9

Después de intercambiar sus historias de gatos en el café del puerto, Myû y Sumire fueron a comprar comida y volvieron a la casa. Luego, cada una a su manera, dejaron pasar el tiempo hasta la hora de la cena. Sumire entró en su habitación, se dirigió a su ordenador portátil y empezó a escribir. Myû se sentó en un sofá de la sala de estar, cruzó las manos detrás de la cabeza, cerró los ojos y escuchó las baladas de Brahms ejecutadas por Julius Katchen. Era un viejo LP, pero la interpretación estaba cargada de una dulce emoción. Sin ser presuntuosa, era rica en matices.

—¿Te molesta la música? —preguntó Myû asomándose a la habitación. La puerta estaba abierta de par en par.

—Brahms no me molesta jamás —respondió Sumire volviéndose. Era la primera vez que Myû la veía escribiendo tan concentrada. En su rostro se reflejaba una tensión desconocida. Mantenía la boca cerrada, como un animal al acecho, sus pupilas parecían haber cobrado profundidad.

—¿Qué estás escribiendo? —preguntó Myû—. ¿Una nueva novela «sputnik»?

Sumire relajó un poco la tensión en torno a su boca.

—Nada importante. Sólo estoy anotando algunas ideas que se me han ocurrido. Quizá puedan serme útiles más adelante.

Myû volvió al sofá, se sumergió en el pequeño mundo que trazaba la música en la luz de la tarde. Pensó en lo maravilloso que sería interpretar a Brahms en toda su belleza. «En el pasado me costaba tocar las piezas pequeñas. Las baladas se me resistían especialmente. Jamás había sido capaz de penetrar en ese mundo de matices y suspiros fluctuantes. Ahora podría tocarlas mucho mejor». Pero Myû lo sabía muy bien: «Jamás podré volver a tocar algo».

A las seis y media, prepararon juntas la cena en la cocina y cenaron, una al lado de la otra, en la terraza. Sopa de besugo con hierbas aromáticas, ensalada y pan. Descorcharon una botella de vino blanco y, después de la cena, tomaron café. Un barco pesquero apareció desde detrás de la isla y penetró en el puerto trazando una breve estela blanca. Quizás en su hogar les estuviera aguardando, a los pescadores, una cena caliente.

—Por cierto, ¿cuándo nos iremos de aquí? —preguntó Sumire mientras lavaban los platos en el fregadero.

—Me gustaría quedarme otra semana, sin hacer nada, pero más tiempo no puedo —contestó Myû mirando el calendario que había en la pared—. Por mí, estaría así siempre, pero…

Y por mí también, claro —dijo Sumire sonriendo alegre—. ¡Qué le vamos a hacer! Todas las cosas buenas se acaban un día u otro.

Se retiraron, como siempre, cada una a su cuarto antes de las diez. Myû se puso un camisón largo de algodón blanco y se durmió apenas hundió la cabeza en la almohada. Poco después se despertó sacudida por los latidos de su corazón. El despertador de viaje que había a la cabecera de la cama marcaba poco más de las doce y media de la noche. La habitación estaba sumida en las tinieblas. Reinaba un silencio absoluto. Pero ella sentía que allí cerca había alguien agazapado, conteniendo el aliento. Tiró de la colcha hasta cubrirse la barbilla y aguzó el oído. En el pecho, el corazón le repicaba con intensos latidos de advertencia. No oía nada. Pero no se equivocaba. Allí había alguien. No era la continuación de una pesadilla. Alargó la mano y, sin hacer ruido, descorrió las cortinas unos centímetros. La luz pálida y acuosa de la luna penetró en la habitación. Moviendo únicamente los ojos, Myû inspeccionó su cuarto.

Conforme sus ojos iban acostumbrándose a la oscuridad, algo de oscuros contornos fue emergiendo en un rincón. Cerca de la puerta, a la sombra del armario, donde las tinieblas se intensificaban aún más. Aquello era de escasa estatura, de formas redondas. Parecía una gran saca de correos olvidada. Quizá fuera un animal. ¿Un perro grande? Pero la puerta del recibidor tenía la llave echada y la de la habitación estaba cerrada. Un perro no habría sido capaz de entrar.

Myû siguió conteniendo el aliento mientras mantenía la vista fija en aquella cosa. Sentía la boca terriblemente seca. Le quedaba el ligero regusto del brandy que se había tomado antes de acostarse. Alargó la mano y descorrió unos centímetros más la cortina. La luz de la luna penetró un poco más en la habitación. Y Myû, como si fuera soltando los hilos de una madeja, empezó a distinguir, una a una, las líneas del contorno de aquella masa negra. Parecía un cuerpo humano. El pelo le caía sobre la frente y dos piernas delgadas estaban dobladas por la rodilla formando un ángulo agudo. Alguien estaba sentado en el suelo, hecho un ovillo, con la cabeza hundida entre las piernas. El cuerpo ligeramente encogido, como dispuesto a protegerse de algo que fuera a caer del cielo.

Era Sumire. Con el pijama azul de siempre, aovillada como un insecto, entre la puerta y el armario. No movía ni un músculo. Tampoco se la oía respirar.

Al identificarla, Myû lanzó un suspiro de alivio. Pero ¿qué diablos estaría haciendo ahí Sumire? Myû se incorporó en silencio y encendió la lamparilla de noche. La luz amarilla iluminó sin recato toda la habitación. Pero Sumire no hizo movimiento alguno. Ni siquiera parecía darse cuenta de que la luz estuviera encendida.

—¿Qué te pasa? —la llamó Myû. Primero en voz baja, luego en voz más alta.

No hubo respuesta. La voz de Myû no parecía haber llegado a oídos de Sumire. Myû saltó de la cama, se le acercó. Bajo sus pies descalzos, la alfombra parecía más rugosa que nunca.

—¿Te encuentras mal? —le preguntó Myû a Sumire y se puso en cuclillas a su lado.

Como era de esperar, no hubo respuesta.

Entonces, Myû vio que Sumire llevaba algo en la boca. Era una toalla rosa que estaba siempre en el cuarto de baño. Myû intentó quitársela, pero no pudo. Sumire la mantenía fuertemente aferrada entre los dientes, tenía los ojos abiertos, pero no veía. Myû desistió de estirar de la toalla y le puso una mano sobre el hombro. Se dio cuenta de que llevaba el pijama empapado.

—Es mejor que te quites el pijama —le dijo Myû—. Has sudado mucho y te resfriarás.

Sumire parecía absorta. No oía nada, no veía nada. Myû decidió quitárselo. Si continuaba con el pijama puesto, quedaría aterida de frío. Era agosto, pero en las islas, por la noche, a veces refresca. Las dos se bañaban cada día sin bañador, estaban acostumbradas a mostrarse desnudas la una a la otra. A Sumire no tenía por qué importarle que la desnudara.

Myû, sosteniendo el cuerpo de Sumire, desabrochó los botones, le quitó la chaqueta despacio. Luego los pantalones. Al principio, el cuerpo de Sumire estaba rígido, pero se fue relajando gradualmente hasta quedar desmadejado. Myû pudo quitarle la toalla de la boca. Estaba empapada en saliva. En ella se apreciaba claramente la huella de los dientes de Sumire.

Debajo del pijama no llevaba bragas. Myû tomó una toalla que tenía cerca y empezó a secarle el sudor. La espalda, los sobacos, le secó el pecho. Y el vientre. De la cintura a los muslos, someramente. Sumire la dejaba hacer, dócil. Parecía seguir inconsciente, pero en el fondo de sus ojos se veía brillar, tenue, la luz de la percepción. Era la primera vez que Myû tocaba el cuerpo desnudo de Sumire. Su piel era tersa, suave como la de un niño pequeño. Al sostenerla, comprobó que su cuerpo era más pesado de lo que había supuesto, y olía a sudor. Mientras la secaba, Myû sintió cómo, dentro de su pecho, volvían a acelerársele los latidos del corazón. La boca se le llenó de saliva.

Bañado por la luz de la luna, el cuerpo desnudo de Sumire relucía bello como una cerámica antigua. Los pechos eran pequeños, pero bien formados, los pezones prietos. El vello púbico, empapado en sudor, brillaba como la hierba cubierta de rocío. Aquel cuerpo inerte bañado por la luz de la luna era completamente distinto al que ella había visto en la playa bajo la abrasadora luz del sol. Era un torbellino donde se mezclaban algunos incómodos restos de la infancia con una madurez reciente, abierta con ímpetu por el paso del tiempo que dibujaba el sordo dolor de la existencia humana. Myû tuvo la impresión de estar curioseando secretos ajenos que no debían ser vistos. Evitaba, en lo posible, mirar aquella piel y la secaba en silencio reproduciendo en su mente una pequeña pieza de Bach que había aprendido en su infancia. Le secó el flequillo empapado que se adhería a la frente. Incluso por dentro, sus pequeñas orejas estaban mojadas de sudor.

Myû sintió cómo el brazo de Sumire la rodeaba en silencio. Su aliento se proyectaba contra su nuca.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Sumire no respondió. Pero aumentó la fuerza de su abrazo. Myû la arrastró hasta la cama. La acostó y la cubrió con la colcha. Sumire se tendió y cerró los ojos.

Myû permaneció unos minutos contemplándola, pero Sumire no movió un músculo. Al parecer se había dormido. Myû fue a la cocina, bebió, uno tras otro, varios vasos de agua mineral. Se sentó en el sofá de la sala de estar e intentó serenarse inhalando lentas, profundas bocanadas de aire. Los latidos de su corazón se habían apaciguado, pero, a causa de la tensión soportada durante tanto rato, le dolía una parte de las costillas. Reinaba un silencio sofocante. No se oía una sola voz, ni el ladrido de un perro. Ni el vaivén de las olas, ni el viento. «¿Por qué habrá un silencio tan absoluto?», se extrañó Myû.

Fue al cuarto de baño, arrojó dentro del cesto de la ropa sucia el pijama empapado en sudor de Sumire, la toalla con la que la había secado y la que ella había aferrado con los dientes; después se lavó la cara con jabón. Contempló su rostro reflejado en el espejo. Al llegar a la isla había dejado de teñirse el pelo y éste aparecía inmaculado como la nieve recién caída.

Volvió a su habitación, Sumire tenía los ojos abiertos. Todavía parecían cubiertos por un velo opaco, pero habían recobrado la luz de la conciencia. Sumire permanecía acostada con la colcha hasta los hombros.

—Lo siento. Me ocurre a veces —se disculpó Sumire con voz ronca.

Myû se sentó en una esquina de la cama, sonrió, alargó la mano y le tocó el pelo. Aún lo tenía húmedo.

—Será mejor que te duches. Te sentirás más fresca. Has sudado mucho.

Sumire respondió:

—Gracias. Pero ahora prefiero quedarme así, sin moverme.

Myû asintió, le dio una toalla limpia, sacó un pijama de su cajón y lo dejó junto a la almohada.

—Póntelo. Tú no tienes otro, ¿verdad?

—¿Puedo dormir aquí esta noche? —preguntó Sumire.

—Claro. Quédate en mi cama. Yo dormiré en la tuya.

—Debe de estar empapada —dijo Sumire—. La colcha, todo. Además, no quiero estar sola. No me dejes sola. Por una noche, ¿no podrías dormir conmigo? Es que no quiero volver a tener esos sueños horribles.

Se lo pensó unos instantes, pero Myû accedió.

—Pero ponte el pijama. En una cama tan estrecha, me sentiría incómoda durmiendo junto a alguien desnudo.

Sumire se incorporó despacio y se destapó. Desnuda, de pie en el suelo, se puso el pijama de Myû. Se inclinó para ponerse los pantalones, luego se puso la chaqueta. Le costó abrocharse los botones. Parecía no tener fuerza en la punta de los dedos. Pero Myû la observaba sin prestarle ayuda. Mientras se iba abrochando los botones, parecía oficiar una especie de ceremonia religiosa. La luz de la luna confería una extraña dureza a sus pezones. «Aún debe de ser virgen», pensó Myû de repente.

Cuando terminó de ponerse el pijama de seda, volvió a tenderse en la cama y se corrió hacia un lado. También Myû se acostó, y percibió en el lecho un olor a sudor.

—Oye —dijo Sumire—, ¿puedo abrazarte?

—¿Quieres abrazarme?

—Sí.

Mientras Myû dudaba qué responder, Sumire alargó el brazo y le asió la mano. La palma de su mano aún seguía húmeda al tacto. Una mano cálida, suave. Después rodeó la espalda de Myû con ambos brazos. Los pechos de Sumire se apretaban un poco por encima del vientre de Myû. Entre los pechos de Myû reposaba la frente de Sumire. Ambas permanecieron bastante rato en esa posición. Poco después, Sumire empezó a temblar. Myû pensó que lloraba. Pero, al parecer, no podía derramar lágrimas. Rodeó los hombros de Sumire y la atrajo hacia sí. «Todavía es una niña», pensó Myû. «Sola y asustada, necesita a alguien que la conforte. Como aquel gatito aferrado a la rama del pino».

Sumire se desplazó un poco más hacia arriba. Con la punta de la nariz rozó el cuello de Myû. Los pechos de ambas se tocaron. Myû tragó saliva. La mano de Sumire vagaba por su espalda.

—Me gustas —dijo Sumire en voz baja.

—Tú a mí también —dijo Myû. ¿Qué otra cosa podía decir? Era la verdad.

Luego, los dedos de Sumire empezaron a desabrochar los botones del camisón de Myû. Ella intentó frenarla. Pero Sumire no se detuvo.

—Sólo un poco —dijo—. Sólo un momento.

Myû no pudo resistirse. Los dedos de Sumire acariciaron sus pechos. Los dedos resiguieron la curva de sus pechos. La punta de la nariz de Sumire oscilaba de derecha a izquierda sobre la garganta de Myû. Sumire le tocó los pezones. Los acarició con delicadeza, los pellizcó. Al principio tímidamente, luego con más fuerza.

Myû interrumpió el relato en este punto. Alzó el rostro y me miró a los ojos como si buscara algo. Sus mejillas habían enrojecido levemente.

—Creo que es mejor que te lo explique. Hace tiempo me sucedió una cosa extraña y, a causa de ello, mi pelo se volvió completamente blanco. En una sola noche, no se salvó un solo cabello. Desde entonces me tiño el pelo de negro. Pero Sumire ya sabía que me teñía y, al llegar a la isla, como me daba pereza, dejé de hacerlo. Aquí no me conocía nadie, qué más daba, pensé. Cuando supe que venías, volví a teñírmelo. No quería darte una impresión extraña en nuestro primer encuentro.

El tiempo transcurría a través del silencio.

—Yo no había tenido una sola experiencia homosexual, ni había pensado jamás que pudiera tener esa inclinación. Pero si Sumire lo deseaba, pensé que podía corresponderle. Al menos no me resultaba desagradable. Con Sumire, claro está. Por eso no la rechacé cuando me acarició o cuando me introdujo la lengua en la boca. Era una sensación extraña, pero intenté aceptarla. Y dejé que siguiera. A mí ella me gustaba mucho y quería verla feliz, por eso no me importaba que hiciera lo que hizo.

»Pero, aunque pensara eso, mi corazón y mi cuerpo son dos cosas distintas, ¿me entiendes? El hecho en sí de que Sumire me acariciara con tanto amor hacía que una parte de mí se sintiera incluso contenta. Pero por más que mi mente pensara de ese modo, mi cuerpo la rechazaba. No podía aceptarla. Yo sólo sentía excitados el corazón y la mente, el resto estaba seco y duro como una piedra. Es triste, pero yo no podía hacer nada. Como es natural, Sumire se dio cuenta. Su cuerpo ardía, estaba dulcemente húmedo. Pero yo era incapaz de corresponderle.

»Se lo expliqué. Que no la estaba rechazando. Que simplemente no podía hacerlo. Que después de que sucediera aquello, catorce años atrás, no había podido entregarme a nadie en este mundo. Que era algo que no dependía de mí, que se había decidido en otra parte. Le pregunté si había algo que pudiera hacer por ella. Es decir, con mis dedos, con mi boca. Pero no era eso lo que Sumire necesitaba. Y yo lo sabía.

»Me besó dulcemente en la frente y me dijo que lo sentía. Que era sólo que yo le gustaba. Que había dudado mucho, pero que no había podido evitarlo. “Tú también me gustas”, le dije. “Así que no te preocupes por nada. Sigo queriendo que estés a mi lado”.

»Luego, Sumire permaneció mucho rato con la cabeza hundida en la almohada, derramando las lágrimas contenidas durante largo tiempo. Mientras tanto, yo le acariciaba la espalda desnuda. Desde el cuello a la cintura, sintiendo la forma de sus huesos, uno a uno, bajo las yemas de mis dedos. También yo hubiese querido llorar. Pero no podía.

»Y entonces lo comprendí. Habíamos sido unas magníficas compañeras de viaje, pero, en definitiva, no éramos más que dos solitarios pedazos de metal trazando su propia órbita cada una. Desde lejos parecían bellos como estrellas fugaces. En realidad, sólo éramos prisioneras sin destino encerradas cada una en su propia cápsula. Cuando las órbitas de los dos satélites se cruzaban casualmente, nos encontrábamos. Quizá simpatizábamos. Pero sólo duraba un instante. Momentos después volvíamos a estar inmersas en la soledad más absoluta. Y algún día arderíamos y quedaríamos reducidas a nada.

»Sumire estuvo llorando un rato, luego se incorporó, recogió el pijama del suelo y se lo puso en silencio —explicó Myû—. Me dijo que volvía a su habitación, que quería estar sola. Le dije que no pensara demasiado. Por la mañana empezaría un nuevo día y todo volvería a ser como antes. “Claro”, repuso Sumire. Se inclinó y apretó su mejilla contra la mía. Su mejilla estaba húmeda y caliente. Tengo la impresión de que me susurró algo al oído. Pero me habló tan bajo que no la entendí. Iba a pedirle que me lo repitiera, pero ella ya me daba la espalda.

»Sumire se secó las lágrimas con una toalla y salió de la habitación. La puerta se cerró. Me arrebujé bajo el futón y cerré los ojos. Pensaba que, después de lo ocurrido, no podría conciliar el sueño, pero, extrañamente, me dormí enseguida.

»Cuando me desperté eran las siete. Sumire ya no estaba en la casa, por ninguna parte. Supuse que se habría despertado pronto (o tal vez que no habría dormido en absoluto) y que habría ido sola a la playa. Había dicho que quería estar sola. Me extrañó que no dejara una nota, pero pensé que tras lo ocurrido aquella noche debía de sentirse muy confusa.

»Hice la colada, tendí la ropa de cama de Sumire y, en la terraza, esperé leyendo un libro a que volviera. Pero a mediodía aún no había regresado. Estaba preocupada, así que, aunque me supo mal, registré su habitación. Me preocupaba que se hubiera marchado sola de la isla. Pero sus maletas seguían abiertas, su monedero y su pasaporte seguían allí y, en un rincón de la habitación, tenía puestos a secar el traje de baño y los calcetines. Encima de la mesa había desparramadas algunas monedas, blocs de notas, llaves. Entre éstas, la llave de la puerta de entrada de la casa.

»Tuve una sensación extraña. Me refiero a que, cuando nosotras íbamos juntas a la playa, para cruzar la montaña siempre nos poníamos unas zapatillas de deporte y una camiseta sobre el traje de baño. Y llevábamos la toalla y una botella de agua mineral dentro de la bolsa de tela. Pero tanto la bolsa como los zapatos y el traje de baño seguían en la habitación. Lo único que había desaparecido eran unas sandalias baratas que habíamos comprado en la tienda de ultramarinos y el pijama fino de seda que le había prestado yo. Aun suponiendo que sólo hubiera salido a dar una vuelta por los alrededores, vestida así no podía permanecer mucho tiempo fuera. Estuve buscándola por las inmediaciones de la casa durante toda la tarde. Recorrí los alrededores, me acerqué a la playa, bajé a la ciudad y deambulé por las calles, volví a casa. Sumire no aparecía por ningún lado. El sol se fue poniendo y cayó la noche. Una noche ventosa, muy distinta de la anterior. Hasta la mañana siguiente no paró de oírse el rumor de las olas. Cualquier pequeño ruido me despertaba. No había echado la llave a la puerta de entrada. Al amanecer, Sumire aún no había vuelto. Su cama permanecía tal como yo la había dejado. Entonces me dirigí a la comisaría de policía local que está cerca del puerto.

»Había un policía que hablaba un inglés fluido y se lo expliqué todo. Que mi compañera había desaparecido y que llevaba dos noches sin regresar a casa. Pero no me tomó en serio. “Ya volverá”, me dijo. “Suele pasar. Aquí esas cosas suceden. Es verano. Son jóvenes”. Volví al día siguiente. Me prestó algo más de atención. Pero todavía no se pusieron en movimiento, así que llamé al consulado japonés en Atenas y les expliqué la situación. Por suerte, me atendió alguien amable. Con un tono determinante le dijo algo en griego al jefe de policía y, gracias a eso, empezaron a investigar.

»No encontraron ni una sola pista. La policía fue recabando información por el puerto, por los alrededores de la casa, pero nadie la había visto. Ni el capitán del ferry ni el hombre que vendía los billetes recordaban haber tenido una pasajera japonesa aquellos días. Sumire debía de estar en la isla. Ante todo, no llevaba dinero suficiente para comprar el billete. Era imposible que una joven japonesa deambulara en pijama por una isla tan pequeña sin llamar la atención. Tal vez se hubiera ahogado mientras nadaba en el mar. La policía interrogó a una pareja de alemanes de mediana edad que había pasado la mañana a orillas del mar, al otro lado de la montaña. Dijeron que no habían visto a ninguna japonesa, ni en la playa ni en el camino de ida y vuelta. La policía me prometió proseguir la investigación y la verdad es que se han movido mucho. Pero el tiempo ha pasado sin que haya aparecido un solo indicio.

Myû respiró profundamente y se cubrió media cara con las manos.

—Lo único que me quedaba era llamarte a Tokio y pedirte que vinieras. Había llegado a un punto en que ya no sabía qué hacer.

Imaginé a Sumire vagando sola por las áridas montañas. Con el pijama fino de seda y las sandalias playeras.

—¿De qué color era el pijama? —pregunté.

—¿El color del pijama? —repitió Myû con expresión de extrañeza.

—El pijama que llevaba Sumire cuando desapareció.

—¿Que de qué color era? No me acuerdo. Acababa de comprarlo en Milán y aún no me lo había puesto. ¿De qué color podría ser? Un color claro. Verde pálido tal vez. Es muy ligero, sin bolsillos.

—Llama otra vez al consulado de Atenas y pídeles que envíen a alguien a la isla. Que venga alguien, como sea. Y que se pongan en contacto con los padres de Sumire. Ya sé que es duro para ti, pero no podemos permanecer más tiempo en silencio. —Myû hizo un pequeño gesto afirmativo—. Como ya sabes, Sumire es un poco extremista y a veces se comporta de forma rara. Pero pasarse cuatro días fuera de casa y no decirte nada, eso no lo haría jamás —dije—. En este sentido es muy cabal. Si no ha vuelto, es porque hay alguna razón que se lo impide. No sé cuál, pero quizá se trate de algo serio. Quizá se ha caído en un pozo mientras andaba y está esperando a que la rescaten. O quizás alguien se la ha llevado a la fuerza. Quizá la han asesinado y enterrado en alguna parte. A una chica joven que vaga por las montañas a altas horas de la noche con un fino pijama puede pasarle cualquier cosa. Sea como sea, debemos tomar urgentemente una determinación. Pero ahora es mejor que durmamos. Mañana será un día muy largo.

—¿No se te ha ocurrido que Sumire, en fin…, que Sumire se haya suicidado? —preguntó Myû.

—Es evidente que no se puede excluir totalmente esa posibilidad. Pero, suponiendo que hubiera decidido suicidarse, te habría dejado alguna nota. Habría actuado de modo que no te hubiera dejado con esta incertidumbre, no te habría ocasionado problemas. Ella te quería y, ante todo, habría pensado en el estado de ánimo y la situación en los que te dejaba.

Myû se me quedó mirando con los brazos cruzados.

—¿Lo piensas de verdad?

Asentí.

—Estoy convencido. Ella es así.

—Gracias. Eso es lo que más deseaba oír.

Myû me condujo a la habitación de Sumire. Una habitación cuadrada, sin ningún adorno, recordaba un gran dado. Había una cama de madera pequeña, un escritorio y una silla, un armario pequeño con un cajón para guardar objetos pequeños. A los pies de la mesa, había una maleta roja de tamaño mediano. La ventana, en la pared de enfrente, se abría a las montañas. Sobre la mesa, un novísimo ordenador portátil Macintosh.

—He retirado sus cosas para que puedas dormir tú.

Al quedarme solo, me invadió un sueño terrible. Ya era cerca de medianoche. Me desnudé y me escurrí entre las sábanas. Pero no logré conciliar el sueño. «Hasta hace poco, Sumire dormía en esta cama», pensé. La excitación del largo viaje reverberaba en mi cuerpo. Dentro de aquella cama dura, me poseyó la ilusión de que aquel viaje sin fin aún proseguía.

Entre las sábanas, recordé el largo relato de Myû e intenté enumerar los puntos esenciales. Pero mi cabeza no regía. Era incapaz de pensar sistemáticamente. «¡Es inútil! ¡Dejémoslo para mañana!», decidí. Luego, de repente, imaginé la lengua de Sumire introduciéndose en la boca de Myû. «¡Mañana, mañana!», pensé. Las perspectivas de que fuera un día mejor que el anterior eran escasas. Pero, fuera como fuese, de poco servía pensar entonces en eso. Cerré los ojos y pronto me sumí en un sueño profundo.