8

—Soy, desde hace tiempo, amiga de los viticultores de aquellos pueblos y conozco el vino que producen tan bien como mi propia casa. Qué vino da cada una de las terrazas de cada viñedo. Qué influencia tiene el clima del año en su sabor. Quién hace un buen trabajo, el hijo de quién ayuda a su padre con ahínco. Quién tiene deudas, a cuánto ascienden. Quién se ha comprado un Citröen nuevo. Incluso esto. El vino es como un caballo purasangre. Hay que conocer el linaje y toda la información nueva. No puedes basar tu negocio sólo en si el vino sabe o no sabe bien. —Aquí, Myû se interrumpió para recobrar el aliento. Parecía dudar entre proseguir o no. Sin embargo, continuó—. Tengo varios puntos de abastecimiento en Europa, pero los principales son estos pueblos de Borgoña. Así que intento ir allí una vez al año a pasar una temporada. Reavivar viejas amistades, recabar nueva información. Suelo ir sola, pero esta vez tenía que pasar primero por Italia y, como viajar sin compañía durante tanto tiempo es muy pesado y Sumire estudia italiano, decidí llevármela conmigo. Tenía intención de hacer que regresara con alguna excusa antes de partir para Francia. Desde joven estoy acostumbrada a viajar sola y, por bien que te lleves con alguien, estar juntos de la mañana a la noche se hace bastante difícil.

»Pero Sumire resultó ser mucho más competente de lo que suponía. Se encargaba de un montón de pequeños asuntos. De comprar los billetes, reservar habitación en los hoteles, negociar el precio, llevar las cuentas, encontrar buenos restaurantes, ese tipo de cosas. Había aprendido mucho italiano y, sobre todo, estaba llena de una curiosidad innata hacia el mundo. Me hizo experimentar cosas que yo jamás había experimentado yendo sola. Me sorprendió lo placentero que podía ser estar con alguien. Quizá sea porque entre Sumire y yo hay un vínculo afectivo muy especial.

»Recuerdo muy bien la primera vez que nos vimos, hablamos del Sputnik. Ella se refería a los escritores beatnik y yo los confundí con el Sputnik. Nos reímos y la tensión propia del primer encuentro desapareció. ¿Sabes qué significa Sputnik en ruso? En inglés sería travelling companion. Compañero de viaje. El otro día, buscando una palabra en el diccionario, lo encontré por casualidad. Bien pensado, es una extraña coincidencia. ¿Por qué pondrían los rusos un nombre tan raro a un satélite artificial? No era más que un infeliz trozo de metal que daba una vuelta tras otra, completamente solo, alrededor de la tierra.

En este punto, Myû se interrumpió, estuvo reflexionando unos instantes.

»Por eso decidí llevármela a Borgoña. Yo reavivaba viejas amistades y cerraba algunos tratos, y Sumire, que no habla francés, recorría los alrededores en un coche alquilado. En un pueblo conoció por casualidad a una rica anciana española y se hicieron amigas charlando en español. Esa señora le presentó a un caballero inglés que se alojaba en el mismo hotel. Un señor de más de cincuenta años, guapo, refinado, que estaba escribiendo algo. Creo que era homosexual. Siempre iba acompañado de un secretario que, al parecer, era su amante. A mí también me lo presentaron. Comimos juntos. Un señor muy agradable. Hablando, descubrimos que teníamos conocidos comunes. Y fuimos congeniando más y más.

»Luego nos dijo que tenía una pequeña villa en una isla de Grecia y nos invitó a utilizarla. Cada verano para allí un mes, pero este año tenía trabajo y no podía ir. Una casa, si no se usa, trae problemas, los caseros a veces no prestan la debida atención a su trabajo. Así que, si no teníamos inconveniente, nos dijo que quería que fuéramos. Así surgió lo de la casa.

Myû repasó la habitación con la mirada.

»De estudiante estuve una vez en Grecia. Fue uno de esos viajes relámpago, un crucero nos llevó de una isla a otra, pero, aun así, el país me fascinó. Poder disfrutar de una casa en una isla griega por tiempo indefinido me pareció una oferta tentadora. También a Sumire le apetecía el viaje, por supuesto. Me ofrecí a pagar un alquiler por la villa, pero él se negó categóricamente, dijo que no se dedicaba al negocio inmobiliario. Tras varios tiras y afloja, acordamos que, como muestra de agradecimiento, le enviaría una caja de vino tinto a su casa de Londres.

»La vida en la isla parecía un sueño. Por primera vez desde hacía tiempo disfrutaba de unas auténticas vacaciones, sin obligación alguna. Ya has visto cómo son las comunicaciones en la isla, así que no podía utilizar ni teléfono ni fax ni internet. Retrasar mi vuelta a Japón tal vez ocasionaría molestias a algunas personas en Tokio, pero en cuanto llegué aquí eso dejó de importarme.

»Por la mañana nos levantábamos temprano, metíamos en la bolsa las toallas, una botella de agua y la crema solar e íbamos andando hasta una playa que queda al otro lado de la montaña. Una playa tan hermosa que quita el aliento. La arena es de una blancura inmaculada y apenas hay olas. Como cuesta un poco acceder a ella, son pocas las personas que la visitan, especialmente por la mañana. Allí, hombres y mujeres se bañan desnudos, sin ningún pudor. También nosotras lo hicimos. Bañarse por la mañana en un mar de un azul purísimo y tan desnudo como viniste al mundo es una sensación maravillosa, incomparable. Como si hubieras accedido a otro mundo.

»Cuando nos cansábamos de nadar, nos tumbábamos en la arena a tomar el sol. Al principio nos cohibía mostrarnos desnudas, pero pronto dejó de importarnos. Debía de ser, sin duda, la magia del lugar. Nos untábamos la espalda la una a la otra con la crema solar y, tumbadas bajo el sol, leíamos, echábamos una cabezada, charlábamos de esto y aquello. Me sorprendía lo placentera que puede ser la libertad.

»Volvíamos a casa cruzando la montaña, nos duchábamos, tomábamos un almuerzo ligero y, después, bajábamos juntas las escaleras y entrábamos en la ciudad. En el café del puerto tomábamos un té y leíamos un periódico en inglés. Comprábamos comida en las tiendas, volvíamos a casa y, luego, cada una pasaba la tarde a su aire: leyendo en la terraza, escuchando música en la sala de estar. Por lo visto, Sumire escribía a veces en su habitación. La oía encender el ordenador portátil y teclear. Al atardecer bajábamos al puerto a ver cómo llegaba el ferry. Y tomábamos un refresco mientras mirábamos, sin cansarnos, cómo desembarcaban los pasajeros.

»“Me encuentro en los confines del mundo, tranquilamente sentada sin que nadie repare en mí”. Ésta era la sensación que tenía. “Aquí sólo estamos Sumire y yo. No es preciso que piense en nada más. No quiero moverme de aquí”, pensaba. “No quiero ir a ninguna parte. Quiero quedarme aquí para siempre”. Sabía, por supuesto, que era imposible. La vida que llevábamos era sólo una ilusión pasajera. En un momento u otro nos atraparía la realidad. Y deberíamos regresar a nuestro mundo. Pero al menos hasta entonces quería disfrutar al máximo de aquellos días sin pensar demasiado. En realidad, lo único que yo deseaba era disfrutar puramente de mi vida aquí. Por supuesto, hasta hace cuatro días.

*

El cuarto día por la mañana, las dos se dirigieron a la playa como de costumbre, se bañaron desnudas, volvieron a casa y salieron de inmediato hacia el puerto. El camarero del café se acordaba de ellas (y de la generosa propina que Myû le daba siempre), las saludó amablemente. Les dirigió incluso algunos piropos. Sumire compró en el quiosco un periódico en inglés impreso en Atenas. Era la única fuente de información que ligaba a ambas al mundo. Leer el periódico era función de Sumire. Miraba la cotización de la moneda y le leía a Myû, traduciéndoselos al japonés, los artículos importantes o de algún interés.

El artículo que Sumire eligió aquel día hablaba de una anciana de setenta años que había sido devorada por sus gatos. Había sucedido en una pequeña ciudad, en el extrarradio de Atenas. La mujer había perdido a su esposo once años atrás y, desde entonces, vivía tranquilamente en un piso de dos habitaciones acompañada de sus gatos. Un día tuvo un infarto, se derrumbó sobre el sofá y allí murió. Aún no se sabía el tiempo transcurrido entre el ataque y el fallecimiento. En cualquier caso, su alma, pasando por los debidos estadios, había abandonado definitivamente el cuerpo que había sido su morada durante setenta años. Como la fallecida no tenía parientes o conocidos que la visitasen con regularidad, tardaron en torno a una semana en descubrir el cadáver. La puerta estaba cerrada, las ventanas enrejadas. Muerta la dueña, los gatos quedaron atrapados. En el piso no había comida. Tal vez la hubiera dentro del refrigerador, pero los gatos no tenían la destreza necesaria para abrir la puerta. Cuando no pudieron resistir más el hambre, devoraron la carne de su dueña muerta.

Sumire leyó el artículo, párrafo a párrafo, bebiendo a sorbos el café que les habían servido en una tacita. Se acercaron unas pequeñas abejas y empezaron a libar con afán la mermelada de fresa vertida por un cliente anterior. Myû escuchaba con atención lo que leía Sumire y contemplaba el mar a través de sus gafas de sol.

—¿Qué sucedió después? —preguntó Myû.

—Eso es todo —dijo Sumire. Dobló el periódico, de formato reducido, y lo dejó sobre la mesa—. El periódico no dice nada más.

—¿Y qué les habrá pasado a los gatos?

—Vete a saber. —Sumire torció la boca—. Los periódicos son iguales en todas partes. Jamás dicen lo que a uno realmente le interesa.

Como si hubiesen percibido algo, las abejas alzaron el vuelo al unísono y estuvieron revoloteando unos instantes entre ceremoniosos zumbidos, aunque pronto se posaran de nuevo sobre la mesa. Y volvieron a libar la mermelada con la misma avidez.

—¿Qué habrá sido de los gatos? —dijo Sumire. Se alisó de un tirón las arrugas del cuello de su camiseta, que le iba demasiado grande. Vestía camiseta y pantalones cortos, aunque debajo, Myû lo había descubierto por casualidad, no llevaba ropa interior de ninguna clase.

—Quizá los hayan matado pensando que unos gatos que han probado la carne humana pueden, si se los deja sueltos, convertirse en gatos antropófagos. O, por el contrario, tal vez los hayan absuelto sentenciando: «¡Vosotros también habéis pasado la vuestra!».

—Si fueras el alcalde o el jefe de policía de la ciudad, ¿qué harías?

Sumire reflexionó durante unos instantes.

—¿Qué te parecería meterlos en un reformatorio, convertirlos en vegetarianos?

—No es mala idea —dijo Myû riendo. Luego se quitó las gafas de sol y miró hacia Sumire—. Esta historia me ha recordado mi primera lección de catolicismo, la que me dieron cuando entré en el instituto. Quizás ya te lo he contado, pero durante seis años fui a una estricta escuela católica femenina. Hasta primaria estudié en una escuela pública, pero después entré allí. Tras la ceremonia de la inauguración del curso, una monja anciana, muy distinguida, convocó a las nuevas alumnas en la sala de actos y nos habló de la moral católica. Era una monja francesa, pero dominaba el japonés. Supongo que nos contaría diversas historias, pero la única que recuerdo es la del naufragio en una isla desierta con un gato.

—Parece interesante —dijo Sumire.

—Tu barco naufraga, vas a la deriva hasta ser arrojado a una isla desierta. En el bote sólo vais tú y un gato. A consecuencia del naufragio, llegas a la isla, pero es un islote rocoso, deshabitado, donde no hay nada que comer. Tampoco hay agua. En el bote llevas biscotes y agua suficientes para una persona durante diez días. La historia iba más o menos así.

»Entonces la monja escrutó la sala con la mirada y nos dijo en un tono de voz fuerte y penetrante: “Cerrad los ojos e imagináoslo. Habéis sido arrojadas junto con un gato a una isla desierta. Una isla perdida en alta mar. Las probabilidades de que os rescaten antes de diez días son remotas. Cuando se os acaben la comida y el agua, moriréis. ¿Qué haríais vosotras? ¿Compartiríais el infortunio con el gato, os repartiríais con él la escasa comida?”. En este punto, la monja calló y volvió a escrutar con la mirada nuestros rostros. Luego prosiguió: “No, esto es un error. ¿Lo entendéis? No debéis compartir vuestra comida con un gato. Vosotras sois seres sagrados, elegidos por Dios, un gato no. De modo que el pan debéis coméroslo vosotras solas”, dijo la monja con expresión solemne.

»Al principio creí que se trataba de una broma. Que a continuación vendría una salida ingeniosa. Pero no hubo chiste. La historia derivó hacia el tema de la dignidad y los valores humanos. Yo me quedé atrás, no sé por qué. Es que, verás, ¿qué necesidad tenía de contar aquella historia? ¿Justamente a unas niñas que acababan de ingresar en la escuela? ¿El mismo día de la inauguración del nuevo curso? Aún hoy sigo sin comprenderlo.

Sumire reflexionó sobre ello.

—¿O sea que estaría bien que uno acabara comiéndose incluso al gato?

—Pues no lo sé. Hasta ahí no llegó.

—¿Eres católica?

Myû negó con la cabeza.

—No. Me hicieron ir a esa escuela porque quedaba por casualidad cerca de casa. Sólo por eso. Además, el uniforme era muy bonito. Yo era la única extranjera de toda la escuela.

—¿Tuviste alguna mala experiencia?

—¿Por ser coreana?

—Sí.

Myû volvió a negar con la cabeza.

—La escuela era muy liberal. Las reglas eran muy estrictas y había alguna monja tozuda, pero en general la atmósfera era progresista, no fui víctima de ningún tipo de discriminación. Hice buenas amigas, me divertí mucho mientras estudiaba en el colegio. Ciertamente, he tenido algunas experiencias desagradables, pero ha sido después, al integrarme en la sociedad. Claro que, en realidad, no creo que exista nadie que no haya vivido, por un motivo u otro, alguna experiencia desagradable cuando se ha integrado en la sociedad.

—He oído que en Corea se comen los gatos. ¿Es cierto?

—Yo también lo he oído, pero no conozco a nadie que se haya comido uno.

A primera hora de la tarde no se veía un alma en la plaza. Era el momento más caluroso del día. Los habitantes de la ciudad se encerraban en el frescor de sus casas y, la mayoría, disfrutaban de una siesta. A los únicos a quienes se les antojaba salir era a algunos extranjeros. En la plaza se erguía la estatua de un héroe. Se sublevó contra el ejército turco que ocupaba la isla al mismo tiempo que en la península griega se producía una revuelta, pero fue capturado y condenado a morir por empalamiento. Los turcos hincaron una afiladísima estaca en la plaza del puerto, desnudaron al infeliz héroe y allí lo clavaron. Con el peso del cuerpo, la estaca fue introduciéndose despacio, avanzando desde el ano hasta la boca, pero el héroe tardó mucho tiempo en expirar. Al parecer, la estatua se erguía en el mismo lugar donde habían hincado la estaca. En la época en que fue levantada, debió de haber sido una grandiosa y gallarda estatua de bronce; la brisa marina, el polvo y los excrementos de las gaviotas, el inevitable desgaste del paso del tiempo, habían hecho que ahora apenas se le distinguieran las facciones. Los habitantes de la isla casi ni prestaban atención a la mísera estatua, y a ella, por su parte, poco parecía importarle ya adónde fuera a parar el mundo.

—Hablando de gatos, guardo un recuerdo algo extraño —dijo Sumire como si se acordara de repente—. Cuando estaba en segundo de primaria, tenía un precioso gatito tricolor de unos seis meses. Una tarde, mientras yo estaba leyendo en el porche, empezó a pegar brincos, terriblemente excitado, al pie de un gran pino que crecía en el jardín. Los gatos suelen hacerlo, ¿verdad? Aunque no pase nada. Bufan, arquean el lomo, erizan el pelo, se ponen en posición de ataque con el rabo tieso.

»El gato estaba tan excitado que ni se daba cuenta de que yo lo estaba mirando desde el porche. Era una escena tan extraña que dejé el libro y me lo quedé observando. Parecía que quisiera proseguir eternamente aquel juego solitario. De hecho, conforme pasaba el tiempo, más en serio parecía tomárselo. Como si estuviera poseído. —Sumire se bebió el vaso de agua y se rascó la oreja—. Cuanto más lo miraba, más miedo me entraba. Se me ocurrió que, tal vez, el gato estuviera viendo algo que yo no podía ver, que eso era lo que lo agitaba de aquel modo. Poco después empezó a dar vueltas alrededor del árbol. Con una energía inusitada, como el tigre que se convierte en mantequilla del cuento ilustrado. Tras seguir así durante un tiempo, empezó a trepar por el tronco del árbol. Vi su carita atisbando entre las ramas, allá arriba. Desde el porche, lo llamé en voz alta. Pero no pareció oírme.

»Pronto anocheció y empezó a soplar el viento frío de finales de otoño. Sentada en el porche, esperaba a que bajase del árbol. Era un gatito muy sociable y pensé que, si yo permanecía allí, él bajaría enseguida. Pero no lo hizo. Tampoco lo oí maullar. Oscurecía deprisa. Me entró miedo y fui a avisar dentro de casa. Todos me dijeron: “¡Déjalo! ¡Bajará pronto!”. Pero el gato jamás volvió.

—¿No volvió? —preguntó Myû.

—No. El gato desapareció. Como el humo. Todos me dijeron que, durante la noche, habría bajado del árbol y se habría ido a jugar a alguna parte. Que los gatos, cuando se excitan, suben a lugares altos, pero que, una vez arriba, cuando miran hacia abajo, les entra miedo y ya no pueden bajar. Que pasa a menudo. Pero que si mi gatito aún estuviera arriba, maullaría desesperado para avisarnos de que se encontraba allí. Eso me dijeron. Pero yo no me lo creí. Pensaba que el gato debía de estar aferrado a una rama, tan aterrorizado que ni le salía la voz. Por eso, cuando volvía de la escuela, me sentaba en el porche, alzaba la mirada hacia el pino y lo llamaba de vez en cuando en voz alta. Pero nunca respondió. Una semana después desistí. Quería a mi gatito y me entristeció mucho lo sucedido. Cada vez que miraba el pino me imaginaba al infeliz gatito aferrado aún a las ramas altas, rígido, muerto. Mi gatito no había ido a ninguna parte, sino que había ido languideciendo allí arriba, hambriento y reseco.

Sumire alzó los ojos y miró a Myû.

—Desde aquel día, jamás he tenido otro gato. Me siguen gustando. Pero entonces decidí que aquel pobre gatito que había subido al árbol y que no había regresado jamás sería mi único gato. Olvidarlo y querer a otro era algo que yo no podía hacer.

*

—Ésta es la conversación que mantuvimos aquella tarde en el café del puerto —dijo Myû—. Entonces pensé que no eran más que recuerdos inocuos, pero, al pensar en ello luego, me dio la impresión de que todo tenía un significado. O tal vez sean sólo imaginaciones mías.

Myû miró por la ventana, ofreciéndome su perfil. El viento que llegaba del mar hacía ondear las cortinas fruncidas. Mientras ella miraba hacia la oscuridad, el silencio de la habitación pareció intensificarse un grado más.

—¿Puedo hacerte una pregunta? Siento desviarme del tema, pero hay algo que me preocupa desde hace rato —dije—. Has dicho que Sumire ha desaparecido, que se ha desvanecido como el humo. Hace cuatro días. Y que luego has ido a la policía, ¿es así? —Myû asintió—. Pero tú me has llamado a mí en vez de ponerte en contacto con su familia. ¿Por qué?

—No hay ninguna pista sobre lo sucedido. He estado dudando sobre si era mejor llamar a sus padres y preocuparlos antes de aclarar los hechos. Me lo he pensado mucho, pero he decidido esperar un poco más y ver cómo va todo.

Imaginé al guapo y sereno padre de Sumire tomando el ferry y llegando a la isla. ¿Lo acompañaría también, acongojada, su madrastra? De suceder tal cosa, la situación se complicaría, sin duda. Claro que, a mi parecer, ya era bastante complicada. No era fácil que un extranjero desapareciera y nadie lo hubiera visto durante cuatro días en una isla tan pequeña.

—¿Y cómo es que me has llamado a mí?

Myû volvió a cruzar sus piernas desnudas y tiró de los bajos de su falda sujetándolos con dos dedos.

—Eras la única persona a quien podía pedirle ayuda.

—¿Pese a no habernos visto nunca?

—Sumire confiaba en ti más que en nadie. Decía que tú, se tratara de lo que se tratase, eras capaz de ver las cosas en toda su complejidad.

—No creo que haya mucha gente que comparta su opinión —repliqué.

Myû entrecerró los ojos y sonrió, de tal forma que se le dibujaron, como siempre, aquellas finas arrugas.

Me levanté, me acerqué a ella, tomé de su mano la copa vacía. Fui a la cocina, le serví Courvoisier en la copa, volví a la sala de estar, se lo ofrecí. Myû me dio las gracias, tomó el brandy. El tiempo pasaba y, de vez en cuando, las cortinas oscilaban en silencio. El viento traía el olor de otra tierra.

—Oye, ¿tú realmente quieres saber la verdad? —preguntó Myû. Su voz tenía un timbre seco, como si al fin hubiese tomado una determinación.

Levanté la cabeza y la miré. Entonces dije:

—Hay una sola cosa que puedo asegurarte. Y es que, si no quisiera saber la verdad, no habría venido.

Durante unos instantes, Myû se quedó mirando las cortinas con ojos ciegos. Luego empezó a contar con voz pausada.

—Sucedió la noche del día en que hablamos de los gatos en el café del puerto.