NO-EXTRACTOS: En beneficio de la cordura, SEÑALA: No digas «Dos niñas…», a menos de que quieras decir «Mary y Jane, dos niñas, diferentes una de otra, y de todas las otras personas del mundo…».
Desde el lugar en el que se encontraba, Gosseyn podía oír el murmullo de una conversación. Los que hablaban lo hacían en voz baja, de modo que no le llegaba ninguna palabra con claridad. Pero la conversación se desarrollaba entre un hombre y una mujer.
Cautelosamente, Gosseyn atisbó alrededor del borde interior de la portilla. Vio un ancho pasillo. A diez metros a su izquierda se abría la cámara reguladora de presión a través de la cual había pasado Leej. A su derecha pudo ver a la propia Leej de pie junto a una puerta y, más allá, con sólo su hombro y brazo visibles, había un hombre que llevaba el uniforme de oficial del Supremo Imperio.
A excepción de ellos tres, el pasillo estaba desierto.
Gosseyn se pegó a la pared y avanzó hacia la pareja.
Cuando Gosseyn se incorporó, Leej estaba diciendo:
—… Creo que tengo derecho a conocer los detalles. ¿Cómo han arreglado las cosas para las mujeres?
Su tono era tranquilo, sin exagerar la nota de exigencia que se podría esperar. La voz del oficial, cuando contestó, expresaba una resignada paciencia.
—Señora, le garantizo un apartamento de seis habitaciones, criados, todas las comodidades, y una autoridad únicamente inferior a la del capitán y sus primeros oficiales. Será…
Se interrumpió, al tiempo que Gosseyn se incorporaba al lado de Leej. Su sorpresa sólo duró unos segundos.
—Perdone —dijo—. No le he visto subir a bordo. El encargado de la oficina de admisión se habrá olvidado de…
Se interrumpió de nuevo. Pareció darse cuenta de la improbabilidad del hecho que el encargado de la oficina de admisión hubiera olvidado algo semejante. Sus ojos se desorbitaron. Su mandíbula tembló ligeramente. Su regordeta mano se deslizó hacia el desintegrador que colgaba de su costado.
Gosseyn le golpeó en la mandíbula. Y le tomó en brazos mientras caía.
Transportó el cuerpo inconsciente a un diván. Registró al hombre rápidamente, pero sólo encontró el desintegrador en la funda. Incorporándose, miró a su alrededor. Había observado ya que, además de los muebles normales, la habitación contenía cierto número de ascensores tipo Distorsionador. Ahora los contó. Una docena, y no eran ascensores en realidad. Les había dado ese nombre desde que los había confundido con ascensores cuando estaba en la base venusiana secreta de Enro.
Una docena. El verlos en hilera contra la pared más alejada de la puerta aclaró su cuadro mental. Ésta era la habitación desde la cual los Pronosticadores de Yalerta eran enviados a los puestos que les habían sido asignados. El proceso era más simple aún de lo que había pensado. No parecían existir preliminares. El encargado de la oficina de admisión autorizaba a un voluntario a entrar en la nave. Y este oficial gordinflón le conducía a esta habitación y le enviaba a su punto de destino.
El resto de la nave no intervenía, al parecer. Los oficiales y los tripulantes vivían su existencia rutinaria, al margen de los motivos por los cuales su nave había venido a Yalerta. Y dado que era más de medianoche, lo más probable sería que estuvieran durmiendo.
Gosseyn se sintió estimulado ante aquella idea.
Retrocedió hasta la puerta. Como antes, el pasillo estaba desierto. Detrás de él, Leej dijo:
—Está despertando.
Gosseyn regresó junto al diván y esperó.
El hombre se removió y se incorporó, frotándose la mandíbula. Miró a Gosseyn, a Leej, y luego de nuevo a Gosseyn. Finalmente dijo, en tono quejumbroso:
—¿Están locos los dos?
Gosseyn dijo:
—¿Cuántos hombres hay a bordo de esta nave?
El otro le miró y luego se echó a reír.
—Loco de remate —dijo—. Quiere saber cuántos hombres hay a bordo… Muy bien. Hay quinientos. De modo que recapacite y salga de esta nave lo más aprisa que pueda.
La cifra era más o menos la que Gosseyn había calculado. Las naves espaciales no estaban nunca tan atestadas como los vehículos de tierra. Cuestión de aire y de provisiones. Sin embargo, eran quinientos hombres.
—¿Viven los hombres en dormitorios? —preguntó.
—Hay ocho dormitorios —respondió el oficial—. Sesenta hombres en cada uno de ellos. —Se frotó las manos—. Sesenta —repitió, y su voz paladeó la cifra—. ¿Le gustaría que le llevara abajo y se los presentara?
Gosseyn pasó por alto lo irónico del tono.
—Sí —dijo—; sí, me gustaría.
Los dedos de Leej se hundieron en su brazo nerviosamente.
—Hay un vacío continuo —dijo.
Gosseyn asintió.
—Tengo que hacerlo —dijo—. De otro modo, él sabrá lo que me propongo.
Leej asintió a su vez, dubitativamente:
—Tantos hombres… ¿No complica eso las cosas?
Sus palabras fueron como un espolonazo para el oficial. Se puso en pie.
—Vamos —dijo jovialmente.
Gosseyn dijo:
—¿Cuál es su nombre?
—Oreldon.
Silenciosamente, Gosseyn señaló hacia el pasillo. Cuando llegaron a la abierta cámara exterior, Gosseyn se detuvo.
—¿Puede cerrar esas puertas? —preguntó.
El rollizo rostro del hombre resplandeció con auténtico buen humor.
—Tiene razón —dijo—. No me gustaría que entraran visitantes mientras estoy fuera de servicio.
Retrocedió rápidamente, y estaba a punto de apretar el botón cuando Gosseyn le tomó del brazo.
—Un momento, por favor —dijo—. Me gustaría revisar esas conexiones. No deseo que conecte usted una alarma, ¿sabe?
Abrió el panel. Contó los cables y encontró cuatro de más.
—¿Adónde van a parar esos cables? —le preguntó a Oreldon.
—A la sala de control. Dos para abrir, dos para cerrar.
Gosseyn asintió y cerró el panel. Era un riesgo que tenía que correr. Siempre habría una conexión con el tablero de control.
Pulsó el botón con mano firme. Las recias planchas de metal se deslizaron a través de la abertura y se cerraron con un chasquido.
—¿Le importa que hable con mi compañero del exterior? —preguntó Oreldon.
Gosseyn se había estado interrogando acerca del hombre del exterior.
—¿Qué es lo que quiere decirle? —preguntó.
—Oh, sólo que acabo de cerrar la puerta, y que puede descansar un rato.
—Naturalmente —dijo Gosseyn—, medirá usted cuidadosamente sus palabras.
—Desde luego.
Gosseyn revisó los cables y luego esperó mientras Oreldon hablaba por un teléfono instalado en la pared. Comprendió que el oficial se hallaba en un estado de estimulación talámica. En consecuencia, se vería arrastrado por la corriente intoxicante de su propio humor hasta que la impresión de desastre inminente le hiciera reaccionar. Ése sería el momento a vigilar.
Al parecer, las puertas no estaban siempre abiertas, ya que el encargado de la oficina de admisión no dio muestras de sorpresa al saber que estaban cerradas.
—¿Estás seguro, Orri —dijo—, que no piensas divertirte un poco con esa hembra que acaba de entrar?
—Completamente seguro, por desgracia —dijo Oreldon, y cortó la conexión—. No puedo prolongar demasiado esas conversaciones —le explicó a Gosseyn—. La gente podría entrar en sospechas.
Llegaron a una escalera. Oreldon estaba a punto de iniciar el descenso por ella cuando Gosseyn le detuvo con un gesto.
—¿Adónde conduce esta escalera? —preguntó.
—A los dormitorios de los hombres, desde luego.
—¿Y dónde está la sala de control?
—Oh, para ir a la sala de control hay que subir. Se encuentra en la parte delantera.
Gosseyn dijo en tono grave que le alegraba mucho oír aquello.
—¿Y cuántas aberturas hay en la cubierta inferior? —inquirió.
—Cuatro.
—Espero —dijo Gosseyn afablemente— que me esté diciendo la verdad. Si descubriera que hay cinco, por ejemplo, este desintegrador podría funcionar súbitamente.
—Hay solamente cuatro, lo juro —dijo Oreldon. De pronto, su voz había enronquecido.
—He observado —dijo Gosseyn— que hay una pesada puerta que puede deslizarse sobre esta escalera.
—Es muy lógico —dijo Oreldon—. Después de todo, una nave espacial tiene que estar construida de modo que en caso de accidente puedan cerrarse herméticamente secciones enteras.
—Vamos a cerrar ésta, ¿le parece? —inquirió Gosseyn.
—¡Hu! —El tono de Oreldon demostraba que ni siquiera se le había ocurrido aquella idea. La expresión de su rostro reveló que aquél era el momento de la prevista reacción. Su desolada mirada se tendió a lo largo del pasillo—. No creerá ni por un momento —gruñó— que va a salir adelante con esto.
—La puerta —dijo Gosseyn en tono inexorable.
El oficial vaciló, con el cuerpo rígido. Luego se acercó lentamente a la pared, abrió un panel corredizo, esperó tensamente hasta que Gosseyn hubo revisado los cables, y accionó la palanca. La puerta tenía solamente cinco centímetros de espesor. Se cerró con un leve chasquido.
—Espero sinceramente —dijo Gosseyn— que ahora esté cerrada y que no pueda ser abierta desde abajo, porque si descubriera lo contrario siempre tendría tiempo de disparar este desintegrador al menos una vez.
—Está cerrada —dijo Oreldon en tono lúgubre.
—Estupendo —dijo Gosseyn—. Pero ahora tenemos que darnos prisa. Estoy ansioso por ver cerradas todas las otras escaleras.
Oreldon no dejaba de mirar ansiosamente a lo largo de los pasillos laterales mientras avanzaban, pero si esperaba ver a algún miembro de la tripulación quedó decepcionado. El silencio era absoluto, salvo por el leve sonido de sus propios movimientos.
—Creo que todo el mundo se ha acostado —dijo Gosseyn.
El hombre no contestó. Terminaron la tarea de cerrar todos los accesos al piso inferior antes que se pronunciara otra palabra, y luego Gosseyn dijo:
—Eso nos deja con veinte oficiales, incluyéndoles a usted y a su amigo del exterior. ¿Correcto?
Oreldon asintió, pero no dijo nada. Sus ojos parecían vidriados.
—Y si recuerdo bien mi antigua historia de la Tierra —dijo Gosseyn—, existía la antigua costumbre (debido al carácter intransigente de algunas personas) de confinar a los oficiales en sus alojamientos en determinadas circunstancias. Eso significaba siempre un sistema de cerrojos exteriores. Sería interesante saber si las naves de guerra de Enro tienen también problemas, y soluciones como aquélla.
Una simple ojeada al rostro de su prisionero le reveló que las naves de Enro los tenían.
Diez minutos más tarde, sin haber disparado un solo tiro, Gosseyn controlaba de un modo absoluto el crucero galáctico.
Había sido demasiado fácil. Ésa era la sensación que se acrecentaba en Gosseyn mientras inspeccionaba la desierta sala de control. Precedido por Oreldon y seguido de Leej, lo examinó todo con mirada crítica.
El descuido era total. Ni un solo hombre de guardia, a excepción de los dos oficiales encargados de recibir a los Pronosticadores.
Demasiado fácil. Teniendo en cuenta las precauciones que el Discípulo había adoptado ya contra él, parecía increíble que la nave estuviera realmente en su poder.
Y, sin embargo, así parecía ser.
Una vez más dedicó su atención a la sala. El tablero de instrumentos se curvaba, macizo, bajo la cúpula transparente. Estaba dividido en tres secciones: eléctrica, Distorsionador, y atómica.
Primero, la eléctrica.
Manipuló los interruptores que ponían en marcha una dínamo alimentada con energía atómica en alguna parte en las profundidades de la nave. Se sintió mucho mejor. En cuanto hubiera memorizado suficientes enchufes estaría en condiciones de descargar considerables cantidades de energía en cada una de las habitaciones y a lo largo de todos los pasillos. Algo tremendamente convincente. Si esto era una trampa, los miembros de la tripulación no estaban complicados en ella.
Pero Gosseyn no estaba aún satisfecho. Estudió el tablero. En cada sección había palancas y esferas cuya utilidad sólo podía intuir parcialmente. Las partes eléctrica y atómica no le preocupaban; la última no podía ser utilizada dentro de los límites de la nave, y la primera no tardaría en controlarla totalmente.
Eso dejaba el Distorsionador. Gosseyn frunció el ceño. Aquí estaba el peligro, no había duda. A pesar de poseer un Distorsionador orgánico en lo que él llamaba su cerebro adicional, su conocimiento del sistema del Distorsionador mecánico de la civilización galáctica era vago. En esta vaguedad debía residir su debilidad, y la trampa, si existía una trampa.
En su preocupación, se había apartado del tablero. Estaba allí de pie, dudando entre varias posibilidades, cuando Leej dijo:
—Tenemos que dormir.
—No, mientras estemos en Yalerta —dijo Gosseyn.
Su plan principal era muy concreto. Había un margen de error entre la similaridad perfecta y la similaridad de veinte decimales del Distorsionador mecánico. Medido en distancia espacial, equivalía a casi mil años luz cada diez horas. Pero también eso, había conjeturado ya Gosseyn, era una ilusión.
Le explicó a Leej:
—No es realmente una cuestión de velocidad. Relativamente, una de las formulaciones no-A más antigua y más amplia muestra que los factores de espacio y tiempo no pueden ser considerados por separado. Pero yo voy a parar a otra variación de la misma idea. Los acontecimientos se producen en momentos distintos, y la separación en el espacio es simplemente parte de la imagen que se forma en nuestro sistema nervioso cuando tratamos de interpretar el vacío de tiempo.
Vio que una vez más había dejado a la mujer muy atrás. Continuó, casi para sí mismo:
—Es posible que dos acontecimientos determinados estén tan estrechamente relacionados que de hecho no sean dos acontecimientos distintos, por muy separados o perfectamente definidos que parezcan estar. En términos de probabilidad…
Gosseyn se interrumpió, reflexionando en el problema, sintiéndose al borde de una solución mucho más importante que la requerida por la situación inmediata. La voz de Leej distrajo su atención.
—Pero ¿qué vamos a hacer ahora? Gosseyn se acercó de nuevo al tablero.
—Ahora mismo —dijo— despegaremos en vuelo normal.
Los instrumentos de control eran similares a los de las naves que cruzaban el espacio entre la Tierra y Venus. El primer impulso hacia arriba tensó todas las planchas. El movimiento se hizo continuo. Al cabo de diez minutos habían salido de la atmósfera y adquirían velocidad. Veinticinco minutos más tarde salían del cónico umbral del planeta, y la luz del sol iluminó brillantemente la sala de control.
En la placa retrovisora, la imagen del remolineante mundo de Yalerta apareció como un plato de luz guarecido con una bola inmensa, oscura y nebulosa. Gosseyn apartó bruscamente sus ojos de la escena y se encaró con Oreldon. El oficial palideció cuando Gosseyn le habló de su plan.
—No permita que sospeche que soy el responsable —suplicó.
Gosseyn se lo prometió sin vacilar. Pero tenía la impresión que si una comisión militar del Supremo Imperio llegaba a investigar la captura de la Y-381907, la verdad sería descubierta rápidamente.
Oreldon llamó a la puerta del capitán, y no tardó en salir acompañado por un hombre rechoncho y furioso. Gosseyn interrumpió en seco su violento lenguaje.
—Capitán Free, si llegara a descubrirse que esta nave fue capturada sin disparar un solo tiro, probablemente lo pagaría usted con su vida. Será mejor que me escuche.
Explicó que deseaba utilizar la nave sólo temporalmente, y el capitán Free se tranquilizó lo suficiente como para empezar a discutir los detalles. Al parecer, la idea que tenía Gosseyn de cómo podía operar una nave interestelar era correcta. Las naves eran ajustadas para ir a un punto lejano, pero la pauta podía modificarse antes que llegaran allí.
—Es la única manera para que podamos detenernos sobre planetas como Yalerta —explicó el capitán—. Nos similarizamos a una base situada a unos mil años-luz más lejos, y luego hacemos la modificación.
Gosseyn asintió.
—Quiero ir a Gorgzid, y quiero que la pauta se modifique a la distancia de un día de vuelo normal.
No le sorprendió que su punto de destino sobresaltara al otro.
—¡Gorgzid! —exclamó el capitán. Enarcó las cejas y luego sonrió sardónicamente—. Ellos se encargarán de usted —dijo—. Bien, ¿quiere usted ir ahora? Se necesitan siete saltos.
Gosseyn no contestó inmediatamente. Estaba atento a la corriente nerviosa del hombre. No era completamente normal, lo cual resultaba lógico. Los sobresaltos eran frecuentes, revelando trastornos emocionales, pero no seguían una pauta predeterminada. Aquello era convincente. El capitán no tenía en su mente ningún plan, ningún proyecto particular, ninguna traición.
Una vez más consideró su posición. Estaba sintonizado con la dínamo eléctrica y la pila atómica de la nave. Estaba en condiciones de matar fulminantemente a todos los hombres que viajaban a bordo de la nave. Su posición era virtualmente inexpugnable.
Dejó de vacilar. Gosseyn respiró a fondo y dijo:
—¡Ahora!