NO-EXTRACTOS: El cerebro de un niño, al carecer de una corteza desarrollada, es virtualmente incapaz de discriminación. El niño incurre inevitablemente en muchas valoraciones falsas del mundo. Muchos de estos falsos criterios quedan condicionados en el sistema nervioso a nivel «inconsciente» y pueden perdurar en la edad adulta. En consecuencia, tenemos hombres y mujeres «bien educados» que reaccionan de un modo infantil.
La rueda brillaba mientras giraba. Gosseyn la contempló ociosamente, mientras yacía en la carreta. Su mirada se alzó finalmente de la brillante rueda de metal y se posó en el cercano horizonte, en el que se extendía un edificio. Era una amplia estructura que se curvaba desde el suelo como una enorme bola, de la cual sólo era visible una pequeña parte.
Gosseyn dejó que la imagen empapara su conciencia, y al principio no se sintió intrigado ni preocupado. Se encontró a sí mismo estableciendo una comparación entre la escena que tenía delante y la habitación del hotel en la que había estado hablando con Janasen. Y luego pensó:
«Soy Ashargin».
La idea no fue verbal, sino una conciencia automática del ego, una simple identificación que surgía de los órganos y glándulas de su cuerpo y era aceptada por su sistema nervioso. Aunque no del todo. Gilbert Gosseyn rechazó la identificación con un aturdimiento que provocó un estremecimiento de alarma y luego una sensación de confusión.
Una brisa veraniega acarició su rostro. Había otros edificios además del grande, esparcidos aquí y allá en el interior de un cinturón de árboles. Los árboles parecían formar una especie de valla. Más allá de ellos una perspectiva de insuperable esplendor, y en último término una majestuosa montaña coronada de nieve.
—¡Ashargin!
Gosseyn se sobresaltó al oír aquella voz de barítono que sonó a unos centímetros de distancia de su oído. Empezó a volverse, pero en medio de la acción se fijó en el aspecto de sus dedos. Aquello lo inmovilizó. Olvidó al hombre, olvidó incluso mirar al hombre. Desconcertado, examinó sus manos. Eran esbeltas, delicadas, muy distintas de las manos más fuertes, más firmes y de mayor tamaño de Gilbert Gosseyn. Se contempló a sí mismo. Su cuerpo era delgado, juvenil.
Notó la diferencia, súbitamente, en su interior: una sensación de debilidad, una fuerza vital menos intensa, una incorporación de pensamientos ajenos. No, pensamientos no. Sensaciones. Expresiones surgidas de órganos que habían estado bajo el control de una mente distinta.
Su propia mente retrocedió con desaliento, y a un nivel no verbal surgió de nuevo la fantástica información: «Soy Ashargin».
¿No era Gosseyn? Su razón se tambaleó, ya que estaba recordando lo que el Discípulo había escrito en la «tarjeta». Está atrapado…, en la trampa más complicada…, que nunca fue ideada. La sensación de desastre que siguió no podía compararse con nada que hubiera experimentado hasta entonces.
—Ashargin, trasto inútil, bájate y arregla el atalaje del animal.
Saltó de la carreta como un relámpago. Con ávidos dedos apretó las correas del aparejo del animal, semejante a un buey, que se habían aflojado. Todo ello antes que pudiera pensar. Realizada la tarea, volvió a montar en la carreta. El conductor, un sacerdote con ropas de trabajo, aplicó el látigo. La carretera reemprendió la marcha.
Gosseyn estaba luchando por comprender la servil obediencia que le había hecho saltar como un autómata. Resultaba difícil pensar. Había demasiado confusión. Pero al fin llegó una cierta comprensión.
Otra mente había controlado en otro tiempo este cuerpo: la mente de Ashargin. Había sido una mente sin integrar, insegura, dominada por temores y por emociones incontrolables que estaban impresos en el sistema nervioso y en los músculos del cuerpo. Lo más terrible de aquel dominio era que la carne viviente de Ashargin reaccionaría a todo aquel desequilibrio interno a nivel inconsciente. Ni siquiera Gilbert Gosseyn, sabiendo dónde estaba el fallo, podría ejercer alguna influencia sobre aquellas violentas compulsiones físicas…, hasta que pudiera adaptar el cuerpo de Ashargin a la cordura córtico-talámica no-A.
Hasta que pudiera adaptarlo…
«¿Se trata de eso? —se preguntó a sí mismo Gilbert Gosseyn—. ¿Por eso es por lo que estoy aquí? ¿Para adaptar este cuerpo?».
Más rápida que sus propias preguntas, la corriente de pensamiento orgánico afluyó a su cerebro: recuerdos de aquella otra mente. Ashargin. El heredero Ashargin. El enorme significado de aquello llegó lentamente, llegó vagamente, llegó fragmentariamente debido a que era mucho lo que había ocurrido. Cuando tenía catorce años, las fuerzas de Enro se habían presentado en la escuela a la cual asistía. Aquel terrible día había esperado morir a manos de los esbirros del usurpador. Pero, en vez de matarle, le llevaron a Gorgzid, planeta natal de Enro, y le dejaron bajo la vigilancia de los sacerdotes del Dios Durmiente.
Allí trabajó en los campos, y pasó hambre. Le alimentaban por la mañana, como a un animal. Cada noche dormía con estremecida inquietud, anhelando que llegara la mañana, que le traería la única comida diaria que le mantenía con vida. Su identidad como el heredero Ashargin no era olvidada, pero se ponía de relieve que las antiguas familias gobernantes tendían a hacerse débiles y decadentes. En tales períodos los mayores imperios tenían la costumbre de caer por negligencia en manos de hombres poderosos como Enro el Rojo.
La carreta rodeó un grupo de árboles que adornaban una parte central del terreno, y bruscamente vieron un aerocoche. Varios hombres vestidos de negro, con uniformes sacerdotales, y un individuo suntuosamente ataviado estaban de pie sobre el césped al lado del avión, viendo acercarse la carreta.
El sacerdote-conductor se inclinó hacia atrás excitadamente y golpeó a Ashargin con la punta de su látigo, en un gesto apresurado y brutal. Dijo:
—Ponte boca abajo. Es Yeladji en persona, el Celador de la Cripta del Dios Durmiente.
Gosseyn notó un violento tirón. Se dejó caer y se aplastó contra el fondo de la carreta. Permaneció tendido allí, aturdido, mientras penetraba en él que los músculos de Ashargin habían obedecido la orden con rapidez maquinal. Todavía estaba sometido a aquella impresión cuando una voz sonora y resonante dijo:
—Koorn, haz que el príncipe Ashargin suba al avión y considérate despedido. El príncipe no regresará al campo de trabajo.
Una vez más, la obediencia de Ashargin fue inmediata. Las imágenes se hicieron borrosas. Sus extremidades se movieron de un modo convulsivo. Gosseyn recordó haberse desplomado sobre un asiento. Y luego el aerocoche empezó a moverse.
¿A dónde le llevaban? Fue la primera idea que se le ocurrió cuando pudo pensar de nuevo. Paulatinamente, el permanecer sentado relajó los músculos en tensión de Ashargin. Gosseyn hizo la pausa córtico-talámica no-A, y notó que «su» cuerpo se relajaba todavía más. Sus ojos centraron su foco, y vio que el avión despegaba del suelo y se remontaba por encima del picacho coronado de nieve más allá del templo del Dios Durmiente.
Su mente se posó en aquel punto como un pájaro detenido en pleno vuelo. ¿Dios Durmiente? Tenía un vago recuerdo de otros «hechos» que Ashargin había oído. Al parecer, el Dios Durmiente yacía dentro de una caja transparente en la cámara interior de la cúpula. Sólo los sacerdotes eran autorizados a contemplar el cuerpo dentro de la caja, y sólo durante la iniciación, una vez en el curso de la vida de cada individuo.
El recuerdo de Ashargin llegaba hasta allí. Y Gosseyn tuvo todo lo que necesitaba. Era una variante típica de una religión pagana. En la Tierra había muchas, y los detalles carecían de importancia. Su mente saltó sobre la realidad mucho más importante de su situación.
Evidentemente, éste era un momento decisivo en la carera de Ashargin. Gosseyn miró a su alrededor con una creciente conciencia de las posibilidades de lo que había aquí. Tres sacerdotes uniformados de negro, otro en el control…, y Yeladji. El Celador de la Cripta era un hombre gordinflón. Sus ropas, que habían parecido tan deslumbrantes, vistas de cerca resultaron ser un uniforme negro con una capa dorada y plateada encima.
La inspección terminó. Yeladji era el sacerdote número dos en la jerarquía de Gorgzid, superado solamente por Secoh, jefe supremo religioso del planeta en el cual había nacido Enro. Pero su categoría y su papel en todo esto no significaban nada para Gilbert Gosseyn. Parecía un personaje con muy poca influencia en los asuntos galácticos.
Gosseyn miró a través de la ventanilla: abajo se veían aún montañas. Entonces se dio cuenta por primera vez que las ropas que llevaba no eran normales para Ashargin, el trabajador del campo. Llevaba un uniforme de oficial del Supremo Imperio: pantalones recamados en oro y chaqueta con gemas incrustadas, tales como Ashargin no había visto desde que tenía catorce años, es decir, once años antes.
¡Un general! Lo elevado de la categoría desconcertó a Gosseyn. Sus pensamientos se hicieron más claros, más agudos. Tenía que existir algún motivo muy importante para que el Discípulo le hubiera situado en este momento decisivo de la carrera del heredero Ashargin…, sin su cerebro adicional e indefenso en un cuerpo que estaba controlado por un sistema nervioso sin integrar.
Si era un estado provisional, representaba una oportunidad para observar un aspecto de la vida galáctica de la que nunca hubiera gozado en condiciones normales. Si, por el contrario, escapar de esta trampa dependía de sus esfuerzos personales, su papel era todavía más claro. Educar a Ashargin. Educarle con la mayor rapidez posible utilizando métodos no-A. Sólo así podía confiar en dominar esta situación única…, en posesión de un cuerpo que no era el suyo.
Gosseyn respiró profundamente. Se sentía muchísimo mejor. Había llegado a una conclusión: actuaría con decisión y con un conocimiento razonablemente completo de las limitaciones de su posición. El tiempo y los acontecimientos podrían añadir hechos nuevos a su propósito, pero mientras estuviera encarcelado en el sistema nervioso de Ashargin, aquel proceso educativo debía tener la primacía en todos sus planes. No debería resultar demasiado difícil.
La pasividad con la que Ashargin había aceptado el vuelo le había engañado. Se inclinó a través del pasillo hacia Yeladji.
—Muy noble Señor Celador, ¿a dónde soy conducido?
El sacerdote se volvió, sorprendido.
—A presencia de Enro. ¿A qué otra parte podría ser? —dijo.
Gosseyn se había propuesto mantenerse vigilante durante todo el viaje, pero su capacidad de hacerlo terminó en aquel instante. El cuerpo de Ashargin pareció fundirse en una gelatina informe. Su visión se hizo borrosa en la miope ceguera del terror.
Las sacudidas del avión al aterrizar le devolvieron a una apariencia de normalidad. Con piernas temblorosas bajó del avión y vio que habían aterrizado sobre el techo de un edificio.
Ávidamente, Gosseyn miró a su alrededor. Le pareció importante captar un cuadro de lo que le rodeaba. Se dio cuenta que no estaba de suerte. El borde del tejado más próximo se encontraba demasiado lejos. De mala gana, permitió que los tres sacerdotes jóvenes le llevaran hacia una escalera que conducía a la parte baja del edificio. Vio fugazmente una montaña a su izquierda, lejos, a sesenta o setenta kilómetros de distancia. ¿Era aquélla la montaña más allá de la cual se hallaba el templo? Tenía que serlo, ya que no pudo ver ninguna otra montaña en parte alguna.
Descendió con su escolta tres amplios tramos de escalera, y luego avanzó a lo largo de un pasillo brillantemente iluminado. Se detuvieron delante de una puerta recargada de adornos. Los sacerdotes de menos categoría se hicieron a un lado. Yeladji avanzó lentamente, con los ojos azules muy brillantes.
—Entrarás solo, Ashargin —dijo—. Tus obligaciones son sencillas. Cada mañana, exactamente a esta hora, las ocho, hora de la ciudad de Gorgzid, te presentarás ante esta puerta y entrarás sin llamar.
Vaciló, pareció meditar sus siguientes palabras, y luego continuó con cierta dureza en su voz:
—Nunca será de tu incumbencia lo que su excelencia esté haciendo cuando entres, y esto tiene validez incluso si hay una dama en la habitación. No prestarás la menor atención, literalmente, a tales incidentes. Una vez dentro, te pondrás incondicionalmente a su disposición. Esto no significa que seas requerido necesariamente para realizar trabajos domésticos, pero si se te concede el honor de prestar algún servicio personal a su excelencia, lo harás inmediatamente.
Lo imperioso de sus maneras se desvaneció. Hizo una mueca como de dolor, y luego sonrió amablemente. Fue un gesto señorial de condescendencia mezclado con una leve ansiedad, como si todo lo que había ocurrido fuese inesperado. E incluso sugería que el Celador de la Cripta lamentaba ciertos actos que había llevado a cabo contra Ashargin por pura disciplina. Dijo:
—A partir de este momento vamos a separarnos para siempre, Ashargin. Has sido traído aquí con la mayor consideración hacia tu rango y el importante papel que ahora te será confiado. Forma parte de nuestro credo que el primer deber del hombre hacia el Dios Durmiente es el de aprender a ser humilde. A veces puedes haberte preguntado si la carga que gravitaba sobre tus hombros no era demasiado pesada, pero ahora puedes ver por ti mismo que lo que cuenta es el final. Como última advertencia, quiero recordarte una cosa: desde tiempo inmemorial ha sido costumbre de los nuevos príncipes, tales como Enro, eliminar hasta las raíces a las dinastías rivales. Pero tú continúas con vida. Sólo por esto deberías sentirte agradecido al gran hombre que rige el mayor imperio de todos los tiempos y de todo el espacio.
Una vez más, una pausa. Gosseyn tuvo tiempo de preguntarse por qué Enro había dejado con vida a Ashargin; tiempo para darse cuenta del hecho que este cínico sacerdote trataba en realidad de hacer que se sintiera agradecido. Y luego:
—Eso es todo —dijo Yeladji—. ¡Ahora, entra!
Fue una orden, y Ashargin la obedeció sin darle a Gosseyn la posibilidad de resistir. Su mano se extendió hacia adelante. Agarró el pomo con sus dedos, lo hizo girar y empujó la puerta, abriéndola. Cruzó el umbral.
La puerta se cerró tras él.
En el planeta de un lejano sol, una sombra se espesó en el centro de una estancia gris. Finalmente flotó sobre el suelo. Había otras dos personas conscientes en aquella angosta cámara, separadas una de otra y del Discípulo por unas verjas metálicas…, pero la sombra no les prestó ninguna atención. En vez de ello se inclinó sobre un camastro en el cual yacía el cuerpo inerte de Gilbert Gosseyn.
Se inclinó un poco más, y pareció escuchar. Finalmente se incorporó.
—Está vivo —dijo en voz alta.
Parecía defraudado, como si hubiera sucedido algo que no estaba previsto en sus planes. Se volvió a medias para enfrentarse a la mujer a través de los barrotes que les separaban…, si es que un ser desprovisto de rostro puede enfrentarse a alguien.
—¿Llegó a la hora que yo había predicho?
La mujer se encogió de hombros, luego asintió con aire sombrío.
—¿Y ha permanecido así desde entonces?
Su resonante voz era insistente.
Esta vez, la mujer no contestó directamente.
—De modo que el gran Discípulo ha tropezado con alguien que no se somete a sus deseos…
La sustancia hecha de sombra tembló, casi como si se sacudiera las palabras de la mujer. Su respuesta tardó largo rato en llegar.
—Vivimos en un extraño universo —dijo finalmente el Discípulo—. Y aquí y allá, en las miríadas de planetas, hay individuos que, al igual que yo, poseen una facultad única que les eleva por encima de la norma. Uno de ellos es Enro…, y otro es Gosseyn.
Se interrumpió, y luego añadió en voz baja, como si hablara consigo mismo:
—Podría matarle en este momento golpeándole en la cabeza, o acuchillándole, o utilizando cualquiera de otra docena de métodos. Y, sin embargo…
—¿Por qué no lo haces? —le desafió la mujer.
Vaciló.
—Porque…, no sé lo suficiente. —Su voz se hizo fría y perentoria—. Y, además, yo no mato a la gente a la que puedo controlar. Volveré.
Empezó a desvanecerse, y no tardó en desaparecer de la angosta estancia de hormigón en la que una mujer y dos hombres permanecían encarcelados en celdas separadas por una delgada y fantástica red de metal.
Gosseyn-Ashargin descubrió que había entrado en una amplia habitación. A primera vista parecía estar llena de máquinas. Para Ashargin, cuya educación había terminado a los catorce años, el cuadro era todo confusión. Gosseyn reconoció mapas mecánicos y pantallas de vídeo en las paredes, y casi en todas partes había tableros de mando de Distorsionadores. Había también varios aparatos que nunca había visto, pero su perspicacia científica era tan aguda que su misma disposición con respecto a las otras máquinas le dio una pista de la finalidad a la que estaban destinados.
Aquélla era una sala de control militar. Desde aquí Enro dirigía, en la medida en que un solo hombre podía hacerlo, las fuerzas inconcebiblemente numerosas del Supremo Imperio. Las pantallas de vídeo eran sus ojos. Las luces que parpadeaban en los mapas podían proporcionarle, en teoría, un cuadro completo de la situación en cualquier batalla. Y la gran cantidad de equipo para el Distorsionador sugería que intentaba mantener un férreo control sobre su extenso imperio. Tal vez disponía incluso de un sistema de transporte por Distorsionador que le permitía trasladarse instantáneamente a casi cualquier parte de su imperio.
A excepción de las máquinas, la amplia habitación estaba vacía y sin guardianes.
En un extremo había un gran ventanal, y Gosseyn corrió hacia él. Un momento después estaba contemplando desde una gran altura la ciudad de Gorgzid.
La capital del Supremo Imperio resplandecía bajo los rayos de su brillante sol azul. Gosseyn recordó con la memoria de Ashargin que la antigua capital de Nirene había sido arrasada por bombas atómicas, y que toda la zona que en otro tiempo había sido una ciudad de treinta millones de habitantes era un desierto radioactivo.
El recuerdo sobresaltó a Gosseyn. Ashargin, que no había presenciado las escenas de destrucción en aquel día de pesadilla, permanecía indiferente, con la irreflexiva indiferencia de las personas que no pueden imaginar un desastre del que no han sido testigos. Pero Gosseyn se estremeció ante los detalles de uno de los peores crímenes que Enro había cometido. Lo terrible era que este individuo había sumergido ahora a la civilización galáctica en una guerra cuya amplitud superaba ya todo lo imaginable. Si Enro pudiera ser asesinado…
Su corazón latió irregularmente. Sus rodillas empezaron a doblarse. Tragando saliva, Gosseyn hizo la pausa no-A e interrumpió la aterrada reacción de Ashargin a la implacable resolución que acababa de formarse en la mente de Gosseyn.
Pero la resolución perduró. Perduró. La ocasión que se le presentaba era demasiado buena para permitir que alguien o algo se interpusiera en su camino. Este débil corazón debía ser persuadido, debía ser convencido, condicionado para que realizara un esfuerzo supremo. No era imposible. El sistema nervioso humano podía ser inducido a llevar a cabo los mayores esfuerzos y sacrificios ilimitados.
Pero tendría que permanecer vigilante. En el momento en que se consumara el asesinato habría peligro de muerte, y podría existir incluso el problema de un regreso a su propio cerebro.
Permaneció allí, con los ojos fruncidos y los labios apretados, con implacable decisión. Notó la diferencia dentro del cuerpo de Ashargin, la creciente fortaleza a medida que aquel tipo completamente distinto de pensamiento modificaba los procesos metabólicos de las glándulas y órganos. No tenía ninguna duda acerca de lo que estaba ocurriendo. Una mente nueva y más fuerte estaba en posesión de este frágil cuerpo. No era suficiente, desde luego. No por sí mismo. Era necesario aún el adiestramiento no-A de la coordinación músculo-nervio. Pero había dado el primer paso.
Matar a Enro…
Contempló la ciudad de Gorgzid con sincero interés; parecía una ciudad gubernamental. Incluso sus rascacielos estaban cubiertos de líquenes y de hiedra trepadora —tenía aspecto de hiedra—, y los cimientos estaban construidos con torres anticuadas y accidentales taludes que parecían entrecruzarse. De los catorce millones de habitantes de la ciudad, las cuatro quintas partes de la población activa ocupaban posiciones clave en edificios gubernamentales conectados directamente con oficinas de trabajo en otros planetas. Alrededor de quinientos mil habitantes. —Ashargin no se había enterado nunca de la cifra exacta— eran rehenes que vivían lúgubremente en los remotos suburbios. Lúgubremente, porque consideraban a Gorgzid como una ciudad provinciana y se sentían insultados. Gosseyn pudo ver algunas de las casas en las cuales vivían, hogares espléndidos ocultos entre árboles y arbustos de perenne verdor, hogares montados a horcajadas sobre las colinas o hundidos en los valles, perdidos en las nieblas de la distancia.
Gosseyn se apartó lentamente del ventanal. Desde hacía más de un minuto, unos extraños sonidos habían resonado apagadamente detrás de una puerta en la pared opuesta. Gosseyn se dirigió hacia ella, consciente de haberse demorado ya más de la cuenta tratándose de la primera mañana. La puerta estaba cerrada, pero la abrió con mano firme y cruzó el umbral.
Instantáneamente, el sonido llenó sus oídos.