A los veintidós años, en primavera, Sumire se enamoró por primera vez. Fue un amor violento como un tornado que barre en línea recta una vasta llanura. Un amor que lo derribó todo a su paso, que lo succionó todo hacia el cielo en su torbellino, que lo descuartizó todo en un arranque de locura, que lo machacó todo por completo. Y, sin que su furia amainara un ápice, barrió el océano, arrasó sin misericordia las ruinas de Angkor Vat, calcinó con su fuego las selvas de la India repletas de manadas de desafortunados tigres y, convertido en tempestad de arena del desierto persa, sepultó alguna exótica ciudad amurallada. Fue un amor glorioso, monumental. La persona de quien Sumire se enamoró era diecisiete años mayor que ella, estaba casada. Y debo añadir que era una mujer. Aquí empezó todo y aquí acabó (casi) todo.
En aquella época, Sumire luchaba literalmente con uñas y dientes para convertirse en escritora profesional. Por infinitas que sean las opciones que puedan tomarse en esta vida, para ella no había otra que la de ser novelista. Su decisión era firme como una roca eterna, innegociable. Entre su vida y sus creencias literarias no se abría una grieta donde cupiera un cabello.
Al acabar el bachillerato en un instituto público de Kanagawa, Sumire ingresó en el Departamento de Arte de una minúscula universidad privada de la provincia de Tokio. Pero aquélla no era, bajo ningún concepto, la escuela apropiada para Sumire. Y acabó sintiéndose profundamente decepcionada por la falta de espíritu aventurero, por el convencionalismo de la universidad, por lo poco que casaba con la práctica literaria —y en su caso era así, por supuesto—. Sus compañeros de estudio eran en su mayoría unas medianías (a decir verdad, yo era una de ellas), seres aburridos, mediocres sin remedio. Ésa fue la razón de que, antes de pasar a tercero, Sumire cursara la solicitud para abandonar los estudios y se perdiera lejos de la universidad. Había llegado a la conclusión de que era una pérdida de tiempo. También yo lo creo así. Pero, si se me permite formular una anodina teoría general, en nuestra vida imperfecta las cosas inútiles son, en cierta medida, necesarias. Si de la imperfecta vida humana desaparecieran todas las cosas inútiles, la vida dejaría de ser, incluso, imperfecta.
En resumen, Sumire era una romántica incurable, era intransigente, cínica y, dicho con un eufemismo, una ingenua. Cuando empezaba a hablar, no callaba, pero ante personas con las que no congeniaba (en suma, ante la gran mayoría de los seres humanos que conforman este mundo) apenas abría la boca. Fumaba en exceso y, cuando cogía un tren, siempre perdía el billete. Si se le ocurría alguna idea, incluso se olvidaba de comer, estaba delgada como un huérfano de guerra de esos que salen en alguna película vieja italiana, y sólo su mirada mostraba cierta inquietud y vivacidad. Más que explicarlo con palabras, lo mejor sería, si la tuviera a mano, mostrar una fotografía, pero desgraciadamente no tengo ninguna. Detestaba con todas sus fuerzas que la fotografiasen y tampoco abrigaba el deseo de legar a la posteridad un «retrato del artista adolescente». Si tuviera una fotografía de la Sumire de aquella época, ésta sería, con toda seguridad, un documento único sobre uno de los ejemplares más peculiares de la especie humana.
Pero volvamos al principio, la mujer de quien Sumire se enamoró se llamaba Myû. Todos la llamaban por este diminutivo cariñoso. Desconozco su verdadero nombre (y no saberlo me causaría complicaciones más tarde, aunque ésta es una historia posterior). Era de nacionalidad coreana, pero apenas supo alguna palabra de coreano hasta que, ya con veintitantos, se decidió a estudiar ese idioma. Nació y creció en Japón y, como había estudiado en un conservatorio en Francia, aparte del japonés, hablaba con fluidez el francés y el inglés. Vestía siempre de forma sofisticada, llevaba con desenvoltura pequeños y carísimos accesorios y conducía un Jaguar azul marino de 12 cilindros.
La primera vez que vio a Myû, Sumire le habló de una novela de Jack Kerouac. En aquella época estaba totalmente metida en el mundo de Kerouac. Cambiaba de forma periódica de ídolo literario y, por aquel entonces, le tocaba el turno a un autor un poco «fuera de temporada»: Kerouac. Siempre llevaba embutidos en los bolsillos En el camino o Lonesome Traveler y los hojeaba en sus ratos libres. Si descubría un párrafo excelso, lo marcaba con lápiz y lo memorizaba como si fuera un valioso sutra. Entre estos párrafos, el que más le robó el corazón lo encontró en Lonesome Traveler, en el capítulo sobre la guardia para la prevención de incendios forestales. Kerouac pasó tres meses solo, como guarda forestal, en una cabaña que estaba en la cima de una alta y perdida montaña.
Sumire me citó el párrafo.
«El hombre, al menos una vez en la vida, debe perderse en un erial y experimentar una soledad absoluta, sana, un poco aburrida incluso. Y así descubrirá que depende completamente de sí mismo y conocerá sus capacidades potenciales».
—¿No te parece fantástico? —me dijo—. Todos los días plantado en lo alto de una montaña mirando trescientos sesenta grados a tu alrededor, hasta donde alcanza la vista, vigilando que desde ninguna montaña se alce una humareda negra. Y ése es todo tu trabajo. Aparte, puedes leer cuanto quieras, escribir novelas. Al llegar la noche, grandes osos peludos merodean por fuera de la cabaña. Ése es, exactamente, el tipo de vida que yo quiero llevar. Comparado con eso, el Departamento de Arte de la universidad es una porquería.
—El problema es que todo el mundo debe bajar algún día de la montaña —aventuré yo. Pero a ella, como de costumbre, no le emocionaron mis opiniones realistas y vulgares.
A Sumire le preocupaba seriamente cómo poder llegar a ser tan salvaje y auténtica como los personajes de los libros de Kerouac. Embutía las manos en los bolsillos, se despeinaba adrede el pelo y, aunque no tenía ningún problema de visión, llevaba unas gafas de plástico de montura negra a lo Dizzy Gillespie, y clavaba sin más los ojos en el cielo. Vestía casi siempre chaquetas de tweed que le iban grandes, compradas en tiendas de ropa usada, y calzaba sólidos zapatones. De haber conseguido que le saliera barba, seguro que se la habría dejado crecer.
A Sumire no se la podía calificar de belleza en el sentido convencional del término. Tenía las mejillas hundidas y la boca un poco demasiado larga. La nariz era pequeña, ligeramente respingona. Era muy expresiva y le gustaba el humor, pero raras veces se reía a carcajadas. Era bajita y hablaba en tono agresivo incluso estando contenta. Un lápiz de labios o un delineador de cejas no creo que los hubiera utilizado en toda su vida. Que hubiese tallas de sujetador dudo que lo supiera a ciencia cierta. A pesar de ello, Sumire poseía algo especial que cautivaba a los demás. Soy incapaz de explicar con palabras en qué consistía. Pero, al mirar sus pupilas, siempre podías verlo allí reflejado.
Habría sido mejor que lo hubiese advertido de buen principio, claro está, y es que yo estaba enamorado de Sumire. Desde la primera vez que intercambiamos unas palabras me sentí fuertemente atraído hacia ella y, poco a poco, esa atracción fue mudando hacia un sentimiento sin retorno. Para mí, durante mucho tiempo, sólo existió ella. Como es natural, intenté confesarle muchas veces mis sentimientos. Pero ante ella, no sé por qué razón, era incapaz de traducir mis sentimientos en las palabras justas. En resumidas cuentas, quizás haya sido mejor así. De haberle podido manifestar mis sentimientos, seguro que no me habría tomado en serio.
Mientras mantenía con Sumire una relación de «amistad», salí con dos o tres chicas. (No es que no recuerde el número. Serían, según se cuenten, dos o tres). Si incluimos a las chicas con las que sólo me acosté una o dos veces, la lista se alarga un poco más. Mientras pegaba mi cuerpo al de esas chicas, pensaba a menudo en Sumire. Porque, en algún rincón de mi mente, su imagen siempre estaba más o menos presente. Incluso soñaba que, en realidad, era a ella a quien tenía entre mis brazos. Todo esto no era muy normal, evidentemente. Pero en vez de pensar en si era correcto o no, lo cierto es que no podía evitarlo.
Volvamos al encuentro de Sumire y Myû.
A Myû le sonaba el nombre de Jack Kerouac, y también recordaba vagamente que era un escritor. Sin embargo, no le venía a la memoria qué tipo de escritor era.
—Kerouac, Kerouac… ¡Ah! Ése debe de ser un Sputnik, ¿verdad?
Sumire no logró entender a qué venía aquello. Con el cuchillo y el tenedor suspendidos en el aire, reflexionó unos instantes.
—¿Sputnik? ¡Pero si el Sputnik es un satélite artificial soviético, el primero que fue lanzado al espacio, en la década de los cincuenta! Y Jack Kerouac es un escritor americano. Claro que la época sí coincide, pero…
—¡Ah, ya! ¡Por eso deben de llamar así a esos escritores de entonces! —dijo Myû, mientras dibujaba con la punta del dedo círculos en la mesa como si rebuscara algo en el fondo de un jarrón de forma peculiar lleno de recuerdos.
—¿Sputnik…?
—Sí, mujer. Es el nombre de una corriente literaria. Hay muchas de esas, cómo diríamos…, escuelas, ¿no? Como la Shirakaba-ha[1].
Sumire, entonces, cayó finalmente en la cuenta.
—¡Beatnik!
Myû se enjugó las comisuras de los labios con la servilleta.
—¡Beatnik! ¡Sputnik!… Siempre olvido esos términos. Que si la Restauración Kenmu[2], que si el Tratado de Rapparo[3]… De todas formas, hace ya mucho de eso, ¿no?
Durante unos instantes, reinó un ligero silencio, como una alusión al paso del tiempo.
—¿El Tratado de Rapparo? —preguntó Sumire.
Myû sonrió. Fue una sonrisa íntima, añorada durante largo tiempo, como arrancada del fondo de algún cajón. La manera de fruncir los ojos fue maravillosa. Después alargó la mano y, con sus cinco largos y finos dedos, despeinó un poco más aún el alborotado pelo de Sumire. Fue un gesto tan natural y espontáneo que Sumire, sin querer, le devolvió la sonrisa.
A partir de aquel momento, y en su fuero interno, Sumire empezó a llamar a Myû «Sputnik, mi amor». Sumire amaba la resonancia de esa palabra. Le traía a la memoria la perra Laika. El satélite artificial atravesando en silencio la oscuridad del espacio. Las dos negras y brillantes pupilas de la perra atisbando por el pequeño ojo de buey. ¿Qué debía de mirar en aquella soledad infinita del cosmos?
La historia del Sputnik surgió en el banquete de bodas de una prima de Sumire que se celebró en un hotel de primera categoría de Akasaka. No era una prima a quien estuviera muy unida (más bien la detestaba); además, para Sumire, asistir a un banquete, fuera de quien fuese, representaba una tortura, pero en aquella ocasión no pudo librarse con ningún pretexto. A ella y a Myû les asignaron un asiento contiguo en la misma mesa. Myû no dio demasiados detalles, pero, al parecer, le había dado clases a su prima, de piano o algo así, cuando se había presentado al examen de ingreso del conservatorio. Su relación no era especialmente larga ni estrecha, pero, por lo visto, la prima se sentía en deuda con ella.
En el preciso instante en que le acariciaba el pelo, de una manera tan rápida que casi cabría calificarla de acto reflejo, Sumire se enamoró. Fue de improviso, como si un rayo la hubiese fulminado mientras cruzaba una vasta llanura. Debió de ser algo parecido a la inspiración artística. De modo que el hecho de que casualmente fuera una mujer a Sumire no le pareció, en aquel instante, ningún inconveniente.
Que yo sepa, Sumire jamás había tenido algo parecido a un novio. En sus años de instituto había tenido algunos amigos. Chicos con quienes iba al cine, a nadar. Pero me imagino que ninguna de esas relaciones fue demasiado profunda. Lo que ocupaba gran parte de su cerebro era, exclusivamente, el ferviente deseo de ser novelista, y además no parecía que se hubiera sentido atraída por nadie hasta tal punto. Aun suponiendo que en sus años de instituto hubiese tenido relaciones sexuales (o algo parecido), no habría sido por amor o deseo, sino impelida, tal vez, por la curiosidad literaria.
—La verdad, ¿sabes?, es que no entiendo muy bien eso del deseo sexual —me había confesado Sumire en una ocasión poniendo una cara terriblemente reconcentrada. (Creo que fue poco antes de que abandonara la escuela. Se había bebido cinco daikiris de plátano y estaba muy borracha)—. ¿En qué consiste? ¿Tú qué piensas?
—El deseo sexual no es algo que pueda entenderse. —Como de costumbre, le di una opinión sensata—. Es algo que simplemente existe.
Cuando le dije eso, Sumire se me quedó mirando unos instantes de hito en hito, como si observara una máquina que funcionase con algún extraño motor. Luego alzó la vista hacia el techo como si hubiera perdido el interés en el tema. Ahí acabó la conversación. Quizá pensó que no valía la pena hablar conmigo de esas cosas.
Sumire había nacido en Chigasaki. Su casa estaba a orillas del mar y, de vez en cuando, ráfagas de viento arenoso azotaban con un seco rumor el cristal de las ventanas. Su padre era dentista en la ciudad de Yokohama. Era un hombre excepcionalmente guapo y su nariz, en especial, te traía a la mente la de Gregory Peck en Recuerda. Por desgracia —lo decía ella misma—, Sumire no había heredado esa nariz. Tampoco su hermano. ¿Adónde habrían ido a parar los genes que habían conformado una nariz tan hermosa?, se preguntaba Sumire con extrañeza. Si habían quedado sepultados en el fondo del río de la corriente genética, tal vez pudiera hablarse, incluso, de pérdida cultural. Tan magnífica era aquella nariz.
Como es natural, su muy bien parecido padre tenía una popularidad legendaria entre las mujeres con afecciones dentales que vivían en los alrededores de Yokohama. En la clínica se encasquetaba un gorro hasta las cejas y se cubría el rostro con una gran mascarilla. Lo único que veían sus pacientes era un par de ojos y un par de orejas. Sin embargo, no podía ocultar que era un hombre guapo. Su hermosa nariz alzaba la máscara de una forma gallarda, sexual; al verla, casi todas las pacientes se ruborizaban y —a pesar de que eso no lo cubría el seguro médico— se enamoraban al instante de él.
La madre de Sumire había muerto joven, a los treinta y un años. Tenía un defecto congénito en el corazón. Cuando murió, Sumire aún no había cumplido los tres años. Lo único que recordaba de ella era el tenue olor de su piel. Fotografías de la madre, apenas las había. El retrato del día de su boda, unas instantáneas tomadas justo después de nacer Sumire. Había sacado el viejo álbum y contemplado esas fotografías innumerables veces. Si nos basamos sólo en la apariencia, la madre de Sumire era, dicho con moderación, una persona de las que dejan «poca huella». De baja estatura, peinado vulgar, vestida sin gusto, una sonrisa incómoda en los labios. Parecía a punto de retroceder y fundirse con la pared a sus espaldas. Sumire se esforzó en grabar los rasgos de la madre en su cabeza. Tal vez así lograra encontrarse con ella en sueños. Quizá pudiera asir su mano, hablarle. Pero no resultó. Sus rasgos, por más que los memorizase, se borraban enseguida. Y no sólo en sueños; incluso en pleno día, de haberse cruzado con ella en la acera misma, puede que ni siquiera la hubiera reconocido.
Su padre apenas hablaba de la madre muerta. En realidad, casi no hablaba en general, y por añadidura, tendía a evitar (como si fuera una infección bucal) muestras de emoción en cualquier aspecto de la vida cotidiana. Tampoco Sumire recuerda haberle hecho preguntas sobre la madre muerta. Sólo una vez, cuando era muy niña, le preguntó: «¿Cómo era mi madre?». Sumire recordaba vivamente aquella conversación.
Su padre desvió la mirada y reflexionó unos instantes. Luego dijo:
—Tenía muy buena memoria y muy buena letra.
Era una extraña manera de describir a una persona. A mí me parece que él, en aquella ocasión, debería haber dicho algo que quedase profundamente grabado en el corazón de su pequeña hija. Unas palabras cargadas de sentido que representaran una fuente de calor que la confortara. Palabras susceptibles de convertirse en la columna y el eje que sostuvieran, mal que bien, aquella existencia de inestables fundamentos en el tercer planeta del sistema solar. Sumire, con un inmaculado cuaderno abierto por la primera página, las esperaba expectante. Por desgracia (no se puede calificar de otro modo), el guapo padre de Sumire no era capaz de pronunciarlas.
Cuando Sumire tenía seis años, su padre volvió a casarse y, dos años después, nació su hermano pequeño. Su nueva madre tampoco era bonita. Ni siquiera tenía muy buena memoria. Tampoco puede decirse que escribiera con buena letra. Sin embargo, era una persona cariñosa y justa. Para la pequeña Sumire, que se convertiría en su hijastra, aquél fue un acontecimiento afortunado. No, «afortunado» no es la palabra exacta. Porque, al fin y al cabo, quien la había elegido era su padre. Y él, como padre, tal vez dejara algo que desear, pero en cuanto a la elección de su compañera, mostraba siempre inteligencia y realismo.
El amor de la madrastra por Sumire no flaqueó durante los largos y difíciles años de su adolescencia, y, cuando Sumire manifestó su deseo de abandonar la universidad para escribir novelas, la madrastra —pese a no callarse su opinión— respetó básicamente su voluntad. También había sido la madrastra quien había celebrado la pasión que, desde pequeña, Sumire había manifestado por la lectura, y quien la había alentado en sus propósitos literarios.
La madrastra se aplicó en convencer al padre y, al final, decidieron pasarle una pequeña cantidad de dinero para su manutención hasta que cumpliera los veintiocho años. Si para entonces no había podido labrarse un porvenir que le permitiera salir adelante con la escritura, tendría que espabilarse sola. Sin la mediación de su madrastra, Sumire tal vez hubiera sido arrojada, sin blanca y sin las dosis necesarias de sentido común y equilibrio para desenvolverse en el mundo, a este erial desprovisto de humor —por supuesto, la tierra no se desploma girando alrededor del sol para divertir a los seres humanos— que llamamos realidad. Pero, a lo mejor, eso habría sido positivo para Sumire.
Sumire conoció a «Sputnik, mi amor» a los dos años y poco más de abandonar los estudios.
Había alquilado un apartamento tipo loft en Kichijôji, donde vivía con el mínimo número de muebles y el máximo de libros. Se levantaba poco antes del mediodía y, por la tarde, paseaba por el parque de Inogashira con el fervor de un peregrino. Si hacía buen tiempo, se sentaba en un banco del parque, mordisqueaba un poco de pan y leía fumando un cigarrillo tras otro. Los días de lluvia o frío se metía en una vieja cafetería donde ponían música clásica a todo volumen, se hundía en un desvencijado sofá y leía con expresión reconcentrada escuchando sinfonías de Schubert o cantatas de Bach. Al anochecer, tomaba una única cerveza y cenaba la comida preparada que había comprado en el supermercado.
A las diez de la noche toma asiento frente a la mesa. Delante de ella hay un termo lleno de café hirviendo, un tazón (se lo regalé yo por su cumpleaños; lleva un cuadro de Snafkin dibujado), una cajetilla de Marlboro y un cenicero de cristal. Y un procesador de textos, por supuesto. Cada tecla de la máquina muestra su propio signo.
En la estancia reina un profundo silencio. Su mente está clara como el cielo de una noche de invierno. La Osa Mayor y la Estrella Polar emiten la luz debida en el lugar asignado. Y Sumire tiene mucho que escribir. Muchas historias que contar. Una vez encuentre la boca de salida correcta, ardientes pensamientos e ideas brotarán como la lava, se traducirán en conceptos y conformarán un corpus de obras originales. La gente se quedará boquiabierta ante la repentina irrupción de una «genial escritora novel de excepcional talento». En la sección de cultura de los periódicos saldrá la fotografía de Sumire esbozando una serena sonrisa y los redactores se disputarán el privilegio de visitar su apartamento.
Pero eso, por desgracia, no ocurriría. En realidad, Sumire no logró completar una sola obra que comprendiera principio y final.
A decir verdad, ella podía escribir indefinidamente, tanto como quisiera. Jamás había experimentado angustia ante el papel en blanco. Era capaz de traducir en un torrente de palabras todo lo que le viniera a la cabeza. Su problema era, más bien, que escribía demasiado. Siendo así, parece obvio que hubiese bastado con eliminar la parte superflua, pero no era tan simple. De lo que había escrito, Sumire era incapaz de discernir entre lo necesario y lo que no lo era. Al día siguiente, al releerlas una vez impresas, todas las frases le parecían imprescindibles y, según cómo, todas le parecían superfluas. A veces, en un arranque de desesperación, rasgaba todas las hojas que tenía delante. Si hubiera sido una noche de invierno y en la estancia hubiera habido chimenea, le habría dado —igual que en La Bohème de Puccini— bastante calor, pero en el apartamento de Sumire, como era de esperar, no había chimenea. Ni calefacción ni teléfono. Ni siquiera un espejo que le devolviera fielmente su imagen.
Al llegar el fin de semana, Sumire tomaba entre los brazos todos sus escritos y venía a mi apartamento. No hace falta decir que eran sólo los textos que habían escapado a la masacre, pero, con todo, conformaban una cantidad considerable. Y la única persona de todo este ancho mundo a quien Sumire podía enseñárselos era yo.
En la universidad, yo iba dos cursos por delante y, además, nuestras especialidades eran distintas, así que apenas teníamos algo en común. Intimamos por casualidad. Un lunes de mayo, tras un largo puente, estaba yo en la parada del autobús cerca de la entrada principal de la universidad leyendo una novela de Paul Nizan, que había descubierto en una librería de viejo, cuando una chica bajita que se encontraba a mi lado alargó el cuello, echó una ojeada a mi libro y me preguntó que cómo era que aún leía a Paul Nizan. Su manera de interpelarme fue bastante agresiva. Como si hubiera querido meterse con alguien y, a falta de un objetivo más apropiado, me hubiese elegido a mí. Al menos ésa fue la impresión que me dio.
Sumire y yo nos parecíamos mucho. Ambos devorábamos libros con la misma naturalidad que respirábamos. Cuando teníamos un momento libre, nos sentábamos en un lugar tranquilo y volvíamos interminablemente una página tras otra. Novelas japonesas, novelas extranjeras, obras nuevas, clásicos, libros de vanguardia, best sellers, leíamos cualquier cosa que nos provocara excitación intelectual. Éramos asiduos de las bibliotecas y podíamos pasarnos todo el día entretenidos husmeando por las librerías de viejo de Kanda. No había conocido a nadie, aparte de mí mismo, que leyera con tanta pasión, con tanta profundidad y diversidad, y creo que a Sumire le ocurría lo mismo.
Me gradué por la misma época en que Sumire decidió dejar la universidad, pero, incluso entonces, ella siguió visitándome dos o tres veces al mes. A veces la visitaba yo, pero su apartamento era, a ojos vista, demasiado pequeño para los dos, y lo más frecuente era que viniese ella. Cuando nos veíamos, como es lógico, hablábamos de novelas e intercambiábamos libros. También solía prepararle la cena. No se me daba mal cocinar y, por su parte, Sumire era del tipo de personas que prefieren no comer antes que meterse en la cocina. Como muestra de agradecimiento solía traerme algo de los lugares donde hacía trabajos de media jornada. Una vez que estuvo en el almacén de una empresa farmacéutica me regaló seis docenas de preservativos. Todavía deben de quedar algunos en el fondo del cajón.
La novela (o los fragmentos de novela) que por aquel entonces escribía Sumire no era tan horrible como ella creía. No dominaba aún las técnicas narrativas y, a veces, su estilo parecía un patchwork elaborado, sin mediar palabra, por un grupo de amas de casa obcecadas, cada una con sus propios gustos y manías. Esta tendencia, dado el temperamento neurótico de Sumire, hacía que las cosas se le descontrolaran. Encima, por desgracia, a ella sólo le interesaba escribir una obra decimonónica de gran envergadura, una «novela total», donde pudiera embutir cualquier fenómeno que apuntara a su alma y a su destino.
Sin embargo, pese a adolecer de numerosos defectos, sus escritos tenían una frescura especial y en ellos se traslucía la voluntad honesta de querer relatar con sinceridad algo importante que había en el interior de su autora. Como mínimo, su estilo no era una imitación del de nadie. Tampoco eran simples artificios construidos con habilidad. A mí esto me gustaba. No hubiera estado bien reducir aquella fuerza natural e incrustarla en un trabajo preciosista. Aún le sobraba tiempo para dar rodeos. No era cuestión de precipitarse. Tal como dice el proverbio: «Quien crece despacio crece bien».
—Tengo la cabeza atiborrada de cosas que quiero escribir. Como un granero atestado de cualquier manera —me dijo Sumire—. Imágenes, escenas, retazos de palabras, figuras humanas… Están llenos de vida dentro de mi cabeza, lanzando destellos cegadores. Y oigo cómo gritan: «¡Escribe!». Pienso que de ahí tendría que surgir una gran historia. Tengo la impresión de que van a conducirme a algún lugar nuevo. Pero, llegado el momento, cuando me siento frente a la mesa e intento traducirlos en palabras, me doy cuenta de que se pierde algo vital. El cuarzo no cristaliza, todo queda en pedruscos. Y yo no llego a ninguna parte.
Sumire hizo una mueca, recogió la piedrecilla número doscientos cincuenta y la arrojó al estanque.
—Quizá, de base, me falte algo. Algo imprescindible que debe de tener todo escritor.
Cayó en un profundo silencio. Al parecer, me estaba pidiendo una de las vulgares opiniones que solía darle.
—En China, antiguamente, las ciudades estaban rodeadas de altas murallas donde se abrían grandes y magníficas puertas —expliqué tras reflexionar unos instantes—. Esas puertas tenían un gran significado. No sólo servían para entrar y salir, sino que se creía que era allí donde moraban los espíritus de la ciudad. O el lugar donde debían morar. Exactamente igual que en la Europa medieval, donde la gente consideraba la iglesia y la plaza como el corazón de la ciudad. Por eso, aún hoy, quedan en China muchas puertas maravillosas. ¿Sabes cómo construían las puertas los chinos de la antigüedad?
—Ni idea —dijo Sumire.
—La gente se dirigía a los antiguos campos de batalla tirando de carretas, y allí recogía todos los huesos desparramados o enterrados que podía encontrar. Al ser un país de tan larga historia, no faltaban campos de batalla. Luego construían una enorme puerta a la entrada de la ciudad incrustando todos esos huesos. Esperaban que, honrando de ese modo sus almas, los guerreros muertos protegieran la ciudad. Pero ¿sabes?, no bastaba con eso. Cuando la puerta estaba terminada, llevaban hasta allá unos cuantos perros vivos y, con una daga, los degollaban. Después regaban la puerta con la sangre aún caliente de los perros. De esa forma, los huesos resecos se empapaban de sangre fresca y las viejas almas adquirían un poder mágico. Al menos eso es lo que creían. —Sumire aguardaba en silencio a que prosiguiera—. Escribir una novela es algo parecido. Por más huesos que reúnas, por magnífica que sea la puerta que construyas, sólo con eso no tendrás una novela viva. Una historia, en algún sentido, no es algo de este mundo. Una verdadera historia requiere un bautismo mágico que conecte este mundo con el otro.
—O sea que tengo que agenciarme unos cuantos perros, ¿no? —Asentí—. Y hacer correr la sangre caliente.
—Tal vez.
Sumire reflexionó unos instantes mordiéndose los labios. Volvió a arrojar al estanque unas cuantas desafortunadas piedrecillas más.
—Preferiría no matar ningún animal.
—Evidentemente, sólo era una metáfora —dije—. No se trata de matar ningún perro.
Estábamos sentados, como de costumbre, uno junto al otro en un banco del parque de Inogashira. Era el banco preferido de Sumire. Ante nuestros ojos se extendía el estanque. Era un día sin viento. Las hojas caídas de los árboles parecían adheridas a la superficie del agua. Un poco más allá, alguien había encendido una hoguera. El aire traía olores de finales de otoño y se oían con nitidez los ruidos lejanos.
—Quizá lo que tú necesites sea tiempo y experiencia. Eso es lo que me parece a mí.
—Tiempo y experiencia —repitió Sumire y alzó la vista hacia el cielo—. El tiempo pasa deprisa. Pero ¿y la experiencia? Ni me la menciones. No es que me enorgullezca de ello, pero no siento ningún deseo sexual. Y un escritor sin deseo sexual, ¿qué experiencias puede tener? ¡Si es como un cocinero sin apetito!
—Yo no sé adónde habrá ido a parar tu deseo sexual —le dije—. Quizás esté escondido en algún rincón. Quizás haya emprendido un largo viaje y se haya olvidado de regresar. Pero enamorarse, al fin y al cabo, no tiene ninguna lógica. A lo mejor, de repente, el deseo aparece de la nada y te atrapa. Mañana mismo.
Sumire apartó la mirada del cielo y la clavó en mi rostro.
—¿Como un tornado a través de la llanura?
—Si quieres llamarlo así.
Por unos instantes, ella imaginó un tornado a través de la llanura.
—Por cierto, ¿has visto alguna vez un auténtico tornado a través de la llanura?
—Nunca —contesté—. En Musashino no suelen verse tornados en vivo (y debería añadir que es de agradecer).
Aproximadamente medio año después, mis predicciones se cumplieron y Sumire se enamoró de forma fulminante, sin lógica alguna y con la furia de un tornado a través de la llanura. Se enamoró de una mujer casada diecisiete años mayor. De «Sputnik, mi amor».
Cuando Myû y Sumire se encontraron sentadas, una al lado de la otra, en la mesa del banquete nupcial, primero, tal como suele hacerse en esos casos, se presentaron. Sumire odiaba llamarse «Violeta» y prefería no decirle a nadie su nombre. Pero, si se lo preguntaban, tampoco era cuestión de no responder.
Según su padre, quien lo había elegido era su madre muerta. A ella le encantaba la canción Violeta, de Mozart, y hacía tiempo que había decidido que, si tenía una hija, la llamaría así. En la estantería de la sala de estar donde guardaban los discos había una recopilación de canciones de Mozart (sin duda la que había escuchado su madre) y, de pequeña, Sumire tomaba con cuidado el pesado LP, lo ponía en el plato del tocadiscos y escuchaba el tema Violeta una vez tras otra. La solista era Elisabeth Schwarzkopf y la acompañaba al piano Walter Gieseking. Sumire no entendía la letra. Pero su grácil melodía le hacía suponer que cantaba la belleza de las violetas que florecían en el prado. Sumire evocaba esa imagen y la amaba con pasión.
Sin embargo, mientras cursaba secundaria, tuvo una desagradable sorpresa al encontrar en la biblioteca un libro con letras de canciones traducidas al japonés. La canción narraba cómo una humilde violeta que florecía en el prado era trágicamente pisoteada por una zafia pastora. Y, encima, ésta ni siquiera se percataba de la existencia de la flor aplastada bajo sus pies. Era una poesía de Goethe, pero en ella no halló ni consuelo ni moraleja.
—¿Por qué debió de ponerme mi madre el nombre de una canción tan terrible? —preguntó Sumire haciendo una mueca.
Myû se colocó bien la servilleta sobre las rodillas, esbozó una sonrisa imparcial y clavó la mirada en el rostro de Sumire. Tenía las pupilas muy oscuras. En ellas se mezclaban diversos colores, pero eran nítidas y transparentes.
—Y la melodía, ¿te parece bonita?
—La melodía sí lo es.
—Entonces yo me conformaría con que la música sea hermosa. En este mundo, no todo puede ser correcto o bonito. A tu madre debía de gustarle tanto la melodía que ni siquiera se fijó en la letra. Además, si sigues poniendo esa cara, te saldrán arrugas y no se te irán.
Sumire borró la mueca de su rostro.
—Quizá tengas razón, pero yo me sentí decepcionada, ¿comprendes? Este nombre es la única cosa concreta que me dejó mi madre. Exceptuándome a mí misma, claro.
—De todos modos, Sumire es un nombre precioso. A mí me gusta —dijo Myû y, haciendo ademán de mirar las cosas desde un ángulo distinto, inclinó la cabeza—. Por cierto, ¿ha asistido tu padre a la ceremonia?
Sumire echó una mirada a su alrededor y descubrió la figura de su padre. El salón era grande, pero dada su elevada estatura no era difícil descubrirlo. Estaba sentado dos mesas más allá, de perfil, hablando con un anciano bajito de expresión honesta vestido de chaqué. En sus labios se dibujaba una sonrisa tan afable y confiada que habría derretido un iceberg recién formado. Bañada por la luz de la araña, su correcta nariz sobresalía ligeramente como una silueta en papel recortado, e incluso la misma Sumire, acostumbrada a verlo, sintió admiración ante tanta hermosura. Su padre tenía las facciones idóneas para una ceremonia de aquel tipo. Su mera presencia confería glamour al ambiente. Como un enorme jarrón de flores recién cortadas o una limusina negra.
Cuando vio al padre de Sumire, Myû se quedó sin habla durante unos instantes. Sumire pudo oír cómo aspiraba una bocanada de aire. Sonó como unas cortinas de terciopelo descorridas con suavidad para que la luz natural del sol de una mañana serena despierte a un ser bienamado. «Debería de haber traído un par de anteojos de ópera», pensó Sumire. Pero ella ya estaba acostumbrada a la teatral reacción de la gente —especialmente a la de las mujeres de mediana edad— ante el físico de su padre. «¿En qué consiste la belleza? ¿Qué valor debe de tener?», solía preguntarse Sumire con extrañeza. Pero nadie contestaba. Sólo se producía aquel indiscutible efecto.
—¿Qué se siente al tener un padre tan guapo? —preguntó Myû—. Por simple curiosidad.
Tras un suspiro —¿cuántas veces le habrían hecho esa misma pregunta?— respondió:
—Pues no es muy divertido que digamos. En su fuero interno, todos piensan: «¡Qué hombre tan guapo! ¡Pero qué maravilla! Claro que, en comparación, la hija no es gran cosa. Eso debe de ser lo que llaman atavismo».
Myû se volvió hacia Sumire, le tiró con suavidad de la barbilla y la miró. Igual que si estuviera en un museo, plantada ante un cuadro que le gustara, contemplándolo.
—Oye, si realmente piensas eso, te equivocas. Tú eres preciosa. Tanto como tu padre —dijo Myû. Después alargó la mano y, con un gesto lleno de naturalidad, tocó, sobre la mesa, la mano de Sumire suavemente—. Ni tú misma sabes lo encantadora que eres.
La cara de Sumire empezó a arder. Dentro de su pecho, el corazón repicaba con el ruido de los cascos de un caballo desbocado cruzando un puente de madera.
Luego, Sumire se enfrascó en su conversación con Myû. No veía siquiera lo que había a su alrededor. Fue un banquete muy animado. Varias personas se levantaron a pronunciar discursos (el padre mismo de Sumire, sin ir más lejos) y la comida que sirvieron no estuvo nada mal. Pero nada de eso quedó grabado en su memoria. ¿Comió carne o pescado? ¿Utilizó propiamente los cubiertos o comió con los dedos, lamiendo el plato a continuación? No recordaba nada, en absoluto.
Ellas hablaron de música. Sumire era una apasionada de la música clásica y, desde pequeña, solía escuchar la colección de discos de su padre. Los gustos de ambas coincidían plenamente. A las dos les gustaba el piano y ambas señalaban las treinta y dos sonatas de Beethoven como las indiscutibles obras cumbre de la historia de la música. Ambas creían que la grabación de Wilhelm Backhaus para Decca era maravillosa, una interpretación sin parangón, de referencia. ¡Qué alegre era, además! ¡Y cuánto gozo de vivir transmitía!
¡Y el Chopin de Vladimir Horowitz de la época de las grabaciones en monoaural, en especial el scherzo: impecable, estremecedor! Y los preludios de Debussy ejecutados por Friedrich Gulda, hermosos y llenos de gracia; y el Grieg de Gieseking, adorable, lo miraras como lo mirases. La interpretación de Sviatoslav Richter de Prokofiev, con su reflexiva contención y su prodigiosa recreación de la profundidad plástica de cada instante, exigía ser escuchada conteniendo el aliento. Y las sonatas de Mozart ejecutadas por Wanda Landowska, ¿por qué estaría hasta tal punto infravalorado un trabajo tan impecable y detallista, tan lleno de ternura como aquél?
—¿A qué te dedicas? —preguntó Myû cuando la conversación sobre música llegó a su fin.
—He dejado la universidad y estoy escribiendo una novela. También hago trabajillos de vez en cuando —explicó Sumire.
—¿Qué tipo de novela estás escribiendo? —quiso saber Myû.
—Es difícil de explicar en una palabra —contestó Sumire.
—¿Qué tipo de novelas te gustan entonces? —preguntó Myû.
—¡Uff! La lista es muy larga y no acabaría nunca, pero ahora estoy leyendo a Jack Kerouac —respondió Sumire. Y así fue cómo surgió el tema de «Sputnik».
Myû, exceptuando algunas novelas muy ligeras que leía como pasatiempo, apenas tocaba los libros.
—No puedo alejar de mi pensamiento la idea de que todo es pura ficción, no logro identificarme con los personajes —dijo. Siempre le había sucedido lo mismo. De modo que sólo leía obras que recogieran, tal cual, hechos reales. En su mayor parte, libros que pudieran serle útiles en su trabajo.
—¿Qué tipo de trabajo haces? —le preguntó Sumire.
—Básicamente está relacionado con el extranjero —explicó Myû—. Hará unos trece años heredé la empresa de importación y exportación de mi padre. Yo era la primogénita. Estudiaba para pianista, pero mi padre murió de cáncer y, como mi madre, aparte de estar delicada, no dominaba el japonés y mi hermano aún estaba en secundaria, tuve que asumir yo la responsabilidad y encargarme de la empresa. De ella dependía la subsistencia de varios familiares y no era cuestión de cerrar. —En este punto, Myû suspiró brevemente como si pusiera una coma—. La empresa de mi padre se dedicaba principalmente a importar de Corea alimentos deshidratados y hierbas medicinales, pero ahora comerciamos con otras muchas mercancías. Incluso con piezas de ordenador. La empresa sigue estando a mi nombre, pero en realidad la llevan mi marido y mi hermano menor y yo no tengo que aparecer demasiado por allí. Así que puedo dedicarme a mis propios negocios.
—¿Como cuáles?
—Principalmente a la importación de vino. Y, de vez en cuando, algún asunto relacionado con el mundo de la música. Viajo muy a menudo a Europa; este tipo de negocios se basa mucho en los contactos personales. Así que, al trabajar sola, puedo codearme con empresas comerciales de primera categoría. Sólo que, para establecer toda esta red de relaciones y mantenerlas, hay que invertir tiempo y energía. Eso es evidente, pero… —Levantó la cabeza como si se le hubiese ocurrido una idea—. Por cierto, ¿hablas inglés?
—Hablarlo, no demasiado bien. De aquella manera. Pero me gusta leerlo.
—¿Sabes utilizar el ordenador?
—No entiendo mucho de informática, pero estoy acostumbrada a usar el procesador de textos, así que, a poco que estudiara, supongo que aprendería pronto.
—¿Sabes conducir?
Sumire hizo un gesto negativo con la cabeza. Desde el año de su ingreso en la universidad, que fue cuando chocó con la puerta de atrás contra una columna al intentar meter en el garaje el Volvo-Wagon de su padre, no había vuelto a tocar el volante.
—Entonces, ¿puedes explicarme con menos de doscientas palabras la diferencia entre «signo» y «símbolo»?
Sumire tomó la servilleta, se enjugó la comisura de los labios y volvió a depositarla sobre sus rodillas. No entendía bien qué estaba preguntándole. «Signo y símbolo».
—No tiene ningún sentido especial. Es sólo un ejemplo.
Sumire volvió a sacudir la cabeza.
—Ni idea.
Myû sonrió.
—Si no te importa, me gustaría que me dijeras qué habilidades prácticas tienes. Es decir, qué sabes hacer. Aparte de leer mucho y escuchar mucha música.
Sumire depositó en silencio el cuchillo y el tenedor en el plato y, contemplando el espacio anónimo que flotaba sobre la mesa, reflexionó sobre sí misma.
—Sería más rápido decir las cosas que no sé hacer que las cosas en que soy buena. No cocino, haciendo la limpieza soy un desastre. Soy incapaz de mantener mis cosas en orden y lo pierdo todo. Me gusta la música, pero, cuando canto, desafino horrores. Soy muy torpe y no sé clavar un clavo. No poseo el menor sentido de la orientación y suelo confundir la derecha y la izquierda. Cuando me enfado, tengo tendencia a romper cosas. Platos, lápices, despertadores. Después me arrepiento, pero, en aquel momento, no puedo controlarme. No tengo ahorros. Me siento incómoda ante la gente sin razón alguna y apenas tengo amigos. —En ese punto, Sumire hizo una pausa antes de proseguir—: Sin embargo, con el procesador de textos, sé escribir muy rápido sin mirar el teclado. No soy muy buena deportista, pero, excepto cuando tuve paperas, no he estado enferma en toda mi vida. Además, es extraño, pero en lo que se refiere a la puntualidad soy muy estricta y jamás llego tarde a ningún sitio. Con la comida no tengo manías. La televisión no la veo. A veces tengo algún arranque tonto de orgullo, pero no suelo justificarme a mí misma. Excepto una vez al mes que tengo los hombros tan agarrotados que no puedo dormir, concilio el sueño con facilidad. La regla la tengo poco abundante. Caries no tengo ni una. Y hablo bastante bien el español.
Myû alzó los ojos.
—¿Hablas bien el español?
Cuando estaba en el instituto, Sumire pasó un mes en Ciudad de México en casa de su tío, empleado en una firma comercial establecida allí. Creyendo que era una buena oportunidad, Sumire estudió de forma intensiva español y lo aprendió. En la universidad siguió tomando clases.
Myû sostenía la copa de vino entre los dedos y la hacía rodar suavemente como si diera cuerda a una máquina.
—¿Qué me dices? ¿No te apetecería trabajar conmigo una temporada?
—¿Trabajar? —Sumire ni siquiera supo qué cara poner, así que adoptó su sempiterna expresión reconcentrada—. Pero si jamás he tenido un trabajo de verdad. Ni siquiera sé responder bien al teléfono. Siempre trato de no coger el tren antes de las diez y, supongo que ya te habrás fijado, no sé utilizar correctamente el lenguaje formal.
—Eso no importa —repuso Myû con sencillez—. Por cierto, ¿estás libre mañana al mediodía? —Sumire asintió en un acto reflejo. No era preciso pensárselo dos veces. El tiempo libre era su principal capital—. Entonces podríamos comer juntas. Reservaré una mesa tranquila en un restaurante del barrio —dijo Myû. Observó a contraluz el vino tinto que el camarero le había servido en una copa limpia, comprobó el aroma y, luego, tomó el primer sorbo en silencio. Realizó toda esa serie de movimientos con una elegancia natural que hacía pensar en una corta cadencia pulida a lo largo de los años por un reflexivo pianista—. De los detalles ya hablaremos mañana con calma. Hoy quiero olvidarme del trabajo. ¿Sabes? Este Burdeos no está nada mal.
Sumire recompuso su adusta expresión y le dijo a Myû sin ambages:
—Pero si acabas de conocerme y casi no sabes nada de mí todavía.
—Sí, es cierto. Es posible que no sepa nada —admitió Myû.
—Entonces, ¿cómo sabes que podré serte útil?
Myû hacía girar suavemente el vino dentro de la copa.
—Desde hace tiempo juzgo a la gente por su rostro —replicó ella—. En resumen, que a mí me han gustado tus facciones y tus cambios de expresión. Mucho.
Sumire sintió cómo, de repente, el aire se hacía más ligero a su alrededor. Notó cómo los pezones se le endurecían bajo la ropa. Alargó la mano, tomó una copa casi sin pensarlo y se bebió de un trago el agua que quedaba. Inmediatamente, un camarero con cara de ave rapaz se le aproximó por la espalda y le llenó de agua con hielo la copa vacía. El tintineo resonó dentro de la turbada mente de Sumire como el hueco lamento de un ladrón recluido en una caverna.
«Sí, estoy enamorada de ella», se convenció Sumire. Sin duda alguna (el hielo es, al fin y al cabo, frío, y la rosa es, al fin y al cabo, roja). Y este amor me conducirá a algún sitio. No puedo impedir que esta fuerte corriente me arrastre. Ya no tengo elección. Tal vez me lleve a un mundo especial que jamás he conocido. A un lugar lleno de peligros, quizá. Donde se esconda algo que me inflija una herida profunda, mortal. Tal vez pierda todo lo que poseo. Pero ya no puedo volver atrás. Sólo puedo abandonarme a la corriente que discurre ante mis ojos. Aunque me consuma entre las llamas, aunque desaparezca para siempre.
Su profecía —aunque esto, desde luego, sólo lo he sabido ahora— acertaba en un ciento veinte por cien.