El domingo por la tarde sonó el teléfono. Era el segundo domingo después de empezar el nuevo curso, en septiembre. Justo en aquel instante estaba preparándome, bastante tarde, el almuerzo; tuve que apagar el gas a toda prisa y descolgar. Pensé que a lo mejor era Myû con noticias de Sumire. El timbre dejaba traslucir cierta urgencia. O, al menos, eso me pareció. Pero era mi «novia» quien llamaba.
—Es muy importante —me dijo sin saludar, cosa extraña en ella—. ¿Puedes venir enseguida?
Por el tono de voz colegí que había pasado algo malo. Quizá su marido hubiera descubierto lo nuestro. Contuve el aliento. Si en la escuela se enteraban de que me acostaba con la madre de uno de mis alumnos, tendría problemas. En el peor de los casos, incluso podría perder el trabajo. Pero, al mismo tiempo, me lo tomé con resignación. Sabía a lo que me exponía desde el principio.
—¿Adónde debo ir? —le pregunté.
—Al supermercado —me dijo.
Cogí el tren, fui hasta Tachikawa. Eran las dos y media cuando llegué al supermercado que estaba cerca de la estación. Era una tarde tan calurosa que parecía que hubiese vuelto el verano, pero yo llevaba, tal como ella me había indicado, camisa blanca, corbata y un fino traje gris. «Vestido de esta forma pareces un profesor», me había dicho. «Así darás mejor impresión. Es que tú, a veces, pareces un estudiante», había añadido.
En la entrada le pregunté a una joven empleada que ordenaba los carros de la compra dónde estaba la oficina de seguridad. Me dijo que en un edificio aparte, al otro lado de la calle, en el segundo piso. Un pequeño edificio de tres plantas de aspecto deslucido que ni siquiera tenía ascensor. Las grietas que se extendían por las paredes de cemento parecían anunciar: «Un día de éstos van a demoler la casa, así que no te preocupes demasiado». Subí por una vieja escalera y llamé con suavidad a una puerta donde una placa indicaba: OFICINA DE SEGURIDAD. Respondió una profunda voz masculina y, al abrir la puerta, la vi a ella junto a su hijo. Frente a ambos, mesa por medio, había un vigilante de mediana edad con uniforme. Sólo estaban ellos tres. La habitación no podía calificarse de grande, pero tampoco era pequeña. A lo largo de la ventana se alineaban tres mesas y, en la pared opuesta, había unas taquillas de acero. En una pared lateral colgaba un papel con los turnos de trabajo y, en una estantería de acero, se veían tres gorras, la una junto a la otra. Tras la puerta de cristal esmerilado, al fondo, había otra habitación, destinada, al parecer, a que los guardias echaran un sueñecito. En la habitación no había un solo adorno. Ni flores, ni cuadros, ni siquiera un calendario. Sólo un reloj de pared redondo, exageradamente grande. La habitación parecía desierta, un rincón del viejo mundo que el paso del tiempo hubiera dejado, por alguna razón, atrás. En el aire flotaba una extraña mezcla de tabaco, papeles y sudor, un olor acumulado a lo largo de los años.
El guardia responsable era un hombre rechoncho, de cincuenta y pico años tirando a sesenta. Brazos gruesos, cabeza grande, pelo entrecano, hirsuto y espeso, domado con una loción capilar de olor barato. Frente a él, un cenicero lleno de colillas Seven Star. Cuando entré en la habitación se quitó las gafas, las limpió con un trapo, se las volvió a poner. Al parecer lo hacía por costumbre cada vez que se encontraba frente a alguien nuevo. Al quitarse las gafas aparecieron unos ojos tan fríos como una roca lunar. Al ponérselas de nuevo, la frialdad retrocedió, cubierta por algo turbio y poderoso. Ni una mirada ni la otra tenían como objetivo tranquilizar a la gente.
Hacía calor. Las ventanas estaban abiertas de par en par, pero no entraba ni una gota de aire. Desde la calle sólo llegaba ruido. Un gran camión se detuvo en el semáforo con un ronco sonido de frenos neumáticos que recordaba al Ben Webster de los últimos años y su saxo tenor. Todos sudaban copiosamente. Me acerqué a la mesa, dirigí un breve saludo al guardia de seguridad y le alargué mi tarjeta. La cogió en silencio, apretó los labios y la contempló unos instantes. Luego la dejó encima de la mesa, levantó la cara y me miró.
—Es usted muy joven para ser profesor, ¿verdad? ¿Cuánto tiempo lleva trabajando?
Fingí reflexionar unos instantes.
—Tres años.
—¡Hum! —dijo. No añadió nada más. Pero su silencio fue elocuente. Volvió a tomar la tarjeta y contempló mi nombre como si quisiera confirmar algo una vez más.
—Me llamo Nakamura y soy el jefe de seguridad —se presentó. No me dio ninguna tarjeta—. Eche mano de una de aquellas sillas vacías. Me sabe mal que haga tanto calor aquí dentro. Es que se ha averiado el aire acondicionado. Y los domingos no hay quien te lo repare. Además, ni siquiera se han tomado la molestia de traer un ventilador. Así que, ya ve, hace un calor infernal. Quítese la americana si lo desea. No haga cumplidos. Este asunto puede alargarse y, con sólo mirarlo, me entra más calor.
Tal como me había indicado, tomé una silla y me quité la americana. Tenía la camisa pegada al cuerpo por el sudor.
—¿Sabe usted? Siempre he envidiado a los profesores —comenzó el guardia. En sus labios flotaba la sombra de una sonrisa. Tras las gafas, sin embargo, sus ojos escudriñaban mi interior como un depredador de las profundidades marinas, alerta al menor movimiento. Su manera de hablar era educada, pero eso no era más que una máscara. En sus labios, la palabra «profesor», en especial, sonaba claramente despectiva—. En verano tienen más de un mes de vacaciones, los domingos no trabajan, por las noches, tampoco. Les traen regalos. La verdad, no pueden quejarse. A veces lo pienso. Que ojalá hubiera estudiado más aplicadamente en la escuela y fuese ahora profesor. Pero, entre unas cosas y otras, he acabado siendo vigilante de un supermercado. No debía de ser lo bastante inteligente, supongo. A mi hijo siempre se lo repito. De mayor, sé profesor. Digan lo que digan, son los que mejor viven.
Mi «novia» llevaba un sencillo vestido azul de manga corta. El pelo pulcramente recogido en lo alto de la cabeza y unos pequeños pendientes en las orejas. Calzaba unas sandalias blancas de tacón y, sobre las rodillas, sostenía un bolso blanco y un pequeño pañuelo de color crema. Era la primera vez que la veía desde que había vuelto de Grecia. Sin decir una palabra, nos miraba alternativamente, al guardia y a mí, con los ojos abotargados por el llanto. Por su expresión, deduje que ella también había pasado antes lo suyo.
Intercambiamos una breve mirada, luego dirigí los ojos hacia su hijo. Su verdadero nombre era Shinichi Nimura, pero sus compañeros de clase lo llamaban «Zanahoria». Con su rostro estrecho y alargado, y su mata de pelo encrespado, realmente lo parecía. Yo también solía llamarlo así. Era un niño tranquilo y no acostumbraba a decir una palabra más de las necesarias. Sus notas no eran malas, no descuidaba los deberes, no se saltaba el turno de limpieza. No ocasionaba problemas. Sin embargo, en clase jamás alzaba la mano para pedir la palabra ni jamás tomaba las riendas de nada. Sus compañeros de clase no lo detestaban, pero tampoco podía decirse que fuera muy popular. Quizá su madre se sintiera insatisfecha con esta definición, pero, desde mi punto de vista como profesor, lo encontraba, ante todo, un buen chico.
—Supongo que la madre ya lo habrá puesto en antecedentes, ¿no es así? Por teléfono —me preguntó el guardia.
—Sí —respondí—. Se trata de un hurto.
—Exactamente —dijo el guardia, agarró una caja de cartón que había a sus pies y la depositó sobre la mesa. Luego la empujó hacia mí. Dentro de la caja había ocho pequeñas grapadoras todavía envueltas en el plástico. Tomé una y la examiné. La etiqueta del precio marcaba ochocientos cincuenta yenes.
—Ocho grapadoras —dije—. ¿Eso es todo?
—Sí. Esto es todo.
Volví a meter la grapadora dentro de la caja.
—El valor total es de seis mil ochocientos yenes.
—Exacto. Seis mil ochocientos yenes. Seguro que usted está pensando lo siguiente: «Robar en una tienda es algo que no debe hacerse. Eso no hace falta ni decirlo. Es un acto delictivo. Pero ¿por qué armar tanto revuelo por el hurto de ocho grapadoras? Total, no es más que un estudiante de primaria». ¿Me equivoco? —No dije nada—. No, si no importa que piense así. Tiene usted razón. En este mundo se cometen miles de delitos peores que robar grapadoras. Yo mismo, antes de trabajar aquí como guardia de seguridad, he sido policía muchos años y sé de lo que estoy hablando.
El guardia me miraba fijamente a los ojos mientras hablaba. Sostuve su mirada, atento, sin embargo, a no parecer desafiante.
—Si fuese la primera vez, nosotros seríamos los primeros en no darle importancia a un hurto tan pequeño. El nuestro es un establecimiento público y optamos por complicar las cosas lo menos posible. En circunstancias normales traemos al niño aquí, lo asustamos un poco y asunto resuelto. Incluso en los peores casos nos limitamos a llamar a los padres y les pedimos que les llamen ellos mismos la atención. No solemos avisar a la escuela. Este tipo de cosas preferimos resolverlas amigablemente. Ésta es la política del establecimiento frente a los hurtos infantiles.
»No obstante, no es la primera vez que este niño comete un hurto. Si contamos sólo nuestro establecimiento, sólo las veces que lo hemos descubierto, son ya tres veces. ¿Se da cuenta? ¡Tres veces! Y, encima, este niño, tanto la primera como la segunda vez, se negó tercamente a darnos su nombre o el de la escuela. Las dos veces me encargué yo del asunto, así que lo recuerdo bien. No respondió. Le preguntaras lo que le preguntases, no abría la boca. La estrategia del mutismo, como suele decir la policía. Ninguna disculpa, ninguna señal de arrepentimiento, una conducta obstructiva y terca. Le dije que si no me daba su nombre, llamaría a la policía, pero ni siquiera entonces abrió la boca. Esta vez, como no había más remedio, le he quitado el pase del autobús a la fuerza y así he logrado averiguar cómo se llama.
Hizo una pausa, dándome tiempo a que asimilara los pormenores. Seguía mirándome fijamente, yo no desviaba la mirada.
—Además, hay otra cosa. Los objetos que roba. No hay nada bonito. La primera vez eran quince portaminas. Por valor de nueve mil setecientos cincuenta yenes. La segunda vez, ocho compases. Por valor de ocho mil yenes. Es decir, que siempre coge un solo tipo de cosas. No son para usarlas él. O roba por el gusto de hacerlo, o bien para venderlo luego a sus compañeros de colegio.
Intenté imaginar al Zanahoria forzando, durante el recreo, a comprar grapadoras robadas a sus compañeros. Una suposición sencillamente descabellada.
—No acabo de entenderlo —dije—. ¿Por qué habrá hurtado de un modo tan ostensible, siempre en la misma tienda? Al no ser la primera vez, es de esperar que se acuerden de él y que lo vigilen. Además, si lo atrapan, el castigo será mayor. De querer salirse con la suya, ¿no sería normal que se hubiese ido a otra tienda?
—A eso no puedo responderle. Tal vez también lo haya hecho en otros establecimientos. O quizá le guste más el nuestro. O, tal vez, no le guste mi cara. Yo sólo soy un guardia de supermercado. No le doy tantas vueltas a las cosas. Tampoco me pagan por ello. Si quiere usted una respuesta, ¿por qué no se lo pregunta directamente a él? Ya llevamos tres horas aquí y el niño aún no ha abierto la boca. A simple vista, parece un niño tranquilo, pero es de cuidado. Por eso le he pedido a usted que viniera. Lamento haberle molestado en un día de fiesta.
»…Por cierto, hay algo que me estoy preguntando desde hace rato. Luce usted un bronceado muy bonito. No tiene nada que ver con el asunto que nos ocupa, pero ¿ha ido usted a algún sitio durante las vacaciones de verano?
—No, a ningún lugar en especial —dije.
A pesar de ello, continuó escudriñándome la cara. Con ojos de pensar que yo era una parte importante del problema.
Volví a alcanzar una grapadora y la examiné con atención. Era una pequeña grapadora de las que se encuentran en cualquier casa, en cualquier despacho. Un artículo de oficina todo lo barato que podía ser. El guardia se puso un Seven Star entre los labios y lo encendió con un mechero de gran tamaño. Se volvió hacia un lado y soltó una nube de humo.
Me dirigí al niño y le pregunté en tono calmado.
—¿Por qué has robado las grapadoras?
El Zanahoria, que había estado todo el rato con los ojos clavados en el suelo, levantó la vista en silencio y me miró. Pero no dijo nada. En aquel instante, me di cuenta, por primera vez, de que su cara había cambiado por completo. Extrañamente inexpresiva, los ojos vacíos. Mirada perdida.
—¿Te ha obligado alguien a hacerlo?
El Zanahoria siguió sin responder. Dudaba, incluso, de que me hubiera comprendido. Desistí. Nada sacaría interrogándolo allí, en aquel momento. El niño ya había cerrado las puertas, atrancado las ventanas.
—¿Y cómo debemos actuar entonces, señor profesor? —me preguntó el guardia—. Mi trabajo consiste en hacer la ronda por el interior del establecimiento, en vigilar por los monitores, en traer aquí a los que descubro robando. Para eso me pagan. Qué hacer después es otro asunto. Y difícil de llevar, sobre todo cuando se trata de un niño. ¿Ha decidido cómo vamos a resolver esto, señor profesor? Un profesor debe de saberlo mejor que yo. ¿O prefiere que lo dejemos todo en manos de la policía? Para mí sería lo más cómodo. Así no tendríamos que perder medio día en pulsos inútiles.
A decir verdad, en aquellos instantes yo estaba medio pensando en otra cosa. Aquella mísera oficina de supermercado me había recordado la policía de la isla griega y no pude evitar pensar en Sumire. En su ausencia.
Por eso, cuando el hombre se dirigió a mí, al principio no comprendí de qué me estaba hablando.
—Se lo contaré todo a su padre y él lo reñirá severamente. Le haremos entender que hurtar en un supermercado es un delito. No volverá a molestarlo jamás —dijo la madre con una voz carente de modulación.
—Es decir, que lo que usted no quiere es que se haga público. Eso ya me lo ha repetido muchas veces —dijo el jefe de seguridad con una terrible voz de aburrimiento. Golpeó el cigarrillo contra el borde del cenicero, hizo caer la ceniza. Luego se volvió hacia mí—: Pero, desde mi punto de vista, tres veces son demasiadas. Eso han de pararlo en algún lugar. ¿Qué opina usted, señor profesor?
Respiré hondo, arrastré mi conciencia hasta el mundo real. Las ocho grapadoras y la tarde de un domingo de septiembre.
—No puedo decirle nada sin hablar antes con el niño. Hasta ahora jamás había ocasionado ningún problema. Tonto no es. En este momento, no puedo ni imaginar por qué habrá hecho algo tan absurdo. Pienso hablar con él despacio. De este modo, seguro que doy con alguna explicación. Siento muchísimo las molestias que les ha ocasionado.
—Oiga, hay algo que no entiendo —dijo el guardia entrecerrando los ojos detrás de las gafas—. Este niño, Shinichi Nimura, está en su clase, ¿verdad? Lo que significa que usted debe de verlo cada día, ¿no es así?
—Exacto.
—Está en cuarto. Es decir, que va a su clase desde hace un año y cuatro meses, ¿me equivoco?
—No, lo tengo desde tercero.
—¿Cuántos alumnos tiene usted en clase?
—Treinta y cinco.
—Entonces usted habrá podido observarlos a todos con atención. Pero jamás se ha imaginado que este niño pudiera ocasionar problemas. Jamás ha visto una sola señal.
—Así es.
—Un momento. Este niño, por lo que yo sé, en sólo medio año ha robado tres veces en el supermercado. Siempre está solo. No es que alguien le diga: «¡Ve! ¡Hazlo!». Tampoco es que lo necesite. Ni se trata de un impulso momentáneo. Tampoco lo hace por el dinero. Por lo que su madre dice, le dan para gastos más dinero del que el niño necesita. Lo hace a sabiendas. Roba por robar. En resumen: es obvio que este niño tiene un «problema». ¿Y dice usted que no ha visto ninguna señal?
—Yo, como profesor, puedo decirle que un acto como el hurto habitual en las tiendas, especialmente en el caso de niños, más que un delito suele ser producto de una sutil desviación emocional. Por supuesto, si yo lo hubiera observado con más atención, quizá me habría dado cuenta de ello. Es algo sobre lo que tendré que reflexionar. Sin embargo, estas desviaciones son muy difíciles de detectar a simple vista. Además, si sólo se tiene en cuenta el hecho en sí y se les castiga, no se curan. Hay que descubrir la causa fundamental y tratarla adecuadamente. Si no se hace así, más adelante el problema puede manifestarse de forma distinta. No son pocas las veces que, robando, los niños nos envían algún mensaje y, aunque tal vez no sea el camino más rápido, la única manera de solucionarlo es hablar despacio con el niño.
El guardia aplastó el cigarrillo y estuvo observándome sin apartar los ojos largo tiempo como si fuera un extraño animal. Los dedos que apoyaba sobre la mesa eran terriblemente gruesos. Parecían diez seres vivos obesos cubiertos de pelo negro. Al verlos, sentí que me asfixiaba.
—Esto que dice, ¿lo ha aprendido en las clases de pedagogía de la universidad, tal vez?
—No necesariamente. Se trata de psicología elemental, lo dice cualquier libro.
—Lo dice cualquier libro —repitió inexpresivo. Luego agarró una toalla y se secó el ancho cuello—. Una sutil desviación emocional… ¿eso qué diablos significa? Escuche, señor profesor. Como policía he estado tratando, de la mañana a la noche, con personas desviadas de una manera poco sutil. El mundo está lleno de ellas. Hay para dar y tomar. Si tuviese que escuchar detenidamente las historias de toda esa gente y desentrañar cuál es el mensaje, no me bastaría con una docena de cerebros.
Suspiró y volvió a poner la caja con las grapadoras debajo de la mesa.
—Señores, tienen ustedes toda la razón. El corazón de los niños es puro. No se les deben infligir castigos corporales. Los seres humanos son todos iguales. No se puede juzgar a nadie por sus notas. Hay que resolverlo todo hablando con calma. No, si no me importa. Pero, oiga, ¿cree que así el mundo irá mejorando poco a poco? Yo no lo creo. El mundo irá, por el contrario, cada vez peor. Y no es cierto que todos los hombres sean iguales. Jamás había oído cosa semejante. Mire, sólo en un país tan pequeño como Japón se apretujan ciento diez millones de personas. Haga que todas ellas sean iguales. Inténtelo. Será un infierno.
»Es muy fácil decir palabras bonitas. Basta con cerrar los ojos, fingir no ver las cosas, ir dejando los problemas para más tarde. No levantéis la alfombra, dad a cada niño su diploma cantando una canción de despedida y, ¡ya está!, todos felices. Un robo en una tienda es el mensaje de un niño. Y después ya veremos. Así es más cómodo. ¿Y quién sacará luego las castañas del fuego? ¡Nosotros! ¿Cree que nos gusta hacerlo? Ustedes ponen cara de estar pensando que, total, son sólo seis mil ochocientos yenes, pero pónganse en el lugar de la persona a quien roban. Aquí trabajan cien personas y a todas ellas les afecta la diferencia de uno o dos yenes en el precio de algo. Al cerrar caja, si hay una diferencia de cien yenes, tienen que quedarse hasta que cuadren los números. ¿Sabe usted cuánto ganan las mujeres de las cajas registradoras? ¿Por qué no les enseña eso a sus alumnos?
Yo callaba. Ella también callaba. El niño también callaba. Y también enmudeció el jefe de seguridad, cansado de hablar. En la otra habitación sonó brevemente el teléfono, alguien descolgó.
—¿Qué sugiere que hagamos entonces?
—¿Qué le parece colgarlo por los pies del techo con una cuerda hasta que pida disculpas? —dije.
—No estaría mal. Pero, como usted sabe, si lo hiciéramos, nos despedirían. A usted y a mí.
—Entonces, la única solución que queda es hablar con el niño, despacio, con paciencia. No tengo más que decir.
Alguien entró de la habitación vecina sin llamar.
—Señor Nakamura, déjeme la llave del almacén.
El «señor Nakamura» registró durante unos instantes el cajón de su mesa, pero no la encontró.
—No está —dijo—. ¡Qué raro! Si siempre la pongo aquí.
Su interlocutor le informó de que se trataba de un asunto importante, que era imprescindible encontrar la llave. Por su manera de hablar, colegí que era una llave muy importante y que, en realidad, no debía estar allí. Volvieron del revés los cajones de la mesa, pero la llave no apareció.
Mientras tanto, los tres permanecimos en silencio. Ella me miraba de vez en cuando con ojos suplicantes. El Zanahoria seguía inexpresivo, con los ojos clavados en el suelo. A mí me asaltaban todo tipo de pensamientos deshilvanados. Hacía un calor horroroso.
El hombre que necesitaba la llave desistió y se fue refunfuñando.
—Ya es suficiente —dijo, volviéndose hacia nosotros, el jefe de seguridad Nakamura con voz mecánica e inexpresiva—. Lamento haberles robado su tiempo. Lo dejo todo en manos del señor profesor y de la madre. Pero si vuelve a suceder otra vez, ¿me oyen?, entonces no se solucionará todo tan fácilmente. ¿Entienden lo que quiero decir? A mí, ¿saben?, no me gustan las complicaciones. Pero el trabajo es el trabajo.
Ella asintió, yo también. El Zanahoria parecía no haber oído nada. Cuando me levanté del asiento, los dos me imitaron temblorosos.
—Una última cosa —dijo el guardia, todavía sentado, levantando los ojos hacia mí—. Quizá sea descortés por mi parte hablar así, pero en fin. ¿Sabe? Al mirarlo a usted, hay algo que no me convence. Usted es joven, alto, simpático, luce un bonito bronceado, es una persona lógica. Todo lo que usted dice tiene sentido. Seguro que agrada mucho a los padres de sus alumnos. Sin embargo…, no sé expresarlo bien, pero, desde el primer momento que lo he visto, hay algo en usted que me inquieta. Hay algo que no acabo de entender. No es nada personal contra usted, así que no se enfade. Simplemente, hay algo que me molesta. ¿Qué debe de ser?
—Me gustaría hacerle una pregunta personal, ¿le importa? —dije.
—Adelante.
—Suponiendo que los hombres no fuesen iguales, ¿dónde se colocaría usted?
El jefe de seguridad Nakamura dio una profunda calada al cigarrillo y, luego, exhaló el humo muy despacio, como si obligara a alguien a hacer algo.
—No lo sé. Pero no se preocupe. Al menos no sería en el mismo lugar que usted.
Ella había dejado su Toyota Celica rojo en el aparcamiento del supermercado. La llamé aparte y le pedí que volviera a casa sola. Que quería hablar con el niño. Y que después lo acompañaría a casa. Ella asintió. Iba a decir algo, pero, al final, entró en el coche en silencio, sacó del bolso las gafas de sol y puso el motor en marcha.
Cuando se hubo ido, entré con el Zanahoria en una cafetería de aspecto alegre que descubrí por allí cerca. Suspiré de alivio al sentir el aire acondicionado y pedí un té con hielo para mí y un helado para el niño. Me desabroché el botón del cuello de la camisa, me quité la corbata y me la guardé en el bolsillo de la americana. El Zanahoria, como era de esperar, seguía sumido en el mutismo. Ni su mirada ni su expresión habían cambiado desde que había salido de la oficina de seguridad. Parecía llevar mucho tiempo abstraído. Con sus pequeñas manos sobre las rodillas, miraba hacia el suelo como si quisiera ocultar el rostro. Me tomé el té con hielo, pero el Zanahoria no tocó el helado. Ni siquiera parecía darse cuenta de que el helado se estaba deshaciendo en el plato. Permanecimos largo tiempo el uno frente al otro en silencio, como un matrimonio cuyas relaciones se han enfriado. La camarera ponía cara de apuro cada vez que tenía que acercarse a la mesa.
—¡Qué cosas pasan! —exclamé mucho después. No es que pretendiera empezar a hablar. Las palabras me salieron espontáneamente del corazón.
El Zanahoria levantó la cabeza despacio y me miró. Pero no dijo nada. Cerré los ojos, suspiré, enmudecí un rato.
—Aún no se lo he contado a nadie, pero este verano he estado en Grecia —dije—. Sabes dónde está Grecia, ¿verdad? Vimos un vídeo en clase de ciencias sociales. Está en el sur de Europa, en el Mediterráneo. Hay muchas islas, allí se recolecta la aceituna. En el año 500 a. C. la civilización clásica estaba en su apogeo. En Atenas nació la democracia y Sócrates tomó un veneno y murió. Pues allí he ido yo. Es un lugar muy hermoso. Pero no he ido de vacaciones. Una amiga mía desapareció en una de aquellas islas y yo fui a buscarla. Por desgracia, no he podido encontrarla. Ha desaparecido, sin más. Como el humo.
El Zanahoria abrió un poco la boca y me miró directamente a la cara. Su rostro seguía careciendo de expresión, pero en sus ojos volvía a brillar una débil luz. Me estaba escuchando.
—Yo quería a mi amiga. La quería mucho. Me importaba más que nadie en este mundo. Por eso cogí el avión y me fui a buscarla a la isla griega. Pero he fracasado. No he podido encontrarla, ¿sabes? Y si esa amiga mía desaparece, me quedaré sin ningún amigo. Sin ningún otro amigo. —No le hablaba a él. Sólo me hablaba a mí mismo. Sólo estaba pensando en voz alta—. ¿Sabes lo que me gustaría hacer ahora? Subir a un lugar tan alto como las pirámides. Al lugar más alto que pueda encontrar. Desde donde pueda ver lo más lejos posible. Subir hasta la cima, observar todo el mundo a mi alrededor y descubrir con mis propios ojos qué paisajes pueden verse, qué ha desaparecido de la faz de la tierra. No, tal vez no. No lo sé. Quizá no quiera ver eso en realidad. Quizá yo ya no quiera ver nada.
La camarera se acercó, retiró el plato con el helado deshecho que el Zanahoria tenía delante, y a mí me dejó la cuenta a la vista.
—Desde niño he vivido solo. En casa estaban también mis padres y mi hermana, pero yo no podía querer a nadie. No podía comunicarme con ninguno de ellos. A menudo me preguntaba si yo no sería un niño adoptado. Si no habría sucedido algo y me habrían adoptado unos parientes lejanos. O si no me habrían recogido, tal vez, del hospicio. Ahora comprendo que era una tontería. Mis padres no son del tipo de personas que recogen huérfanos desamparados. De todos modos, no podía aceptar que estuviera ligado a aquella familia por lazos de sangre. Era más fácil pensar que aquellas personas me eran totalmente ajenas.
»Imaginaba una ciudad lejana. En ella había una casa donde vivía mi verdadera familia. Una casa pequeña y modesta, pero acogedora. En aquella casa todos nos comprendíamos, podíamos hablarnos los unos a los otros con entera libertad. Al atardecer se oía a mi madre en la cocina preparando la cena y un cálido olor a buena comida se extendía por la casa. Aquél era el sitio al que yo pertenecía. Mi hogar siempre me lo representaba así, y yo me incluía en él.
»En mi casa real teníamos un perro. Era al único de toda la casa al que yo quería con locura. Un perro sin raza, pero muy inteligente, ¿sabes? Una vez aprendía algo, no lo olvidaba jamás. Cada día lo llevaba de paseo, íbamos al parque, nos sentábamos en un banco y hablábamos. Nos comprendíamos el uno al otro. Ésos fueron los momentos más divertidos de toda mi infancia. Pero, cuando yo estaba en quinto de primaria, un camión lo atropelló cerca de casa y murió. Después ya no volvimos a tener perros en casa. Decían que eran ruidosos, sucios, que daban trabajo.
»Desde que murió mi perro, empecé a pasar mucho tiempo encerrado en mi habitación, leyendo. Y es que el mundo de los libros me parecía mucho más real que el mundo que me rodeaba. Allí se abrían paisajes que jamás había visto. Los libros y la música se convirtieron en mis mejores amigos. En la escuela también tenía algunos buenos amigos, pero jamás encontré a uno a quien pudiera hablarle con el corazón en la mano. Cada día, cuando nos veíamos, charlábamos, jugábamos al fútbol. Pero sólo eso. Cuando tenía problemas, no se los contaba a nadie. Pensaba por mi cuenta, sacaba mis propias conclusiones y actuaba solo. Pero no sentía la soledad. Creía que eso era lo normal. Que los seres humanos, al fin y al cabo, deben seguir su camino solos.
»Pero cuando yo estaba en la universidad, encontré a esta amiga y empecé a opinar de un modo distinto. Comprendí que, si sólo piensas por tu cuenta las cosas durante mucho tiempo, acabas por no considerar más que tu punto de vista. Vi que al estar siempre solo sientes a veces una terrible soledad.
»Estando solo te sientes como cuando te plantas una tarde lluviosa en la desembocadura de un gran río y te quedas largo rato contemplando cómo va vertiendo sus aguas al mar. ¿Has estado alguna tarde de lluvia en la desembocadura de un gran río mirando cómo vierte sus aguas al mar?
El Zanahoria no respondió.
—Yo sí. —El Zanahoria me miraba con los ojos muy abiertos—. No sé por qué se siente uno tan solo al ver cómo una gran cantidad de agua de río se va mezclando con una gran cantidad de agua de mar. Pero es así. De verdad. También tú tienes que verlo alguna vez.
Luego alcancé la americana y la cuenta y me levanté despacio. Al ponerle una mano encima del hombro, el Zanahoria también se levantó. Salimos de la cafetería.
Tardamos unos treinta minutos en llegar a su casa andando. Mientras caminábamos, uno junto al otro, no despegamos los labios.
Cerca de su casa había un pequeño río que cruzaba un puente de cemento. Ni siquiera merecía ser llamado río. Era una especie de canal de desagüe agrandado. En la época en que por la zona había campos de cultivo debía de haber servido para regar. Pero ahora el agua estaba turbia y despedía un ligero olor a detergente. Ni siquiera sé si el agua fluía o no. En el lecho del río crecían, frondosos, los hierbajos del verano y había un cómic tirado, abierto por la mitad. El Zanahoria se detuvo en medio del puente y se quedó mirando hacia abajo inclinado sobre la barandilla. Yo hice exactamente lo mismo. Permanecimos en la misma posición, inmóviles, durante mucho tiempo. A lo mejor no quería volver a su casa. Entendía muy bien cuáles eran sus sentimientos.
El Zanahoria hundió la mano en el fondo del bolsillo de su pantalón, sacó una llave y me la entregó. Una llave corriente que colgaba de una gran placa roja de plástico. En la placa ponía: «Almacén N.° 3». Era la llave del almacén que el jefe de seguridad Nakamura había estado buscando. Por algún motivo, debían de haber dejado al Zanahoria solo en la habitación y éste habría descubierto la llave dentro del cajón y se la habría metido, veloz, en el bolsillo. Probablemente, la mente de aquel pequeño era un enigma mucho mayor de lo que había imaginado. Era un niño extraño.
Cuando me puso aquella llave en la palma de la mano, la sentí pesada y pegajosa, impregnada de las miserias y renuncias de tantas personas. Bajo los deslumbrantes rayos de sol se veía terriblemente miserable, sucia, insignificante. Dudé unos instantes, la dejé caer en el río con decisión. Levantó una pequeña salpicadura. No era un río profundo, pero el agua era turbia y ocultó la llave. El Zanahoria y yo, en el puente, uno junto al otro, contemplamos unos instantes la superficie del agua allí donde había desaparecido la llave. Librarme de ella aligeró mi espíritu.
—Ya no puedo echarme para atrás —dije hablándome a mí mismo—. Además, tratándose de su preciado almacén, seguro que en alguna parte tienen un duplicado.
Cuando le alargué la mano, el Zanahoria me la asió suavemente. En la palma de mi mano percibí el tacto de la suya, pequeña y delgada. Un tacto que hacía mucho tiempo, en algún lugar —¿dónde debió de ser?—, ya había sentido. Caminé hasta su casa sin soltarle la mano.
Al llegar a su casa, ella nos estaba esperando. Se había puesto una pulcra blusa sin mangas de color blanco y una falda plisada. Tenía los ojos rojos y abotargados. Debía de haber estado llorando sola desde que había vuelto a casa. Su marido dirigía una agencia inmobiliaria y los domingos, fuera por el trabajo o por el golf, apenas paraba en casa. Ella mandó al Zanahoria a su habitación, en el primer piso, y a mí me condujo, en vez de a la sala de estar, a la cocina. Pensé que tal vez le resultara más fácil hablarme allí. Había un enorme refrigerador de color verde aguacate, un ventanal grande y luminoso orientado al este.
—Pone mejor cara que antes —me dijo con voz débil—. En la oficina, al principio, cuando miraba la cara del niño, no sabía qué hacer. Era la primera vez que lo veía con aquella expresión. Era como si estuviese en otro mundo.
—No te preocupes. Dale tiempo y volverá a la normalidad. Durante un rato es mejor que lo dejes solo, que no le digas nada.
—¿Qué habéis estado haciendo los dos?
—Hemos estado hablando —dije.
—¿De qué?
—De nada importante. Mejor dicho, he hablado yo solo de lo primero que se me ha pasado por la cabeza. De cualquier cosa.
—¿Quieres tomar algún refresco?
Negué con la cabeza.
—Hay momentos en que no sé de qué hablar con él. Y esa sensación cada vez es más fuerte —dijo ella.
—No hace falta que te esfuerces en hablar con él. Los niños tienen su propio mundo. Si tienen ganas de hablar, ya lo hacen.
—Pero este niño apenas abre la boca.
Estábamos sentados frente a frente, procurando no rozarnos, en la mesa de la cocina, hablando con incomodidad. Como suelen hablar un profesor y la madre de un niño con problemas. Mientras hablaba, ella se retorcía los dedos nerviosa por encima de la mesa, los estiraba, los apretaba. No pude evitar que me vinieran a la cabeza las cosas que aquellas manos me habían hecho en la cama.
—No voy a informar a la escuela de lo sucedido —dije—. Hablaré con el niño pausadamente y lo resolveré todo. Así que tú no le des demasiadas vueltas. El niño es inteligente, es un buen chico. Con el tiempo, todo se arreglará. Es cuestión de tiempo. Esto es algo pasajero. Lo principal es que tú te tranquilices.
Se lo repetí una y otra vez, despacio, con voz calmada, hasta metérselo en la cabeza. Al oírme, pareció serenarse un poco.
Me acompañó en coche a mi apartamento de Kunitachi.
—¿Crees que el niño habrá notado algo? —me preguntó mientras esperábamos en un semáforo. Se refería a lo nuestro, claro está.
Hice un gesto negativo con la cabeza.
—¿Por qué lo dices?
—Hace un rato, cuando estaba sola en casa esperando a que volvierais, he tenido esa sensación. Sin ningún fundamento. Es sólo una impresión. Es un niño muy intuitivo y debe de haberse dado cuenta a la fuerza de que las cosas entre su padre y yo no van bien.
Permanecí en silencio. Tampoco ella agregó nada más.
Metió el coche en un aparcamiento dos manzanas antes de llegar a mi casa. Puso el freno de mano, dio la vuelta a la llave de contacto y el motor se apagó. El motor enmudeció y, al dejar de oírse el sonido del aire acondicionado, un silencio incómodo reinó dentro del coche. Sabía que ella quería que hiciésemos el amor. Al imaginar su cuerpo aterciopelado bajo la blusa, se me secó la boca.
—Creo que es mejor que dejemos de vernos —decidí.
Ella no repuso nada. Con ambas manos sobre el volante, tenía los ojos clavados en el indicador del nivel de aceite. De su rostro se había borrado casi toda expresión.
—Me lo he pensado mucho —dije—, y no quiero convertirme en parte del problema. Pienso en varias personas. Si soy una parte del problema, no puedo ser una parte de la solución.
—¿En varias personas?
—En tu hijo en especial.
—¿Y también en ti?
—Sí, en mí también. Claro.
—¿Y yo? ¿También me incluyo yo entre esas «varias personas»?
Quería responderle que sí. Pero no me salieron las palabras. Ella se quitó las Rayban de cristales color verde oscuro pero luego cambió de opinión y volvió a ponérselas.
—¿Sabes? Para mí no es fácil de decir, pero dejar de verte me resultaría muy difícil.
—A mí también, claro. Me gustaría continuar así. Pero no es lo correcto.
Ella aspiró hondo, espiró.
—«Lo correcto», ¿qué diablos significa eso? ¿Me lo puedes explicar? A decir verdad, no sé muy bien qué es «lo correcto». Lo que no es correcto sí lo sé. Pero «lo correcto», ¿qué es?
A eso no pude responderle.
Parecía a punto de echarse a llorar. O de empezar a gritar. Pero logró dominarse. Sólo aferró con fuerza el volante. El dorso de sus manos enrojeció ligeramente.
—Cuando aún era joven, la gente solía hablarme. Me contaban historias de todo tipo. Historias divertidas, historias bonitas, historias extrañas. Pero, a partir de cierto momento, ya nadie se acercó a hablar conmigo. Nadie. Ni mi marido, ni mi hijo, ni mis amigos…, nadie. Como si en este mundo ya no hubiera nada de que hablar. A veces tengo la sensación de que soy transparente, de que se puede ver a través de mi cuerpo. —Separó las manos del volante y las dejó suspendidas en el aire—. Pero tú seguro que no entiendes nada de lo que te estoy diciendo. —Busqué dentro de mí las palabras adecuadas. Pero no las hallé—. Muchas gracias por todo lo de hoy —me dijo ella como si hubiera cambiado de idea. Su voz volvía a ser tan serena como siempre—. No creo que hubiese podido solucionarlo sola. Era muy duro para mí. Ha sido una gran suerte que estuvieras tú. Te lo agradezco mucho. Creo que serás un magnífico profesor. Ahora ya casi lo eres.
¿Había ironía en sus palabras? Lo pensé. Quizá, sin duda, la había.
—Todavía no —dije.
Ella esbozó una sonrisa. Así acabó nuestra conversación.
Abrí la portezuela del copiloto, salí afuera. La luz de esa tarde veraniega de domingo ya había perdido intensidad. Me ahogaba y, de pie en el suelo, notaba una extraña sensación en las piernas. El motor del Celica rugió y ella salió de mi vida privada. Quizá para siempre. Bajó el cristal de la ventanilla y me hizo un pequeño gesto de despedida. Yo también levanté la mano.
Llegué a casa, arrojé la camisa sudada y la ropa interior en la lavadora, me duché y me lavé el pelo. Fui a la cocina, acabé de prepararme el almuerzo que había dejado a medias y comí solo. Después me hundí en el sofá y me dispuse a leer un libro que acababa de empezar. Pero a la quinta página no pude continuar leyendo. Desistí, cerré el libro y pensé durante unos instantes en Sumire. Y pensé en la llave del almacén que había dejado caer en aquel río sucio. Pensé en las manos de mi «novia» agarrando con fuerza el volante del Celica. El día acababa al fin y dejaba atrás recuerdos deshilvanados. Pese a haber permanecido mucho tiempo bajo la ducha, mi cuerpo aún estaba impregnado del olor del tabaco. Y, en mi mano, aún permanecía la cruda sensación de haber amputado a la fuerza algo vivo.
¿Había hecho lo correcto? No creía haber hecho lo correcto. Sólo había hecho lo que creía que era necesario para mí. Es muy diferente una cosa de la otra. «¿Varias personas?», me había preguntado ella. «¿También me incluyo yo entre esas varias personas?».
A decir verdad, en aquellos instantes yo no pensaba en varias personas. Pensaba sólo en Sumire. Ni pensaba en ellos que estaban allí, ni en nosotros. Sólo en Sumire, que estaba ausente.