4

Una vez, tras mi primer curso en la universidad, viajé solo a Hokuriku durante las vacaciones de verano. En el tren conocí a una chica ocho años mayor que yo que también viajaba sola. Pasamos la noche juntos. «Parece el principio de Sanshirô[4]» pensé entonces.

Ella trabajaba en la sección de divisas en un banco de Tokio. Cuando tenía vacaciones, tomaba algunos libros y, sola, se iba de viaje. «Viajar con gente me cansa», me dijo. Era muy agradable y aún ahora no entiendo cómo pudo interesarse por un estudiante de dieciocho años, callado e inseguro. Mientras charlaba sentada frente a mí, parecía muy relajada. Se reía con frecuencia a carcajadas. También yo le hablé de esto y aquello sintiéndome inusualmente cómodo. Por casualidad, ambos nos apeamos en la estación de Kanazawa.

—¿Tienes alojamiento? —me preguntó.

Le respondí que no. (En aquella época, yo jamás reservaba habitación).

—Yo tengo una habitación, si quieres podemos compartirla —me dijo—. No te preocupes —añadió—. Cuesta lo mismo seamos uno o dos.

Debido a los nervios nada fue fluido la primera vez que hicimos el amor. Me disculpé.

—¡Pero vamos! No es necesario que andes disculpándote por todo —exclamó ella—. Eres muy educado, ¿no?

Acababa de salir de la ducha, se puso el albornoz, sacó dos cervezas frías de la nevera y me ofreció una.

Se bebió media, y de repente, como si se acordara de algo, preguntó:

—¿Sabes conducir?

Le respondí que sí.

—¿Y qué tal se te da? ¿Conduces bien?

—No demasiado. Acabo de sacarme el carnet. Lo normal, supongo.

Ella sonrió.

—Como yo. A mí me parece que soy bastante buena conduciendo, pero nadie me lo dice. Así que supongo que no lo hago ni bien ni mal. Pero debes de conocer a varias personas que realmente conduzcan bien, ¿verdad?

—Sí.

—Y a otras que, por el contrario, no lo hagan tan bien.

Asentí. Tomó otro trago de cerveza en silencio y reflexionó unos instantes.

—Hasta cierto punto, debe de ser innato. Quizás pueda hablarse incluso de talento. Los hay muy hábiles, los hay muy torpes. Pero al mismo tiempo los hay muy prudentes y los hay que apenas lo son, ¿verdad?

Asentí de nuevo.

—A ver, ¿qué te parece? Supón que debes hacer un largo viaje en coche con otra persona. Con alguien con quien tienes que conducir por turno. En ese caso, ¿a cuál de los dos tipos elegirías? A alguien que condujera bien pero que fuese imprudente, o a alguien que no fuera tan bueno pero que fuese prudente.

—Al segundo tipo —respondí.

—Igual que yo —dijo—. Y creo que todo es bastante parecido. Ser bueno o malo, ser hábil o torpe: en realidad, no importa. Lo único importante es prestar atención. Estoy convencida. Serenarse y aguzar el oído.

—¿Aguzar el oído? —pregunté.

Ella no respondió, se limitó a sonreír.

Poco después, cuando hicimos el amor por segunda vez, fue un acto armonioso y compenetrado. Tuve la sensación de haber entendido más o menos lo que quería decir con aguzar el oído. Fue la primera vez que vi cómo reacciona una mujer cuando el acto sexual va realmente bien.

Al día siguiente, tras desayunar juntos, cada cual tomó un rumbo distinto. Ella prosiguió su viaje, yo proseguí el mío. Al separarnos, me confesó que iba a casarse con un compañero de trabajo dos meses después.

—Es muy buena persona —me dijo sonriente—. Hace cinco años que salimos juntos y ahora, al fin, vamos a casarnos. Así que, a partir de ahora, no podré viajar sola. Quizás sea ésta la última vez.

Yo aún era joven y creí que historias tan emocionantes como ésta sucedían con frecuencia. Pero mucho tiempo después comprendí que no era así.

Hace mucho que, no sé por qué razón, le conté a Sumire esta historia. No recuerdo a propósito de qué. Tal vez fuese cuando hablamos del deseo sexual. De todas formas, soy del tipo de personas que, cuando le preguntan algo directamente, suele dar una respuesta sincera.

—¿Cuál es el punto clave de esta historia? —me había preguntado Sumire.

—Pues seguramente que hay que estar alerta —contesté—. No tener ideas preconcebidas, sino aguzar el oído con una disposición honesta, amoldándote a las circunstancias, manteniendo la mente y el corazón siempre abiertos a lo que venga.

—Humm —dijo Sumire. Parecía estar reflexionando sobre mi pequeña aventura sexual. Tal vez consideraba la posibilidad de incluirla en su novela—. Después de todo, tú has tenido muchas experiencias, ¿verdad?

—No he tenido muchas experiencias —protesté con calma—. Me han pasado cosas por casualidad.

Ella le dio vueltas a la idea mientras se mordisqueaba las uñas.

—Pero, para estar alerta, ¿qué hay que hacer? No basta con pensar, llegado el momento: «¡Va! ¡Voy a estar alerta! ¡Voy a aguzar el oído!», para conseguirlo al instante, ¿no te parece? ¿No podrías decirme algo un poco más concreto? Ponme un ejemplo.

—Primero es preciso serenarse. Contando, por ejemplo.

—¿No hay otra manera?

—Pues también puedes pensar en un pepino dentro de la nevera en una tarde de verano. Por supuesto, es sólo un ejemplo.

—Espera un momento —atajó Sumire después de una pequeña pausa—. ¿Tú haces siempre el amor imaginándote un pepino dentro de la nevera una tarde de verano?

—No siempre.

—¿Pero sí a veces?

—A veces sí —reconocí.

Sumire hizo una mueca y sacudió varias veces la cabeza.

—Eres más raro de lo que pareces.

—Todos los seres humanos tenemos nuestras rarezas —repliqué yo.

—En el restaurante, mientras Myû me miraba fijamente a los ojos sujetándome la mano, todo el tiempo pensé para mí misma en un pepino. Me dije: «¡Tienes que serenarte! ¡Tienes que aguzar el oído!» —me contó Sumire.

—¿En un pepino?

—Sí, eso que me contaste sobre un pepino frío dentro de la nevera una tarde de verano. ¿No te acuerdas?

—Ahora que lo dices, es verdad que te lo conté —recordé yo—. ¿Y qué? ¿Te sirvió?

—Más o menos.

—Muy bien —dije.

Sumire volvió a la historia principal.

—La casa de Myû está muy cerca del restaurante. No es muy grande, pero es preciosa. Terraza soleada, plantas, un sofá italiano de piel, altavoces Bose, una colección de grabados, un Jaguar en el garaje. Allí vive solamente Myû. La casa que comparte con su marido está en Setagaya. Y los fines de semana regresa allí. Pero ella normalmente vive sola en el apartamento de Aoyama. ¿Y qué crees que me enseñó en el piso?

—Las sandalias de piel de serpiente preferidas de Mark Bolan guardadas en una urna de cristal. Una valiosa e inolvidable reliquia de la historia del rock and roll. No les falta una sola escama. En el arco figura su autógrafo. Irresistible para las fans.

Sumire hizo una mueca y suspiró.

—Si se inventara un coche que funcionase con bromas estúpidas, tú llegarías bastante lejos.

—Es que en este mundo también hay personas con las reservas de inteligencia agotadas —dije con humildad.

—Muy bien. Dejemos eso y, ahora, piensa en serio. ¿Qué crees que me enseñó allí? Si aciertas, pago yo la cuenta.

Carraspeé y dije:

—Te enseñó esta magnífica ropa que llevas. Y te dijo que te la pusieras para ir a trabajar.

—Has acertado —dijo Sumire—. Tiene una amiga con un tipo muy parecido al mío. La amiga también es rica y, por lo visto, le sobra la ropa. ¡Qué extraño es el mundo! ¿Verdad? Hay personas con los armarios tan atiborrados que no los pueden ni cerrar y hay otras que, como yo, no poseen dos calcetines idénticos. Pero, bueno, ¡qué más da! En fin, que Myû fue a casa de su amiga y se hizo con una brazada de esa ropa «de sobra». Si te fijas con mucha atención, está un poco pasada de moda, pero a simple vista no se nota, ¿verdad?

—Por más que te la mires, no se nota —le dije.

Sumire sonrió con aire satisfecho.

—Parece mentira, pero me está que ni pintada. Los vestidos, las blusas, las faldas, todo. De cintura me van un poco grandes, pero con un cinturón estoy de escaparate. Calzo el mismo número de zapatos que Myû. Así que me ha dado algunos que ya no necesita. De tacón, planos, sandalias de verano. Todos de marca italiana. Y también bolsos. Y hasta algo de maquillaje.

—Parece Jane Eyre —dije yo.

Así, Sumire empezó a ir tres veces por semana a la oficina de Myû. Se ponía traje chaqueta o un vestido, se calzaba zapatos de tacón, incluso se maquillaba un poco, cogía el tren de la mañana e iba desde Kichiyôji a Harajuku. Jamás hubiera creído que fuese capaz de tomar, como todo el mundo, un tren por la mañana.

Aparte de su despacho en la empresa de Akasaka, Myû tenía su propia oficina en Jingûmae. Allí había una mesa para Myû, otra para su ayudante (es decir, Sumire), un armario para los documentos, un fax, un teléfono y un ordenador. Era un apartamento y contaba, incluso, con una pequeña cocina y un cuarto de baño. También había un equipo de CD, unos altavoces pequeños y alrededor de una docena de discos compactos de música clásica. Era un segundo piso y la ventana orientada al este daba a un pequeño parque. En la planta baja había una tienda de muebles importados del norte de Europa. Como la oficina estaba algo apartada de la calle principal, apenas había ruido.

Al llegar a la oficina, Sumire le cambiaba el agua a las flores y preparaba café. Luego escuchaba los mensajes del contestador automático y repasaba el correo electrónico. Si había algo, lo imprimía y lo dejaba sobre la mesa de Myû. La mayoría de las veces eran mensajes de compañías o agentes extranjeros, casi siempre en inglés o francés. Si había correo, abría los sobres y tiraba lo que a todas luces era innecesario. Llamadas, había varias durante el día. Algunas desde el extranjero. Sumire anotaba el nombre de quien telefoneaba, su número de teléfono y, si lo había, el motivo de la llamada, y lo pasaba al teléfono móvil de Myû.

Myû solía aparecer por la oficina entre la una y las dos de la tarde. Permanecía allí una hora y daba a Sumire las instrucciones necesarias, se tomaba un café y hacía algunas llamadas telefónicas. Si había cartas que contestar, se las dictaba a Sumire y luego ésta las introducía en el ordenador y las enviaba por correo electrónico o fax. Por lo general, eran cartas comerciales de contenido sencillo. Sumire también le hacía las reservas para la peluquería, el restaurante o la pista de squash. Cuando acababa de despachar esos asuntos, Myû charlaba un rato con Sumire y luego se iba.

A veces, Sumire se quedaba sola en la oficina sin hablar con nadie durante horas, pero jamás se sentía sola o se aburría. Repasaba los conocimientos adquiridos dos veces por semana en las clases de italiano. Aprendía la conjugación de los verbos irregulares y perfeccionaba su pronunciación con cintas de casete. Tomó clases de informática y pronto fue capaz de resolver por sí misma pequeños problemas. Pudo leer la información contenida en el disco duro y aprender las líneas generales del trabajo de Myû.

Su trabajo era aproximadamente lo que Myû le había contado el día de la boda. Firmaba contratos con pequeños productores de vino extranjeros (sobre todo franceses), importaba el vino y lo vendía al por mayor a restaurantes y tiendas especializadas de Tokio. Además, de vez en cuando mantenía contactos con intérpretes de música clásica. Los trámites más complicados los llevaban agentes de empresas especializadas y ella se encargaba de programar y dar los primeros pasos en la contratación. Su especialidad era descubrir a jóvenes intérpretes con talento, todavía desconocidos, e invitarlos a Japón.

Sumire desconocía a cuánto ascendían los beneficios de estos «negocios particulares». La contabilidad estaba guardada aparte y, sin contraseña, no se podía acceder al disco. En todo caso, Sumire estaba loca de contento sólo con ver a Myû, poder hablar con ella. «Ésta es la silla donde se sienta», pensaba. «Éste es su bolígrafo. Ésta es la taza en la que toma el café». Por insignificante que fuera la tarea que le encomendaba, Sumire la desempeñaba con esmero.

De vez en cuando, Myû la invitaba a comer. Como negociaban con vino, debían recorrer con cierta asiduidad los restaurantes famosos para recabar información. Myû siempre pedía pescado blanco (alguna vez pollo, y dejaba la mitad), nunca tomaba postre. Estudiaba al detalle la carta de vinos y elegía una botella, pero jamás tomaba más de una copa. «Tú bebe cuanto quieras», le decía a Sumire, pero al haber de hacerlo sola, por más que bebiera, nunca era mucho. De modo que siempre quedaba más de media botella de aquellos vinos carísimos, pero eso a Myû no parecía importarle.

—¿No es una lástima pedir una botella sólo para dos? No podemos bebernos más de la mitad —le dijo Sumire a Myû en una ocasión.

—No te preocupes —dijo Myû riendo—. Cuanto más vino dejemos, más serán los empleados del restaurante que podrán probarlo. Del sumiller y el maître al último camarero que llena las copas de agua. Y así todos irán conociendo el vino. Dejar vino caro nunca es inútil.

Myû comprobó el color de un Médoc 1986 y luego lo paladeó con cuidado, desde diversos ángulos, como si estuviera saboreando un estilo.

—Creo que esto puede aplicarse a todo, pero, al fin y al cabo, lo más útil es lo que hemos aprendido con nuestro propio cuerpo, o gastando nuestro dinero. Y no los conocimientos adquiridos en los libros.

Imitando a Myû, Sumire levantó la copa en la mano, tomó un sorbo de vino y dejó que se deslizara por su garganta. Durante unos instantes, un agradable sabor permaneció en su boca, que luego se desvaneció sin dejar rastro, como se evapora el rocío matinal de las hojas en verano. De este modo, el paladar estaba dispuesto para saborear el siguiente bocado. Cada vez que, durante las comidas, hablaba con Myû, aprendía algo nuevo. Y Sumire, ingenuamente, se admiraba de la gran cantidad de cosas que le faltaba por aprender.

—Hasta ahora jamás había querido ser otra persona —se decidió a confesarle un día, quizá por haber tomado un poco más de vino que de costumbre—. Pero a veces pienso que me gustaría ser como tú.

Myû contuvo el aliento durante unos instantes. Luego tomó la copa en su mano como si reflexionara y se la llevó a los labios. Por un momento, un rayo de luz tiñó sus pupilas del oscuro color del vino. Su cara perdió la delicada expresión de siempre.

—Quizá tú no lo sepas —dijo Myû con voz calmada y depositando la copa sobre la mesa—, pero lo que tienes ante ti no es mi yo auténtico. Hace catorce años me convertí en la mitad de lo que era. ¡Hubiera sido magnífico conocerte cuando yo era enteramente yo! Pero es inútil pensar en ello ahora.

Sumire se quedó tan sorprendida que no pudo preguntar más. Y así perdió la ocasión de hacer, en aquel momento, las preguntas pertinentes. ¿Qué le habría ocurrido catorce años atrás? ¿Por qué se había convertido en «la mitad» de lo que era? ¿Qué quería decir con «la mitad»? Pero esa enigmática confesión, al fin y al cabo, sólo sirvió para aumentar aún más la admiración de Sumire hacia Myû. «¡Qué persona tan extraña!», pensó.

Uniendo retazos de sus charlas cotidianas, Sumire logró recabar cierta información sobre la vida de Myû. Su esposo era cinco años mayor que ella y, aunque japonés, como había estudiado dos años en la facultad de económicas de la Universidad de Seúl, hablaba con fluidez el coreano. Era afable, extremadamente competente en su trabajo y, a efectos prácticos, llevaba el timón de la empresa de Myû. Pese a ser un negocio donde trabajaban muchos familiares, no había nadie que hablara mal de él.

Desde niña, Myû había mostrado un gran talento para el piano. Con poco más de diez años había ganado varios concursos de música. Entró en el conservatorio, recibió clases de renombrados pianistas y, luego, la enviaron a un conservatorio francés. Su repertorio iba desde románticos tardíos, como Schumann y Mendelsson, a Poulenc, Ravel, Bartok y Prokofiev. Sus armas eran un tono impetuoso y sensual unido a una técnica vigorosa y depurada. Ya en su época de estudiante ofreció varios conciertos y gozaba de muy buena reputación. Ante ella se abría un futuro prometedor como concertista de piano. Sin embargo, mientras estudiaba en el extranjero, su padre cayó enfermo y ella tuvo que cerrar la tapa del piano y regresar. No volvería a tocar el teclado jamás.

—¿Cómo pudiste dejar el piano así por las buenas? —le preguntó con un titubeo Sumire—. Si no te apetece hablar de ello, no lo hagas. Es que me parece, no sé cómo decirlo, algo extraño. Hasta entonces habías sacrificado muchas cosas para ser pianista, ¿no es eso?

Myû dijo en voz baja:

—No es que hubiera sacrificado muchas cosas por el piano. Lo había sacrificado todo. Todas y cada una de las cosas consustanciales al crecimiento. El piano me había exigido que le ofreciera cada gota de mi sangre, cada pedazo de mi carne, y yo jamás le había dicho que no. Ni una sola vez.

—¿No te pareció una lástima, entonces, dejar el piano? Sólo te faltaba un paso para conseguirlo.

Myû, en vez de responder, clavó la mirada en los ojos de Sumire. Como si buscara en ellos la respuesta. Fue una mirada directa y profunda. En el fondo de sus pupilas, diversas corrientes mudas se desafiaban entre sí como el poso que deja el torrente. Y lo que levantaron esas corrientes tardó cierto tiempo en asentarse.

—Siento haberte hecho más preguntas de la cuenta —se disculpó Sumire.

—No importa. Es que no sé cómo explicártelo. Sólo eso.

No volvieron a tocar el tema jamás.

Myû prohibía el tabaco en la oficina y detestaba que fumaran delante de ella. Por eso, poco después de empezar a trabajar, Sumire decidió dejarlo, aunque, fumando dos cajetillas de Marlboro al día, no le resultó nada fácil. Un mes después, como un animal al que le hubieran cortado su largo y espléndido rabo, perdió la estabilidad emocional (debería decir que ésa era una de las características inherentes de Sumire). Y, como era de esperar, empezó a llamarme a medianoche.

—No paro de pensar en el tabaco. No logro conciliar el sueño y, cuando consigo dormirme, tengo unas pesadillas horribles. Voy estreñida. Ni puedo leer ni soy capaz de escribir una sola línea.

—Eso le sucede a todo el mundo al dejar de fumar. Es temporal. Pasa antes o después —dije.

—Es muy fácil hablar cuando se trata de los demás —replicó Sumire—. ¿Verdad que tú no has fumado en toda tu vida?

—Si no se pudiera hablar respecto a lo que atañe a los demás, el mundo sería un lugar deprimente y peligroso. Piensa en lo que hizo Josif Stalin.

En el otro extremo de la línea, Sumire se sumió en un largo silencio. Un silencio pesado como el de las almas de los muertos en el frente del Este.

—¿Estás ahí? —la llamé.

Al fin, Sumire despegó los labios.

—Claro que, a decir verdad, que no pueda escribir tal vez no sea culpa del tabaco. Me da la impresión de que el tabaco no es más que una excusa: «No puedo escribir por culpa del tabaco. ¡Qué le vamos a hacer!».

—¿Por eso estás tan enfadada?

—Pues sí —reconoció Sumire con una docilidad inusual—. Además, no sólo soy incapaz de escribir, ¿sabes? Lo más duro es que no estoy tan convencida como antes sobre el hecho de escribir en sí. Cuando leo lo que he escrito hace poco, no le encuentro el interés por ningún lado, ni siquiera puedo imaginar qué trataba de decir. Me parece seco, vacío, como si estuviera mirando desde lejos unos calcetines sucios tirados por el suelo. Y, al pensar en el tiempo y las energías que he empleado en escribirlo, se me quitan las ganas de vivir.

—En casos así, basta con llamar por teléfono pasadas las tres de la madrugada y despertar simbólicamente a alguien que esté sumido en un sueño apacible y semiótico.

Sumire respondió:

—¿Has tenido dudas alguna vez sobre si lo que estás haciendo es correcto o no?

—Más bien son pocas las veces en que no las tengo —dije.

—¿De verdad?

—De verdad.

Sumire repiqueteó con las uñas sobre sus dientes. Era uno de sus vicios cuando estaba pensando.

—Si te soy sincera, hasta ahora jamás había tenido este género de dudas. Sobre si tenía vocación o talento. Yo, ¿sabes?, no soy estúpida. Sé muy bien que soy una caprichosa que suele dejar las cosas a medias. Pero no dudaba. Creía que, pese a cometer algunas equivocaciones, en líneas generales avanzaba en la dirección correcta.

—Hasta ahora has tenido suerte —dije—. Justo, justo, como una larga lluvia en la época en que se planta el arroz.

—Quizás haya sido así.

—¿Pero últimamente no es así?

—Exacto. Últimamente no. A veces me horrorizo pensando que hasta ahora no he hecho más que cometer una equivocación tras otra. ¿Sabes cuando tienes una pesadilla atroz y te despiertas de repente a medianoche? Durante unos instantes no sabes qué es lo real. Pues eso es justamente lo que te estoy diciendo. ¿Entiendes?

—Creo que sí —dije.

—Quizá no pueda volver a escribir novelas. No hace mucho tiempo que pienso en ello con frecuencia. Que yo no soy más que una estúpida, una niña ingenua de las muchas que van por ahí mirándose el ombligo y persiguiendo sueños irrealizables. A lo mejor tendría que ir cerrando la tapa del piano y bajar del escenario. Antes de que sea demasiado tarde.

—¿Cerrar la tapa del piano?

—Es una metáfora.

Me pasé el auricular de la mano izquierda a la derecha.

—Yo sí estoy seguro. Si tú no lo estás, yo sí. Algún día tú escribirás una novela magnífica. Me doy cuenta al leer lo que escribes.

—¿Lo piensas de veras?

—Desde el fondo de mi corazón. No te miento —contesté—. En eso no te mentiría. Entre lo que has escrito hasta ahora hay trozos maravillosos, impresionantes. Por ejemplo, cuando describes la playa en mayo, puedes oír el rumor del viento, oler el agua salada. Puedes sentir en ambos brazos el tibio calor del sol. Y cuando escribes sobre una pequeña habitación llena de humo de tabaco, al leerlo realmente te cuesta respirar. Los ojos empiezan a escocerte. Unas frases tan llenas de vida como ésas no puede escribirlas cualquiera. En tus textos hay una fuerza, una corriente natural que hace que respiren y se muevan por sí mismos. Sólo que todavía no has logrado ensamblarlos unos con otros. No se trata de cerrar la tapa del piano.

Sumire permaneció diez o quince segundos callada.

—¿No estarás consolándome, alentándome, o algo por el estilo?

—No te estoy consolando ni alentando. Es una realidad que habla por sí misma.

—¿Como el río Moldau?

—Como el río Moldau.

—Gracias —dijo Sumire.

—De nada —repuse yo.

—A veces puedes ser realmente dulce, ¿sabes? Como las navidades, las vacaciones de verano y un perrito recién nacido juntos.

Musité lo primero que se me pasó por la cabeza, como hago siempre que me alaban.

—Pero hay algo que me preocupa, ¿sabes? —prosiguió Sumire—. Si tú, un día de éstos, te casas con una chica normal, a mí me olvidarás del todo. Y entonces ya no podré llamarte a medianoche cuando me apetezca, ¿verdad?

—Bastará con hablar antes del anochecer.

—Durante el día no puede ser. Tú no entiendes nada de nada.

—Eres tú quien no entiende nada de nada. En este mundo, la mayoría de las personas trabaja a la luz del sol y por la noche apaga la luz y duerme —protesté yo. Pero sonó como si alguien estuviera recitando para sí mismo un poema bucólico en medio de un campo de calabazas.

—Hace poco salió en el periódico —dijo Sumire ignorando mis observaciones— que las lesbianas lo son de nacimiento, que un hueso que tienen dentro del oído es claramente diferente al de las mujeres normales. Un hueso pequeño que tiene un nombre imposible. O sea, que el lesbianismo no es una tendencia adquirida sino una característica genética. Lo ha descubierto un médico norteamericano. Qué estaría investigando y con qué propósito, no me lo puedo ni imaginar, pero, de todas formas, desde entonces no puedo dejar de pensar en ese huesecillo estúpido que está en el fondo del oído de todo el mundo. ¿Qué forma debe de tener el mío?

Como no sabía qué decir, permanecí callado. Durante unos instantes reinó un silencio que recordaba el aceite limpio extendiéndose por una gran sartén.

—¿Estás segura de que lo que sientes por Myû es deseo sexual? —pregunté.

—Segura un ciento por ciento —dijo Sumire—. Cuando estoy ante ella, ese hueso del oído empieza a matraquear. Como un fûrin[5] de finas conchas. Y deseo que me abrace fuerte. Abandonarme por completo. Si eso no es deseo sexual, lo que corre por mis venas es zumo de tomate.

—¡Humm! —dije. ¿Qué más podía responder?

—Si tenemos eso en cuenta, todo adquiere sentido. ¿Por qué no me apetecía tener relaciones sexuales con chicos? ¿Por qué no sentía nada? ¿Por qué siempre he sabido que era diferente a los demás?

—¿Puedo dar mi opinión? —dije yo.

—Claro.

—Una razón o una lógica que lo explique todo de manera demasiado simple siempre será una trampa. Lo sé por experiencia. Tal como dijo alguien alguna vez, lo que puede explicarse en un solo libro, mejor no explicarlo. En resumen, lo que quiero decir es que lo mejor es no sacar conclusiones precipitadas.

—Lo tendré en cuenta —dijo Sumire. Y cortó la comunicación de manera más bien brusca.

Me la imaginé colgando el auricular y saliendo de la cabina. Las agujas del reloj marcaban las tres y media de la madrugada. Fui a la cocina, me bebí un vaso de agua, volví a deslizarme entre las sábanas y cerré los ojos. Pero el sueño no acudió tan fácilmente. Al descorrer las cortinas apareció la luna, flotando blanca y taciturna en el cielo como un huérfano inteligente. Comprendí que no podría volver a dormirme. Hice café, llevé una silla junto a la ventana, me senté y me comí unas cuantas galletas con queso. Y, leyendo, esperé a que llegara el amanecer.