Páginas de la vida

Qué más da dónde o cómo uno muera,

mientras haya salud para mirarlo todo.

—Sextina del Trotamundos

Tal vez el mayor encanto de la vida del vagabundo sea la ausencia de monotonía. En el mundo de los vagabundos, la vida cobra un rostro proteico: es una fantasmagoría siempre cambiante, donde lo imposible ocurre y lo inesperado te asalta agazapado tras los matorrales en cada recodo del camino. El vagabundo nunca sabe lo que va a ocurrir un momento después; por tanto, vive únicamente en el momento presente. Ha aprendido la futilidad de los esfuerzos dirigidos y conoce las delicias de dejarse llevar por los caprichos del Azar.

A menudo pienso en mis días de vagabundo, y siempre me maravilla la rápida sucesión de estampas que iluminan mi memoria. No importa por dónde empiece; cualquiera de esos días es un día aparte, con una galería propia de estampas siempre cambiantes. Por ejemplo, recuerdo una soleada mañana de verano en Harrisburg, Pensilvania, e inmediatamente me viene a la cabeza el auspicioso inicio del día: un convite de dos señoras solteras, y no en su cocina sino en su comedor, con ellas sentadas a mi lado a la mesa. ¡Comimos huevos en hueveras! Era la primera vez que veía una huevera o que oía hablar de ella. Al principio fue un poco incómodo, debo confesarlo; pero tenía hambre y estaba lanzado. Le encontré el tranquillo a la huevera, y di cuenta de los huevos de un modo que provocó los comentarios de aquellas dos solteronas.

Tampoco es de extrañar, pues debe decirse que comían como dos canarios. No tomaron más que un huevo cada una, mientras mordisqueaban unas tostadas minúsculas como obleas. No había mucha vida en sus cuerpos; su sangre circulaba diluida; y además habían dormido calientes toda la noche. Yo en cambio la había pasado a la intemperie, consumiendo mucha cantidad de combustible de mi propio cuerpo para mantenerme caliente, abriéndome camino desde un lugar llamado Emporium, al norte del estado. ¡Tostadas como obleas! ¡Excelente! Pero cada oblea era un bocado para mí, qué digo, apenas un mordisquito. Resulta tedioso tener que servirse otra tostada por cada mordisco, cuando uno tiene potencial para dar varios mordiscos seguidos.

Cuando yo era muy pequeño, tenía un perrito que se llamaba Punch. Yo me encargaba de su alimentación. En casa alguien había cazado muchos patos aquel día, y tuvimos una magnífica cena con carne. Cuando hubimos terminado, preparé la cena de Punch: un gran plato lleno de huesos y restos. Salí a dárselo. Pero resulta que un visitante había venido a caballo desde un rancho vecino y había traído consigo a un perro Terranova tan grande como un becerro. Yo dejé el plato en el suelo. Punch movió la cola y comenzó a comer. Tenía por delante al menos media hora de felicidad. De repente se produjo un alboroto. Punch salió despedido como una brizna de paja al paso de un ciclón y el Terranova se lanzó sobre el plato. A pesar de su gran estómago debía estar acostumbrado a almuerzos rápidos, pues en el breve instante previo a que le diera una patada en las costillas ingirió todo el contenido del plato. Lo dejó limpio. Un último lametazo eliminó incluso las manchas de grasa.

Pues bien, yo me comporté a la mesa de las dos solteronas de Harrisburg igual que aquel gran Terranova con el plato de mi perro Punch. La dejé limpia. No rompí nada, pero di cuenta de los huevos, de las tostadas y del café. La criada volvió a servir, pero yo no le di tregua y tuvo que servir más y más. Era delicioso, aunque hubieran podido servirlo en tazas un poco más grandes. ¿Cuánto tiempo me quedaba para comer si debía dedicarlo todo a servirme las muchas tazas de café que hacían falta para aplacar mi sed?

En cualquier caso, el convite me dio ocasión para soltar la lengua. Aquellas dos solteronas de complexión rosada y blanca y de rizos grises no habían visto nunca el rostro exaltado de la aventura. Como diría el “Trotamundos”, habían estado “toda la vida sin cambiar de oficio”. A los delicados aromas y estrechos confines de su existencia vacía de acontecimientos yo llevé los aires del mundo, cargados con los poderosos aromas del sudor y de la lucha, y con los sabores y los olores de tierras extrañas. Y también froté las suaves palmas de sus manos con los callos de las mías: esas protuberancias de media pulgada fruto del esforzado contacto con la cuerda y de largas y arduas horas acariciando mangos de palas. Lo hice no sólo por bravuconada juvenil sino también para demostrar mi derecho a su caridad a cambio del trabajo realizado.

Ah, todavía puedo ver a esas amables y encantadoras señoras tal como estaban hace doce años cuando me senté a su mesa para desayunar y peroré acerca de mis andanzas por el mundo, rechazando sus amables consejos como un auténtico calavera y excitándolas con mis aventuras y las de todos los compañeros con los que me había cruzado o intercambiado confidencias. Quiero decir que me apropié de las aventuras de esos tipos; y si las solteronas hubieran sido menos confiadas me podrían haber puesto en un aprieto con mi cronología. Pero bueno, ¿y qué? Fue un intercambio justo. Yo les devolví con creces sus muchas tazas de café, sus huevos y sus mordiscos de tostada. Les ofrecí una diversión de primera. Que yo me sentara a su mesa fue su aventura, y la aventura es algo que no tiene precio.

Ya en la calle, tras separarme de las dos solteronas, recogí un periódico de la puerta de alguno que se había dormido y me tumbé en la hierba de un parque para entrar en contacto con las últimas veinticuatro horas del mundo. Allí en el parque conocí a otro vagabundo que me contó la historia de su vida y me instó a unirme al Ejército de los Estados Unidos. Se había dejado convencer por el oficial de reclutamiento y estaba a punto de enrolarse en el ejército, y no entendía por qué no quería hacerlo yo. Unos meses atrás había formado parte del Ejército de Coxey durante la marcha hacia Washington y eso parecía haberle despertado el gusto por la vida militar. Yo también era un veterano, ¿o acaso no había sido un soldado raso de la Compañía L de la Segunda División del Ejército Industrial de Kelly (una compañía L que se conoce comúnmente como la “fuerza de choque de Nevada”)? Pero mi experiencia militar había tenido el efecto contrario sobre mí; de modo que dejé a aquel vagabundo de camino hacia el campo de batalla y me fui a hacer mi ronda para la cena.

Satisfecha esta necesidad, eché a andar por el puente del Susquehanna para ganar la orilla oeste. No recuerdo el nombre del ferrocarril que iba por ese lado, pero por la mañana mientras estaba tumbado en la hierba me había venido la idea de hacer una visita a Baltimore; de modo que a Baltimore tendría que llevarme el ferrocarril, fuera cual fuera su nombre. Era una tarde calurosa y en mitad del puente me encontré con un grupo de gente que se bañaba alrededor de uno de los pilares. ¡Fuera la ropa y al agua! Estaba deliciosa, pero cuando salí y me vestí descubrí que me habían robado. Alguien había estado rebuscando entre mi ropa. Dejo a la consideración de ustedes si ser víctima de un robo no es ya una aventura suficiente para un día. Conozco a gente que ha sufrido un robo y que se ha pasado el resto de su vida explicándolo. Hay que decir que el ladrón no encontró demasiado en mi ropa: unos treinta o cuarenta céntimos en peniques y monedas de cinco centavos, además de mi tabaco y mi papel de fumar; pero era todo cuanto tenía, que es más de lo que puede robarse a la mayoría de los hombres, pues a ellos siempre les queda algo en casa mientras que yo no tenía casa. Eran unos tipos bastante duros los que se habían juntado allí, de modo que después de echarles una ojeada me guardé mucho de protestar. No me quedaba más remedio que recurrir a ellos para liarme un cigarrillo, y juraría que lo lié con uno de mis propios papeles.

Figura 17. Un convite de dos señoras solteras, y no en la cocina sino en el comedor, con ellas sentadas a mi lado

Después de eso crucé el puente y llegué hasta la orilla oeste. Allí estaba el ferrocarril que buscaba, pero no había ninguna estación a la vista. El problema era cómo tomar un mercancías sin ir hasta una estación. Observé que la vía subía una empinada cuesta que terminaba en el lugar donde estaba yo, y sabía que un mercancías pesado no podía subirla con demasiado brío. ¿Pero con cuánto brío? Al otro lado de la vía había un talud. Arriba de todo, en el borde mismo, vi la cabeza de un hombre que sobresalía entre la hierba. Tal vez él supiera a qué velocidad subían la cuesta los trenes, y cuándo pasaba el siguiente en dirección al sur. Le grité mis preguntas y él me hizo gestos para que subiera.

Le obedecí y cuando llegué arriba me encontré con otros cuatro hombres tumbados en la hierba junto a él. Observé la escena y comprendí quiénes eran mis compañeros: gitanos americanos. En el claro que se abría entre el borde del talud y el bosque había varios carromatos destartalados. El campamento estaba lleno de niños harapientos y semidesnudos, aunque me fijé en que se cuidaban mucho de acercarse y molestar a los hombres. Varias mujeres flacas, estropeadas por el trabajo, nada bonitas, trasteaban en el campamento; me fijé en una que estaba sentada en el asiento de uno de los vagones, con la cabeza caída hacia adelante, las rodillas recogidas bajo la barbilla y rodeadas por los brazos. No tenía aspecto de ser feliz. Parecía no importarle nada, aunque en esto me equivocaba, como iba a descubrir más tarde. Llevaba grabado en el rostro todo el sufrimiento del que es capaz el ser humano, en una expresión que transmitía además una incapacidad trágica de soportar más sufrimiento. Nada podía hacerle daño ya, parecía decir su rostro; pero en esto también me equivocaba.

Me tumbé en la hierba en lo alto de la cuesta y me puse a charlar con los hombres. Éramos compañeros, hermanos: yo era un vagabundo americano, ellos unos gitanos americanos. Yo sabía lo suficiente de su argot, y ellos lo suficiente del mío. Había dos hombres más en su banda que se encontraban al otro lado del río, en Harrisburg, realizando su oficio de “mushers”. Un “musher” es un faquir itinerante, a no confundir con el “musher” de Klondike, aunque el origen de ambos términos podría ser el mismo, a saber, una corrupción de la expresión francesa marche ons, marchar, caminar, “to mush”. El negocio de los dos mushers que habían cruzado el río era arreglar paraguas; pero cuál era el auténtico negocio que había detrás del arreglo de paraguas es algo que no me contaron, ni me pareció cortés preguntar.

Hacía un día radiante. No corría una gota de aire y disfrutábamos de la cálida caricia del sol. De todas partes se elevaba el zumbido soñoliento de los insectos, y el aire iba cargado de los aromas de la tierra y de todo lo verde que crecía en ella. Nuestra indolencia era tal que apenas alcanzábamos a murmurar en una conversación intermitente. Y entonces, de forma abrupta, la paz y la quietud fueron quebradas por la acción del hombre.

Dos chavales en pantalón corto, de ocho o nueve años, cometieron alguna infracción menor de alguna regla del campamento (no me dijeron cuál); el hombre que estaba tumbado a mi lado se incorporó y los llamó por su nombre. Era el jefe del clan, un hombre de frente estrecha y ojos reducidos a una estrecha línea, labios delgados y unos rasgos retorcidos y sardónicos que explicaban por qué los dos niños pegaron un salto al son de su voz y se pusieron en tensión como dos ciervos asustados. En sus rostros se veía la alarma que produce el miedo, y en un arranque de pánico los dos echaron a correr. El hombre les gritó que volvieran y uno de los chicos frenó en su huida, aún dudando, su delgado perfil revelando en pantomima el combate que libraban en su interior el miedo y la razón. Quería volver. Su inteligencia y su experiencia pretérita le decían que volver era un mal menor; pero por menor que fuera, era suficiente mal como para dar alas a su miedo y seguir empujando sus pies.

Figura 18. Recogí un periódico de la puerta de algún rezagado

El chico siguió avanzando y dudando hasta que llegó al abrigo de los árboles, donde se detuvo. El jefe de la tribu no lo persiguió. Se dirigió pausadamente hasta un carromato y cogió un pesado látigo. Luego volvió al centro del descampado y se quedó quieto. No dijo nada. No hizo ningún gesto. Era la Ley, omnipotente e inmisericorde. Simplemente se quedó allí de pie y esperó. Y yo sabía, todos sabíamos, los dos niños refugiados en los árboles sabían qué era lo que esperaba.

El niño que se había quedado atrás regresó lentamente. En su rostro llevaba grabada una temblorosa resolución. No flaqueó. Había decidido aceptar el castigo. Conviene aclarar que el castigo no era por la ofensa original, sino por la ofensa de haber huido. En este punto el jefe del clan se comportaba igual que la exaltada sociedad donde vivía. Castigamos a nuestros criminales, y cuando escapan los obligamos a volver e incrementamos su castigo.

El niño fue directamente hasta el jefe y se detuvo a la distancia adecuada. El látigo silbó en el aire y quedé sorprendido ante la fuerza del golpe. ¡La pierna del niño era tan pequeña y delgada! La carne se puso blanca en el lugar donde la tralla había mordido y luego el blanco se convirtió en un tremendo verdugón, con pequeñas vetas escarlata allí donde la piel se había abierto. De nuevo voló el látigo y todo el cuerpo del niño se encogió anticipando el golpe, aunque no se movió de donde estaba. Su voluntad resistió. Surgió un segundo verdugón, y un tercero. No gritó hasta el cuarto. Pero a partir de entonces ya no podía estarse quieto y recibió los siguientes golpes bailando arriba y abajo entre gritos de angustia; pero no intentó huir. Cuando su baile involuntario le llevaba fuera del alcance del látigo, bailaba de regreso hasta ponerse a su alcance. Y cuando hubo terminado —una docena de golpes— desapareció tras los carromatos, gimiendo y llorando.

El jefe se quedó quieto y esperó. El segundo chico salió entre los árboles. Pero no fue hacia él directamente. Fue como un perro acobardado, asaltado por pequeños arranques de pánico que le hacían girarse y huir una docena de pasos. Pero siempre se daba la vuelta y volvía entre gemidos, en una órbita que se acercaba cada vez más al hombre, emitiendo desde el fondo de la garganta sonidos animales e inarticulados. Me fijé en que no miró en ningún momento al hombre. Sus ojos estaban fijos en el látigo, y en sus ojos había un terror que me puso enfermo: el terror desesperado del niño maltratado más allá de lo imaginable. He visto a hombres fuertes caer a izquierda y derecha en la batalla y retorcerse en la agonía. Los he visto saltar por los aires de veinte en veinte al estallido de las bombas, con los cuerpos destrozados; créanme, el espectáculo fue una broma comparado con el impacto que tuvo sobre mí la visión de aquel pobre chico.

El castigo comenzó. Lo del primer chico había sido un juego en comparación con esto. En un momento la sangre empezó a correr por sus pequeñas piernas. El chico bailaba y chillaba y se doblaba hasta parecer una especie de grotesca marioneta movida con hilos. Digo que “parecía” porque sus gritos desmentían esa apariencia y le imprimían el sello de la realidad. Sus chillidos eran agudos y penetrantes; no había notas graves en ellos, sólo la voz fina y asexuada de un niño. Llegó el momento en que no pudo soportarlo más. La razón le abandonó y trató de escapar. Pero ahora el hombre sí le persiguió, bloqueando su huida, devolviéndolo a golpes al espacio abierto.

Figura 19. Encontré un grupo que se bañaba alrededor de uno de los pilares

Entonces se produjo una interrupción. Oí un grito ahogado. La mujer que estaba sentada en el carromato se había levantado e iba corriendo a interponerse. Se puso entre el hombre y el niño.

—¿Tú también quieres un poco, eh? —dijo él con el látigo—. Muy bien, pues.

Descargó su látigo sobre ella. Llevaba faldas largas, de modo que no apuntó a las piernas. Dirigió el látigo hacia su rostro, que ella cubrió lo mejor que pudo con sus manos y sus brazos, ocultándolo entre sus delgados hombros y recibiendo los golpes sobre las espaldas y los brazos. ¡Madre heroica! Sabía exactamente lo que estaba haciendo. El niño, aún gimiendo, escapaba poco a poco hacia los carromatos.

Y mientras ocurría todo esto los cuatro hombres estuvieron tumbados a mi lado y contemplaron lo que ocurría sin hacer ningún movimiento. Tampoco yo me moví, y lo digo sin vergüenza; aunque mi razón debía luchar con fuerza contra mi impulso natural de levantarme e interponerme. Yo sabía cómo son estas cosas. ¿De qué le iba a servir a la mujer, o a mí, que cinco hombres me dieran una paliza mortal a orillas del Susquehanna? Una vez asistí al linchamiento de un hombre, y aunque toda mi alma gritó en protesta, mi boca no lo hizo. Si hubiera levantado la voz, lo más probable es que la culata de un revólver me hubiera fracturado el cráneo, pues la ley exigía que el hombre fuera colgado. Y aquí, en este grupo gitano, la ley decía que la mujer debía recibir un castigo.

Sin embargo, la razón de que me abstuviera de intervenir en ambos casos no fue la ley, sino que la ley era más fuerte que yo. Si no hubiera sido por los cuatro hombres que tenía a mi lado en la hierba, con mucho gusto me habría metido con el hombre del látigo. Y si ninguna de las mujeres del campamento me asaltaba con un cuchillo o con un garrote, estoy convencido de que le habría dado una paliza. Pero los cuatro hombres estaban a mi lado en la hierba. Ellos hacían que su ley fuera más fuerte que yo.

¡Oh, les aseguro que yo también sufrí! Había visto a mujeres maltratadas antes, a menudo, pero nunca había visto una paliza como aquélla. El vestido que llevaba quedó hecho trizas sobre sus hombros. Un golpe había escapado a su guardia y le había dejado un sangriento verdugón de la mejilla a la barbilla. No fue un golpe, ni dos, ni una docena, ni dos docenas, el látigo golpeó y se retorció sobre ella infinita, interminablemente. Yo sudaba, respiraba con fuerza y agarraba la hierba con la manos hasta arrancarla de raíz. Y todo el tiempo mi razón susurraba «¡Estúpido! ¡Estúpido!». El verdugón en el rostro casi lo logró. Comencé a ponerme en pie; pero la mano del hombre que tenía a mi lado se posó sobre mi hombro y me empujó hacia abajo.

—Tranquilo, amigo, tranquilo —me advirtió en voz baja.

Le miré. Sus ojos me devolvieron la mirada sin pestañear. Era un hombre corpulento, musculoso y ancho de espaldas; su rostro era perezoso, flemático, indolente y sin embargo amistoso, aunque sin empatía y totalmente desprovisto de sentimiento: un alma hueca, sin malicia, sin moral, terca y bovina. No era más que un animal con apenas un leve destello de inteligencia, un bruto de buen carácter dotado de la fuerza y el calibre mental de un gorila. Su mano aumentó su presión sobre mi espalda y noté la fuerza de los músculos que había detrás. Miré hacia los otros brutos: dos permanecían impasibles e indiferentes, uno disfrutaba con el espectáculo; y recobré la razón, mis músculos se relajaron y volví a dejarme caer en la hierba.

Mi mente regresó a las solteronas con las que había desayunado aquella mañana. Menos de tres quilómetros en línea recta las separaban de aquella escena. En aquel lugar, en un día sin viento, bajo un sol generoso, una hermana suya estaba siendo maltratada por un hermano mío. He aquí una página de la vida que ellas no verían nunca (y mejor que fuera así, aunque a fuerza de no verlo nunca serían capaces de comprender su hermandad con las demás mujeres, ni tampoco de comprenderse a ellas mismas, ni conocerían el barro del que estaban hechas). Pues una mujer no puede vivir en habitaciones estrechas y aromatizadas y al mismo tiempo ser la hermana pequeña de todo el mundo.

Figura 20. Ni siquiera un convite podría haberme disuadido

La paliza había terminado y la mujer, ya en silencio, volvió a ocupar su asiento en el vagón. Las otras mujeres no se acercaron a ella (no inmediatamente). Tenían miedo. Pero lo hicieron más tarde, una vez pasado un intervalo razonable. El hombre guardó el látigo y se unió a nosotros, dejándose caer a mi lado. Tenía la respiración agitada por el esfuerzo. Se secó el sudor de los ojos con la manga del abrigo y me miró en actitud desafiante. Yo le devolví una mirada despreocupada; lo que había hecho no era asunto mío. No me marché de forma abrupta. Me quedé allí media hora más, lo que dadas las circunstancias era una muestra de tacto y etiqueta. Lié algunos cigarrillos con su tabaco y cuando bajé la pendiente hacia el ferrocarril disponía de la información necesaria para tomar el siguiente mercancías hacia el sur.

Y bien, ¿qué se supone que debía pensar de todo aquello? Era una página de la vida, eso es todo; y he sido testigo de páginas peores, mucho peores. A veces he sostenido (en tono de broma, según creen mis oyentes) que el principal rasgo que distingue al hombre de los demás animales es que el hombre es el único animal que maltrata a las hembras de su especie. Es algo de lo que no será jamás culpable ningún lobo ni ningún coyote cobarde. Es algo que ni siquiera hará el perro, por más degenerado que esté por la domesticación. El perro sigue conservando el instinto salvaje en sus fibras, mientras que el hombre ha perdido la mayoría de sus instintos (al menos, la mayoría de los buenos).

¿Páginas peores de la vida que la descrita? Lean los informes de trabajo infantil en Estados Unidos —al este, al oeste, al norte y al sur, no importa dónde— y sepan que todos nosotros, en nuestra búsqueda sin escrúpulos del beneficio, contribuimos a componer e imprimir páginas peores que aquel simple maltrato de la esposa en el Susquehanna.

Bajé un centenar de metros por la pendiente buscando un lugar junto a la vía donde la gravilla fuera lisa. Allí podría montar en mi mercancías cuando subiera lentamente la cuesta, y allí encontré a media docena de vagabundos esperando con el mismo propósito. Varios de ellos estaban jugando al seven-up con una vieja baraja de cartas. Jugué una mano. Un negro comenzó a mezclar la baraja. Era gordo, joven y de cara redonda. Destilaba buen carácter. Cuando me dio la primera carta, hizo una pausa y me dijo:

—¿Oye tío, no te he visto antes?

—Sin duda —respondí—. Y no llevabas esa ropa.

El otro no sabía de qué hablaba.

—¿Te acuerdas de Buffalo? —le pregunté.

Entonces me reconoció, soltó una carcajada y me saludó entre exclamaciones como a un camarada; pues en Buffalo había llevado ropa rayada mientras cumplía su condena en la Penitenciaría del Condado de Erie. Debo decir que yo también llevaba ropa rayada, pues también cumplía condena.

Volvimos al juego y me enteré de cuál era la apuesta. Bajando la cuesta hacia el río había un camino empinado y estrecho que llevaba hasta un arroyo, a unos diez metros por debajo de nosotros. Jugábamos al borde de la pendiente. El que “pringase” tendría que agarrar una pequeña lata de leche condensada y usarla para llevarles agua a los vencedores.

Se jugó la primera mano y pringó el negro. Cogió la pequeña lata de leche y bajó hasta la orilla, mientras nosotros nos quedábamos sentados arriba y nos burlábamos de él. Bebimos como peces. Sólo por mí tuvo que hacer cuatro viajes, y los otros fueron igualmente espléndidos con su sed. El camino era muy empinado y a veces el negro resbalaba a media subida, derramaba el agua y tenía que volver por más. Pero no se enfadaba. Reía tan francamente como cualquiera de nosotros; por eso resbalaba también más a menudo. Y hablaba de las cantidades prodigiosas de agua que bebería cuando pringara otro.

Cuando se nos acabó la sed, comenzó otra partida. De nuevo pringó el negro, y de nuevo tuvimos nuestra ronda de bebida. Una tercera y una cuarta partida terminaron del mismo modo, y cada vez el negro con cara de luna casi se moría de gusto al descubrir el destino que el Azar le había reservado. Y nosotros casi nos moríamos de gusto con él. Al borde de aquella pendiente reímos como niños despreocupados, o como dioses. Reí hasta casi reventar de tanta risa, y bebí de la lata de leche hasta casi ahogarme. Se planteó un debate serio acerca de si podríamos montarnos en el mercancías cuando subiera la cuesta, dado el peso del agua ingerida. Esta fase particular de la conversación casi termina con el negro. Tuvo que abandonar la distribución de agua durante al menos cinco minutos mientras se retorcía de risa por el suelo.

Las sombras se alargaron sobre el río, un agradable crepúsculo vino a refrescar la atmósfera y entretanto nosotros seguimos bebiendo y bebiendo, y nuestro escanciador de ébano siguió trayendo y trayendo. La mujer maltratada de una hora antes estaba olvidada. Era una página leída y pasada; estaba ocupado con una nueva página, y cuando la locomotora silbara en la cuesta aquella página terminaría también y comenzaría otra; y así transcurre el libro de la vida, página tras página y así interminablemente… mientras se es joven.

Y entonces jugamos una partida en la que no pringó el negro. La víctima fue un vagabundo delgado y de aspecto dispéptico, el que menos había reído de todos. Nosotros dijimos que no queríamos más agua (lo cual era cierto). No habrían podido introducir otra gota de agua en mi cuerpo saturado ni con una bomba neumática ni a cambio de todas las riquezas del Indo y de Ormuz. El negro pareció decepcionado, luego demostró estar a la altura de lo que exigía la situación y dijo que él sí querría un poco. Y era verdad. Bebió un poco, y un poco más, y luego un poco más. Una y otra vez bajaba y subía la pendiente el melancólico vagabundo, y una y otra vez pedía más agua el negro. Bebió más que todos nosotros juntos. El atardecer dio paso a la noche, salieron las estrellas, y él seguía bebiendo. Estoy convencido de que si no hubiera sonado el silbato del mercancías todavía estaríamos allí, tomando agua y venganza mientras el vagabundo melancólico sacaba la lengua con sus idas y venidas.

Pero sonó el silbato. La página había terminado. Nos pusimos de pie y en fila a lo largo de la vía. Allí venía el tren, tosiendo y resoplando por la pendiente, convirtiendo la noche en día y proyectando nuestras siluetas con su foco frontal. La locomotora pasó de largo y todos nos pusimos a correr junto al tren, algunos agarrándose a las escaleras, otros saltando a las puertas laterales de furgones vacíos y encaramándose a ellos. Yo pillé una batea cargada de madera y me arrastré hasta un rincón confortable. Me tumbé de espaldas con un periódico bajo la cabeza como cojín. Encima de mí las estrellas parpadeaban y giraban como bandadas de pájaros cuando el tren tomaba las curvas, y me dormí observándolas. El día había terminado (un día más para mí). Mañana sería otro día, y era joven.

Figura 21. Empecé a andar por el camino