del ténder sobre mi cabeza. Me quedé empapado, como si hubiera caído por la borda de un barco.
El tren entró en Baltimore. Como es habitual en las grandes ciudades del Este, el ferrocarril circulaba por debajo del nivel de la calle, a lo largo de una zanja. Cuando el tren entró en un depósito iluminado, me encogí tanto como pude en mi furgón. Pero un agente de seguridad del ferrocarril me vio y comenzó a perseguirme. Se le unieron dos más. Salí del depósito y corrí a lo largo de la vía. Había caído en una especie de trampa. A lado y lado tenía las altas paredes de la zanja, y si trataba de escalarlas y fallaba sabía que caería en los brazos de los agentes. Seguí corriendo, estudiando las paredes de la zanja en busca de un lugar favorable para la escalada. Finalmente lo encontré. Apareció justo después de pasar bajo un puente por el que una calle cruzaba la zanja. Y por allí subí la escarpada pendiente, aferrándome con manos y pies. Los tres agentes del ferrocarril hicieron lo mismo detrás de mí.
Cuando llegué arriba me encontré en un descampado. En un extremo había una tapia de escasa altura que lo separaba de la calle. No había tiempo para realizar una investigación detallada. Me venían pisando los talones. Fui hacia la tapia y salté por encima. Y cuando estaba ya en el aire me llevé la sorpresa de mi vida. Uno está acostumbrado a pensar que un lado de una tapia es siempre tan alto como el otro. Pero en este caso no era así: el descampado era mucho más alto que el nivel de la calle. Por mi lado la tapia era baja, pero por el otro… bueno, cuando pasé volando por encima, sin nada a lo que agarrarme, me pareció que me precipitaba con los pies por delante hacia un abismo. Y debajo de mí, en la acera, a la luz de una lámpara, había un poli. Supongo que habría una caída de unos tres metros hasta la acera; pero con la sorpresa parecía el doble.
Extendí el cuerpo en el aire e inicié el descenso. Al principio pensé que iba a caer sobre el poli. Mis ropas ciertamente lo rozaron justo antes de que mis pies golpearan la acera con un impacto explosivo. Es raro que el tipo no quedara frito de la sorpresa, pues no me había oído venir. Era otra vez el número del marciano. Lo que sí hizo el poli fue pegar un salto. Se apartó de mí como un caballo de un coche; luego alargó el brazo para agarrarme. Yo no me detuve a dar explicaciones. Eso se lo dejé a mis perseguidores, que estaban saltando la tapia con cierta cautela. Pero no por eso dejaron de perseguirme. Subí por una calle y bajé por otra, doblé unas cuantas esquinas y al final logré perderlos.
Tras gastarme unas cuantas monedas de las que había pillado de la partida de dados y dejar pasar una hora, volví a la zanja del ferrocarril pasadas las luces del depósito y esperé un tren. Mi sangre se había enfriado y temblaba miserablemente por culpa de las ropas mojadas. Finalmente entró un tren en la estación. Yo me agaché en la oscuridad y logré montarme cuando volvió a ponerse en marcha, cuidándome mucho de escoger el segundo furgón. Esta vez no hubo agua sobre la marcha. El tren recorrió sesenta quilómetros hasta la primera parada. Me bajé en un depósito iluminado que me era extrañamente familiar. Volvía estar en Washington. De algún modo, con toda la agitación de la huida en Baltimore, con todas las carreras por calles desconocidas, con todos los giros y zigzags y vueltas sobre mis pasos, había terminado cambiando de lado. Había tomado el tren por el lado equivocado. Había perdido una noche de sueño, estaba calado hasta los huesos, me habían perseguido a muerte; y después de todo eso volvía a estar donde había empezado. Ah no, la vida en la ruta no es siempre un camino de rosas. Pero no volví a las caballerizas. Había sacado bastante tajada de la partida y no quería volver a toparme con los negros. De modo que me subí al siguiente tren y tomé el desayuno en Baltimore.
Figura 45. Bajé al depósito y tomé el primer furgón que salía de la ciudad