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DOCUMENTO 2

Son las dos y media de la tarde. El mundo exterior arde, cegador, como el infierno. Las rocas, el cielo y el mar resplandecen con un blanco fulgor uniforme. Al contemplarlos, pronto se desdibujan las líneas divisorias y se funden en una única nebulosa. Toda alma consciente evita la luz desnuda del sol y se sume en el sueño de las sombras. Ni siquiera vuelan los pájaros. En el interior de la casa reina un agradable frescor. Myû escuchaba a Brahms en la sala de estar. Lleva un vestido de verano de color azul a rayas y el inmaculado pelo recogido en un pequeño moño. Yo estoy sentada a la mesa, escribiendo esto.

—¿Te molesta la música? —me pregunta Myû.

Y yo le respondo:

—Brahms no me molesta jamás.

Estoy siguiendo el hilo de la memoria, tratando de reproducir la historia que Myû me contó días atrás en una aldea de la Borgoña. No es tarea fácil. Su relato era entrecortado, tiempos y hechos diversos se entremezclaban sin cesar. Había veces que yo acababa por no entender qué iba antes y qué iba después, cuál era la causa y cuál la consecuencia. No se lo reprocho a Myû, claro. La cruel cuchilla de la conjura enterrada en la memoria rasga su carne. A medida que se apagan las estrellas del alba que brillan sobre los viñedos, sus mejillas pierden el color de la vida.

La convenzo y hago que me lo cuente. La aliento, la amenazo, la mimo, la alabo, la seduzco. Hablamos hasta el amanecer bebiendo vino tinto. Cogidas de la mano, vamos siguiendo entre las dos las huellas de sus recuerdos, las analizamos, las reconstruimos. Hay fragmentos que Myû es incapaz de recordar. Al pisarlos, Myû se aturde en silencio, bebe mucho vino. Es un territorio peligroso. Desistimos de seguir explorándolo, nos retiramos con precaución y avanzamos hacia terrenos más seguros.

Decidí convencer a Myû para que me contara esta historia al darme cuenta de que se teñía de negro el pelo. Myû es muy precavida, y quienes la rodean —exceptuando unos pocos— no saben que lo hace. Pero yo me di cuenta. Viajando juntas durante tanto tiempo, viviendo juntas día tras día, llega un momento en que acabas dándote cuenta. O quizás es que Myû no trató de ocultármelo. De haberlo querido, habría sido más cuidadosa. Quizá pensó que era inevitable, que acabaría enterándome. O tal vez quería que me diese cuenta. (Por supuesto, todo esto son puras especulaciones).

Se lo pregunto abiertamente. Mi carácter es así. No puedo evitar preguntar las cosas a bocajarro. ¿Tienes muchas canas? ¿Desde cuándo te tiñes? Desde hace catorce años, contesta ella. Hace catorce años, todo mi cabello, sin salvarse ni uno, encaneció, me cuenta ella. ¿Alguna enfermedad? No, no es eso, dice Myû. Me pasó algo y el pelo se me volvió completamente blanco, en una sola noche.

Le pido que me cuente la historia. Se lo imploro. Quiero saberlo todo sobre ti. Yo no te oculto nada, te lo digo todo. Pero Myû, sin palabras, niega sacudiendo la cabeza. Jamás se lo ha explicado a nadie. Ni siquiera su marido conoce la verdad. Durante catorce años lo ha mantenido como su propio y exclusivo secreto.

Al fin hablamos hasta el alba de aquello que le sucedió. Todas las cosas deben ser contadas cuando llega el momento. Si no, uno sigue eternamente encadenado a su secreto.

Cuando se lo digo, Myû me mira como si estuviera contemplando una escena lejana. Algo emerge en sus pupilas para, acto seguido, sumergirse despacio. Ella dice: «Yo no debo poner punto final a nada. Son ellos quienes tienen cosas que liquidar, no yo».

No logro desentrañar el auténtico sentido de sus palabras. Se lo confieso sinceramente.

Myû dice: «Si te lo contara, acabaríamos compartiendo esta historia. ¿No es así? Pero en realidad yo no sé si esto es lo correcto. Si destapara la caja, tú te verías involucrada en esta historia. ¿Es lo que me estás pidiendo? ¿Quieres saber lo que yo he perseguido olvidar a toda costa, a costa de cualquier sacrificio?».

Sí, le digo. Quiero compartirlo todo contigo, sea lo que sea. No quiero que me ocultes nada.

Myû toma un sorbo de vino, cierra los ojos. Reina el silencio, como si el tiempo se distendiera. Ella duda.

Por fin empieza a contármelo. Poco a poco. Pedazo a pedazo. Algunas partes de la historia se ponen enseguida en movimiento, otras permanecen eternamente inmóviles. Dentro del relato coexisten distintos estratos. En algunos casos, la diferencia de nivel cobra significado por sí misma. Yo, como narradora, debo ir reuniendo todos estos elementos con precaución extrema.

La historia de la noria de Myû

Es verano. Myû está sola en una pequeña ciudad suiza cerca de la frontera francesa. Tiene veinticinco años y vive en París, donde estudia piano. Ha viajado hasta aquí a petición de su padre para cerrar un trato comercial. El asunto en sí no era complicado, ha concluido yendo a cenar con un representante de la otra empresa y con la firma de un contrato. Ella, nada más verla, se ha prendado de esta ciudad. Una ciudad llena de belleza y de encanto. Hay un lago y, a sus orillas, un castillo medieval. Le apetece pasar unos días aquí. En un pueblecito vecino se celebra, además, un festival de verano de música. Si alquila un coche, podrá desplazarse hasta allí todos los días.

Tiene la suerte de encontrar un apartamento amueblado que puede alquilarse por un corto espacio de tiempo. Un apartamento pequeño y acogedor en lo alto de una colina, en un extremo de la ciudad. La vista es magnífica. Cerca hay un lugar donde puede hacer sus prácticas de piano. El alquiler no es bajo, pero, si no le alcanza el dinero, siempre puede pedírselo a su padre.

Myû inicia una transitoria pero plácida vida en la ciudad. Acude al festival, pasea por los alrededores, conoce a algunas personas. Encuentra un restaurante y un café que le gustan. Desde la ventana de su habitación se ve un parque de atracciones a las afueras de la ciudad. Hay una gran noria. Se ven las cabinas, con sus puertas multicolores, que ligan su destino a una enorme rueda que gira despacio en el cielo. Alcanzan el cenit y, luego, inician el descenso. La noria no va a ninguna parte. Las cabinas sólo suben hasta arriba y bajan. Esto le produce a Myû una extraña sensación de placer.

Al anochecer se encienden en la noria múltiples luces. Aun después de que cierre el parque y la noria deje de girar, las luces no se apagan. La rueda sigue brillando alegremente toda la noche como si rivalizara con las estrellas del firmamento. Myû se sentaba junto a la ventana y contemplaba cómo la noria subía y bajaba (o su figura inmóvil, como un monumento) mientras escuchaba música por la radio.

Ella conoce a un hombre en la ciudad. Un hombre que ronda los cincuenta, guapo, latino. Es alto, con una nariz excepcionalmente hermosa, pelo liso y negro. Se dirige a ella en el café. Le pregunta de dónde es. Ella le responde: de Japón. Hablan. Se llama Fernando. Ha nacido en Barcelona, pero hace cinco años que trabaja en la ciudad suiza, se dedica al diseño de muebles.

Habla en tono desenfadado, bromea. Tras intercambiar algunas frases banales, se despiden. Dos días después vuelven a encontrarse en el mismo café. Se entera de que está soltero, divorciado. Le dice que se ha ido de España para empezar una nueva vida. A Myû no le produce muy buena impresión. Percibe que él intenta seducirla. Huele el deseo sexual. Y eso la asusta. Decide no volver a acercarse a aquel café.

A partir de entonces empieza a encontrárselo por todas partes. Lo suficiente para hacerle sospechar que él la sigue. Claro que tal vez sea una obsesión absurda. En una ciudad pequeña no es raro toparse a menudo con alguien. Él, cada vez que la ve, sonríe, la saluda con familiaridad. Ella le devuelve el saludo. Pero Myû, poco a poco, empieza a sentir una mezcla de desagrado e irritación. Comprende que su apacible vida en la ciudad está siendo amenazada por el tal Fernando. Y, como un acorde disonante expuesto simbólicamente al principio de un movimiento musical, su plácido verano se ve enturbiado por la sombra de un mal presentimiento.

Pero Fernando, al fin y al cabo, no es más que una parte de la sombra. A los diez días de vivir allí empieza a sentir una especie de rechazo general hacia su vida en aquella ciudad. La ciudad, hermosa y limpia en cada uno de sus rincones, empieza a parecerle estrecha de miras, engreída. La gente es amable, simpática. Pero ella percibe una invisible discriminación hacia los asiáticos. El vino que le sirven en el restaurante tiene un regusto desagradable. Las verduras están llenas de gusanos. Los conciertos del festival le parecen faltos de interés. No puede concentrarse en la música. El apartamento, que tan acogedor encontraba al principio, ahora le parece pueblerino y de mal gusto. Todo va perdiendo su brillo original. La sombra siniestra va extendiéndose. Y ella ya no puede apartar los ojos de la sombra.

El teléfono suena por las noches. Alarga la mano y agarra el auricular. «Allô?», dice. Cuelgan. Se repite lo mismo varias veces. «Debe de ser Fernando», piensa. Pero no tiene una sola prueba. ¿Cómo puede saber su número de teléfono? El aparato es un modelo antiguo, no puede desconectarse. Myû no logra dormir bien. Empieza a tomar somníferos. Pierde el apetito.

Desea irse pronto. Aunque, por alguna razón desconocida, no es capaz de arrastrarse fuera de la ciudad. Busca excusas plausibles. Ya ha pagado un mes de alquiler, ha comprado las entradas para los conciertos. Y ha alquilado su apartamento de París durante las vacaciones de verano. «No voy a echarme atrás ahora», se dice. «Además, en realidad tampoco ha sucedido nada. No he sufrido ningún daño concreto. Quizá sólo se trate de excesiva susceptibilidad por mi parte».

Cena siempre en un pequeño restaurante del barrio. Hace quince días que vive en la ciudad. Después de cenar le apetece respirar, por primera vez desde hace tiempo, el aire fresco de la noche y emprende un largo paseo. Va de una calle a otra sumida en sus pensamientos. Se encuentra ante la entrada del parque de atracciones. El parque donde está la noria. Música animada, voces que invitan a la gente a pasar, gritos alborozados de los pequeños. Casi todos los visitantes son familias o parejas de la zona. Myû recuerda cuando, de pequeña, su padre la llevaba al parque de atracciones. Aún hoy recuerda el olor de la chaqueta de su padre el día que subieron juntos a las tazas de café. Mientras duró la atracción, Myû no soltó la manga de la chaqueta de su padre. Aquel olor era el signo del remoto mundo de los adultos, y para la pequeña Myû era un símbolo de seguridad. Piensa en su padre con nostalgia.

Compra una entrada porque, de pronto, le parece divertido, entra en el parque de atracciones. Hay muchas casetas, muchos tenderetes. Una barraca de tiro al blanco. Exhibición de serpientes. El puesto de una adivina. Una mujer ante una bola de cristal llama a Myû haciéndole señas. «Mademoiselle, venga. Es muy importante. Su destino está a punto de dar un gran giro», dice la mujerona. Myû sonríe y pasa de largo.

Compra un helado y se sienta en un banco a comérselo mientras mira cómo la gente va y viene. Sus pensamientos siguen en un lugar muy alejado de aquel bullicio. Un hombre se le acerca y empieza a hablarle en alemán. Ronda los treinta, es de escasa estatura, rubio, lleva bigote. Es el tipo de hombre al que le sienta bien un uniforme. Ella hace un gesto negativo con la cabeza, sonríe, señala el reloj. «Tengo una cita», dice en francés. Se da cuenta de que su voz es más aguda y seca que de costumbre. El hombre no añade nada más, esboza una sonrisa incómoda, alza ligeramente la mano en ademán de saludo y se va.

Myû se levanta y empieza a vagar sin rumbo. Alguien lanza un dardo, un globo estalla. Un oso baila con estrépito. El órgano toca El Danubio Azul. Levanta la vista, ve cómo la noria gira despacio en el cielo. «Voy a subir», piensa. «Desde arriba miraré mi apartamento. Al revés de como hago siempre». Dentro del bolso lleva unos pequeños anteojos. Los había metido para ver el escenario en el festival de música un día que su asiento estaba lejos, en el césped, y allí se han quedado. Son pequeños, ligeros, pero muy potentes. Con ellos podrá ver bastante bien el interior de la habitación.

Compra un billete en la taquilla, frente a la noria.

—Señorita, estamos a punto de cerrar —le dice el viejo vendedor. Masculla estas palabras con la cabeza gacha, casi para sí mismo. Y sacude la cabeza—. Esto se acaba. Es la última vuelta. Girará una vez más y ya está.

Una barba blanca le cubría el mentón. Una barba manchada de nicotina. Tosió. Tenía las mejillas enrojecidas como si, durante largo tiempo, las hubiese azotado el viento del norte.

—Ya está bien. Con una vez es suficiente —dice Myû. Compra el billete y sube a la plataforma. Parece que va a ser la única pasajera. Por lo que alcanza a ver, dentro de las cabinas tampoco hay nadie. Sólo una multitud de cabinas vacías dando vueltas ociosamente en el cielo, una vez tras otra. Como si el mundo se aproximara a un final desleído.

Monta en una cabina roja, toma asiento en el banco, el viejo se acerca, cierra la puerta, echa la llave. Quizá sea por seguridad. La noria empieza a elevarse hacia el cielo, tambaleándose, como un animal viejo. La multitud de casetas apiñadas a su alrededor empequeñecen bajo sus ojos. Las luces de la ciudad emergen en la oscuridad de la noche. A la izquierda se ve el lago. Las lamparillas de los botes que flotan en el lago están encendidas y se reflejan dulcemente en la superficie del agua. En la lejanía, las luces de los pueblos se esparcen por la ladera de la montaña. Su belleza le oprime el corazón en silencio.

Empieza a aparecer la zona donde ella vive, en la cima de la colina. Myû enfoca los anteojos, busca su apartamento con la mirada. Pero no es tan sencillo encontrarlo. La noria se acerca rápidamente a la cumbre. Debe apresurarse. Myû, frenética, va enfocando a izquierda y derecha, arriba y abajo, e intenta encontrar su casa. Pero en la ciudad hay demasiados edificios parecidos. La noria culmina la ascensión e inicia fatalmente el descenso. Myû, por fin, descubre el edificio que busca. ¡Es aquél! Pero hay más ventanas de lo que esperaba. La mayoría de gente las mantiene abiertas para que entre el aire del verano. Ella desplaza sus anteojos de una ventana a otra y, finalmente, localiza la segunda ventana por la derecha del segundo piso. Pero, para entonces, la noria ya se aproxima al suelo. Los muros de las casas le obstruyen la visión. ¡Qué lástima! Un poco más y habría podido atisbar el interior de su apartamento.

La noria se aproxima al suelo. Despacio. Se dispone a abrir la puerta y bajar. Pero la puerta no se abre. Recuerda que está cerrada con llave. Busca con la mirada al viejo de la taquilla. Pero éste no aparece. Las luces de la taquilla están apagadas. Va a llamar a alguien. Pero no se ve a nadie a quien pueda avisar. La noria emprende de nuevo la ascensión. «¿Qué hago ahora?», piensa. Suspira. «¿Qué debe de haber pasado? Seguro que el viejo ha ido al lavabo o a algún otro sitio y se le ha pasado el tiempo. No me queda más remedio que dar otra vuelta».

«No está mal», se dice. Le basta con pensar que gracias a que aquel pobre hombre chochea, podrá dar una vuelta de más. «Esta vez sí voy a localizar mi apartamento», decide Myû. Sujeta los anteojos con ambas manos y se asoma a la ventanilla. Como ya conoce la dirección y la posición aproximadas, esta vez encuentra la ventana sin dificultad alguna. La ventana está abierta y la luz encendida (detestaba volver a una habitación a oscuras y tenía, además, la intención de regresar en cuanto acabara de cenar).

Contemplar la habitación donde vives desde lejos con unos anteojos tiene algo de extraño. Te sientes incluso culpable por estar espiándote a ti mismo. Pero yo no estoy ahí. Es algo natural. Sobre la mesita está el teléfono. Si pudiera, me gustaría llamar. Encima de la mesa, hay una carta a medio escribir. Myû querría leerla desde donde está. Pero, como es lógico, no todo se distingue con tanto detalle.

Pronto, la noria alcanza el cenit y emprende el descenso. Baja un poco, pero de súbito se detiene con estrépito. Myû choca violentamente con el hombro contra la pared, los anteojos están a punto de caérsele al suelo. El motor que hace girar la rueda se detiene, un silencio antinatural cae sobre los alrededores. La animada música que hasta hace unos instantes sonaba como telón de fondo ha cesado. Las luces de la mayoría de las casetas se han apagado. Myû aguza el oído. Nada se oye aparte del susurro del viento. Silencio absoluto. Ninguna voz invitando a la gente, ningún chillido alborozado de niño. Al principio le cuesta entender qué ha sucedido. Pronto lo comprende. Me han dejado aquí dentro.

Se inclina por la ventana entreabierta y mira de nuevo hacia abajo. Se da cuenta de que está a una altura formidable. Piensa en gritar. En pedir ayuda. Pero, antes de hacerlo, comprende que nadie la oirá. Es demasiado alto, está demasiado lejos del suelo, su voz es demasiado débil.

«¿Adónde habrá ido el viejo? Seguro que está bebiendo», piensa Myû. Aquel color de cara, su aliento, la voz ronca… No hay duda. «El hombre estaba borracho, ha olvidado que yo he subido a la noria y ha apagado las máquinas. Ahora debe de hallarse en algún lugar, bebiendo cerveza, o ginebra, y volverá a emborracharse y a olvidarse de todo». Myû se mordió los labios. Quizá no pueda salir de aquí hasta mañana al mediodía. O quizás al atardecer. ¿A qué hora abrían el parque de atracciones? No lo sabía.

Pese a ser pleno verano, las noches en Suiza son frescas. Myû llevaba sólo una delgada blusa y una falda corta de algodón. Empieza a soplar el viento. Myû vuelve a inclinarse por la ventanilla y mira hacia abajo. Hay menos luces encendidas que antes. Parece que los trabajadores del parque han terminado su jornada y se han ido. Lo que no quiere decir que no deba quedarse alguien a vigilar. Respira hondo y grita con decisión: «¡Socorro!». Aguza el oído. Vuelve a intentarlo, una y otra vez. No hay respuesta.

Saca la agenda del bolso, escribe en francés: «Estoy atrapada en la noria del parque de atracciones. ¡Ayúdenme!». Tira la hoja por la ventanilla. El trozo de papel cabalga en el aire. El viento sopla hacia la ciudad, con un poco de suerte caerá allí. Pero, aun suponiendo que alguien la recoja y la lea, ¿se lo creerá? En la hoja siguiente apunta también su nombre y dirección. Así es más creíble. De esta forma, pensarán que es verdad, que no es una gamberrada, ni una broma. Ella va arrancando medias páginas de su agenda, las arroja, una tras otra, al viento.

Luego tiene una idea, saca la cartera del bolso, la vacía, a excepción de un billete de diez francos, y mete dentro un trozo de papel. «Estoy atrapada en la noria, encima de su cabeza. ¡Ayúdeme!», y tira la cartera por la ventana. Cae en vertical, directamente hacia el suelo. Pero no se ve dónde ha aterrizado, ni tampoco ha hecho ningún ruido al dar contra el suelo. En el monedero metió otra nota y también lo arrojó al suelo.

Myû miró su reloj de pulsera. Las agujas marcaban las diez y media. Inspecciona lo que lleva en el bolso. Algo de maquillaje, un espejo, el pasaporte. Gafas de sol. Las llaves del coche de alquiler y del apartamento. La navajita que utilizaba para pelar la fruta. Una bolsa de celofán con tres galletas saladas. Un libro en francés en edición rústica. Cenar, ya ha cenado, así que hasta mañana no pasará hambre. Con el fresco que hace, sed tampoco le dará. Por suerte, tampoco tiene ganas de orinar, de momento.

Se sentó en el banco de plástico, apoyó la cabeza contra la pared. Empezó a hacerse reproches inútiles. ¿Por qué había ido al parque y montado en aquella noria? ¡Ojalá hubiera vuelto directamente a casa tras la cena! De haberlo hecho, ahora estaría en la cama, con un libro, después de haberse dado tranquilamente un baño caliente. Como siempre. ¿Por qué no lo había hecho? Y, además, ¿por qué aquella gente empleaba a un viejo alcohólico irresponsable como aquél?

El viento hacía rechinar la noria. Para impedir el paso del viento, Myû intentó cerrar el ventanuco, pero no tenía suficiente fuerza para subirlo. Desistió y se sentó en el suelo. Se arrepentía de no haberse traído una chaqueta. Al salir de casa había estado dudando si echarse una chaqueta delgada sobre los hombros. Pero la noche estival era muy agradable y el restaurante sólo estaba a tres manzanas de su apartamento. Que encaminaría sus pasos hacia el parque y que montaría en la noria era algo que ni se le había pasado por la cabeza. Todo había ido mal.

Para tranquilizarse, se quitó el reloj de pulsera, el delgado brazalete de plata, los pendientes con forma de concha y los metió en el bolso. Se acurrucó en un rincón. Deseaba dormir de un tirón hasta la mañana siguiente. Por supuesto, no le sería fácil. Sentía frío, inseguridad. De vez en cuando, una fuerte ráfaga de viento hacía temblar de repente la noria. Cerró los ojos y, moviendo levemente los dedos sobre un teclado imaginario, empezó a interpretar la Sonata en do menor de Mozart. Sin ninguna razón especial, aún recordaba a la perfección aquella melodía que tocaba de pequeña. Pero, a medio camino del suave declive del segundo movimiento, su cabeza se fue nublando y se durmió.

No sabe cuánto tiempo ha dormido. Pero no debe de ser mucho. Se despertó de repente. De momento, no sabía dónde se encontraba. Luego, gradualmente, recuperó la memoria. «¡Ah, ya! ¡Estoy encerrada en la noria del parque de atracciones!». Sacó el reloj del bolso y lo miró. Era alrededor de medianoche. Myû se sentó en el suelo de madera. Había dormido en una posición extraña y le dolían las articulaciones. Bostezó varias veces seguidas, se desperezó, se frotó las muñecas.

No parecía que fuera a continuar durmiendo y, para distraerse, sacó el libro del bolso y empezó a leer por donde lo había dejado. Se trataba de una novela policiaca nueva que había comprado en la librería de la ciudad. Era una suerte que las luces de la noria permanecieran encendidas toda la noche. Cuando hubo leído unas cuantas páginas, se dio cuenta de que no seguía el hilo del argumento. Los ojos recorrían correctamente las líneas, pero su mente erraba por otros derroteros.

Myû desistió, cerró el libro. Alzó la cabeza, contempló el cielo nocturno. No se veía ninguna estrella, debía de estar encapotado. La luna, en cuarto creciente, también estaba velada. Debido a la iluminación, su cara se reflejaba de un modo extrañamente nítido en el cristal encastado de la ventana. Myû permaneció largo tiempo inmóvil contemplando su rostro. «También esto acabará un momento u otro», se dijo a sí misma. «Anímate. Cuando haya pasado, seguro que será una historia divertida para contar. ¡Yo encerrada toda la noche en la noria de un parque de atracciones en Suiza!».

Pero ésta no será una historia divertida. La verdadera historia aún ha de empezar.

*

Poco después alcanza los anteojos y se dispone a mirar de nuevo su habitación. Nada ha cambiado. «Es lo normal, ¿no?», piensa. Y sonríe para sí.

Desplaza la vista hacia las ventanas de otros apartamentos. Es más de medianoche, casi todo el mundo duerme. Casi todas las ventanas están a oscuras. Pero algunos todavía no se han acostado, la luz permanece encendida. Los inquilinos de los pisos bajos han corrido, precavidos, las cortinas. Pero los que viven en los pisos altos, libres de la preocupación de que los vean, han descorrido las cortinas para que entre el aire fresco de la noche. Sus vidas cotidianas transcurren dentro de sus hogares, en silencio, sin reservas. (¿Quién puede imaginar que, a medianoche, hay una persona oculta en la noria con unos anteojos?). Pero a Myû le interesa poco fisgar en la vida privada de la gente. Le parece más emocionante contemplar su habitación vacía.

Con los anteojos, recorre de manera circular el edificio. Al dirigir de nuevo la mirada hacia su ventana contiene, sin darse cuenta, el aliento. Tras la ventana de su dormitorio ve a un hombre desnudo. No hace falta decir que primero piensa que se ha equivocado de habitación. Mueve los anteojos arriba y abajo, a derecha y a izquierda. Pero aquélla es, sin duda, su habitación. Tanto los muebles y las flores que hay en el jarrón como los cuadros de la pared son los mismos. El hombre es Fernando. Sin duda. Fernando está sentado en la cama de Myû, completamente desnudo. Su pecho y su vientre están cubiertos de vello negro, y su largo pene cuelga flácido como un animal inconsciente. ¿Qué diablos está haciendo ese hombre en mi habitación? Su frente se perló de sudor. ¿Cómo ha podido entrar? Myû no lo comprende. Se enfada, se aturde. Aparece una mujer. Llevaba una blusa blanca de manga corta y una falda corta de algodón azul. ¿Una mujer? Myû sujeta con fuerza los anteojos, aguza la vista. Era ella.

La mente de Myû quedó en blanco. Yo estoy aquí, contemplando mi habitación con los anteojos. En la habitación, también estoy yo. Myû enfocó una y otra vez los anteojos. Pero aquella mujer, por más que mirara, seguía siendo ella. Va vestida de la misma forma. Fernando la abrazó, la condujo hasta la cama. Besándola, desnudó dulcemente a la Myû que estaba en la habitación. Le quitó la blusa, le desabrochó el sujetador, le quitó la falda, los labios pegados a su nuca, le acarició los pechos envolviéndolos en la palma de su mano, estuvo acariciándolos un rato, le quitó las bragas con una mano. También éstas eran idénticas a las que llevaba Myû. Se quedó sin aliento. ¿Qué diablos estaba sucediendo?

El pene de Fernando se ha puesto duro sin que ella se haya dado cuenta, ahora está erecto como un palo. Un pene enorme. Jamás había visto uno tan grande. Él toma la mano de Myû, hace que lo agarre. Fernando acaricia cada centímetro del cuerpo de Myû, la lame entera. Invierte en ello mucho tiempo. La mujer no lo rechaza. Ella (la Myû de la habitación) se abandona a sus caricias, parece gozar de estos instantes de deseo carnal. De vez en cuando alarga la mano, acaricia el pene y los testículos de Fernando. Le ofrece sin reservas todo su cuerpo.

Myû no podía apartar los ojos de esa extraña escena. Se sentía morir. Tiene la boca completamente seca, no puede tragar saliva. Le daban ganas de vomitar. Todo estaba exagerado de manera grotesca, como una pintura alegórica medieval, todo rezumaba malicia. Myû pensó: «Me están mostrando esta escena adrede. Saben muy bien que los estoy mirando». Pero no pudo apartar la vista.

El vacío.

¿Qué sucedió después?

Myû no se acuerda de nada más. Sus recuerdos se interrumpen en este punto.

—No me acuerdo —dice Myû. Habla en voz baja, cubriéndose la cara con las manos—. Sólo sé que era horrible. Yo estaba ahí, mi otro yo allá, y él, Fernando, le hacía todo tipo de cosas a mi yo del otro lado.

¿Todo tipo de cosas? ¿Como cuáles?

No me acuerdo. Todo tipo de cosas. Mientras estuve encerrada en la noria, le hizo lo que quiso a mi yo del otro lado. A mí el sexo no me daba miedo. Disfrutaba de él con libertad. Pero lo que vi allí era distinto. Eran actos obscenos, absurdos, tenían como único objetivo envilecerme. Fernando ponía en juego todas sus destrezas, se servía de sus gruesos dedos y de su gran pene para mancillarme. (Pero mi otro yo, el yo del otro lado, no parecía darse cuenta de que lo mancillaban). Y, al final, incluso resultó no ser Fernando.

¿Que ya no era Fernando? Miré fijamente a Myû. Si ya no era él, ¿en quién diablos se había convertido entonces?

No lo sé. No me acuerdo. Pero al final ya no era él. O quizá no lo había sido desde el principio.

Se descubre a sí misma en la cama de un hospital. Una bata blanca cubre su cuerpo desnudo. Siente dolor en las articulaciones. El doctor le explica lo sucedido. Por la mañana temprano, unos empleados del parque han encontrado la cartera que ella había arrojado y se han percatado de la situación. Han hecho descender la noria, han llamado a una ambulancia. Dentro de la noria, Myû estaba inconsciente, plegada sobre sí misma. Parece que ha recibido un fuerte shock. Sus pupilas no reaccionan con normalidad. Su cara y sus brazos están llenos de desolladuras, su blusa tiene manchas de sangre. La llevan al hospital, le hacen un reconocimiento médico. Nadie comprende cómo ha podido herirse de esa forma. Pero ninguna herida es lo suficientemente profunda como para dejar cicatriz. La policía lleva a la comisaría al viejo de la noria. Éste no recuerda en absoluto haber dejado que Myû montara en la noria poco antes de que el parque cerrara.

Al día siguiente, la policía acude al hospital y le hace algunas preguntas. Ella es incapaz de responder. Los policías confrontan el rostro de Myû con el de la fotografía del pasaporte y fruncen el ceño. En sus rostros aflora una expresión extraña, como si, por equivocación, se hubieran tragado algo desagradable. Luego preguntan incómodos: «Señorita, perdone, pero ¿tiene usted realmente veinticinco años?». «Sí», responde ella. «Tal como dice el pasaporte». No entiende por qué se lo preguntan.

Poco después, va al lavabo a lavarse la cara, contempla su rostro en el espejo y comprende la razón. Su cabello ha encanecido por completo, sin salvarse un solo pelo. Es inmaculado, como la nieve recién caída. Al principio, piensa que en el espejo se refleja la imagen de otra persona. Se da la vuelta. Pero no hay nadie más. En el lavabo sólo está ella. Vuelve a mirarse en el espejo. Comprende que la mujer de pelo encanecido es ella misma. Se desvanece, cae al suelo.

*

Myû se pierde.

—Yo me quedé en este lado. Pero mi otro yo, o quizá tendría que decir mi otra mitad, se fue a la orilla opuesta. Llevándose mi pelo negro, mi deseo sexual, mi menstruación, mi ovulación y, tal vez, mis ganas de vivir. La mitad que se quedó atrás es el yo que está aquí ahora. Así lo he sentido desde entonces. En una pequeña ciudad suiza, dentro de una noria, por alguna razón desconocida, mi ser se escindió de forma definitiva en dos. Quizá fuese una especie de transacción. Pero ¿sabes?, no es que me despojaran de algo. Porque ese algo aún debe de existir en la otra orilla. Lo sé. Sólo que un espejo se interpone entre nosotras, simplemente. Y yo no podré cruzar jamás esa pared de cristal. Jamás.

Myû se mordisqueó las uñas.

—Claro que no se puede hablar del futuro. ¿No crees? Quizás alguna vez, en algún lugar, nos reencontremos y volvamos a fundirnos las dos en una. Sin embargo, queda aún un gran problema. Yo ya no puedo discernir cuál de las imágenes a ambos lados del espejo es la auténtica. Es decir, ¿era el verdadero yo el que aceptó a Fernando? ¿O el yo que lo destestaba? No me siento capaz de aclarar esta confusión.

Tras las vacaciones de verano, Myû no vuelve a la universidad. Abandona sus estudios en el extranjero y regresa a Japón. Tampoco vuelve a tocar el teclado. Ha perdido la fuerza necesaria para crear música. Al año siguiente fallece su padre. Ella le sucede en la dirección de la empresa.

—No poder seguir tocando el piano me ocasionó una conmoción, seguro, pero no me pareció una gran pérdida. Yo ya presentía que, antes o después, me sucedería. De todas formas… —Myû sonrió—, el mundo está lleno de pianistas. Con los veinte pianistas de primera categoría en activo que debe de haber en el mundo es suficiente. Si vas a una tienda de discos y buscas Waldstein o Kreisleriana, lo entenderás. El repertorio de música clásica es limitado y el espacio en los estantes de CD también lo es. Para la producción discográfica mundial, basta con veinte pianistas de primera en activo. Que yo desaparezca no puede importarle a nadie. —Myû extendió sus diez dedos ante los ojos, hizo girar las manos una y otra vez. Como si estuviera confirmando, una vez más, sus recuerdos—. Cuando llevaba un año en Francia, descubrí algo extraño. Descubrí que personas cuya técnica era inferior a la mía, que se esforzaban menos, eran más capaces que yo de emocionar a la audiencia. En los concursos siempre me ganaban en la última fase. Al principio pensaba que había algún error. Pero se repitió lo mismo cientos de veces. Eso a mí me irritaba, me enfurecía. ¡No es justo!, pensaba. Pero, poco a poco, incluso yo fui viéndolo. Que me faltaba algo. No sé muy bien qué, pero algo importante. Tal vez la profundidad necesaria, como persona, para producir una música capaz de emocionar a los otros. Mientras estuve en Japón no me daba cuenta. Allí, yo siempre había sido la mejor y tampoco tenía tiempo para hacerme preguntas sobre mis interpretaciones musicales. Pero en París estaba rodeada de personas con talento y yo, al final, incluso acabé comprendiéndolo. De una manera diáfana, igual que el sol asciende en el cielo y despeja la niebla.

Myû suspiró. Alzó la cabeza y sonrió.

—A mí, desde niña, me había gustado establecer mis propias normas, sin fijarme en lo que me rodeaba, y seguirlas. Era una niña independiente, concienzuda. Había nacido en Japón, iba a una escuela japonesa, había crecido jugando con amigos japoneses. Por eso me sentía completamente japonesa, pero, a pesar de ello, era de nacionalidad extranjera. Para mí, en sentido estricto, Japón era, al fin y al cabo, un país extranjero. Mis padres no eran del tipo que insiste machaconamente en las cosas, pero esto, sólo esto, sí me lo metieron en la cabeza desde pequeña: «Tú aquí eres extranjera». Y yo decidí que, para vivir en este mundo, debía hacerme fuerte.

Myû prosiguió con voz serena.

—Fortalecerse, en sí mismo, no es malo. Claro está. Pero ahora veo que yo estaba demasiado acostumbrada a ser fuerte y que jamás traté de entender a los débiles. Estaba demasiado acostumbrada a que la fortuna me sonriera y jamás traté de entender a los menos afortunados. Estaba demasiado acostumbrada a gozar de salud y jamás traté de entender el sufrimiento de quienes a veces no la tenían. Cuando veía a personas que, no yéndoles bien las cosas, no sabían qué hacer o estaban paralizadas por el miedo, pensaba que se debía sólo a que no se esforzaban lo suficiente. Los que se quejaban a menudo me parecían intrínsecamente holgazanes. Mi concepción de la vida era decididamente práctica, pero falta de toda calidez humana. Y no había una sola persona a mi alrededor que me lo advirtiera.

»A los diecisiete años perdí la virginidad y, desde entonces, me acosté con no pocos hombres. Salí con muchos chicos y, además, si se daba la ocasión, me acostaba con hombres a quienes apenas conocía. Pero, amar a alguien…, amar a alguien de corazón, ni una sola vez. A decir verdad, no tenía tiempo. La idea de convertirme en una pianista de primera categoría ocupaba por entero mi alma, dar un rodeo o desviarme de mi camino ni siquiera se me había pasado por la cabeza. “¿Qué me falta?”, cuando me di cuenta de ese vacío, ya era demasiado tarde.

Myû volvió a extender los dedos de ambas manos ante sus ojos y reflexionó unos instantes.

—En este sentido, lo que me ocurrió en Suiza hace catorce años tal vez fuera, de alguna forma, algo que yo misma hice. A veces lo pienso.

Myû se casa a los veintinueve años. Deseo sexual, no puede sentirlo en absoluto. Tras lo sucedido en Suiza es incapaz de tener relaciones íntimas. Algo se ha extinguido en su interior para siempre. Ella le explica este hecho —sólo esto— a él. «Por eso no puedo casarme con nadie». Pero él le dijo que la amaba y que, aunque no tuvieran relaciones físicas, quería compartir su vida con ella. Myû no encontró razón alguna para rechazar su propuesta. Lo conocía desde niña y siempre había sentido afecto por él. Como compañero para toda la vida, era impensable otra persona. Y, en el terreno práctico, la formalidad del matrimonio era sumamente importante para la empresa que ella dirigía.

Myû prosigue:

—Mi esposo y yo sólo nos vemos los fines de semana, pero nos llevamos fundamentalmente bien. Somos como dos buenos amigos y compartimos nuestras vidas, nos sentimos muy cómodos el uno junto al otro. Hablamos de muchas cosas y, también en el plano humano, confiamos el uno en el otro. Cómo y dónde satisface su vida sexual, eso es algo que no sé, pero no me concierne. Sea como sea, no mantenemos relaciones sexuales. Tampoco nos tocamos. Me sabe mal, pero no quiero tocarlo. No quiero tocarlo, sencillamente.

Cansada de hablar, Myû se cubrió en silencio la cara con ambas manos. Al otro lado de la ventana, el cielo ya estaba del todo claro.

—Yo antes estaba viva, ahora todavía lo estoy, estoy realmente frente a ti, hablándote. Pero lo que hay aquí no es mi verdadero yo. Lo que ves no es más que una sombra de lo que alguna vez fui. Tú estás realmente viva. Pero yo no. Incluso las palabras que pronuncio ahora me suenan vacías como el eco.

Sin decir nada, rodeo los hombros de Myû con un brazo. No encuentro las palabras adecuadas. Por eso, inmóvil, seguiré abrazándola hasta la eternidad.

Amo a Myû. No hace falta decir que amo a la Myû de esta orilla. Pero amo también, con la misma intensidad, a la Myû que seguramente se encuentra en la otra orilla. Es un sentimiento intenso. Cuando pienso en ello, siento un chirrido en mi interior, como si estuviera partiéndome en dos. Como si el hecho de que yo me escinda fuera una proyección de la partición de Myû. Con toda intensidad, sin posibilidad de elección.

Después, aún me queda una duda. Si esta orilla en la que Myû está ahora no es el mundo de su imagen real original (es decir, si esta orilla era la orilla opuesta), ¿quién diablos soy yo, qué hago aquí compartiendo simultánea e íntimamente mi existencia con ella?