Dos mil vagabundos

Una vez tuve la fortuna de viajar unas semanas con una tropa de dos mil hombres. Se la conocía como “el Ejército de Kelly”. Desde su partida de California, el general Kelly y sus héroes habían logrado avanzar por el salvaje e incierto Oeste tomando trenes al asalto; pero tuvieron que renunciar a este medio de locomoción cuando cruzaron el Missouri y se enfrentaron al decadente Este. El Este no tenía la menor intención de ofrecer transporte gratuito a dos mil vagabundos. El Ejército de Kelly permaneció durante algún tiempo sin saber qué hacer en Council Bluffs. El día que me uní al ejército, éste había resuelto poner fin a la desesperante espera y tomar un tren al asalto.

Era un espectáculo imponente. El general Kelly montaba un magnífico caballo negro, y ante él desfilaron dos mil vagabundos divididos en compañías y éstas a su vez en dos divisiones, ondeando banderas y al son del pífano y el tambor, para tomar el camino de carros que llevaba al pequeño pueblo de Weston, a siete millas de distancia. Siendo yo el último recluta, estaba encuadrado en la última compañía del último regimiento de la Segunda División, por demás en la última fila de la retaguardia. El ejército acampó en Weston, junto a la vía del tren o mejor dicho junto a las vías, pues había dos: la de Chicago, Milwaukee y St. Paul, y la de Rock Island.

Nuestra intención era tomar el primer tren que saliera de allí, pero los responsables del ferrocarril nos devolvieron la jugada, y nos ganaron. No hubo ningún primer tren. Bloquearon las dos líneas y los trenes dejaron de circular. Pero mientras nosotros esperábamos junto a las vías muertas, la buena gente de Omaha y de Council Bluffs se estaba moviendo. Había preparativos para formar una cuadrilla, tomar al asalto un tren en Council Bluffs, hacerlo llegar hasta nosotros y ofrecérnoslo como regalo. Pero los responsables del ferrocarril también supieron responder a esta jugada. No esperaron a que se formara la cuadrilla. A primera hora de la mañana del segundo día, una locomotora con un único vagón privado llegó a la estación y fue derivada a una vía lateral. Ante este signo de que volvía a haber vida en los raíles, todo el ejército se alineó junto a la vía.

Pero la vida nunca ha vuelto con tanta brutalidad a unas vías muertas como lo hizo en aquellas dos líneas de ferrocarril. Del oeste llegó el silbato de una locomotora. Iba en nuestra dirección, con destino al este. Nosotros íbamos al este. Una agitación anticipatoria recorrió nuestras filas. El silbido sonó con más furia y rapidez, y el tren cogió máxima velocidad. Ningún vagabundo vivo podía montarse en aquel tren. Otra locomotora silbó, y otro tren pasó a toda velocidad, y luego otro, y otro: un tren tras otro, hasta que los últimos no llevaban más que vagones de pasajeros, vagones de mercancías, batea, locomotoras averiadas, vagones de cola, vagones de correo, piezas para reparar accidentes y todo el batiburrillo de aparatos rodantes gastados y abandonados que se acumula en la zona de operación de las grandes líneas férreas. Cuando la zona de operación de Council Bluffs quedó totalmente vacía, el vagón privado y la locomotora partieron hacia el este, y las vías quedaron definitivamente muertas.

Pasó un día, y luego otro, y nada se movía; entretanto los dos mil vagabundos permanecían junto a la vía, azotados por el aguanieve, la lluvia y el granizo. Pero aquella noche la buena gente de Council Bluffs les ganó la mano a los responsables del ferrocarril. Formaron una cuadrilla que cruzó el río hacia Omaha y se unió allí con otra cuadrilla para lanzar un asalto a la zona de operación de la Union Pacific. Primero capturaron una locomotora, luego engancharon un tren y finalmente las dos cuadrillas se montaron en el tren, cruzaron el Missouri y bajaron por Rock Island para entregarnos el tren. Los responsables del ferrocarril trataron de devolverles la jugada pero no les salió bien, para pánico mortal del jefe de sección y de uno de sus subalternos en Weston. Siguiendo órdenes secretas recibidas por telegrama, esta pareja trató de hacer descarrilar el tren de nuestros simpatizantes desmontando algunas vías. Pero resulta que nosotros nos olíamos algo y habíamos destacado unas cuantas patrullas. Pillados in fraganti en pleno sabotaje y rodeados por dos mil vagabundos furiosos, el jefe de sección y su asistente se prepararon para lo peor. No recuerdo qué fue lo que les salvó, a menos que fuera precisamente la llegada del tren.

Era nuestro turno para meter la pata, y lo hicimos hasta el fondo. Con las prisas, las dos cuadrillas no habían atinado a traer un tren lo bastante largo. No había espacio para dos mil vagabundos. De modo que las cuadrillas y los vagabundos hicieron unos cuantos parlamentos, confraternizaron entre ellos, cantaron canciones y se fueron después cada uno por su lado, las cuadrillas en su tren capturado de vuelta hacia Omaha, y los vagabundos a la mañana siguiente a pie hacia Des Moines, una marcha de doscientos veinte quilómetros. El Ejército de Kelly no caminó hasta que cruzó el Missouri, pero a partir de entonces no volvió a ir sobre ruedas. Les costó a los ferrocarriles un montón de dinero, pero para ellos era una cuestión de principios y se salieron con la suya.

Underwood, Leola, Menden, Avoca, Walnut, Marno, Atlantic, Wyoto, Anita, Adair, Adam, Casey, Stuart, Dexter, Carlham, De Soto, Van Meter, Booneville, Commerce, Valley Junction: ¡con qué intensidad vuelven los nombres de los lugares cuando examino el mapa y trazo nuestra ruta a través de los ricos campos de Iowa! ¡Y qué hospitalarios eran los granjeros de Iowa! Venían con sus carros y nos llevaban el equipaje; nos ofrecían el almuerzo al mediodía junto a la carretera; los alcaldes de prósperos pueblos nos daban discursos de bienvenida y nos animaban a seguir avanzando; delegaciones de niñas y doncellas venían a recibirnos, y los buenos ciudadanos salían por centenares y nos acompañaban a lo largo de la calle principal, tomándonos del brazo. El día de nuestra llegada era día de circo, y cada día era día de circo pues había muchos pueblos.

Por las noches nuestros campamentos eran invadidos por todo el pueblo. Cada compañía tenía su hoguera, y alrededor de cada hoguera se hacía algo. Los cocineros de mi compañía, la Compañía L, eran unos artistas del canto y la danza y ofrecían la mayor parte del entretenimiento. En otra parte del campamento cantaba una coral masculina: una de sus mejores voces era el “Dentista”, que pertenecía a la Compañía L y era uno de nuestros mayores orgullos. También se encargaba de sacar las muelas al ejército entero, y como las extracciones usualmente tenían lugar en las horas de comer nuestras digestiones resultaban estimuladas por los variados incidentes. El Dentista no disponía de ningún anestésico, pero siempre había dos o tres voluntarios para sostener al paciente. Además de los artistas de las distintas compañías y de la coral, se daban habitualmente servicios religiosos oficiados por predicadores locales y siempre había gran cantidad de discursos políticos. Y todo esto ocurría al mismo tiempo: era una auténtica feria. Se puede encontrar mucho talento entre dos mil vagabundos. Recuerdo que teníamos un equipo de teníamos la costumbre de darles una paliza a los equipos locales. Algunos domingos dos veces.

El año pasado, una gira de conferencias me llevó hasta Des Moines en una Pullman (no me refiero a una “Pullman de puerta lateral”, sino a la auténtica). En las afueras de la ciudad vi los viejos hornos y el corazón me dio un brinco. Fue allí donde, doce años atrás, el Ejército proclamó solemnemente que le dolían los pies y que no daría un paso más. Tomamos posesión de los hornos y dijimos a Des Moines que allí pensábamos quedarnos: habíamos caminado hasta allí, pero ya podían esperar sentados a que diéramos un paso más. Des Moines era un pueblo hospitalario, pero ésa era una noticia demasiado buena para ellos. Haga usted algo de aritmética mental, amable lector. Dos mil vagabundos, a tres comidas por día, suman seis mil comidas al día, cuarenta y dos mil a la semana, o ciento sesenta y ocho mil el mes más corto del calendario. No es moco de pavo. Nosotros no teníamos dinero. Todo corría a cargo de Des Moines.

Des Moines estaba desesperado. Nosotros dejábamos correr el tiempo en el campamento, pronunciábamos discursos políticos, celebrábamos conciertos sagrados, arrancábamos muelas, jugábamos al béisbol y a las cartas, y comíamos nuestras seis mil raciones al día a costa de Des Moines. Des Moines suplicó a los responsables del ferrocarril, pero éstos no dieron su brazo a torcer; habían dicho que no nos llevarían, y no había más que decir. Permitir que saliéramos de allí en tren supondría sentar un precedente, y no pensaban sentar ningún precedente. Pero nosotros seguíamos comiendo. Ése era el factor temible de la situación. Nuestro destino era Washington, y Des Moines habría tenido que emitir bonos municipales para pagar todos nuestros billetes de tren, aunque fuera a una tarifa especial; pero si permanecíamos mucho tiempo allí, tendría que emitir bonos igualmente para darnos de comer.

Entonces algún genio local resolvió el problema. No queríamos caminar. Muy bien. Tendríamos un transporte. El río Des Moines bajaba desde Des Moines hasta Keokuk, a orillas del Mississipi. Aquel tramo del río tenía una longitud de cuatrocientos ochenta quilómetros. Podríamos navegarlo, dijo el genio local; y una vez equipados con material flotante, podríamos seguir por el Mississippi hasta el río Ohio y remontarlo a su vez, con lo que sólo necesitaríamos un corto transporte por tierra para saltar las montañas hasta Washington.

Des Moines abrió una suscripción pública. Los ciudadanos responsables aportaron varios miles de dólares. Se compraron grandes cantidades de madera, cuerda, clavos y algodón para el calafateado, y en los bancos del Des Moines se inició una era prodigiosa de construcción naval. Ahora bien, el Des Moines es un río esmirriado, indebidamente dignificado con el apelativo “río”. En nuestras espaciosas tierras del Oeste recibiría el nombre de “arroyo”. Los habitantes más viejos movían la cabeza y decían que no lo conseguiríamos, que no había agua suficiente para llevarnos a todos. A Des Moines no le importaba, si de este modo conseguía deshacerse de nosotros, y nosotros éramos tan optimistas que tampoco nos importaba.

El miércoles 9 de mayo de 1894 nos pusimos en marcha e iniciamos nuestra colosal excursión de picnic. Des Moines se había salido bastante bien del aprieto, y sin duda le debe una estatua de bronce al genio local que lo hizo posible. Ciertamente, Des Moines había tenido que pagar por nuestras balsas; habíamos comido sesenta y seis mil raciones, y nos llevamos doce mil raciones adicionales en nuestra despensa, en previsión del riesgo de pasar hambre en zonas despobladas: pero imaginen ustedes lo que hubiera sido si nos hubiéramos quedado once meses en Des Moines en lugar de once días. Al partir, prometimos a Des Moines que volveríamos si el río no tenía agua suficiente para llevarnos.

Estaba muy bien tener doce mil raciones en la despensa, y no hay duda de que los colegas de la despensa las disfrutaron, pues los perdimos de vista muy pronto: en mi barca por lo menos no volvimos a verles el pelo. La formación de la compañía se rompió irremediablemente durante el viaje fluvial. En cualquier campamento de hombres se encontrará siempre un cierto porcentaje de vagos, de incapaces, de gente corriente y de granujas. Había diez hombres en mi barca, y eran lo mejorcito de la Compañía L. Eran todos unos granujas. Yo estaba incluido en el grupo por dos razones. En primer lugar, era tan bueno embaucando a la gente como cualquiera que haya mendigado dinero alguna vez, y en segundo lugar era “Sailor Jack”. [Jack el Marino]. Entendía de barcos y de navegación. Los diez nos olvidamos de los otros cuarenta miembros de la Compañía L, y en cuanto nos perdimos una comida olvidamos también la despensa. Éramos independientes. Navegábamos el río “por nuestra cuenta”, pillando comida de donde podíamos, adelantando a todas las demás embarcaciones de la flota y, debo reconocerlo, a veces tomando posesión de las provisiones que los granjeros habían reunido para el Ejército.

Durante buena parte de los cuatrocientos ochenta quilómetros le sacamos entre medio día y un día entero de ventaja al Ejército. Habíamos conseguido hacernos con unas cuantas banderas americanas. Cuando nos acercábamos a una pequeña población, o cuando veíamos a un grupo de granjeros reunidos en la orilla, izábamos nuestras banderas, nos presentábamos como la “avanzadilla” y preguntábamos qué provisiones habían recogido para el Ejército. Nosotros representábamos al Ejército, por supuesto, de modo que nos entregaban las provisiones. Pero no había ninguna mezquindad en lo que hacíamos. Nunca nos llevábamos más de lo que podíamos llevarnos. Eso sí, nos llevábamos lo mejor de lo mejor. Por ejemplo, si algún granjero filantrópico había donado tabaco por valor de varios dólares, nos lo quedábamos. También nos quedábamos con la mantequilla y el azúcar, el café y los productos enlatados; pero cuando las provisiones consistían en sacos de guisantes o de harina, o en dos o tres novillos sacrificados, sabíamos contenernos y seguíamos nuestro camino, dejando órdenes de entregar tales provisiones a los barcos despensa que debían seguirnos.

Pero lo cierto era que los diez vivíamos como reyes. Durante mucho tiempo el general Kelly se esforzó en vano por neutralizar nuestra ventaja. Mandó a dos remeros en una canoa ligera para que nos atraparan y pusieran fin a nuestra carrera de piratas. Ciertamente nos atraparon, pero ellos eran dos y nosotros diez. Tenían poderes del general Kelly para hacernos prisioneros, y así nos lo transmitieron. Pero cuando nosotros manifestamos escasa inclinación por convertirnos en sus prisioneros, se apresuraron a remar hasta el siguiente pueblo y pedir ayuda a las autoridades. Nosotros fuimos a la orilla y nos preparamos una cena temprana; y bajo el manto de la oscuridad sorteamos sin problema el pueblo y a sus autoridades.

Durante parte del viaje mantuve un diario, y cuando lo releo ahora observo una expresión que se repite con asiduidad: «vivir bien». Ciertamente vivíamos bien. Incluso nos negábamos a tomar café hervido en agua. Hervíamos nuestro café con leche, y llamábamos a la maravillosa bebida resultante, si recuerdo bien, un “vienés pálido”.

Mientras nosotros íbamos por delante y nos quedábamos con lo mejor, y la despensa estaba desaparecida muy por detrás de todos, el grueso del Ejército que se encontraba en medio pasaba hambre. Acepto que era una situación dura para el Ejército; pero nosotros diez éramos unos individualistas. Teníamos iniciativa y espíritu emprendedor. Creíamos ardientemente en que la comida era para el que llegaba primero, que el vienés pálido era para el más fuerte. En cierto tramo del viaje el Ejército estuvo cuarenta y ocho horas sin comer; finalmente llegó a un pequeño pueblo de trescientos habitantes, de cuyo nombre no me acuerdo, aunque creo que era Red Rock. El pueblo, siguiendo la costumbre de todos los pueblos por los que pasaba el Ejército, había nombrado a un comité de seguridad. Contando cinco miembros por familia, Red Rock consistía en sesenta familias. Su comité de seguridad quedó mudo de terror ante la aparición de dos mil vagabundos hambrientos que alinearon sus barcas en filas de dos y tres en la orilla del río. El general Kelly era un hombre justo. No tenía intención de apretar demasiado al pueblo. No esperaba que sesenta familias aportaran dos mil comidas. Por otro lado, el Ejército tenía su cofre del tesoro.

Figura 40. Llevaba dos cubos de leche

Pero el comité de seguridad perdió la cabeza. Su programa era “no alentar al invasor”, y cuando el general Kelly quiso comprar comida, el comité se la negó. No tenía nada que vender. El dinero del general Kelly “no valía” en su pueblo. Y entonces el general Kelly pasó a la acción. Sonaron las cornetas. El Ejército bajó de las barcas y se dispuso en la orilla en formación de batalla. El comité estaba allí para presenciarlo. El discurso del general Kelly fue breve:

—Chicos —dijo— ¿cuándo fue la última vez que comisteis?

—Anteayer —gritaron.

—¿Tenéis hambre?

Una poderosa afirmación salida de dos mil gargantas sacudió la atmósfera. Entonces el general Kelly se giró hacia el comité de seguridad:

—Ya ven cuál es la situación, caballeros. Mis hombres no han comido nada en cuarenta y ocho horas. Si los dejo ir al pueblo, no me hago responsable de lo que pueda ocurrir. Están desesperados. Me he ofrecido a comprar comida para ellos, pero ustedes se niegan a vendérmela. En este momento retiro mi ofrecimiento. En lugar de comprarla, voy a exigir la comida. Les doy cinco minutos para decidirse. O me matan seis novillos y me dan cuatro mil raciones, o suelto a mis hombres. Cinco minutos, caballeros.

El aterrorizado comité de seguridad miró a los dos mil vagabundos hambrientos y se derrumbó. No esperó los cinco minutos. No iba a asumir ningún riesgo. Al momento comenzó el sacrificio de los novillos y la recogida de la requisa, y el Ejército tuvo su cena.

Mientras tanto, los diez impresentables individualistas seguían navegando por delante y tomaban todo lo que veían a su paso. Pero el general Kelly encontró el modo de resolver el problema. Envió hombres a caballo por ambas orillas para advertir a los granjeros y a la gente de los pueblos acerca de nosotros. Y debe decirse que hicieron su trabajo a conciencia. Los granjeros, antes hospitalarios, nos recibían con frialdad. También llamaban a la policía tan pronto como amarrábamos la barca en la orilla, y soltaban a los perros. Díganmelo a mí. Dos de estos últimos me pillaron cuando se interponía una alambrada de espino entre mí y la barca. Llevaba dos cubos de leche para el vienés pálido. No causé ningún desperfecto en la valla; pero a partir de entonces bebimos café plebeyo hervido con agua vulgar, y tuve que salir a pedir para conseguir otros pantalones. Me pregunto, amable lector, si ha intentado usted alguna vez trepar a toda prisa por una alambrada de espino con un cubo de leche en cada mano. Desde aquel día tengo un prejuicio contra las alambradas, y he reunido estadísticas sobre el tema.

Al no poder ganarnos la vida honestamente mientras el general Kelly mantuviera a los dos jinetes por delante de nosotros, regresamos al Ejército y organizamos una revolución. Fue un asunto menor, pero de resultado devastador para la Compañía L de la Segunda División. El capitán de la Compañía L se negó a readmitirnos; dijo que éramos unos desertores, unos traidores y unos maleantes; y cuando recibía raciones para la Compañía L de la despensa no nos daba nada a nosotros. El capitán nos la tenía jurada, de otro modo no nos habría negado la comida. Al momento comenzamos a conspirar con el teniente primero. Éste se unió a nosotros con los diez hombres de su barca, y a cambio le elegimos capitán de la Compañía M. El capitán de la Compañía L puso el grito en el cielo. Sobre nosotros cayeron el general Kelly, el coronel Speed y el coronel Baker. Los veinte nos mantuvimos firmes, y nuestra revolución quedó ratificada.

Pero ni siquiera ahora recurrimos a la despensa. Nuestros timadores conseguían mejores raciones de los granjeros. Nuestro nuevo capitán, sin embargo, tenía sus dudas sobre nosotros. Nunca sabía si volvería a vernos cuando partíamos por la mañana, de modo que hizo llamar a un herrero para reforzar su capitanía. En la popa de nuestra barca, a lado y lado, fijaron dos pesadas argollas de hierro. Y en la proa de su barca fijaron dos grandes ganchos de hierro. Acercaron las dos barcas, popa contra proa, los ganchos encajaron en las anillas, y quedamos enganchados. No podíamos deshacernos de aquel capitán. Pero éramos irreprimibles. Convertimos nuestras propias cadenas en un instrumento invencible para derrotar a cualquier otra barca de la flota.

Igual que todos los grandes inventos, el nuestro fue accidental. Lo descubrimos la primera vez que quedamos enganchados en un tronco caído en unos rápidos. La barca de cabeza quedó enganchada, y la barca de cola a merced de la corriente, haciendo que la barca de cabeza pivotara contra el tronco. Yo estaba en la popa de la barca de popa, llevando el timón. En vano tratamos de desengancharla. Entonces ordené que los hombres de la barca de cabeza pasaran a la barca de cola. Al momento la barca de cabeza se liberó, y los hombres pudieron volver a ella. Después de eso no les teníamos miedo ni a los troncos, ni a los escollos, ni a los bajíos. Tan pronto como la barca de cabeza quedaba encallada, los hombres saltaban a la barca de cola. Naturalmente, la barca de cabeza pasaba por encima del obstáculo y la barca de cola quedaba enganchada. Como autómatas, los veinte hombres que estaban ahora en la barca de cola saltaban a la barca de cabeza y la barca de cola superaba el obstáculo.

Como habían sido construidas en serie, las barcas usadas por el Ejército eran todas muy parecidas. Eran balsas, de forma rectangular. Cada balsa medía dos metros de ancho por tres de largo y algo menos de medio metro de alto. De modo que cuando nuestras dos balsas estaban enganchadas yo estaba al timón de una embarcación de seis metros de largo, con veinte vagabundos corpulentos a bordo que podían turnarse con los remos, cargada de mantas, material de cocina y con su propia despensa.

Volvimos a traerle problemas al general Kelly. Éste había hecho regresar a sus jinetes y puesto en su lugar a tres barcas-policía que iban delante de todo y no dejaban que ninguna otra barca las adelantara. La embarcación de la Compañía M era muy superior a las barcas-policía. Podríamos haberlos adelantado fácilmente, pero eso iba contra las reglas. De modo que nos mantuvimos a una respetuosa distancia por detrás y esperamos. Sabíamos que más adelante había territorio de granja virgen, generoso y listo para recibir peticiones; pero seguimos esperando. Todo cuanto necesitábamos era agua blanca, y cuando al doblar un recodo del río aparecieron unos rápidos ya sabíamos lo que iba a ocurrir. ¡Pam! La primera barca-policía choca contra una roca y se queda encallada. ¡Pum! La segunda barca-policía sigue el mismo camino. ¡Ups! La tercera barca-policía sigue el mismo destino que las otras dos. Naturalmente, a nuestra balsa le ocurre lo mismo; pero un, dos, los hombres pasan de la balsa de cabeza a la de cola; un, dos, los hombres pasan de la balsa de cola a la de cabeza; y un, dos, los hombres que deben ir en la balsa de cola vuelven a estar en su lugar y seguimos adelante. «¡Alto! ¡Alto canallas!», gritan desde las barcas-policía. «¿Cómo queréis que paremos? ¡Meteos con el río, no con nosotros!», nos lamentamos mientras los pasamos de largo, atrapados por una corriente sin remordimientos que nos arrastra lejos de su vista y hacia las hospitalarias tierras que vuelven a llenar nuestra despensa privada con lo mejor de las contribuciones de los granjeros. De nuevo bebemos vienés pálido y confirmamos que la comida es para el primero que llega.

¡Pobre general Kelly! Tuvo que diseñar otro plan: toda la flota partió por delante de nosotros. La Compañía M de la Segunda División salió desde el lugar que le correspondía, que era el último. Pero sólo tardamos un día en echar por el suelo ese plan. Por delante teníamos cuarenta quilómetros de malas aguas, plagadas de rápidos, bajíos, troncos y rocas. Éste era el tramo del río el que había hecho negar con la cabeza a los habitantes más viejos de Des Moines. Casi doscientas barcas entraron en aquellas aguas por delante de nosotros, y quedaron amontonadas de la forma más espectacular. Nosotros pasamos en medio de toda la flota embarrancada como salmones. No había forma de esquivar las rocas, los troncos y los obstáculos como no fuera pasar por la orilla. Pero nosotros no los esquivábamos en absoluto. Íbamos directos hacia ellos y un, dos, un, dos, barca de cabeza, barca de cola, barca de cabeza, barca de cola, atrás adelante y atrás otra vez. Aquella noche volvimos a acampar solos y nos pasamos el día siguiente entero descansando mientras el Ejército recomponía y reparaba sus barcas y trataba de alcanzarnos.

No había forma de tenernos quietos. Plantamos un mástil, le añadimos una vela (hecha con mantas) y nos limitamos a navegar unas horas al día mientras el Ejército tenía que hacer horas extras para no perdernos de vista. Entonces el general Kelly recurrió a la diplomacia. Ninguna barca podía hacernos sombra en velocidad. Éramos los tipos más cojonudos que jamás habían navegado por el Des Moines, sin discusión. Se levantó la prohibición de las barcas-policía. El coronel Speed subió a bordo y en compañía de tan distinguido oficial tuvimos el honor de ser los primeros en llegar a Keokuk, en el Mississipi. Pero quiero tenderles mi mano desde aquí al general Kelly y al coronel Speed. Ustedes eran héroes, ustedes dos, y también eran hombres. Y lamento como mínimo el diez por ciento de los problemas que les causé con la barca de la Compañía M.

En Keokuk, la flota entera fue amarrada en una gran balsa y después de pasar un día a merced del viento encontramos un vapor que nos remolcó por el Mississippi hasta Quincy, Illinois, donde acampamos al otro lado del río, en Goose Island. Allí se abandonó la idea de la balsa, se juntaron la barcas en grupos de cuatro y se arreglaron las cubiertas. Alguien me dijo que Quincy era la población más rica de su tamaño en Estados Unidos. En cuanto oí eso, me asaltó un impulso irresistible de ir a mendigar allí. Ningún auténtico “profesional” podría dejar pasar un lugar tan prometedor. Crucé el río hasta Quincy en una pequeña piragua, pero regresé en una gran barcaza fluvial llena hasta los topes de los resultados de mi mendicidad. Por supuesto, me quedé con todo el dinero que había reunido, aunque pagué el alquiler de la barcaza; también me quedé con mi parte de ropa interior, calcetines, ropa gastada, camisas, etc.; y cuando la Compañía M hubo tomado cuanto quería todavía quedaba un respetable montón que pasó a la Compañía L. ¡Qué joven y pródigo era yo en aquellos tiempos! Les conté mil historias a la buena gente de Quincy, y todas ellas era buenas; pero desde que me dedico a escribir para las revistas a menudo he lamentado la profusión de relatos, la fecundidad de ficciones que prodigué aquel día en Quincy, Illinois.

Los diez invencibles se disolvieron en Hannibal, Missouri. No fue nada planeado. Simplemente nos apartamos de la flota de forma natural. Boiler-maker y yo desertamos en secreto. El mismo día, Scotty y Davy hicieron también una rápida escapada a la costa de Illinois; también McAvoy y Fish consiguieron escapar. Esto suma seis de los diez; no sé qué fue de los otros cuatro. Como muestra de la vida en la ruta, aquí tienen una cita de mi diario de los días siguientes a mi deserción.

«Viernes, 25 de mayo. Boiler-Maker y yo abandonamos el campamento de la isla. Fuimos a la costa del lado de Illinois en una lancha y caminamos diez quilómetros por la C. B. & Q. hasta Fell Creek. Nos habíamos apartado diez quilómetros de nuestro camino, pero conseguimos una dresina que nos llevó otros diez quilómetros hasta Hull’s, junto al Wabash. Allí nos encontramos con McAvoy, Fish, Scotty y Davy, que también habían abandonado el Ejército.

»Sábado, 26 de mayo. A las 2.11 pillamos el Cannon-ball cuando reducía velocidad para cruzar el río. Echaron a Scotty y a Davy. A los cuatro restantes nos echaron en Bluffs, sesenta quilómetros más adelante. Por la tarde Fish y McAvoy pillaron un mercancías mientras Boiler-Maker y yo estábamos fuera intentando conseguir algo de comer.

»Domingo 27 de mayo. A las 3.21 pillamos el Cannon-ball y encontramos a Scotty y a Davy en el furgón. Con la llegada del día nos echaron a todos en Jacksonville. La C. & A. pasa por allí y ésa era la línea que pensábamos tomar. Boiler-Maker se fue y no volvió. Supongo que pilló un mercancías.

»Lunes 28 de mayo. Boiler-Maker no apareció. Scotty y Davy se fueron a dormir a alguna parte y no volvieron a tiempo para pillar el K. C. de pasajeros a las 3.30. Yo sí pillé el tren y seguí hasta Masson City, 25 000 habitantes, adonde llegué cuando ya había amanecido. Pillé un tren de ganado y viajé toda la noche.

»Martes 29 de mayo. Llegué a Chicago a las 7…».

***

Años más tarde, en China, recibí la desagradable noticia de que la técnica que habíamos empleado para navegar por los rápidos del Des Moines —el un-dos-un-dos, barca de cabeza-barca de cola— no fue ningún invento nuestro. Me enteré de que los navegantes fluviales chinos llevaban miles de años usando una técnica similar para negociar las “malas aguas”. Pero no deja de ser un buen truco, por más que no nos llevemos la gloria. Responde al test de la verdad del Dr. Jordan: «¿Funcionará? ¿Estás dispuesto a confiarle tu vida?».

Figura 41. Tomé mi colación