Una profunda voz masculina pronunció mi nombre en un inglés con fuerte acento y luego tronó: «¿Es usted, verdad?». Eran las dos de la madrugada y yo estaba, como era de esperar, profundamente dormido. Tuve en la cabeza sensaciones tan desdibujadas como un campo de arroz bajo un aguacero y no atiné a decir nada. En las sábanas aún persistía vagamente el recuerdo del sexo de aquella tarde, todo parecía un escalón desfasado de la realidad, como una chaqueta mal abrochada. El hombre repitió mi nombre.
—¿Es usted, verdad?
—Sí, soy yo —respondí. No sonaba a mi nombre, pero lo era. Luego, durante unos instantes, se oyó una fuerte interferencia que sonó como dos masas de aire que chocaran la una contra la otra. Tal vez Sumire hubiera puesto una conferencia internacional desde Grecia. Me separé un poco el auricular de la oreja y esperé a oír su voz. Pero la voz que sonó por el auricular no fue la de Sumire sino la de Myû.
—Supongo que Sumire te habrá hablado de mí.
—Sí —respondí.
A través del hilo telefónico, su voz se oía lejana, distorsionada por alguna sustancia inorgánica, pero, con todo, se apreciaba con claridad cierta tensión. Algo duro, rígido, como el humo del hielo seco, penetró en mi habitación a través del teléfono y me despertó. Me incorporé sobre la cama, me desperecé y sujeté bien el auricular.
—Tengo poco tiempo —avisó Myû hablando rápido—. Llamo desde Grecia y es muy difícil conectar con Tokio; cuando al fin lo consigues, se corta enseguida. Lo he intentado antes muchas veces sin éxito. Así que prescindiré de las formalidades e iré al grano. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —contesté.
—¿Puedes venir aquí?
—¿Aquí? ¿Te refieres a Grecia?
—Sí, y lo antes posible.
Le dije lo primero que se me ocurrió.
—¿Le ha pasado algo a Sumire?
Myû hizo una pausa, el tiempo de tomar aliento.
—Aún no lo sé. Pero creo que quiere que vengas. Estoy segura.
—¿Crees?
—Por teléfono no puedo hablar. Puede cortarse de un momento a otro y el tema es delicado. Preferiría hablarlo cara a cara. Los gastos del viaje corren de mi cuenta. Coge un avión. Cuanto antes mejor. Compra un billete, de primera clase, lo que sea.
Diez días después empezaba el nuevo curso. Tenía que estar de vuelta para entonces, pero nada me impedía salir inmediatamente. Durante las vacaciones, un par de asuntos reclamaban mi presencia en la escuela. Pero ya me las arreglaría.
—Me parece que podré ir —dije—. No creo que haya problema. ¿Adónde debo dirigirme?
Ella me dio el nombre de una isla. Lo apunté en la guarda del libro que tenía a la cabecera de la cama. Ya había oído aquel nombre antes en alguna parte.
—Ve de Atenas a Rodas en avión y allí toma el ferry. El barco que va a la isla sólo sale dos veces al día, por la mañana y al anochecer, así que intenta ir al puerto a esas horas y estate al tanto. ¿Vendrás?
—Creo que podré —y cuando iba a añadir: «Sólo que…», la llamada se cortó. Violentamente, de golpe, como si alguien hubiera cortado una cuerda con un hacha. Luego volvieron a oírse las fuertes interferencias de antes. Pensando que tal vez se reestablecería la comunicación, mantuve unos instantes el auricular junto al oído, pero sólo me llegaban unos ruidos muy molestos. Desistí, colgué y salté de la cama. Me tomé un vaso de mugicha[8] frío en la cocina y, apoyado en la puerta del frigorífico, ordené mis ideas.
¿Realmente iba a coger el avión para las islas griegas? La respuesta era: «Sí». No tenía alternativa.
Deslicé fuera de la librería un mapamundi y busqué la isla que me había indicado Myû. Pese a la pista de que quedaba cerca de Rodas, no fue tarea fácil descubrirla entre las incontables islas diseminadas por el mar Egeo. Al fin logré encontrar aquel nombre impreso en pequeños caracteres. Estaba cerca de la frontera turca. Era tan pequeña que no se distinguía su silueta.
Saqué el pasaporte del cajón y comprobé si todavía era válido. Reuní todo el dinero que tenía en casa y lo embutí dentro de mi cartera. No era una gran suma, pero bastaba con sacar por la mañana dinero del banco con la tarjeta. En mi cuenta tenía ahorros y, además, mi paga de verano casi estaba íntegra. También tenía tarjeta de crédito y un billete de ida y vuelta a Grecia sí que podía comprarlo. Embutí varias mudas de ropa dentro de la bolsa de deporte de plástico que usaba para ir al gimnasio y metí dentro los artículos de aseo. Añadí dos novelas de Joseph Conrad que tenía pensado leer en cuanto pudiera. Dudé acerca del traje de baño, pero al final lo metí. Era posible que a mi llegada el problema ya estuviera completamente resuelto, que todo el mundo estuviera sano y feliz, que el sol brillara de forma apacible en el cielo y que yo pudiera tomarme un baño tranquilo antes de regresar… No hace falta decir que éste hubiera sido el desenlace más satisfactorio para todos.
Una vez preparado todo, volví a la cama. Apagué la luz, hundí la cabeza en la almohada. Eran poco más de las tres y aún podía dormir un poco hasta la mañana. Pero no conseguí conciliar el sueño. El recuerdo de aquella violenta conmoción bullía en mis venas. En el fondo de mis oídos, aquella voz masculina pronunciaba mi nombre. Encendí la luz, volví a salir de la cama, fui a la cocina, me hice un té con hielo, me lo bebí. Reproduje dentro de mi cabeza, desde el principio hasta el final, palabra por palabra, la conversación que había sostenido con Myû. Aquellas frases, vagas e inconcretas, estaban llenas de enigmas de doble sentido. Hechos, sólo había enunciado dos. Los escribí en un bloc de notas.
1) A Sumire le ha ocurrido algo. Qué le ha ocurrido, ni siquiera Myû lo sabe.
2) Yo tengo que ir allí lo antes posible. Sumire así lo quiere (piensa Myû).
Contemplé fijamente el bloc. Luego subrayé con bolígrafo las palabras «ni siquiera Myû lo sabe» y «piensa Myû».
1) A Sumire le ha ocurrido algo. Qué le ha ocurrido, ni siquiera Myû lo sabe.
2) Yo tengo que ir allí lo antes posible. Sumire así lo quiere (piensa Myû).
No podía imaginar qué habría podido sucederle a Sumire en aquella pequeña isla griega. Pero estaba claro que era algo desagradable: la cuestión era cuánto. Sin embargo, hasta la mañana no podía hacer nada. Me senté en una silla, puse los pies encima de la mesa y esperé a que llegara el amanecer leyendo un libro. La noche se me hizo eterna.
Al amanecer, fui hasta Shinjuku en la línea Chûô, hice trasbordo al Narita Express y llegué al aeropuerto. A las nueve empecé a recorrer las ventanillas de diferentes compañías aéreas. Allí me informaron de que de Narita no salían vuelos directos para Atenas. Tras varios intentos fallidos, conseguí un billete de la KLM en business class para Ámsterdam. Desde allí podía enlazar con un vuelo para Atenas. En Atenas tomaría un avión de vuelos nacionales de la Olympic que me llevaría a Rodas. Las reservas me las harían desde Narita. Si no ocurría ningún percance, tendría tiempo suficiente para hacer los enlaces con tranquilidad. Éste era, al menos, el camino más rápido. El billete era abierto y podría volver el día que quisiera dentro del plazo de tres meses. Pagué con tarjeta de crédito.
—¿Cuántas maletas quiere facturar?
—Ninguna —respondí.
Aún quedaba tiempo para embarcar. Desayuné en el restaurante del aeropuerto. Saqué dinero con la tarjeta de crédito, adquirí dólares en cheques de viaje. En la librería del aeropuerto compré una guía de Grecia. Era demasiado pequeña para que figurara la isla que había mencionado Myû, pero daba información básica sobre la moneda, el país y el clima, y me sería útil. Exceptuando la historia y el teatro de la época clásica, yo no sabía gran cosa sobre Grecia. De la misma manera que apenas tenía conocimiento sobre la orografía de Júpiter o sobre el sistema de refrigeración de un Ferrari. Jamás había contemplado la posibilidad de ir a Grecia. Al menos hasta las dos de la madrugada de aquel día.
Por la mañana llamé a una compañera de trabajo. Le conté que un pariente había tenido un accidente, que debía ausentarme de Tokio alrededor de una semana, le pregunté si, mientras tanto, podía encargarse por mí de unos asuntos de la escuela. Asintió. Ya habíamos hecho antes este trato muchas veces y no me resultó difícil convencerla.
—¿Y adónde vas? —me preguntó.
—A Shikoku —le respondí. No podía decirle que iba a Grecia.
—¡Caramba! ¡Pobre! Bueno, recuerda que debes estar aquí para principio de curso. Y tráeme un souvenir, ¿eh? —dijo ella.
—Claro —repuse. Eso ya lo solucionaría después.
Fui a la sala de espera vip, me apoltroné en un sofá y eché una cabezada. Un sueño intranquilo. El mundo había perdido todo sentido de la realidad. Los colores eran artificiales, los detalles rígidos. El fondo era de cartón piedra y las estrellas de papel de estaño. Eran visibles el celo y las cabezas de los alfileres que las sostenían. Se oyó una voz por megafonía: «Se ruega a los pasajeros del vuelo 275 de Air France con destino a París que se dirijan a la puerta de embarque…». Dentro de aquel sueño incoherente —o, tal vez, en medio de aquella vigilia incierta— pensé en Sumire. Por mi cabeza discurrieron entrecortadamente, como en un documental antiguo, momentos y lugares que habíamos compartido. Sin embargo, inmerso en el bullicio del aeropuerto, con aquella multitud de pasajeros yendo y viniendo, el mundo que nos pertenecía a Sumire y a mí se veía miserable, impotente, falto de precisión. Nosotros no teníamos, ni ella ni yo, la inteligencia precisa, ni siquiera el talento que pudiera compensar esa carencia. No había ningún pilar que nos sustentara. Éramos casi dos ceros sin límites. Dos existencias insignificantes que iban de un estadio de la nada a otro estadio de la nada.
Me desperté empapado en un sudor desagradable. La camisa húmeda se adhería a mi pecho. Sentía el cuerpo pesado, las piernas abotargadas. Como si me hubiese tragado un cielo nublado. Debía de estar pálido. La azafata de sala se me acercó y me preguntó con aire preocupado:
—¿Se encuentra usted bien?
—Sí —le dije—, es sólo el calor.
—¿Le apetece algún refresco? —me preguntó.
Y, tras pensármelo unos segundos, le pedí una cerveza. Me trajo una toallita facial húmeda, una Heineken, una bolsita de cacahuetes. Tras enjugarme el sudor y tomarme media cerveza, me sentí reconfortado. Y pude volver a echar otra cabezada.
El vuelo con destino a Ámsterdam salió de Narita a la hora prevista, cruzó el Polo Norte y llegó a Ámsterdam. Mientras tanto, para poder dormir, me había tomado dos whiskys y, al despertarme, había cenado un poco. Apenas tenía apetito y no quise desayunar. Como evitaba, mientras estuviera despierto, pensar más de la cuenta, me había concentrado en la lectura de Conrad.
Hice el trasbordo, me apeé en el aeropuerto de Atenas, me trasladé a la terminal vecina y, casi de inmediato, tomé un 727 para la isla de Rodas. El avión estaba lleno de animosos jóvenes procedentes de todos los rincones del mundo. Todos muy bronceados, vestían camisetas, tops y tejanos. Casi todos los hombres llevaban barba (o iban, tal vez, sin afeitar) y el pelo largo y despeinado recogido en una coleta. Con mis pantalones beige, el polo blanco de manga corta y la chaqueta azul marino de algodón, yo ofrecía una imagen demasiado formal, fuera de lugar. Me había olvidado incluso las gafas de sol. ¿Pero quién podía reprochármelo? Hasta pocas horas antes estaba en mi casa preocupado por qué hacer con la basura.
En el mostrador de información del aeropuerto de Rodas pregunté por el embarcadero del ferry que iba a la isla. No estaba lejos del aeropuerto. Si me apresuraba, podría coger el barco de la tarde. «¿Cabe la posibilidad de que esté completo?», quise asegurarme. «Aunque lo estuviera, ¡por una persona más!», me respondió con una mueca una mujer de nariz afilada y edad indefinida agitando las manos. «No es un ascensor».
Paré un taxi, me dirigí al puerto. Le dije que fuera lo más rápido posible, pero no pareció entenderme. En el coche no había aire acondicionado; por la ventanilla abierta de par en par entraba un aire tórrido cargado de polvo blanco. Durante el viaje, el conductor me ofreció, en un violento y sudoroso inglés, una larga y melancólica disertación sobre el euro. Me limité a asentir cortésmente sin preguntarle nada. Con los ojos entrecerrados, veía desfilar las cegadoras calles de Rodas. En el cielo no había una sola nube, ningún pronóstico de lluvia. El sol calcinaba los muros de piedra de las casas. Había hileras de árboles nudosos cubiertos por una capa de polvo y, a su sombra, o sentada bajo los toldos, la gente contemplaba el mundo casi sin decir palabra. Conforme iba resiguiendo esta escena con la mirada, mayores eran mis dudas de haber llegado al lugar correcto. Pero los llamativos anuncios de tabaco y ouzo escritos en griego que se sucedían de forma nada mítica a lo largo del camino desde el aeropuerto a la ciudad me indicaron que, sin posibilidad de error, me encontraba en Grecia.
El ferry de la tarde aún no había zarpado. Era mucho más grande de lo que suponía. En la parte posterior de cubierta había espacio para el transporte de automóviles; dos camiones de mediano tamaño cargados de alimentos y otras mercancías y un viejo Peugeot Sedan esperaban allí a que el barco abandonara el puerto. Compré el billete, embarqué; casi en el mismo instante en que me hundía en un asiento de cubierta, el barco soltó las amarras que lo sujetaban al muelle y sus motores arrancaron con un rumor profundo. Suspiré, alcé la vista hacia el cielo. Ahora sólo me quedaba esperar a que el barco me condujera a mi destino.
Me quité la chaqueta sucia de polvo y sudor, la doblé, la metí en la bolsa. Eran las cinco de la tarde, pero el sol todavía estaba alto en el cielo y su luz era abrumadora. Bajo el toldo, abandonándome a la brisa que flotaba desde proa, me fui relajando y sintiendo mejor. Los deprimentes pensamientos que se habían apoderado de mí en el aeropuerto de Narita ya se habían desvanecido. Me habían dejado sólo un ligero y amargo regusto en la boca.
La isla a la que me dirigía no era, al parecer, un lugar turístico muy concurrido, pues había muy pocos visitantes sentados en cubierta. La mayor parte de los pasajeros eran lugareños que regresaban de despachar algún asunto en Rodas, casi todos ancianos. A sus pies, depositados con extremo cuidado, como si se tratase de animales delicados, llevaban los artículos que acababan de adquirir. Sus rostros, casi inexpresivos, estaban surcados de profundas arrugas. Parecía que el sol abrasador y el duro trabajo físico les hubiera robado la expresión de la cara.
Viajaban además algunos soldados jóvenes. Aún tenían la mirada transparente de los niños y el sudor teñía de negro las espaldas de sus camisas militares de color caqui. Había dos viajeros de aspecto hippy sentados por el suelo con pesadas mochilas a la espalda. Ambos delgados, las piernas largas, la mirada severa.
También había una adolescente griega que vestía una falda larga. Era una muchacha de pupilas negras y profundas, de belleza providencial. Charlaba animadamente con una amiga que estaba a su lado mientras dejaba ondear su melena al viento. En sus labios se dibujaba una sonrisa dulce, como si insinuara un preciado secreto. Sus grandes pendientes de oro brillaban bajo el sol. Los jóvenes soldados, recostados en la barandilla de cubierta, le dirigían de vez en cuando miradas furtivas mientras fumaban con aire displicente.
Yo contemplaba el profundo mar azul y la miríada de pequeñas islas mientras me tomaba una limonada que había comprado en el quiosco. La mayor parte, más que islas propiamente dichas, eran islotes rocosos donde no vivía nadie. Sin agua, sin vegetación, simples peñascos donde sólo se posaban las blancas aves marinas para otear los peces. Los pájaros, a su paso, ni siquiera le dedicaban al barco una mirada. Las olas rompían en la base de las rocas levantando una espuma tan blanca que cegaba. De vez en cuando aparecía alguna isla habitada. Con unos pocos árboles de aspecto sufrido aquí y allá, algunos muros blancos diseminados por la ladera. En las pequeñas calas se mecían barcos pintados de colores brillantes, los altos mástiles trazaban arcos en el aire al vaivén de las olas.
Un anciano con el rostro surcado de arrugas sentado a mi lado me ofreció un cigarrillo. Le indiqué, sonriendo, con un movimiento de la mano, que se lo agradecía, pero que no fumaba. A cambio, me ofreció un chicle de menta. Lo acepté complacido y lo masqué mirando el mar.
El ferry llegó a la isla pasadas las siete de la tarde. Los rayos de sol ya habían perdido su fuerza, pero el cielo todavía estaba claro y la luz del verano aumentaba aún más su claridad. En la blanca pared de un edificio del puerto figuraba, en enormes letras negras, el nombre de la isla. El barco se aproximó al muelle y los pasajeros, equipaje en mano, empezaron a cruzar la pasarela. Frente al puerto había un café con terraza donde esperaban quienes habían ido a recibir a los pasajeros.
Después de desembarcar busqué a Myû con la mirada. No vi a nadie que pudiera serlo. Sólo se me acercaron los propietarios de algunas pensiones preguntándome si buscaba alojamiento. Negué, cada una de las veces, con un movimiento de cabeza. Pero ellos deslizaron sus tarjetas en mi mano.
Los pasajeros que habían desembarcado se perdieron en distintas direcciones. Quienes habían ido de compras se fueron a sus casas; los viajeros, a algún hotel o pensión. Las personas que habían venido a recibir a alguien, tras localizarlo e intercambiar un rápido abrazo o apretón de manos, desaparecieron junto con el recién llegado en alguna parte. Los dos camiones y el Peugeot Sedan también fueron descargados del barco y se alejaron dejando un estrépito de motores. Incluso desaparecieron los perros y los gatos que se habían acercado movidos por la curiosidad. Los únicos que quedamos atrás fuimos un grupo de ancianos tostados por el sol a quienes les sobraba el tiempo y yo, con mi bolsa de plástico de gimnasio, tan fuera de lugar, colgando de la mano.
Me senté a una mesa de la cafetería y pedí un té con hielo. Me pregunté qué debía hacer. La respuesta era «nada». La noche se acercaba y yo no sabía nada de la isla ni de su geografía. No había nada que yo pudiera hacer. Esperaría un poco más y, de no aparecer nadie, lo único que se me ocurría era buscar alojamiento y volver por la mañana a la hora de llegada del ferry. Era impensable que Myû faltara a la cita por despiste. Al menos, según afirmaba Sumire, Myû era una persona muy cuidadosa y metódica. Si no se había presentado, tenía que ser por alguna razón. Quizá no hubiera previsto que yo llegara tan pronto.
Me entró un hambre canina. Sentía un vacío tan terrible en el estómago que me daba la sensación de que mi cuerpo transparentaba. Tal vez la brisa marina le había recordado a mi organismo que no había ingerido alimento alguno desde la mañana. Pese a todo, y porque no quería que Myû y yo nos cruzáramos, decidí aguantarme y esperar un rato más en la cafetería. De vez en cuando, los lugareños me lanzaban al pasar miradas curiosas.
En el quiosco junto a la cafetería compré una pequeña guía en inglés donde figuraban la historia y la geografía de la isla. La estuve hojeando mientras me tomaba un té con hielo extrañamente insípido. La población de la isla oscilaba, según la estación, entre las tres y las seis mil personas. Aumentaba en verano, con la llegada de los turistas; decrecía en invierno, cuando muchos de sus habitantes iban a buscar trabajo fuera. En la isla no había nada que pudiera llamarse industria; la agricultura se limitaba al cultivo del olivo y de algunos árboles frutales. Aparte, contaban con la pesca y la recogida de esponjas. A principios del siglo XX, muchos habitantes de la isla habían emigrado a América. La mayoría vivía en Florida, ya que allí podían explotar su experiencia en la pesca y la recogida de esponjas. Al parecer había en Florida una pequeña ciudad que se llamaba igual que la isla.
En la parte alta hay unas instalaciones militares de radar. Cerca del puerto civil se encuentra otro puerto pequeño de donde entran y salen las lanchas de la patrulla costera. La frontera con Turquía está cerca y vigilan la entrada ilegal de inmigrantes y el contrabando. Ésa es la razón de que se vean soldados en la ciudad. Si se produjera algún conflicto con Turquía (de hecho abundan las escaramuzas), la entrada y salida de barcos se intensificaría.
Antes de Cristo, en la época de esplendor de la civilización griega, la isla era un próspero enclave comercial. Se encontraba en la ruta del comercio con Asia. En aquellos días, los árboles verdes cubrían las montañas de la isla y permitían el florecimiento de la construcción naval. Sin embargo, con la decadencia de la civilización griega, se talaron los bosques (posteriormente, la isla jamás recuperaría su frondoso verdor) y la gloria de la isla también llegó a su ocaso. Después arribaron los turcos. Su dominio fue férreo, total. Cuando algo les desagradaba —eso decía la guía—, cortaban narices y orejas como quien poda los árboles. A finales del siglo XIX, tras una serie de sangrientas batallas contra el ejército turco, la isla alcanzó finalmente la independencia y la bandera nacional griega, azul y blanca, volvió a ser izada en el puerto. Luego llegó el ejército de Hitler. Fueron ellos quienes instalaron el radar en la cumbre de la montaña para vigilar el mar. Porque desde allí se alcanzaba la mejor panorámica de los alrededores. Los bombarderos ingleses llegaban desde Malta, sobrevolaban la zona con la intención de destruir el radar. Dejaron caer sus bombas. No sólo bombardearon la base, en la cumbre de la montaña, también bombardearon el puerto y hundieron inofensivos barcos pesqueros, con lo que murieron algunos pescadores. A consecuencia de los bombardeos murieron más griegos que alemanes. Entre los lugareños aún se les guarda rencor por ello.
Como sucede con la mayoría de islas griegas, la extensión de terreno llano es escasa y la práctica totalidad de la superficie de la isla la ocupan escarpadas y abruptas montañas. El único pueblo se encuentra en la costa sur, cerca del puerto. En la isla hay bellas y apacibles playas, aunque para llegar a ellas hay que descender por ásperos barrancos. Las playas de fácil acceso no tienen el menor encanto y ésta es, al parecer, la principal razón de que no aumente el número de turistas. Entre las montañas hay diseminados varios monasterios ortodoxos, pero los monjes viven recogidos siguiendo unos preceptos muy estrictos y las visitas de los curiosos no están permitidas.
Al menos por lo que pude leer en la guía, aquélla era una isla pequeña más, sin ninguna particularidad. Sin embargo, por una razón u otra, los ingleses le encontraban un atractivo especial (los ingleses son algo excéntricos) y, con no poco entusiasmo, habían fundado una colonia de villas de verano en una meseta cercana al puerto. Por lo visto, en la segunda mitad de los sesenta, algunos escritores ingleses habían residido allí y habían escrito novelas contemplando el mar azul, las nubes blancas. Algunas de estas obras habían sido aclamadas por la crítica y, gracias a ello, la isla había cobrado entre los círculos literarios ingleses cierta aureola de romanticismo. Con respecto a esta brillante faceta cultural de su propia isla, los griegos que la habitaban no mostraban, sin embargo, un gran interés.
Leí todo esto para distraer el hambre. Cerré el libro y eché otra ojeada a los alrededores. Los viejos sentados en el café contemplaban el mar sin cansarse, como si estuvieran sometiéndose a unas largas pruebas de la vista. Ya casi eran las ocho y, en mi estómago, el vacío se había convertido en dolor. De algún lugar me llegaba un olor a carne asada, a pescado a la parrilla, que me retorcía las entrañas como si de un jovial torturador se tratase. Sin poder resistirlo más me levanté de la silla. Y, cuando ya me disponía a agarrar mi bolsa con la intención de salir en busca de un restaurante, una mujer apareció en silencio ante mí.
El sol, que finalmente se ponía, daba de frente a una mujer que descendía a paso rápido las escaleras de piedra haciendo ondear ligeramente una falda blanca que le llegaba hasta las rodillas. Piernas juveniles que acababan en unas pequeñas zapatillas de tenis. Blusa verde pálido sin mangas, sombrero de ala estrecha, un pequeño bolso de tela al hombro. Su manera de andar era tan natural, tan cotidiana, tan integrada en el paisaje circundante que, al principio, pensé que era una lugareña. Pero la mujer encaminó sus pasos directamente hacia mí y, al acercarse, vi que sus rasgos eran orientales. Me senté casi en un acto reflejo y me levanté de nuevo. La mujer se quitó las gafas de sol y dijo mi nombre.
—Siento mucho llegar tan tarde —se disculpó—. Es que he ido a la policía y el papeleo no acababa nunca. Además, ni se me había pasado por la cabeza que llegaras hoy mismo. Como muy pronto te esperaba mañana al mediodía.
—He tenido suerte con los enlaces —repuse—. ¿La policía?
Myû me dirigió una mirada directa y esbozó una sonrisa.
—Si te parece bien, podemos hablar mientras comemos algo por aquí. No he tomado nada desde el desayuno. ¿Y tú? ¿Tienes hambre?
—Mucha —le dije.
Me condujo hasta una taberna que había detrás del puerto. Junto a la entrada había una enorme parrilla donde se veían pescado y marisco frescos asándose en las brasas. Me preguntó si me gustaba el pescado. Le respondí que sí. Myû hizo el pedido al camarero chapurreando en griego. Primero nos trajeron una jarra de vino blanco, pan y aceitunas. Uno y otro nos servimos vino blanco en las copas y nos lo bebimos sin formalidades ni brindis. Para calmar la agonía del hambre me embutí en la boca un pedazo del tosco pan del lugar y unas aceitunas.
Myû era hermosa. La primera impresión que recibí fue este hecho simple y manifiesto. No, en realidad, quizá no fuera ni tan simple ni tan manifiesto. Quizás estuviera cometiendo un estúpido error. Quizás yo, por algunas circunstancias, había sido absorbido dentro de un sueño ajeno que no admitía cambio alguno. Si lo pienso ahora, creo que no puedo descartar por completo esa posibilidad. Lo único que sí puedo asegurar es que, en aquel momento, me pareció hermosa.
Myû llevaba varios anillos en sus finos dedos. Uno de ellos era una sencilla alianza de oro. Mientras registraba velozmente en mi cabeza la primera impresión que me había causado, Myû me miraba de frente con los ojos serenos llevándose de vez en cuando la copa de vino a los labios.
—Es como si ya te conociera —dijo Myû—. Tal vez porque he oído hablar tanto de ti.
—Sumire también me ha hablado mucho de ti —comenté.
Myû esbozó una sonrisa. Cuando sonreía, sólo entonces, unas seductoras arrugas se le formaban junto al rabillo del ojo.
—Entonces no es necesario que nos presentemos.
Asentí.
Lo que más me gustó de Myû fue que no intentaba ocultar su edad. Según Sumire, tenía treinta y ocho o treinta y nueve años. Y, en realidad, aparentaba los años que tenía. Su piel era preciosa, su figura esbelta, las carnes prietas. Con el maquillaje adecuado, aparentaría estar en la segunda mitad de la veintena. Pero ella no hacía el esfuerzo. Myû dejaba que su edad aflorara con naturalidad y parecía aceptarlo muy bien.
Se llevó una aceituna a los labios, tomó el hueso y, como un poeta poniendo un signo de puntuación, lo tiró con gran elegancia dentro del cenicero.
—Siento mucho haberte llamado de ese modo, a esas horas de la madrugada —dijo Myû—. Hubiera querido explicártelo mejor, pero estaba muy conmocionada, no sabía por dónde empezar. Todavía no me he repuesto, pero como mínimo estoy más tranquila.
—¿Pero qué diablos ha sucedido? —pregunté.
Sobre la mesa, Myû cruzó los dedos de ambas manos, los descruzó, volvió a cruzarlos.
—Sumire ha desaparecido.
—¿Desaparecido?
—Como el humo —dijo Myû. Y tomó un pequeño sorbo de vino. Prosiguió—. Es una larga historia. Será mejor que te la cuente por orden, desde el principio. Si no, se te escaparán los matices. La historia en sí es muy delicada. Pero comamos antes. No es cuestión de minutos y, con el estómago vacío, el cerebro no funciona. Además aquí hay demasiado bullicio para hablar.
El restaurante estaba lleno de lugareños que gesticulaban y hablaban a gritos. Para poder oírnos, sin tener que chillar, Myû y yo tuvimos que inclinarnos por encima de la mesa y juntar las cabezas. Nos sirvieron una gran fuente de ensalada griega y una buena cantidad de pescado blanco a la parrilla. Ella sazonó el pescado, exprimió el zumo de medio limón por encima y lo regó con aceite de oliva. Yo la imité. Nos concentramos en la comida. Tal como había sugerido, lo que teníamos que hacer de momento era calmar el hambre.
—¿Cuánto tiempo puedes quedarte? —me preguntó.
—Dentro de una semana empieza el curso. Tengo que estar de vuelta para entonces —respondí—. Si no, puedo tener problemas.
Myû hizo un gesto maquinal de asentimiento. Apretó los labios. Parecía estar calculando algo. No dijo: «No te preocupes. Podrás volver a tiempo», y tampoco: «No sé si todo se solucionará tan rápido». Se formó un juicio, sacó sus propias conclusiones, se las reservó para sí misma y siguió comiendo en silencio.
Tras la cena, mientras tomábamos el café, Myû abordó el tema del importe del billete de avión. Me preguntó si podía devolvérmelo en cheques de viaje, en dólares. O si prefería que hiciera una transferencia en yenes a mi cuenta bancaria en cuanto regresara a Tokio. Qué me parecía mejor. Le respondí que no iba mal de dinero y que el billete podía pagármelo yo. Myû insistió. Era ella quien me había pedido que viniera.
Negué con un movimiento de cabeza.
—No es por guardar las formas. Sólo quiero decir que posiblemente, más adelante, hubiese venido por iniciativa propia. A esto me refiero.
Tras reflexionar unos instantes, Myû asintió.
—Te estoy muy agradecida de que hayas venido. No puedo decirte cuánto.
Salimos del restaurante. Caía sobre los alrededores un crepúsculo tan brillante como si lo hubiesen pintado. Un azul que parecía que, si respirabas hondo, los pulmones fueran a quedarse teñidos del mismo color. En el cielo empezaban a vislumbrarse, pequeñas y brillantes, las estrellas. Después de la cena, los lugareños irrumpían fuera de sus casas como si aguardaran impacientes la tardía puesta de sol, salían a pasear por las cercanías del puerto. Había familias, parejas, pandillas de amigos. El dulce olor a mar del ocaso inundaba las calles. Myû y yo cruzamos la ciudad a pie. A la derecha, en el paseo, había tiendas, un pequeño hotel, un restaurante con terraza. Detrás de una pequeña ventana con persianas de madera brillaba acogedora una luz amarilla, sonaba música griega por la radio. A la izquierda del paseo se extendía el mar, las olas negras de la noche rompían con placidez contra el muelle.
—Ahora tendremos que subir una cuesta —dijo Myû—. Podemos ir por escaleras empinadas o por una cuesta suave. Por las escaleras llegaremos antes. ¿Te importa?
—No —respondí.
Subimos unas estrechas escaleras de piedra que reseguían la pendiente de la colina. Eran largas y empinadas, pero los pies de Myû, enfundados en zapatillas de tenis, seguían el ritmo sin dar muestras de cansancio. Ante mis ojos, los bajos de su falda se mecían dulcemente de izquierda a derecha, sus pantorrillas bien torneadas, bronceadas por el sol, brillaban a la luz de una luna casi llena. Fui el primero en perder el aliento. De vez en cuando tenía que detenerme y respirar hondo. A medida que ascendíamos, las luces del puerto se veían más pequeñas, lejanas. Las actividades de toda la gente que me rodeaba hasta hacía un instante habían estado succionadas por esta sucesión de luces anónimas. Era una vista impresionante, digna de ser recortada con tijeras y clavarla con alfileres en la pared de los recuerdos.
La casa donde vivían Sumire y Myû era una pequeña villa con una terraza que daba al mar. De paredes blancas, tejas rojas y puerta pintada de color verde oliva. En el muro bajo que la rodeaba florecía una profusión de buganvillas rojas. Abrió la puerta, que no tenía echada la llave, y me invitó a pasar. Dentro de la casa reinaba un agradable frescor. Había una sala de estar, un comedor no muy grande y una cocina. En las blancas paredes estucadas colgaban, aquí y allá, pinturas abstractas. En la sala de estar había un tresillo, una librería, un aparato estéreo de música para reproducir discos compactos. Había dos dormitorios y un pulcro, aunque no muy amplio, cuarto de baño de paredes recubiertas de azulejos. Los muebles eran poco aparentes, pero tenían una calidez natural.
Myû se quitó el sombrero, se descolgó el bolso del hombro, lo dejó en el mármol de la cocina. Me preguntó si quería tomar algo o si prefería ducharme primero. Opté por la ducha. Me lavé el pelo, me afeité con cuchilla. Me sequé el pelo con secador, me puse una camiseta y unos pantalones cortos limpios. Entonces me sentí algo mejor. En la repisa del espejo del cuarto de baño había dos cepillos de dientes. Uno con el mango azul, el otro rojo. ¿Cuál de los dos pertenecía a Sumire?
Volví a la sala de estar. Myû estaba sentada en una butaca con una copa de brandy en la mano. Me ofreció una, pero me apetecía una cerveza fría. Yo mismo me dirigí a la nevera, saqué una Amstel, me la serví en un vaso largo. Hundida en la butaca, Myû guardaba un largo silencio. Más que buscando las palabras adecuadas, parecía estar sumergida en sus propios recuerdos, sin principio ni fin.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —me aventuré a preguntar.
—Hoy ha hecho ocho días —dijo Myû tras reflexionar un instante.
—¿Y Sumire ha desaparecido?
—Sí. Como el humo, tal como te he dicho antes.
—¿Cuándo?
—El cuarto día por la noche. —Y barrió la habitación con la mirada como si quisiera hallar en ella la clave. Luego prosiguió—: No sé por dónde empezar.
—Sumire me contó por carta hasta el momento en que fuisteis de Milán a París y os dirigisteis a Borgoña en tren. Y cómo, una vez allí, os alojasteis en una gran villa, como un palacio, de un amigo tuyo.
—Entonces empezaré por ahí —dijo Myû.