5

Voy a hablar un poco de mí.

Ya sé que ésta es la historia de Sumire, no la mía.

Pero es a través de mis ojos como se presenta a un ser humano, a Sumire, y es a través de ellos como se desgrana su historia, así que me parece hasta cierto punto necesario explicar quién soy.

Sin embargo, cada vez que debo hablar de mí mismo me siento, en cierto modo, confuso. Me veo atrapado por la clásica paradoja que conlleva la proposición: «¿Quién soy?». Si se tratara de una simple cantidad de información, no habría nadie en este mundo que pudiera aportar más datos que yo. No obstante, al hablar sobre mí, ese yo de quien estoy hablando queda automáticamente limitado, condicionado y empobrecido en manos de otro que soy yo mismo en tanto que narrador —víctima de mi sistema de valores, de mi sensibilidad, de mi capacidad de observación y de otros muchos condicionamientos reales—. En consecuencia, ¿hasta qué punto se ajusta a la verdad el «yo» que retrato? Es algo que me inquieta terriblemente. Es más, me ha preocupado siempre.

Sin embargo, la mayoría de las personas de este mundo no parece sentir ese temor, esa incertidumbre. En cuanto tienen oportunidad hablan de sí mismos con una sinceridad pasmosa. Suelen decir frases del tipo: «Yo parezco tonto de tan franco y sincero como soy», o «Soy muy sensible y me manejo muy mal en este mundo», o «Yo le leo el pensamiento a la gente». Pero he visto innumerables veces cómo personas «sensibles» herían sin más los sentimientos ajenos. He visto a personas «francas y sinceras» esgrimir sin darse cuenta las excusas que más les convenían. He visto cómo personas que «le leían el pensamiento a la gente» eran engañadas por los halagos más burdos. Todo ello me lleva a pensar: «¿Qué sabemos, en realidad, de nosotros mismos?».

Cuanto más pienso en ello, más reacio soy a hablar de mí mismo (si es que realmente hay necesidad de hacerlo). Antes prefiero conocer, en mayor o menor medida, hechos objetivos sobre existencias ajenas. Y, basándome en la posición que ocupan tales hechos y personajes individuales en mi interior, o a través del modo en que restablezco mi sentido del equilibrio incluyéndolos, trato de conocerme de la manera más objetiva posible.

Ésta ha sido la postura o, dicho de una manera más solemne, la visión del mundo que he mantenido desde la pubertad. Tal como el albañil apila un ladrillo sobre otro siguiendo el hilo tenso de la plomada, yo he ido conformando en mi interior esta manera de pensar. De una forma más empírica que lógica. Más práctica que intelectual. Pero un punto de vista como éste es difícil de explicar a los demás. Yo lo he aprendido sufriéndolo en mi propia piel.

Quizá se deba a eso, pero desde la adolescencia me he habituado a trazar una frontera invisible entre mí mismo y los demás. Empecé a tomar una distancia perpetua ante el otro, fuera quien fuese, y a mantenerla mientras estudiaba su actitud. Aprendí a no creerme todo lo que la gente dice. Mis únicas pasiones sin reservas han sido los libros y la música. Y, tal vez como lógica consecuencia de todo ello, me fui convirtiendo en una persona solitaria.

Crecí en el seno de una familia normal y corriente. Tanto que casi no sé por dónde empezar el relato. Mi padre, licenciado en ciencias por una universidad pública provincial, trabajaba en el laboratorio de una gran empresa alimentaria. Su hobby era el golf. Iba a jugar todos los domingos. Mi madre era una apasionada del tanka[6] y solía acudir a encuentros de aficionados. Cuando aparecía su nombre en la sección de tanka de los periódicos, estaba de buen humor durante una temporada. Le gustaba limpiar y detestaba la cocina. Mi hermana, cinco años menor que yo, odiaba tanto limpiar como cocinar y creía que de eso debían encargarse los demás. Total, desde que tuve edad para entrar en la cocina, me hice yo mismo mi propia comida. Me compré algunos libros y así aprendí a preparar la mayoría de los platos. He debido de ser el único niño que ha hecho algo parecido.

Nací en Suginami, pero era aún pequeño cuando nos mudamos a Tsudanuma, en la prefectura de Chiba, y fue allí donde crecí. En los alrededores sólo vivían empleados de empresa como nosotros. Mi hermana sacaba unas notas extraordinarias en la escuela y era el tipo de persona que no está satisfecha si no es la primera; total, que no solía hacer algo en balde. Ni siquiera sacar a pasear a su propio perro. Se licenció en derecho por la Universidad de Tokio y, al año siguiente, obtuvo el título de abogado. Se casó con un asesor financiero sin escrúpulos. Se compraron, cerca del parque de Yoyogi, en un elegante edificio, un piso de cuatro habitaciones que siempre está sucio como una pocilga.

Al contrario de mi hermana, yo nunca mostré el menor interés por los estudios ni por sacar buenas notas. Como no quería que mis padres me riñeran, asistía regularmente a las clases y estudiaba lo mínimo posible. Después jugaba al fútbol y, al volver a casa, me tumbaba en la cama y devoraba una novela tras otra. Ni iba a una academia ni tenía profesor particular. A pesar de ello, mis notas no eran malas. Al contrario. De modo que supuse que sería capaz de entrar en alguna universidad decente aunque no me preparara para el examen de ingreso. Y así fue.

Al ingresar en la universidad alquilé un pequeño apartamento y empecé a vivir solo. No recuerdo haber mantenido una conversación íntima con nadie de mi familia mientras viví en Tsudanuma. Pese a habitar bajo el mismo techo, no sabía quiénes eran mis padres ni mi hermana, ni tampoco qué esperaban de la vida; no creo que ellos supieran tampoco quién era yo ni a qué aspiraba en la vida. Diré, de pasada, que ni yo mismo lo tenía claro. Me apasionaba leer, pero carecía del talento necesario para ser escritor. Mis gustos, por otra parte, eran demasiado escorados para ser editor o crítico. La literatura, para mí, era un simple pasatiempo y debía mantenerla apartada de mis estudios y de mi trabajo. Por eso en la universidad no me especialicé en literatura sino en historia. No me fascinaba, aunque, a la hora de la verdad, descubrí que eran unos estudios muy interesantes. Ello no implica que hiciera el doctorado (como me recomendaba mi tutor) o que quisiera consagrarme a la historia. Es cierto que me gustaba leer y pensar, pero no tenía madera de investigador. Y, en este punto, tomo prestados unos versos del Eugenio Oneguin de Pushkin:

No sentía el menor deseo

de hurgar en esta alta montaña de polvo

que son las gestas históricas de los pueblos.

Tampoco me apetecía colocarme en una empresa normal e ir sobreviviendo en medio de una competencia salvaje, escalando, paso a paso, las inclinadas paredes de la pirámide del capitalismo.

Dadas las circunstancias, fue a través de un proceso de eliminación, por así llamarlo, como opté por la enseñanza. La escuela estaba a unas cuantas estaciones de mi casa. Casualmente, mi tío era miembro del Comité de Educación del ayuntamiento y me preguntó si me gustaría ser profesor de primaria. Como me faltaban unos cursos de aptitud pedagógica, me dijeron que al principio sería profesor adjunto, pero que, tras un corto periodo de prácticas, reuniría los requisitos necesarios para ejercer de profesor titular. Jamás había pensado en dedicarme a la enseñanza. Pero, siendo ya profesor, empecé a sentir por el trabajo un respeto y un amor más profundos de lo que esperaba. No, tal vez sería más exacto manifestar que me descubrí a mí mismo sintiendo un respeto y un amor profundos hacia algo.

De pie en el estrado, les hablaba a mis alumnos de realidades elementales sobre el mundo, la vida y el lenguaje, pero, al mismo tiempo, a veces también me hablaba a mí mismo sobre realidades elementales del mundo, la vida y el lenguaje redescubiertas a través de los ojos y la mentalidad de un niño. Según cómo se desempeñe, puede ser una actividad tan refrescante como enriquecedora. Además logré mantener una relación bastante buena con mis alumnos, con sus madres y con mis compañeros de trabajo.

Con todo, sigo con las lógicas dudas fundamentales. ¿Quién soy? ¿Qué es lo que espero? ¿Adónde voy?

Cuando hablaba con Sumire era cuando vislumbraba con mayor claridad mi existencia. Más que hablar, estaba pendiente de cada una de las palabras que brotaban de sus labios. Ella me preguntaba por esto y aquello; exigía además una respuesta. Si no se la daba protestaba, y si le salía con evasivas se enfadaba en serio. En este sentido era distinta a la mayoría de la gente. Sumire quería conocer de verdad mi opinión sobre diversas cuestiones. Así me acostumbré a darle una respuesta precisa a sus preguntas y, a través de este intercambio, le revelaba a ella (y de paso a mí mismo) muchas cosas sobre mí.

Cada vez que nos veíamos nos pasábamos horas hablando. Por más que habláramos, jamás nos cansábamos. Los temas de conversación eran infinitos. Hablábamos con mucha más confianza y entusiasmo que cualquiera de las parejas que había a nuestro alrededor. Sobre novelas, sobre el mundo, sobre el paisaje, sobre la lengua.

Siempre pensaba lo maravilloso que sería si fuésemos novios. Deseaba sentir el calor de su piel sobre la mía. Incluso soñaba con casarme con ella, con vivir a su lado. Sin embargo, no había ninguna duda al respecto: Sumire no abrigaba hacia mí ningún sentimiento romántico, y tampoco despertaba en ella el más mínimo deseo sexual. A veces, cuando me visitaba y se nos hacía tarde hablando, se quedaba a dormir. Pero en ello no había la menor insinuación. A las dos o tres de la madrugada bostezaba, se escurría entre las sábanas, hundía la cabeza en mi almohada y se quedaba dormida. Yo me acostaba en el futón extendido sobre el suelo, pero permanecía despierto hasta el amanecer, sin poder conciliar el sueño, presa de obsesiones, de dudas, de sentimientos de repugnancia hacia mí mismo y, a veces, de irreprimibles reacciones físicas.

Claro que no me resultó nada fácil aceptar que Sumire no sintiera apenas (o en absoluto) interés hacia mí como hombre. Cuando la tenía delante, notaba a veces un dolor agudo, como si alguien estuviera arrancándome las entrañas con un cuchillo acerado. Sin embargo, por más dolor que me reportaran, las horas que pasaba con Sumire eran las más preciosas de mi vida. Frente a ella olvidaba momentáneamente mi eterna soledad. Sumire expandía las fronteras de mi mundo, me hacía respirar hondo. Era la única persona capaz de hacerlo.

De este modo, para aliviar mi dolor, para evitar el peligro, empecé a mantener relaciones carnales con otras mujeres. Pensaba que así podría eliminar la tensión sexual entre Sumire y yo. En el sentido usual del término, yo no era un hombre con éxito entre las mujeres. Tampoco gozaba de un especial atractivo varonil ni estaba dotado de ningún talento en particular. Sin embargo, no sé por qué (la razón ni yo mismo la conozco), atraía a cierto tipo de mujeres. En un determinado momento descubrí que, dejando que las cosas siguieran su curso natural, no era tan difícil mantener relaciones sexuales con ellas. No había en ello nada que pudiera llamarse pasión, pero sí hallaba, al menos, cierto bienestar.

A Sumire jamás le oculté que mantenía relaciones sexuales con otras mujeres. No entrábamos en detalles, pero ella lo sabía todo más o menos. Tampoco le preocupaba demasiado. Si veía algún problema, era que todas eran mayores que yo y que no había ninguna que no estuviera casada, prometida o con novio fijo. Mi última conquista fue la madre de un alumno. Nos encontrábamos a escondidas unas dos veces al mes y nos acostábamos.

—Esto va a acabar arruinándote la vida —me advirtió Sumire una vez.

«Tal vez tenga razón», reconocí yo. Pero tampoco podía hacer nada.

Un sábado, a principios de julio, fui de excursión con la clase. Subí a las montañas de Okutama con treinta y cinco alumnos. Como de costumbre, todo empezó en un clima de alegre excitación y acabó en el más caótico de los alborotos. Al llegar a la cima, dos niños descubrieron que habían olvidado meter la comida en sus mochilas. En los alrededores no había ninguna tienda. No tuve más remedio que dividir entre ambos los norimaki[7] que la escuela me había preparado para almorzar. Me quedé sin comer. Uno me ofreció chocolate con leche y eso fue todo lo que tomé de la mañana a la noche. Al cabo de un rato, una niña dijo que no podía dar un paso más y tuve que bajar la montaña con la pequeña cargada a la espalda. Medio en broma, dos niños empezaron a pelearse y uno de ellos cayó y se golpeó la cabeza con una piedra. Tuvo una ligera conmoción cerebral, la sangre empezó a manarle a chorros de la nariz. Nada grave, pero la camisa del niño quedó tan empapada en sangre que parecía que hubiese sobrevivido a una masacre.

Entre una cosa y otra volví a casa exhausto. Me bañé, tomé un refresco, me escurrí entre las sábanas sin pensar en nada, apagué la luz, me sumí en un apacible sueño. Entonces llamó Sumire. Al mirar el reloj en la cabecera, vi que no llevaba ni una hora durmiendo. Con todo, no protesté. Estaba demasiado cansado, ni ánimos tenía para quejarme. Había días en que sucedían cosas así.

—Oye, ¿podemos vernos mañana por la tarde? —me preguntó.

Había quedado con una mujer en mi apartamento a las seis de la tarde. Ella dejaría su Toyota Celica rojo en un aparcamiento un poco apartado de casa y llamaría a mi puerta.

—Estoy libre hasta las cuatro —le respondí lacónicamente.

Sumire vestía una blusa blanca sin mangas, minifalda azul marino, llevaba unas pequeñas gafas de sol. Su único adorno era un pequeño pasador de pelo de plástico. Una imagen muy sobria. Apenas iba maquillada. Se mostraba al mundo con su aspecto casi natural. Pero, no sé por qué razón, al principio no la reconocí. Ni siquiera hacía tres semanas que nos habíamos visto por última vez, pero la persona que tenía ante los ojos, mesa por medio, parecía pertenecer a otro mundo que la Sumire de antes. Estaba, y me quedo corto, mucho más hermosa. Algo había florecido en su interior.

Pedí una caña, ella zumo de uva.

—Últimamente, cada vez que te veo se me hace más difícil reconocerte —le dije.

—Es la época —repuso ella sorbiendo el zumo con la paja, como si hablara para sí.

—¿Qué época? —le pregunté.

—Pues esta especie de adolescencia tardía que estoy pasando. A veces, cuando me levanto y me miro en el espejo, me parece estar viendo a otra persona. Si no ando con cuidado, esa persona me va a ir dejando atrás.

—¿No sería mejor que la dejaras pasar delante? —dije.

—Entonces, habiéndome quedado atrás, ¿dónde me metería?

—Si fueran dos o tres días, podrías quedarte en mi casa. Tratándose de ti, que te has perdido tú sola, siempre serás bienvenida.

Sumire se rió.

—Bromas aparte —dijo—, ¿adónde debo encaminarme?

—Ni idea. Pero, ante todo, has dejado de fumar, vistes ropa bonita, llevas los dos calcetines del mismo par, hablas italiano. Has aprendido a elegir el vino, a usar el ordenador, ahora duermes por las noches y te levantas por las mañanas. A alguna parte sí que estás yendo.

—Pero sigo sin poder escribir una sola línea.

—Todo tiene su lado bueno y su lado malo.

Sumire curvó los labios.

—Oye, ¿esto no te parece una especie de defección?

—¿Defección? —Durante unos instantes no la entendí.

—Traición. Abjurar de tu fe, de tus ideas.

—¿Por encontrar un trabajo, vestirte bien y dejar de escribir?

—Sí.

Sacudí la cabeza.

—Hasta ahora escribías porque lo deseabas. Si ya no te apetece, no tienes necesidad de hacerlo. No porque dejes de escribir va a incendiarse ninguna aldea. O a hundirse algún barco. O a alterarse el flujo y reflujo de las mareas. O la revolución va a retrasarse cinco años. A eso nadie puede llamarlo traición.

—¿Cómo se llama entonces?

Volví a sacudir la cabeza.

—O quizá sólo sea que ya nadie usa la palabra «traición», que ha quedado anticuada, y que ha caído en desuso. Quizás en alguna comuna que aún quede por ahí aún encuentres a alguien que a eso lo llame «traición». No conozco los detalles. Lo único que sé es que, si no quieres escribir, no tienes por qué hacerlo.

—¿Una comuna es lo que creó Lenin?

—Lo que Lenin creó fueron los kolkhoz. De ésos sí que no debe de quedar ni uno.

—No es que no quiera escribir —dijo Sumire. Y se quedó reflexionando unos instantes—. Es que ni intentándolo siquiera se me ocurre algo. Me siento frente a la mesa y no me viene al pensamiento una sola idea, una sola palabra, una sola escena. Ni un retazo. Hasta hace poco tenía muchísimas cosas por contar. Más de las que podía. ¿Qué diablos me ha pasado?

—¿Me lo preguntas a mí?

Sumire asintió.

Tomé un trago de cerveza fría y ordené mis ideas.

—Tal vez ahora te estés encuadrando a ti misma en una nueva ficción. Y, ocupada como estás en ello, no necesites plasmar tus sentimientos por escrito. Seguro. O quizá no tengas la cabeza para eso.

—No acabo de entenderlo. ¿Y tú? ¿Tú estás dentro de una ficción?

—La mayoría de personas de este mundo se encuadran a sí mismas dentro de una ficción. Y yo también, claro. Piensa en la transmisión de un coche. Pues es como una transmisión que te conecta con la cruda realidad. Que regula la fuerza que viene del exterior a través del engranaje, hace que todo sea más fácil de aceptar. Y así protege tu cuerpo vulnerable. ¿Me entiendes?

Sumire hizo un ligero movimiento afirmativo con la cabeza.

—Más o menos. O sea, que yo no me he adaptado todavía a mi nuevo marco de ficción. ¿Es eso lo que quieres decir?

—El problema más grave es que tú todavía no sabes de qué tipo de ficción se trata. Tampoco conoces el argumento. Y el estilo aún está por decidir. Lo único que sabes es el nombre de la protagonista. A pesar de ello, te acabará transformando de verdad. Dentro de poco, esta nueva ficción va a entrar en funcionamiento para protegerte y tú podrás ver este nuevo mundo. Pero aún es prematuro. Y, como es lógico, ahí está el peligro.

—Es decir, que me he quitado la transmisión y aún tengo que acabar de atornillarme la de recambio. Pero, con todo, el motor sigue funcionando. ¿Es eso?

—Tal vez.

Sumire puso la cara reconcentrada de costumbre y estuvo largo tiempo acribillando el hielo indefenso con el extremo de la paja. Después alzó la cabeza y me miró.

—De que ahí está el peligro ya me había dado cuenta. ¿Cómo podría explicártelo? A veces me siento muy desamparada. La incertidumbre de cuando te encuentras de golpe desposeída de un marco en el que apoyarte. La pérdida del lazo de la fuerza de gravedad, la sensación de estar flotando sola por el negro espacio, a la deriva. Sin saber siquiera adónde te diriges.

—¿Como un Sputnik pequeñito que se hubiera extraviado?

—Tal vez.

—Pero tienes a Myû —dije.

—Sí, por ahora —dijo.

Y enmudeció unos instantes.

—¿Crees que Myû también desea eso? —le pregunté.

Sumire asintió.

—Seguro que ella también lo desea. Posiblemente tanto como yo.

—¿Incluida la parte física?

—Es difícil de decir. Aún no lo tengo claro. Me refiero a lo que ella busca. Y por culpa de eso dudo, me siento confusa.

—El clásico desconcierto —dije.

En vez de responder, Sumire curvó un poco los labios que mantenía apretados.

—Y tú, ¿estás preparada?

Sumire hizo un solo movimiento afirmativo. Con decisión. Estaba muy seria. Descargué el peso de mi cuerpo contra el respaldo de la silla y crucé las manos por detrás de la cabeza.

—No irás a cogerme manía por eso, ¿eh? —dijo Sumire. Su voz parecía llegarme desde más allá de los bordes de mi conciencia, como el diálogo de una vieja película en blanco y negro de Jean-Luc Godard.

—No, por eso no voy a cogerte manía —dije.

La siguiente vez que vi a Sumire fue un domingo, quince días después, cuando la ayudé en el traslado. Decidió mudarse de repente y yo era el único que podía ayudarla. Claro que, libros aparte, al ser sus posesiones tan exiguas, apenas me ocasionó trabajo. Al menos, ser pobre tiene también su lado positivo. Pedí prestado un Toyota Hi-Ace a un conocido y llevé sus cosas al nuevo piso en Yoyogi-Uehara. La nueva casa no era ni especialmente nueva ni magnífica, aunque comparada con el viejo apartamento de madera de Kichijôji, que podía calificarse de monumento histórico, era un progreso notable. La casa la había encontrado un agente inmobiliario amigo de Myû, y por lo bien situada que estaba el alquiler no era alto. Por la ventana se divisaba, además, un paisaje magnífico. Era más del doble de grande que el apartamento anterior. Valía la pena mudarse. Estaba cerca del parque de Yoyogi y, si le apetecía, Sumire podía ir andando al trabajo.

—A partir de la semana que viene trabajaré cinco días por semana —dijo Sumire—. Tres veces a la semana es quedarse en medias tintas, y además es más práctico ir a la oficina todos los días. El alquiler de la casa nueva es un poco más alto pero, según Myû, ser un empleado normal tiene sus ventajas. Además, total, por más que esté en casa, ahora tampoco puedo escribir.

—No está mal —admití.

—Trabajando todos los días, lo quiera o no tendré que llevar una vida regular. Es posible que incluso deje de llamarte a las tres y media de la madrugada. Ésta es otra ventaja, ¿verdad?

—Una gran ventaja —repuse—. Claro que voy a sentirme un poco solo viviendo tú tan lejos.

—¿De verdad?

—Claro. Hasta el punto de que podría arrancarme mi inmaculado corazón y enseñártelo.

Yo estaba sentado en el desnudo suelo de madera del nuevo apartamento, recostado contra la pared. Dada la falta abrumadora de enseres domésticos, la habitación se veía vacía, deshabitada. En las ventanas no había cortinas y los montones de libros que faltaban por colocar en los estantes se apilaban en el suelo como refugiados intelectuales. Sólo un espejo de cuerpo entero novísimo imponía su presencia. Era el regalo de mudanza de Myû. Transportados por el viento del atardecer, se oían los graznidos de los cuervos del parque. Sumire estaba sentada a mi lado.

—Oye —me dijo.

—¿Sí?

—Aunque sea una lesbiana estúpida, ¿seguirás siendo amigo mío?

—Aunque fueras una lesbiana estúpida, no me importaría. Mi vida sin ti sería como Los grandes éxitos de Bobby Darin sin Mackie Navaja.

Sumire me miró con los ojos entrecerrados.

—No acabo de entender la metáfora, pero lo que quieres decir es que te sentirías muy solo, ¿verdad?

—Sí, más o menos —dije.

Sumire apoyó la cabeza en mi hombro. Llevaba el pelo recogido hacia atrás, sujeto por el pasador, y sus pequeñas y bonitas orejas quedaban al descubierto. Unas orejas preciosas, parecían recién hechas. Suaves y sensibles. Podía sentir su aliento sobre mi piel. Ella llevaba unos pantalones cortos de color rosa y una sobria camiseta azul marino descolorida. Por debajo de la camiseta se perfilaban sus pequeños pezones. Un ligero olor a sudor flotaba en el aire. A su sudor, al mío, o a una sutil mezcla de ambos. Me entraron ganas de abrazarla. Me asaltó un impulso irrefrenable de tumbarla contra el suelo. Pero sabía que era inútil. Desearlo no me llevaba a ningún sitio. Se me hizo difícil respirar, mi campo de visión se redujo violentamente. El tiempo se detuvo y empezó a dar vueltas y más vueltas. Bajo mis pantalones, el deseo se volvió turgente y se endureció como una piedra. Me sentí confuso, turbado. Pero me sobrepuse. Me llené los pulmones de aire fresco, cerré los ojos y, sumido en aquella oscuridad incoherente, conté despacio. El impulso que había sentido era tan violento que incluso mis ojos se anegaron en lágrimas.

—Tú también me gustas —dijo Sumire—. Más que nadie en el mundo.

—Después de Myû, claro.

—El caso de Myû es un poco distinto.

—¿Distinto? ¿De qué modo?

—Lo que siento hacia ella es diferente de lo que siento hacia ti. Es decir…, no sé, ¿cómo te lo explicaría?

—Nosotros, los vulgares estúpidos heterosexuales, tenemos una expresión bastante útil —dije—. En estos casos basta con decir sencillamente: «Me la pone dura».

Sumire se rió.

—Dejando aparte mi deseo de ser novelista, yo hasta ahora no había anhelado nada en la vida. Siempre me había contentado con lo que tenía, no necesitaba nada más. Pero ahora deseo a Myû. La deseo con todas mis fuerzas. Quiero poseerla. Hacerla mía. Tiene que ser así. No hay alternativa posible. Cómo he llegado a esta situación, ni yo misma lo sé. ¿Me entiendes?

Asentí. Mi pene aún no había perdido su abrumadora dureza. Recé para que Sumire no se diera cuenta.

—Groucho Marx tiene una frase muy buena —dije—: «Está locamente enamorada de mí y, por eso, ya no entiende nada de nada. Ésta es la razón por la cual está enamorada de mí».

Sumire se rió.

—Espero que te vaya bien —dije—. Pero es mejor que te andes con cuidado. Tú todavía eres vulnerable. No lo olvides.

Sin decir palabra, Sumire me tomó la mano y me la apretó suavemente. Su mano era pequeña, suave, estaba cubierta por una fina pátina de sudor. Imaginé aquella mano sobre mi pene erecto, acariciándolo. Me dije que no debía pensar en ello. Pero fue inútil. No podía apartar aquella imagen de mi mente. Tal como había dicho Sumire, no había alternativa. Imaginé cómo mis manos le quitaban la camiseta, los pantalones cortos, las bragas. Imaginé el tacto de sus pezones duros y prietos en la punta de mi lengua. Cómo luego le separaba las piernas y penetraba en su interior húmedo. Despacio, hasta lo más hondo de la negrura. Ella me invitaba, me engullía, me expulsaba… No pude frenar aquella obsesión. Volví a cerrar los ojos con fuerza y dejé que pasara aquel espeso grumo temporal. Bajé la cabeza y esperé pacientemente a que aquella ráfaga de aire cálido soplara a través de mi cabeza y se desvaneciera.

—¿Por qué no cenamos juntos? —me preguntó Sumire.

Pero yo tenía que ir hasta Hino a devolver el Toyota Hi-Ace antes de la noche. Además, deseaba quedarme a solas lo antes posible con mi violento deseo sexual. No quería implicar a Sumire más de lo que ya estaba. Dudaba hasta dónde podría controlarme estando a su lado. Incluso me preocupaba que, pasado cierto punto, dejara de ser yo.

—Entonces te invitaré a una buena cena. Una de esas cenas con mantel y vino. Tal vez la semana que viene —me prometió Sumire al separarnos—. Así que resérvame tiempo el fin de semana.

—De acuerdo —le dije.

Al cruzar por delante del espejo miré involuntariamente y vi mi rostro reflejado en él. Tenía una expresión extraña. Era mi cara, sin duda, pero aquélla no era mi expresión. De todas formas, no me apetecía retroceder y comprobarlo.

De pie, en la entrada de su nueva casa, Sumire se despidió de mí. Incluso me dijo adiós con la mano, cosa extraña en ella. Pero al final, como muchas bellas promesas que hacemos en esta vida, la de salir a cenar juntos nunca se cumplió. A principios de agosto recibí una larga carta de Sumire.