Capítulo VIII

NO-EXTRACTOS: Los enunciados científicos de Aristóteles fueron probablemente los más exactos que podían formularse en su época. Durante dos mil años, sus seguidores se suscribieron a la identificación del hecho que eran ciertos para todas las épocas. En años más recientes, nuevos sistemas de cálculo rechazaron muchas de aquellas «verdades», pero éstas continúan siendo la base de las opiniones y creencias de la mayoría de la gente. La lógica bivalente sobre la cual se apoyan tales opiniones y creencias ha sido designada consecuentemente como aristotélica (abreviado: A). Y la lógica plurivalente de la ciencia moderna ha recibido el nombre de no-aristotélica (abreviado: no-A).

Gosseyn se encontró en un pasillo al fondo de un tramo de peldaños. El pasillo se extendía a derecha e izquierda, curvándose gradualmente hasta desaparecer de la vista. En aquel momento no se sentía impulsado a la exploración. Siguió a Leej escaleras arriba hacia una estancia brillantemente iluminada, y estaba observando ya el diseño radial de las luces del techo. Confirmó su primera «sensación» sobre la fuente de energía de la nave. Energía magnética.

El hecho era interesante debido al cuadro que le proporcionaba del desarrollo científico yalertano, comparable al del siglo XXII de la Tierra. Pero le impresionó también en sentido negativo. Para él, ahora, el ingenio magnético tenía un fallo. Era demasiado completo. Realizaba tantas funciones, que la gente que lo utilizaba tendía a descartar todas las otras formas de energía.

Los Pronosticadores habían cometido el antiguo error. No había energía atómica a bordo. Ni electricidad. Ni siquiera una batería. Aquello significaba la ausencia de armas realmente potentes, y de radar. Obviamente, los Pronosticadores se consideraban capaces de prever la aproximación de cualquier elemento hostil, pero esto no era ya suficiente. Gosseyn tuvo una visión mental de ingenieros galácticos enviando torpedos aéreos guiados eléctricamente con cohetes de proximidad y cabezas atómicas, o cualquiera de una docena de ingenios que, una vez sintonizados a un blanco, lo seguirían hasta destruirlo o hasta ser destruidos.

Lo peor de todo era que Gosseyn no podía hacer nada sino descubrir lo más rápidamente posible hasta qué punto podía Leej anticipar el futuro.

Y, desde luego, podía mantenerse a la expectativa.

La estancia brillantemente iluminada a la cual le condujo Leej era más larga, más ancha y más alta de lo que había parecido desde abajo. Era un salón, con divanes, sillas, mesas, una gruesa alfombra verde y, directamente en frente del lugar donde se había detenido, una ventana inclinada que sobresalía como un balcón aerodinámico del costado de la nave.

La mujer se dejó caer con un audible suspiro sobre un diván cerca de la ventana y dijo:

—Es maravilloso encontrarse de nuevo a salvo. —Sacudió sus oscuros cabellos con un leve estremecimiento—. ¡Qué pesadilla!

Y añadió, en tono salvaje:

—Eso no volverá a ocurrir.

Gosseyn, que se dirigía hacia la ventana, se detuvo en seco ante aquellas palabras. Se volvió a medias para preguntarle a Leej en qué basaba su confianza. No formuló la pregunta. Ella había admitido ya que no podía prever los actos del Discípulo, y eso era lo único que Gosseyn necesitaba saber. Privada de su facultad, ella era una mujer emocional y atractiva de unos treinta años de edad, sin ninguna astucia especial para protegerse del peligro. Podía descubrir todo lo que ella sabía después que hubiera hecho todo lo que estaba a su alcance para evitar posibles ataques.

Cuando echó a andar de nuevo, experimentó la sensación nerviosa que indicaba la proximidad de un ser humano. Un momento después, un hombre surgió de una puerta que conducía a la parte delantera de la nave. El individuo era muy delgado y sus cabellos griseaban en sus sienes. Corrió hacia Leej y se arrodilló a su lado.

—Querida mía —dijo—, has vuelto.

La besó con un rápido movimiento.

En la ventana, ahora, Gosseyn ignoró a los amantes. Estaba contemplando una escena fascinante. Una isla. Una isla verde, engastada como una esmeralda en un mar de zafiro. Había una gema dentro de la gema verde, un grupo de edificios que brillaban blanco-grisáceos al sol, y resultaba difícil captar los detalles. Parecían irreales, y de hecho no semejaban edificios a aquella distancia. Su conocimiento del hecho que lo eran capacitaba a su mente para llenar las lagunas.

La nave estaba escalando una larga y poco profunda pendiente de aire. Su velocidad era evidentemente mayor de lo que Gosseyn había supuesto por lo suave de la aceleración ya que, mientras la contemplaba, la isla disminuyó visiblemente de tamaño. Y ahora pudo ver que no había ningún movimiento aparente ni en el suelo ni en el aire encima de la nave.

Aquello le estimuló, aunque a través de todos los momentos peligrosos había existido en su mente el conocimiento que, incluso si le mataban, la continuidad de sus recuerdos y pensamientos se prolongaría automáticamente en otro cuerpo Gosseyn, el cual despertaría inmediatamente en un remoto lugar.

Por desgracia, tal como se había enterado a través de una anterior versión de su cuerpo, ahora muerta, el siguiente grupo de Gosseyns tenía dieciocho años. Y estaba convencido del hecho que ningún joven de dieciocho años podría manejar la crisis creada por Enro. La gente tenía confianza en hombres maduros y no en jóvenes. Esa confianza podía establecer una diferencia entre victoria y derrota en un momento crítico.

Era muy importante que permaneciera vivo en este cuerpo.

Frunció los ojos pensativamente mientras consideraba las posibilidades inmediatas. Tenía que interrumpir el transporte de Pronosticadores a la flota de Enro, apoderarse de los cruceros que habían tomado tierra y, lo antes posible, atacar al ser-sombra en su isla.

Era preciso llevar a cabo algunas tareas preliminares, pero aquéllos eran los objetivos que debía cubrir…, y rápidamente. Rápidamente. La dura y decisiva batalla del Sexto Decant se estaba haciendo más enconada de hora en hora. Si tenía algún conocimiento de la naturaleza humana, podía asegurar que la Liga empezaba a tambalearse sobre sus débiles cimientos. Desde luego, Enro confiaba en que se produciría el colapso y, por infantil que pudiera ser el dictador cuando se trataba de mujeres, a nivel político y militar era un genio.

Estaba a punto de apartarse de la ventana cuando pensó súbitamente que Jurig, condenado a muerte como estaba, podía ser víctima de la cólera del Discípulo. Apresuradamente, similarizó a Jurig al bosque situado más allá de la verja. Si el hombre estaba asustado, se ocultaría allí y estaría disponible para ser transportado a la nave más tarde.

Realizado esto, regresó al interior del salón a tiempo para oír que la mujer decía tranquilamente:

—Lo siento, Yanar, pero él necesitará una mujer, y naturalmente tengo que ser yo. Adiós.

El hombre estaba en pie, con el rostro contraído. Alzó la mirada y sus ojos se encontraron con los de Gosseyn. El odio que chispeó en sus oscuras profundidades coincidió con la sensación que saltó de su sistema nervioso al cerebro adicional de Gosseyn. Dijo, en tono de desprecio:

—No cedo a mi amante a nadie sin luchar, ni siquiera a alguien cuyo futuro es borroso.

Su mano desapareció en un bolsillo y volvió a salir empuñando un pequeño instrumento en forma de abanico. Lo levantó y apretó el gatillo.

Gosseyn avanzó unos pasos y tomó el arma de los dedos de Yanar. El otro no ofreció resistencia. En su rostro apareció una expresión angustiada, y el ritmo nervioso que exudaba de él se había transformado en una pauta de temor. Estaba visiblemente aturdido por el hecho que su arma, muy potente a pesar de su frágil apariencia, no hubiera «disparado». Gosseyn examinó el instrumento con ojos curiosos. Los bordes radiales que formaban la antena eran típicos, y confirmaban, si era necesaria la confirmación, la naturaleza de la energía involucrada. Las ramas magnéticas funcionaban con energía exterior, en este caso el campo establecido por los motores magnéticos en el casco. El campo se extendía con intensidad decreciente hasta una distancia de casi diez kilómetros más allá del casco.

Gosseyn deslizó el instrumento en su bolsillo, y trató de imaginar el efecto sobre Yanar de lo que había ocurrido. Había fotografiado toda el arma, haciendo que uno de los puntos de descarga fluyera a una zona similarizada en la celda de la prisión del Refugio del Discípulo. La distancia en el espacio impidió que la corriente refluyera a la nave, de modo que el arma, desviada su energía, no funcionó. El efecto psicológico debió ser terrible.

El hombre estaba mortalmente pálido, pero apretó los dientes con determinación.

—Tendrás que matarme —masculló.

Era un hombre de mediana edad, talámicamente atado a sus maneras A —tan distintas de las no-A—, y debido a que podía disparar por motivos puramente emocionales, sería peligroso mientras estuvieran juntos a bordo de la nave. Tenía que ser eliminado, o exiliado, o. —Gosseyn sonrió aviesamente— vigilado. Conocía al hombre que podía hacerlo. Jurig. Pero eso podía esperar. Ahora, se volvió hacia Leej y la interrogó sutilmente acerca de las costumbres matrimoniales de los Pronosticadores.

No existía el matrimonio.

—Eso —dijo Leej en tono desdeñoso— queda para las castas inferiores.

No lo dijo de un modo explícito, pero Gosseyn dedujo que Yanar era uno más de una larga lista de amantes, y que, siendo más viejo, él había tenido incluso más amantes. Aquella gente se cansaba el uno del otro, y debido a su facultad solían ser capaces de citar la hora exacta en que se separarían. La inesperada aparición de Gosseyn había terminado esta relación antes de lo anticipado.

Gosseyn no se sentía atraído ni repelido por los movimientos involucrados. Su primera idea había sido la de tranquilizar a Yanar diciéndole que no debía preocuparse y que no perdería a su amante. Pero no se lo dijo. Necesitaba un Pronosticador a su lado, y Leej podía sentirse insultada si descubría que él no hacía el amor con mujeres que no poseyeran algún adiestramiento no-A.

Formuló a Leej otra pregunta:

—¿Qué hace Yanar además de comer y dormir?

—Gobierna la nave.

Gosseyn hizo una seña a Yanar.

—Muéstrame el camino —ordenó secamente.

La conversación más a fondo con Leej podía esperar. Él era un hombre que debía depender de lo que sabía, y la sensación de apremio que experimentaba volvía a ser muy intensa.

Mientras examinaba la nave, la mente de Gosseyn retrocedió a lo que Leej había dicho cuando corrían a través de la maleza en la isla del Discípulo. Al hablar de su máquina la había llamado remolque.

Un remolque espacial. Podía imaginar la vida regalada que aquellos Pronosticadores se habían ofrecido durante tantos años en su mundo de islas y de agua. Flotando perezosamente a través del cielo, aterrizando cuando les venía en gana y donde ellos deseaban, controlando a cualquier ser humano «inferior» que les complaciera esclavizar, y apoderándose de cualquier objeto que desearan poseer: existía una parte de la naturaleza del hombre que anhelaba semejante existencia libre de preocupaciones. El hecho que en este caso incluyera una despiadada subyugación de personas que no poseían el valioso don de la profecía era también fácil de comprender. La soberanía siempre podía ser justificada por mentes que no eran demasiado críticas. Y, además, las generaciones recientes habían crecido desde la infancia en un entorno en el que la esclavitud no era objetada por la jerarquía Pronosticadora. La actitud formaba parte de la estructura de sus sistemas nerviosos.

Aunque no parecían haberse dado cuenta, la aparición del Discípulo en su idílico escenario había roto para siempre la pauta casual de su existencia. Y ahora, la llegada del crucero galáctico y la presencia de Gilbert Gosseyn eran indicios adicionales de la modificación de sus circunstancias. Tenían que adaptarse o ser barridos sin contemplaciones.

La sala de control se hallaba en la parte frontal de la nave. Su inspección no requirió demasiado tiempo. Los controles eran del tipo de simple descarga comunes a la energía derivada de las corrientes magnéticas del propio planeta.

La cúpula de la sala de control era de una límpida transparencia. Gosseyn permaneció largo rato contemplando el mar que se deslizaba velozmente por debajo de la nave. Hasta donde alcanzaba su vista, Gosseyn sólo pudo divisar una masa de aguas palpitantes, sin la menor señal de tierra.

Dio media vuelta para continuar su exploración. Había una escalera metálica en un rincón. Conducía a una escotilla en el techo, cerrada. Gosseyn trepó inmediatamente hacia allí.

La escotilla se abría a un almacén. Gosseyn examinó las etiquetas de las cajas y contenedores, sin saber exactamente lo que estaba buscando, pero dispuesto a poner en práctica cualquier idea que se sugiriera por sí misma. Súbitamente, mientras examinaba un bidón lleno de aire desgravitado, la idea llegó.

Mientras continuaba su inspección, su plan se hizo más factible. Echó una ojeada a cuatro dormitorios, un comedor y una sala de control posterior en el piso principal, y luego bajó a la cubierta inferior, pero entonces ya estaba buscando algo concreto. Previamente había captado la presencia de otros seres humanos en la cubierta. Contó seis hombres y seis mujeres. Mostraban una actitud sumisa, y a juzgar por la corriente nerviosa que desprendían sus cuerpos aceptaban obviamente su suerte. Los descartó de sus cálculos y, después de inspeccionar unas espaciosas cocinas y más almacenes, llegó a un taller.

Era lo que había estado buscando. Envió a Yanar a ocuparse de sus asuntos, y cerró la puerta.

Gosseyn salió tres horas más tarde con dos tubos montados sobre una plancha que tomaría energía del campo magnético de los motores de la nave. Trepó directamente al primer almacén, y pasó más de un cuarto de hora trasvasando aire desgravitado al contenedor hermético dentro del cual había introducido sus tubos.

Al principio, la oscilación fue débil. Se hizo más intensa. La rítmica pulsación latió en su cerebro adicional de un modo continuado y regular. En la Tierra, el tubo gravitón era conocido como miembro de un grupo del que se decía que poseía «hambre de radiación». Careciendo de la partícula gravitónica, apetecía estabilidad. Hasta aquí sus reacciones eran normales, ya que todas las cosas en la naturaleza luchan constantemente por alcanzar un equilibrio. Lo fantástico eran los métodos del tubo.

Enviaba radiaciones propias en busca de materia normal. Cada vez que tocaba un objeto, salía un mensaje en dirección al tubo. Resultado: excitación. Un cambio en el ritmo mientras el objeto permanecía en la vecindad. En la Tierra, los técnicos decían de tales momentos: «El viejo Ehrenhaft ya está moviendo otra vez la cola».

No es que aquello hiciera ningún bien. Y el tubo no parecía aprender nunca por la experiencia. El proceso continuaba indefinidamente, sin que su hambre quedara satisfecha. Sorprendentemente, al igual que con otras muchas cosas, aquella «estupidez» resultaba útil para aquéllos que se preocupaban de explotarla.

Gosseyn elevó la nave a una altitud de ocho mil metros, y luego la hizo descender casi hasta la superficie del agua. Así pudo acostumbrarse a la normal variación de ritmo del movimiento encima de un mar. Finalmente, estableció la coda. Si se producía alguna variación en el ritmo, su cerebro adicional sería advertido, después de lo cual se similarizaría a sí mismo a una de las dos salas de control y decidiría las medidas a adoptar.

Era un sistema de detector personal a un nivel muy limitado, inútil contra armas que viajaran a la velocidad de kilómetros por segundo, y desde luego inútil si un Distorsionador galáctico «enfocaba» su nave. Pero era algo.

Gosseyn vaciló, luego buscó un trozo de alambre y lo memorizó. Después memorizó rápidamente dos zonas del suelo en la sala de control. Y finalmente, mientras el sol desaparecía tras el trémulamente iluminado horizonte de agua y el crepúsculo avivaba el paso hacia la noche, se encaminó hacia el salón, consciente de estar preparado para una acción más positiva.

Cuando Gosseyn entró en el salón, Yanar estaba sentado en una butaca cerca de la ventana, leyendo un libro. La habitación resplandecía con luces suaves, magnéticas; luces frías, pero que siempre parecían cálidas e íntimas, debido a sus frecuentes cambios de color.

Gosseyn cruzó el umbral, se detuvo y observó a Yanar atentamente. Ésta era la prueba. Similarizó el trozo de alambre en la sala de control a la primera zona memorizada, y esperó.

Yanar alzó la mirada de su libro con un sobresalto. Clavó sus ojos hostiles en Gosseyn, se puso en pie, se dirigió hacia otra butaca situada en el extremo más lejano del salón y se sentó. Una corriente regular de sensaciones nerviosas hostiles, salpicada de descargas espasmódicas revelando duda, fluyó del sistema nervioso del Pronosticador.

Gosseyn estudió al hombre, convencido de haber obtenido toda la respuesta que podía esperar. Podía ser una tentativa de engañarle. Todos sus movimientos podían haber sido previstos de antemano. Pero Gosseyn creía que no.

En consecuencia, su problema principal con aquellos Pronosticadores estaba resuelto. Cada vez que «moviera» el alambre con su cerebro adicional, anularía su facultad de predecir sus actos. Podría entablar una conversación, con la seguridad que sus preguntas no serían conocidas por anticipado. Quedaba otro problema: el de si debía mostrarse o no conciliador con Yanar.

Eso era más importante de lo que podía parecer. Se necesitaba tiempo para hacer amigos, pero sólo se requería una impresión momentánea para llevar al ánimo de otra persona el temor de encontrarse en presencia de un superior. El poder de Gosseyn sobre Yalerta dependería de su capacidad de imponer la idea respecto a que él era invencible. De ningún otro modo podía esperar actuar con la rapidez necesaria para sus planes y para la situación bélica fundamental en la galaxia.

La cuestión era averiguar cuál sería el grado de rapidez correcto para actuar.

Gosseyn se acercó a la ventana. Había oscurecido casi del todo, pero el resplandor del mar continuaba siendo visible en la semipenumbra. Si había una luna dando la vuelta al planeta, no estaba aún encima del horizonte, a no ser que fuese demasiado pequeña para reflejar una cantidad apreciable de luz solar.

Contempló las aguas salpicadas de puntos luminosos y se preguntó cuán lejos estaba de la Tierra. La distancia debía ser inmensa. Y provocaba en él una sensación de pequeñez, una conciencia de lo mucho que quedaba por hacer. Sólo podía confiar en que sería capaz de estar a la altura de las circunstancias en los días críticos que se avecinaban. No era un hombre que necesitara pensar en sí mismo como en alguien perteneciente a un planeta único, pero, sin embargo, se sentía intensamente unido al Sistema Solar.

Un sonido llamó su atención. Se apartó de la ventana y vio que los esclavos de la cubierta inferior estaban ocupados en el comedor. Los contempló pensativamente, y observó que la muchacha más joven y más hermosa era víctima de malévolos actos de tiranía de las otras dos mujeres. Gosseyn calculó que tendría unos diecinueve años. No levantaba nunca la mirada, lo cual era un síntoma significativo. Si Gosseyn sabía algo acerca de la gente talámica —y lo sabía—, la muchacha se estaba tragando su humillación y esperando una oportunidad para devolver ciento por uno a sus atormentadoras. Por la naturaleza de las sensaciones nerviosas que fluían de ella, Gosseyn sospechó que sería capaz de causar los mayores estragos coqueteando con los sirvientes masculinos.

Estudió de nuevo a Yanar, y tomó una decisión. Definitiva e irrevocablemente, no buscaría su amistad.

Echó a andar lentamente hacia el hombre, sin hacer ningún esfuerzo para mostrarse furtivo. El Pronosticador alzó la mirada y le vio llegar. Se removió intranquilo en su asiento, pero se quedó donde estaba. Tenía un aspecto desdichado.

Gosseyn consideró aquello como una buena señal. Excepto los que habían estado en contacto con el Discípulo, ninguno de los Pronosticadores había sido sometido nunca a la presión de no saber minuto a minuto lo que el futuro podía contener. Sería interesante observar el efecto sobre Yanar. Y, además, Gosseyn necesitaba información con toda urgencia.

Empezó formulando las preguntas sencillas. Y antes de cada una de ellas —no sólo al comienzo, sino durante toda la conversación—, movía el alambre en la sala de control de un lado a otro entre las zonas del suelo «una» y «dos».

Con ocasionales excepciones, Yanar contestaba francamente. Su nombre completo era Yanar Wilvry Blove, tenía cuarenta y cuatro años, y ninguna ocupación…, y aquí se produjo la primera vacilación.

Gosseyn anotó mentalmente el detalle, pero no hizo ningún comentario. Bloqueo en conexión con ocupación, clara interrupción en la corriente nerviosa.

—¿Tienen algún significado tus nombres? —preguntó.

Yanar pareció aliviado. Se encogió de hombros.

—Soy Yanar del centro natal de Wilvry en la isla de Blove.

De modo que así era cómo funcionaba. Gosseyn movió de nuevo el alambre y dijo afablemente:

—Ustedes poseen el don de la adivinación. Nunca me había encontrado con nada semejante.

—No sirve de nada contra ti —dijo Yanar en tono lúgubre.

Valía la pena saberlo, desde luego, aunque el hecho que lo afirmara Yanar no certificaba su veracidad. Por fortuna, disponía de otros medios para comprobarlo.

Aunque no tenía ninguna otra alternativa excepto la de actuar como si Yanar no previera sus preguntas.

La conversación continuó. Gosseyn no estaba seguro de lo que buscaba. Una pista, quizá. Su creencia del hecho que se hallaba aún en la trampa del Discípulo se hacía más firme, y no menos. Si era así, estaba luchando contra el tiempo, en un sentido muy real.

Pero ¿cuál era la naturaleza de la trampa?

Se enteró que los Pronosticadores nacían de un modo normal, habitualmente a bordo de remolques espaciales. Unos días después de nacer eran llevados al centro natal más próximo que tuviera una plaza disponible.

—¿Qué les hacen a los niños en el centro natal? —preguntó Gosseyn.

Yanar sacudió la cabeza. Y volvió a producirse un bloqueo en su corriente nerviosa.

—No damos esa clase de información a los extranjeros —dijo, en tono obstinado—, ni siquiera a… —Se interrumpió, se encogió de hombros y añadió secamente—: A nadie.

Gosseyn no insistió. Empezaba a sentirse confundido. Los hechos que estaba desenterrando eran valiosos, pero no vitales. No encajaban en sus necesidades del momento.

Pero lo único que podía hacer era continuar.

—¿Desde cuándo existen Pronosticadores? —inquirió.

—Desde hace varios centenares de años.

—Entonces, ¿es el resultado de una invención?

—Existe una leyenda… —empezó Yanar. Se interrumpió, y su actitud se hizo rígida. «Bloqueo».

—Me niego a contestar a eso —dijo.

Gosseyn preguntó:

—¿A qué edad se manifiesta la capacidad profética?

—Alrededor de los doce años. A veces, un poco antes.

Gosseyn asintió, medio para sí mismo. En un rincón de su mente se estaba formando una teoría, y esto encajaba. La facultad se desarrollaba lentamente, como la corteza cerebral humana y como su propio cerebro adicional. Vaciló sobre su siguiente pregunta, debido a que en ella había una implicación que no quería que Yanar notara hasta que fuera demasiado tarde. Volvió a mover el alambre, y dijo:

—¿Qué pasa con los hijos de los Pronosticadores que no encuentran plaza en el centro natal?

Yanar se encogió de hombros.

—Crecen y gobiernan las islas.

No pareció darse cuenta del hecho que había revelado por implicación que sólo aquellos niños que ingresaban en los centros natales se convertían en Pronosticadores.

Su impasibilidad puso en marcha otro tren de pensamiento en la mente de Gosseyn. Había permanecido alerta, pero sólo ahora se daba cuenta que Yanar no estaba reaccionando como un hombre sometido por primera vez a una entrevista como ésta. No era la primera vez que no podía prever las preguntas. Y por ello se mostraba impasible.

Gosseyn captó rápidamente las posibilidades. Y le pareció increíble que hubiera tardado tanto en darse cuenta de la verdad. Miró fijamente al Pronosticador y dijo con voz acerada:

—Y ahora, descríbeme exactamente cómo te has estado comunicando con el Discípulo.

Si alguna vez un hombre fue pillado por sorpresa, ese hombre era Yanar. Su desconcierto asumió la extrema forma talámica. Se puso lívido. La corriente de su sistema nervioso quedó bloqueada y luego estalló, y luego quedó bloqueada y volvió a estallar.

—¿Qué quieres decir? —susurró finalmente.

Dado que la pregunta era retórica, Gosseyn no repitió su afirmación. Miró fríamente al Pronosticador.

—¡Rápido! —dijo—. Antes que te mate.

Yanar se hundió todavía más en su asiento y cambió de color. Ahora enrojeció.

—No lo he hecho —tartamudeó—. ¿Por qué iba a perjudicarme a mí mismo llamando al Discípulo y diciéndole dónde estabas? Yo no haría una cosa semejante.

Intentó dominarse.

—No puedes demostrarlo —añadió.

Gosseyn no necesitaba ninguna prueba. Había sido peligrosamente descuidado al no mantener a Yanar bajo vigilancia. De modo que el mensaje había sido enviado y el daño ya estaba hecho. Gosseyn no tenía la menor duda. Las reacciones del Pronosticador eran demasiado violentas y demasiado realistas. Yanar no había tenido que controlar nunca sus emociones, y ahora no sabía hacerlo. La culpabilidad fluía de cada uno de los reflejos de su cuerpo.

Gosseyn se sintió invadido por el desaliento. Pero había hecho todo lo que estaba a su alcance para protegerse a sí mismo, de modo que lo único que podía intentar ahora era obtener más información. Dijo secamente:

—Será mejor que hables aprisa, amigo mío, y digas la verdad. ¿Estableciste contacto con el propio Discípulo?

Yanar le miró con aire sombrío. Se encogió de hombros, y una vez más eso fue una señal para romper un bloqueo.

—Desde luego —dijo.

—Quiero decir, ¿esperaba él una llamada tuya? —quiso aclarar Gosseyn—. ¿Eres agente suyo?

El hombre sacudió la cabeza.

—Soy un Pronosticador —dijo.

Había orgullo en su tono, pero era una variedad desmadejada. Un mechón de sus cabellos color gris metálico se había desflecado sobre una de sus sienes. Parecía cualquier cosa menos un noble de Yalerta.

Gosseyn no hizo ningún comentario sobre aquel alarde. Tenía a su hombre en la palma de su mano, y eso era lo que contaba.

—¿Qué le dijiste?

—Que tú estabas a bordo.

—¿Y qué dijo él?

—Que ya lo sabía.

—¡Oh! —exclamó Gosseyn.

Hizo una momentánea pausa. Su mente saltó adelante hacia otros aspectos de la situación. En rápida sucesión formuló una docena de preguntas vitales. Cuando hubo reunido los hechos se similarizó en compañía de Yanar a la sala de control, y estudió los mapas que el otro le entregó con manos temblorosas y que mostraban la amplia ruta circular que la nave había estado siguiendo en torno a la isla del Discípulo, en un radio de medio centenar de kilómetros.

Gosseyn fijó la ruta en dirección a la isla de Crest, que se encontraba un centenar de kilómetros al Nor-Noroeste. Luego se volvió hacia el Pronosticador.

—Y ahora —dijo en tono amenazador—, vamos a ocuparnos del problema de lo que hay que hacer con un traidor.

Yanar estaba muy pálido, pero algo de su miedo había desaparecido. Dijo, osadamente:

—No te debo nada. Puedes matarme, pero no puedes esperar lealtad de mí, y no la tendrás.

Lo que Gosseyn deseaba no era lealtad, sino miedo. Tenía que asegurarse del hecho que aquellos Pronosticadores aprenderían a pensárselo dos veces antes de actuar contra él. Pero ¿qué hacer?

Parecía poco práctico tomar una decisión definitiva. Giró sobre sus talones y se encaminó de nuevo al salón. Cuando entró, apareció Leej procedente de los dormitorios. Gosseyn avanzó hacia ella, con el ceño levemente fruncido.

«Unas cuantas preguntas, señora», —pensó fríamente—. «¿Cómo pudo advertir Yanar al Discípulo sin que su acción fuera predecible? Explícame eso, por favor».

La mujer se detuvo y esperó que él llegara, sonriendo. Bruscamente, dejó de sonreír. Su mirada se hundió más allá de Gosseyn y ligeramente a un lado. Gosseyn giró sobre sí mismo, y miró.

No sintió nada, no oyó nada, y no experimentó ninguna sensación de una presencia visible. Pero una figura estaba tomando forma a unos tres metros de distancia, a su derecha. Se hizo más oscura, y sin embargo Gosseyn podía ver la pared detrás de ella. Se espesó, pero no era sustancia.

Todo su cuerpo se tensó. El momento de su encuentro con el Discípulo había llegado.