Un domingo poco antes del amanecer, quince días justos después del banquete, ella me telefoneó. Como cabía esperar, yo dormía como un tronco. La semana anterior me había encargado de organizar una reunión y, para conseguir todos los documentos necesarios (aunque inútiles), había tenido que reducir las horas de sueño. Así que, durante el fin de semana, quería dormir hasta hartarme. Y en ésas sonó el teléfono. Antes del amanecer.
—¿Estabas durmiendo? —preguntó Sumire, sondeándome.
—¡Mmm! —solté un pequeño gruñido. En un acto reflejo lancé una mirada al despertador, a la cabecera de la cama. Las agujas del reloj eran grandes, fluorescentes; inexplicablemente, no alcancé a ver la hora. La imagen que se proyectaba en mi retina y la zona de mi cerebro donde se procesaba la información estaban desconectadas. Como una anciana que no lograse enhebrar una aguja. Lo único que intuí fue que a mí alrededor todavía era noche cerrada, que debía de ser más o menos la hora que Scott Fitzgerald llamó «noche profunda del alma».
—Pronto amanecerá.
—¡Ah! —dije con lasitud.
—Cerca de casa hay un hombre que todavía cría gallos. Debe de tenerlos desde antes de la devolución de Okinawa. Enseguida cantarán. Tal vez antes de media hora. ¿Sabes? A decir verdad, ésta es la hora del día que más me gusta. El cielo negrísimo de la noche empieza a clarear por el este y los gallos cantan con todas sus fuerzas, como si se vengaran de algo. ¿Hay gallos cerca de tu casa? —Al otro extremo de la línea telefónica sacudí ligeramente la cabeza—. Te estoy llamando desde la cabina del parque.
—Ya —dije.
A unos doscientos metros de su apartamento había una cabina. Sumire no tenía teléfono en casa y siempre iba andando hasta allí para llamar. Era una cabina telefónica normal y corriente.
—Oye, me sabe muy mal llamar a estas horas. De verdad te lo digo. A estas horas, cuando aún no han cantado los gallos. A estas horas, cuando la pobrecita luna está flotando en un rincón del cielo de Oriente como un riñón desahuciado. Pero ¿sabes? Para llamarte he tenido que recorrer un camino negro como la boca de un lobo. Agarrando con mi pequeña mano la tarjeta telefónica que me dieron el día de la boda de mi prima. En ella aparecen los dos novios con las manos unidas. Tú ya sabes cómo me deprimen estas cosas, ¿verdad? Llevo el calcetín derecho diferente al calcetín izquierdo. Uno tiene un dibujo de Mickey Mouse, el otro es un calcetín de lana liso. Mi habitación está manga por hombro y no puedo encontrar nada. Mejor no decirlo en voz alta, pero mis bragas dan pena. Tanto que un ladrón de ropa interior pasaría de largo. Si unos gamberros me mataran, con esta pinta no creo que hallara la paz. Así que ya no te pido que me compadezcas, pero ¿no podrías decirme algo con pies y cabeza? Aparte de esas crueles interjecciones tipo «¡Ah!» o «¡Mmm!». No estaría mal una conjunción o algo por el estilo. Sí, eso es. Algún «pero» o un «sin embargo».
—No obstante —dije yo. Estaba agotado, sin fuerzas siquiera para soñar.
—«No obstante» —repitió ella—. De acuerdo. No deja de ser un progreso. Claro que no es más que un pasito.
—Por cierto, ¿querías algo?
—Pues sí. Tenía que decirte una cosa. Por eso llamo —contestó Sumire. Carraspeó ligeramente—. Vamos allá. ¿Cuál es la diferencia entre «signo» y «símbolo»?
Tuve una extraña sensación, como si una larga hilera de objetos indeterminados se cruzara por mi cabeza.
—¿Podrías repetirme la pregunta?
Me la repitió.
—¿Cuál es la diferencia entre «signo» y «símbolo»?
Me incorporé en la cama y me pasé el auricular de la mano izquierda a la derecha.
—Es decir, que me has llamado porque quieres saber la diferencia entre «signo» y «símbolo». Un domingo de madrugada antes del amanecer. ¡Vaya!
—A las cuatro y cuarto de la madrugada —dijo—. No me lo podía quitar de la cabeza. ¿Cuál debe de ser la diferencia entre «signo» y «símbolo»? Alguien me lo preguntó hace días y lo había olvidado por completo, pero hoy, mientras me desnudaba para meterme en la cama, me ha venido a la cabeza. Y me he desvelado. ¿Puedes explicármela tú? ¿La diferencia entre «signo» y «símbolo»?
—A ver —dije contemplando el techo. Explicarle a Sumire algo con lógica, incluso cuando yo lo tenía clarísimo, no era tarea fácil—. El emperador es el símbolo de Japón. ¿De acuerdo?
—Pues más o menos —dijo ella.
—Nada de más o menos. Esto es lo que dice la Constitución japonesa —dije armándome de paciencia—. Podrás poner objeciones o tener dudas al respecto, pero si no lo tomas como un hecho, mi razonamiento no puede avanzar.
—De acuerdo. Lo acepto.
—Gracias. Repito: el emperador es el símbolo de Japón. Pero esto no implica que Japón y el emperador sean equivalentes. ¿Me sigues?
—No.
—Es decir, que la flecha apunta en una sola dirección. El emperador es el símbolo de Japón, pero Japón no es el símbolo del emperador. ¿Lo entiendes, verdad?
—Creo que sí.
—Pero si, por ejemplo, pusiera: «El emperador es el signo de Japón», ambos serían equivalentes. Es decir, que cuando nombráramos a Japón nos referiríamos al emperador, y cuando nombráramos al emperador nos referiríamos a Japón. Se puede añadir, incluso, que ambos serían intercambiables: a=b es lo mismo que b=a. En cuatro palabras, esto es lo que significa «signo».
—O sea, que tú estás hablando de intercambiar el emperador con Japón. ¿Es posible eso?
—No es eso. No. —Sacudí enérgicamente la cabeza—. Sólo pretendía explicarte de manera fácil de entender la diferencia entre «símbolo» y «signo». No tenía ninguna intención de intercambiar el emperador con Japón. Era sólo una forma de explicártelo.
—¡Hum! —dijo Sumire—. Pero creo que lo he entendido. Como imagen. En fin, me parece que es una cuestión de sentido único o doble sentido, ¿no?
—Un especialista quizá te lo explicara con mayor exactitud. Pero definiéndolo de una manera simple viene a ser eso.
—Siempre me ha admirado lo bien que explicas las cosas.
—Es mi trabajo —argüí. Mis palabras sonaban algo monótonas y carentes de expresión—. Tú, también tendrías que trabajar alguna vez de maestra de primaria. ¡Te hacen cada pregunta! «¿Por qué la tierra no es cuadrada?», «¿por qué los calamares tienen diez patas en vez de ocho?». Ahora ya he aprendido a responder la mayoría de las veces.
—Oye, seguro que eres muy buen profesor.
—Quién sabe —dije—. Quién sabe.
—Por cierto, ¿por qué el calamar tiene diez patas en vez de ocho?
—¿Puedo volver a dormir ya? Estoy realmente cansado. Sólo con sostener el auricular me siento como si estuviera aguantando sin ayuda de nadie un muro de piedra medio derruido.
—Oye —dijo Sumire. E hizo una sutil pausa. Igual que un anciano guardabarrera que cerrara un paso a nivel antes de la llegada del tren para San Petersburgo—. Te pareceré estúpida diciéndotelo así, pero la verdad es que me he enamorado.
—¡Hum! —Me pasé el auricular de la mano derecha a la izquierda. Me llegaba el ruido de la respiración de Sumire. No sabía qué decirle. Y, como suelo hacer cuando no sé qué decir, pronuncié las palabras más inapropiadas.
—¿No será de mí?
—No es de ti —contestó Sumire. Oí cómo encendía un cigarrillo con un mechero barato—. ¿Estás libre hoy? Me gustaría que nos viéramos y hablásemos.
—¿De que te has enamorado de alguien que no soy yo?
—Sí, de que me he enamorado apasionadamente.
Me puse el auricular entre el cuello y el hombro y me desperecé.
—Por la tarde estoy libre.
—Iré a las cinco —dijo Sumire. Y añadió como si se acordara de repente—: Muchas gracias.
—¿Por qué?
—Por responder amablemente a mis preguntas antes del amanecer.
Le di una vaga respuesta, colgué y apagué la luz de la cabecera. Aún era noche cerrada. Antes de volver a conciliar el sueño intenté recordar si Sumire ya me había dicho «gracias» alguna vez. Alguna vez, quizá sí, pero no logré recordarla.
Sumire llegó a mi apartamento poco antes de las cinco. Al primer vistazo no la reconocí. Había cambiado completamente de estilo. Llevaba el pelo corto y, en el flequillo que le caía sobre la frente, aún se advertía la huella de las tijeras. Llevaba un vestido de manga corta azul marino y, por encima de los hombros, una rebeca. Los zapatos eran de charol negro, de medio tacón. Incluso llevaba medias. ¿¡Medias!? No soy un gran experto en ropa femenina, pero comprendí que todas y cada una de aquellas prendas eran bastante caras. Vestida de aquel modo, Sumire estaba más bonita y sofisticada que de costumbre. Tampoco se la veía incómoda con aquellas ropas, parecía llevarlas con mucha naturalidad. Sin embargo, puestos a elegir, yo prefería a la Sumire de antes con su aspecto desastrado. Claro que todo es cuestión de gustos.
—No está mal —le dije tras inspeccionarla de arriba abajo—. Claro que no sé cómo debe de sentirse Jack Kerouac.
Sumire esbozó una sonrisa ligeramente más sofisticada que de costumbre.
—¿Damos una vuelta?
Nos dirigimos andando, hombro con hombro, por la avenida de la Universidad hacia la estación y, a medio camino, entramos en la cafetería de siempre y tomamos un café. Junto con el café, Sumire pidió, como de costumbre, un trozo de pastel. Era una despejada tarde dominical de finales de abril. El azafrán y los tulipanes se alineaban en la puerta de las floristerías. Soplaba un vientecillo suave que hacía ondear los bajos de las faldas de las chicas y traía el fresco olor de los árboles jóvenes.
Crucé las manos detrás de la cabeza y me quedé mirando cómo Sumire saboreaba con fruición su pastel. Desde unos pequeños altavoces del techo sonaba una vieja canción, una bossa nova de Astrud Gilberto. «Llévame a Aruanda», cantaba. Con los ojos cerrados, el entrechocar de tazas y salseras recordaba el rumor del mar. Aruanda, ¿cómo debía de ser aquel lugar?
—¿Todavía tienes sueño?
—Ya no —dije abriendo los ojos.
—¿Estás bien?
—Sí, claro. Como el río Moldau a principios de primavera.
Sumire se quedó unos instantes contemplando el plato del pastel vacío. Después alzó la cabeza y me miró.
—¿No te extraña que vaya vestida de esta forma?
—Pues sí, la verdad.
—No es que esta ropa me la haya comprado yo. Yo no tengo dinero, ya lo sabes. Tiene una explicación.
—¿Puedo tratar de adivinarla?
—Adelante.
—Tú estabas con tu aspecto desastrado a lo Jack Kerouac en algún lavabo, con un cigarrillo entre los labios, lavándote las manos, cuando de repente una mujer muy bien vestida de un metro cincuenta y cinco de estatura entró corriendo y, con el aliento entrecortado, te pidió: «¡Por favor! ¡Cámbiame toda la ropa, de pies a cabeza! No puedo darte más detalles, pero me persiguen unos malhechores y quiero huir disfrazada. Por suerte, somos casi igual de altas». Lo he visto en alguna de esas películas de Hong-Kong.
Sumire rió.
—Esa mujer calzaba un treinta y cinco y tenía la talla treinta y seis. Por casualidad.
—Y allí le cambiaste incluso las bragas de Mickey Mouse.
—Lo de Mickey Mouse no eran las bragas sino los calcetines.
—Tanto da —dije.
—¡Hum! —suspiró Sumire—. De hecho, te estás acercando bastante.
—¿Como cuánto?
Ella se inclinó hacia mí sobre la mesa.
—Es una historia un poco larga, pero ¿quieres escucharla?
—Lo quiera o no, tú has venido hasta aquí para contármela, ¿verdad? No importa lo larga que sea. Cuéntamela. Y si, aparte del argumento, quieres añadir un preludio y la Danza de las hadas, hazlo. Por mí no te preocupes.
Y ella empezó a hablar. De la boda de su prima y de la comida con Myû en el restaurante de Aoyama. Efectivamente, era una historia larga.