Millones de personas aguardaban el retorno de Alberto Holm. Brame se había dirigido a su encuentro en el barco que llegaba a América de regreso de la empresa. Casi lloraba de alegría.
—Absolutamente perfecto —continuaba murmurando a Kit—. ¡Ha nacido para esto, señora Holm! Es un instinto en él. Dice exactamente lo que ha de decir en el momento preciso. Es un americano y los americanos le aman. Todos siguen repitiendo que el éxito no lo ha malogrado; aseguran que sigue siendo el honrado muchacho campesino de un principio, y lo es verdaderamente; ésta es su mayor belleza: lo es en realidad. El viaje de regreso le ha beneficiado… Tiene el aspecto de un rey. —Los pálidos ojos del agente miraron afectuosamente a Alberto que reía y agitaba los brazos saludando a la multitud—. La muchedumbre necesita tener un rey u otra cosa semejante que la gobierne.
—¿Un figurín? —preguntó Kit esbozando una leve sonrisa.
—Llamémoslo un símbolo —corrigió Brame; y con gentileza añadió—: He de confesar que Alberto es, en verdad, un magnífico símbolo. Usted no sabe lo importante que es esto, señora Holm.
—No lo comprendo —repuso ella.
Sus alimentos, sus costumbres y sus trajes siempre habían tenido importancia para él; pero ahora que la gente se la concedía, aun le daba mayor valor. Por nada del mundo habría salido con sombrero después de haber sabido que era ya una leyenda el hecho de que él jamás lo utilizaba. Tanto era así que, en los Estados Unidos, los muchachos salían con la cabeza descubierta porque así lo hacía Alberto Holm. Una vez oyó a una mujer que decía:
—Apuesto a que fuma en pipa… A mí me encantan los hombres que fuman en pipa.
Esto bastó para que empezara a fumar en pipa, a pesar de que le produjera náuseas; por lo cual fumaba solamente en público. Kit hubiera podido burlarse de él por esta tontería si él no le hubiese dicho con su habitual mohín de indiferencia:
—No me interesa en absoluto, pero, ya ves, esto ocupa las habladurías de la gente que podría decir cosas mucho peores sobre mí.
En el aeropuerto de Nueva York había saltado generosamente del aparato, experto en el arte de agradar; y el público empujaba, chillaba y reía aclamándolo hasta enronquecer. ¡Parecíase Alberto con tal exactitud a la imagen que todos se habían formado de él! Era como si la masa lo abrazase, por así decirlo, en efigie, porque era realmente el retrato de su alma, no mejor ni más elevada que otra cualquiera: «Un buen muchacho», decían. Precisamente como uno de tantos. Y Kit pensaba con amargura que por esto era indudablemente digno de adoración.
La íntima amargura de Kit iba creciendo y la hacía parecerse más a Gail que en el pasado; le dio a su vez un tono cortante muy semejante al de su hermana; pero ella tenía una actitud más severa, la cabeza más alta y el rostro impenetrable.
Gail, que había acudido a su encuentro con sus padres y Harvey, se mantuvo apartada de la muchedumbre efervescente y buscaba a Kit por encima de las innumerables cabezas apiñadas. Cada uno de sus familiares la miraba, tratando de encontrar una respuesta a la pregunta común: «¿Qué habrá decidido hacer?». Pero si Kit conocía su respuesta, nada en ella la dejaba traslucir.
—Parece que haya envejecido cinco años —dijo Gail a su madre.
Lo dijo no sin cierta complacencia, ya que ella, como lo sabía muy bien, tenía un aspecto insólitamente juvenil y gracioso. No hacía todavía media hora un muchacho le había dicho reteniendo una de sus manos: ¡Gail, está usted mil veces más hermosa que en el día de nuestro primer encuentro! ¡Y ya entonces me pareció no haber visto jamás una mujer tan bonita como usted! —al decir esto había llevado su mano a sus labios y la había besado largamente. Ella le había dejado hacer, satisfecha. Luego los labios del muchacho habían murmurado junto a los suyos—: No esperaba realmente que me dejase hacer lo que he hecho…
—Yo tampoco lo creía, Todd —había dicho ella.
—¡Adorable! —murmuró él.
Ahora volvió hacia su madre aquellos ojos que habían adquirido una expresión inocente mientras acusaba a Kit de haber envejecido.
—Es que Kit había tenido siempre un aspecto tan juvenil —repuso la señora Tallant; y luego, al cabo de un instante añadió—. Pero creo que este aire le sienta bien.
Un cuarto de hora más tarde después de recibir el beso tranquilo de Kit sobre la mejilla, la señora Tallant dijo a su esposo:
—Creo que Kit ha reflexionado. Sabía que llegaría a hacerlo. Después de todo, es una Tallant.
—Ya veremos —repuso el marido.
No quería comprometerse asegurando lo que haría Kit; pero no por ello se sentiría menos satisfecho si realmente se arreglaban las cosas. La idea de un escándalo familiar le resultaba verdaderamente odioso. Alberto, en honor a la verdad, se comportaba magníficamente. Desde luego, estaba a la altura de las circunstancias. ¡Mirad aquella estúpida chica pegada a su espalda! Él, en el lugar de Alberto, si fuera objeto de tantas adulaciones, no sabría realmente cómo salir del apuro. La muchedumbre era una masa de invasores y, precisamente por esto, estaba satisfecho de no verse obligado a tener nada que ver con ella, trabajando como trabajaba. Con todo, probablemente nadie en toda América tenía la influencia de ese muchachote rubio. Así lo aseguraba Brame. Si Alberto hubiese querido capitanear un movimiento, habría provocado por todas partes verdaderas oleadas de entusiasmo. Pero, afortunadamente, Alberto no tenía ninguna intención de hacer nada; y por esto no era peligroso.
—¡Buenos días, señor Tallant! —la manaza de Alberto estrechó la suya hasta hacerle daño—. ¡Estoy encantado de volver a verle!
—¡Bienvenido, muchacho! —dijo Tallant. Era inútil negar que Alberto no carecía de simpatía… Pero los labios de Kit tenían una evidente dureza. Sus labios habían sido siempre gruesos y mórbidos: ahora habían cambiado.
—Me voy a casa —dijo Tallant a su esposa al cabo de una hora—. Empiezo a estar cansado.
—Será mejor —repuso ella—. Hay una muchedumbre…
Todos regresaron, excepto Brame que deseó quedarse. Por el momento era imposible llevarse a Alberto consigo. Después de los apretones de manos familiares, fotografiados bajo los fogonazos de magnesio, Alberto fue arrastrado fuera de la multitud, y todos regresaron a sus casas. No volverían a verle hasta el día del banquete que ofrecía el alcalde. La señora Tallant no podía sufrir las comidas de gala, pero, naturalmente, tendrían que asistir a ella, ya que el alcalde les había invitado. Antes del banquete tendría efecto el desfile por Broadway, durante el cual millares de guías telefónicas serían reducidas a pedazos para procurarse las toneladas de papel que habrían de lanzarse por las ventanas en honor del héroe. Y al día siguiente, ¡a barrer las calles! El paseo de Alberto por Broadway, en un coche descubierto, con los claros cabellos bajo el sol, le costaría a la ciudad una fortuna. Pero el público no pensaba en el gasto.
A media tarde, en su habitación, Kit deshacía tranquilamente sus maletas. Las camareras ya habían colocado los trajes, pero ella les había dicho que dejaran a su cuidado la maleta pequeña. Ésta contenía algunos regalos para la familia: un brazalete tibetano de turquesas que le había gustado, algunas flores encontradas en la India guardadas entre las hojas de un libro, un librito de versos, y el pequeño y viejo sello chino que le había acompañado a todas partes. Se habían quedado contemplando el cortejo desde un balcón, y luego, no pudiendo resistir, habían entrado todos: Kit, sus padres, Harvey y Gail. El té había sido servido en la salita por una de las camareras, pues Smedley había pedido permiso para ir a presenciar el desfile.
El íntimo calor de la casa y su tranquilidad, la aliviaron algo del estado de tensión en el que se encontraba desde que había abandonado la India. Se sintió en paz. Alberto se había lanzado entre la masa y Kit quedado entre los suyos.
—No comprendo bien cómo llega a resistir todo esto —le dijo su padre; y lanzó un suspiro—. Kit, dame otra rebanada de pan tostado, por favor. Los hombres, cuando se hallan en masa, son opresivos, por no decir otra cosa.
—Divertidísimos, por otra parte —intervino Gail.
No podía apartar de Kit su mirada inquisidora.
—A propósito, Kit —dijo de pronto, Harvey—. Tu viejo amigo, ¿cómo se llama?, ha tenido un gran éxito con su comedia.
¡Ah! Kit levantó sus tranquilos ojos que entonces resplandecían.
—¿Norman? —preguntó.
—Sí —contestó Gail.
—¿Y la comedia se llama quizás… Libertad?
Gail afirmó.
—No la hemos visto todavía, pero tenemos que ir, ¿no te parece, Harvey? ¡Y qué crítica ha suscitado, Kit! Una cosa nunca vista hasta ahora… Incluso los críticos más severos, que de costumbre encuentran motivo de burla en todo, se han desgañitado proclamando la obra como algo sublime y magnífico, verdadero teatro y otras cosas por el estilo. —Se echó a reír—. Pero no sé qué opina el gallinero de ello. —Miró a Harvey con ojos burlones—. ¿Recuerdas el ataque de aquella muchacha?
—¿Anoche? —preguntó Harvey—. Tú lo oíste, yo no oí nada.
Él no prestaba nunca atención a lo que decía la gente por la calle, Gail, en cambio, se entretenía con todo. Y explicó que mientras se dirigían hacia su coche después de asistir a un espectáculo de variedades, al pasar delante del teatro donde se representaba Libertad oyó decir a una rubia platino que caminaba majestuosamente entre dos petimetres mascando ruidosamente una bola de chicle: «Ésta es una obra que no iría a ver ni por cinco centavos, Libertad… tiene un sonido demasiado patético: debe de estar llena de cosas profundas».
Todos rieron, Gail tenía mucha gracia para contar las cosas. «Habría podido ser una excelente artista», pensó Harvey. Pero él no se hubiera casado nunca con una actriz.
De repente se abrió la puerta. Una camarera hizo su aparición.
—Señora —dijo, con el rostro alegre como el de un chiquillo— el señor Holm habla por la radio…, son las cinco.
—¿Quiere decir que el desfile ha terminado?
Los Tallant cambiaron entre sí una mirada de vacilación. ¿Tenían que pasar al salón a escuchar a Alberto? La camarera, en excitada espera, los obligó a ello. Se avergonzaron de su falta de entusiasmo.
—¡Oh, tenemos que ir! —exclamó Gail.
Pasaron al salón, Harvey el último, y la voz de Alberto pastosa, firme y clara, invadió la estancia.
—¡Bien, amigos, heme aquí de nuevo… siempre el mismo incorregible personaje! Y precisamente no tengo nada nuevo que contaros, salvo que, habiendo ido a conquistar el Pangbat, he salido airoso de mi empresa. Pero no sería justo con mis magníficos compañeros si no me apresurase a añadir que todos colaboraron conmigo, todos sin excepción, contribuyendo al éxito de la empresa. —Aquí se extendió en elogios hacia su amigo Rexall y los demás, añadiendo luego con tono solemne—: Dos miembros de la expedición han desaparecido: fueron dos valientes que no olvidaré jamás. Para mí no han muerto. Pero… —aquí su voz adquirió un tono más ligero— pero son cosas que ocurren. Quizás alguno de vosotros me preguntará por qué, pues, si lo habíamos previsto todo, hemos deseado conquistar una montaña. Quizás no me incumbía a mí la conquista, pero he obrado lo mismo que si hubiese sido llamado a hacerlo. Y espero que nuestro material sea en algún modo útil a los científicos. Entre otras cosas, he encontrado un lugar maravilloso, muy adecuado para construir un sanatorio antituberculoso: un valle llano, cubierto de flores, en el límite de las nieves, bajo el azul de los cielos y en el aire más puro del mundo.
—¡No nos habías hablado nunca de un sanatorio, Kit! —susurró Gail.
—¡Creía que lo había olvidado! —murmuró Kit como respuesta.
Nuevamente Alberto hizo una pausa. Luego continuó:
—De todos modos, amigos, os diría una tontería si os dijera que he llevado a cabo la empresa por una finalidad distinta del deporte. Yo soy como soy, esto es todo; fui allí para divertirme y me he divertido. ¡Fui para alcanzar una altura jamás alcanzada por nadie… y lo conseguí!
Gritos, aplausos y grandes carcajadas se sucedieron en el aparato de radio, haciendo retumbar la estancia. Tallant cortó la emisión dando vuelta al interruptor. En el silencio que siguió dijo con tono breve:
—Desde luego, Alberto ha hecho progresos en el arte de hablar en público.
—Parece haber adquirido el hábito —convino de mala gana Harvey.
—En otros términos, querido —dijo bruscamente Gail—. ¡De nuevo ha llevado a cabo una empresa de héroe!
Todos se volvieron y ella los miró a su vez con una sonrisa cruel, sin descubrir la idea que de repente acababa de cruzar por su cerebro. Durante todo el día, vaga, latente, pero insistente siempre, esta idea había ocupado su cerebro. Y ahora se le revelaba, transformándose en una cosa posible. ¿Por qué Todd no podría hacer algo que lo convirtiera en un héroe público? ¿Por qué no podía ser él el sucesor de Alberto? Todd era más guapo que Alberto, tan alto como él y más rubio. De origen sueco, nacido en el Minnesota, era americano hasta la médula. ¡Qué lástima que no hubiese sido piloto de aviación! Se levantó lentamente y se acercó a Harvey impulsada por un instinto contradictorio. Él, sorprendido, apartó la vista de su cigarro.
—Bien, ¿qué ocurre ahora? —preguntó.
—Nada, quiero únicamente sentarme a tu lado.
Cogió un taburete, lo colocó a su lado y se sentó, apoyándose sobre una de sus rodillas, encarnando el verdadero papel de esposa. Todos se miraron inquietos, preguntándose por qué Gail, tranquila junto a su esposo, despertaba en ellos un sentimiento de alarma.
En aquel instante llegó Alberto.
—¡Aquí estoy! —exclamó. Riendo, dijo que se había escapado y su entrada hizo que todos olvidaran a Gail. Kit se dijo que su familia era idealmente afable con Alberto; tolerante y cortés. Si Gail inducía a Alberto a hablar demasiado de sí mismo, era tan solo para divertirse un poco más, lo que era un rasgo típico en ella. Y si su padre era un tanto más irónico que de costumbre, su ironía no era malévola. Hasta en el silencio de Harvey y las preguntas prácticas de su madre, Kit observaba que, de un modo u otro, fuera digno o no, y por inexplicable que fuese en su intimidad, los suyos estaban siempre dispuestos a aceptar a Alberto como un héroe.
Alberto se había ido a Misty Falls acompañado de una cuadrilla periodistas. Millones de lectores leyeron los detalles de su regreso a la casa donde había nacido, cómo todo el país había ido a esperarle en la estación engalanada e iluminada, con la banda de música, y cómo lo habían recibido los padres del héroe con el traje de los domingos, el rostro honrado iluminado de alegría y las manos ásperas por el trabajo, extendidas hacia el hijo. Entrevistada la madre de Alberto, repitió hasta la saciedad:
—No me sorprende nada de todo cuanto haga. Era un chiquillo maravilloso. Tengo fotografías suyas de cuando ya caminaba a los nueve meses y tenía dientes para masticar la carne como yo.
Durante el desayuno, en la gran sala de muebles austeros, el señor Tallant entregó el periódico a Kit. Sus ojos se encontraron. Él sonrió ligeramente.
—Parecen muy encariñados con el hijo, ¿verdad? —murmuró.
—Encariñados es una palabra que en cualquier momento molesta; pero lo están realmente —repuso Kit—. ¿Un poco más de café, papá?
—Gracias.
Le emocionaba aquella asiduidad de Kit en querer tomar el desayuno con él cuando estaba en casa. Guardaron silencio durante unos instantes, pues necesitaban de él después de los calurosos elogios de los periódicos.
—Alguna vez —dijo luego Kit— pienso que la sobriedad es la cosa más hermosa del mundo.
—Si no se lleva hasta la exageración. Sea como fuere, es posible que así ocurra cuando se leen cosas semejantes. ¡Bienvenida sea una buena dieta, caramba!
—Lo mismo digo yo —declaró Kit—. ¿Quieres más tostadas?
—No, gracias.
En aquel momento fue cuando vio la carta de Juan Baker. Había dado una ojeada a la correspondencia depositada sobre la bandeja, y bajo el montón vio un sobre blanco, cuadrado. Su padre doblaba su servilleta.
—Un momento, papá —dijo.
Rasgó el sobre, y leyó en voz alta:
Querida señora Holm: Me parece de acuerdo con mi promesa ir a verla para darle cuenta de algunas cosas que me han sido enviadas por determinados miembros de la expedición. Si quiere fijar una hora, me sentiré satisfecho de poder hacerle una visita. Suyo, Juan Baker.
—Breve y preciso —murmuró Tallant, secándose la boca.
—Parece como si aquí hubiera gato encerrado, como vulgarmente se dice.
—Creo que es conveniente recibirle —dijo Kit.
—Es lo único que se puede hacer —repuso su padre—. ¿Brame está enterado de algo?
—No he tenido tiempo todavía de verle. ¿Te parece conveniente que le avisemos?
Tallant movió la cabeza.
—Es preferible que no —dijo—. Es mejor hablar a solas con el amigo y oír lo que tiene que decir, sin intermediarios ni testimonios. ¿Me necesitas?
—¿Te prestarías a ello? —le suplicó Kit, aliviada de pronto.
—Si tú crees que él esté dispuesto a hablar delante de mí, claro que me prestaría.
—Hablará, estoy segura. Simpatizaréis los dos.
—De acuerdo. Entonces en mi despacho, ¿por qué no? Pasado mañana a las dos. Hasta entonces tengo otros compromisos.
—Tu despacho es el sitio mejor —dijo Kit agradecida.
Él se le acercó y la besó en sus cabellos siempre fragantes como cuando era niña.
—Adiós —le dijo.
—Adiós, papá —y le sonrió.
Sola en el comedor, Kit interrogó todos sus sentimientos y entre ellos descubrió uno muy sensible, un sentimiento que se estremeció ante el recuerdo del nombre de Ronald Brugh…
Dos días después, al entrar a las dos en punto en el amplio despacho de su padre, encontró a Juan Baker junto al gran ventanal frente a la puerta. Tallant estaba a su lado.
Kit tendió la mano a Baker, que le pareció exactamente igual al día de la última despedida al pie del Himalaya.
—Encantada de volver a verle —dijo.
—Gracias. No estaba realmente seguro de que lo estuviese —repuso Baker.
—¿Y por qué no?
—Creía que el señor Holm…
Ella movió la cabeza.
—Alberto jamás me ha hablado de usted —se apresuró a contestar; y pensó, no sin cierta amargura: «Alberto me ha ocultado de nuevo alguna cosa».
Tomaron asiento, ella en una gran poltrona de piel, su padre delante de la mesa y Baker junto a una mesita sobre la que dejó unas cartas que extrajo de una cartera.
—El hecho de que Alberto no haya hablado de mí, hace mi tarea más difícil —dijo—. Desearía, en cambio, que hubiese hablado. Ahora no quiero presentarles nuestros puntos de vista… sino tan sólo el mío.
—Imagino que Alberto está en condiciones de poder observar su propio punto de vista, cualquiera que éste sea —intervino Tallant.
Kit no dijo nada. Como si Juan Baker ya hubiese terminado su preámbulo, conocía muy bien el contenido de las cartas que éste tenía delante.
—Tengo aquí —dijo Baker con firmeza, mirándolas— algunas cartas con una serie de declaraciones hechas por cuatro hombres que acompañaron al señor Holm hasta el Pangbat. Han escrito sus declaraciones por separado, expresando cada uno su propia opinión sobre cierta cuestión de importancia. Luego me las enviaron a mí como elemento imparcial, dado que ni siquiera estuve presente en la ascensión final. ¿He de leerlas?
—Se lo ruego —dijo Kit.
Tallant cogió un pequeño pisapapeles que representaba un perro agazapado y en acecho, y escuchando la lectura iba dándole vueltas entre sus dedos, acariciándolo con su largo pulgar. Baker leyó una tras otra las cuatro hojas que tenía delante. No dio ningún nombre, pero Kit no tuvo necesidad de que los dijera para adivinar quién había escrito cada carta. Francisco Brewer, con su bonachona cortesía meridional, comenzaba así:
Con la mayor resistencia me decido a exponer en mi carta la incertidumbre material de mis dudas y temores…
Luego la clara y concisa declaración de Alberto Calloway:
El treinta de julio del corriente año, yo, como miembro de la expedición Holm, me encontraba en el campo 111, sobre el flanco Norte del Pangbat. La consigna dada por el señor Holm era estar preparado para cualquier intervención de salvamento, en caso de…
Luego el desagrado de Lincoln Mayhew, mientras comenzaba:
Detesto esta necesidad de escribir cualquier cosa susceptible de crear cuestiones desagradables. La desilusión es siempre amarga. Ahora Alberto Holm es algo más que una desilusión personal; y esto me impulsó a expresar cierto punto de vista, en nombre de la justicia…
Y he aquí a Dick Blastel comenzando en tono agresivo:
Ronald Brugh era amigo mío. Ha muerto, y, desde luego, no se precisa nada de mí. Pero yo desearía formular algunas preguntas sobre la forma en que ha muerto, aunque tan sólo sea para mi propia satisfacción. En primer lugar, ¿es cierto o no, señor Holm, que discutió con mi amigo Brugh, antes de que partiera usted, solo, la mañana del treinta de junio? En caso negativo, ¿por qué marchó solo? Segundo: ¿por qué abandonó el itinerario que nosotros, de acuerdo con sus precisas instrucciones, hubiésemos tenido que seguir en caso de desgracia? Tercero: ¿dejó o no dejó alguna señal, un mensaje cualquiera, en el punto del cambio de ruta? Cuarto: ¿se llevó o no consigo la botella de oxígeno?
—¿Alberto está al corriente? —preguntó el señor Tallant.
—No —contestó Baker—. Pero conoce los sentimientos de la expedición. Me ha parecido honrado hablar primero de ello con él antes de presentar estos documentos a la señora Holm.
¡He aquí lo que Alberto le había ocultado de nuevo! El silencio que siguió a esto, despertó otra vez todas aquellas antiguas desconfianzas de Kit; pero no dijo nada.
—Y Alberto, ¿qué le ha dicho? —preguntó Tallant.
—No pareció darle importancia. Dijo que los componentes de una expedición se rebelan de costumbre contra su jefe y se encelan si triunfa; en cambio, lo desprecian si fracasa. Pero quizá nosotros no hayamos de considerarle culpable si no toma ahora en serio ninguna censura. Para cualquier hombre en la posición del señor Holm, resultaría difícil juzgar por sí mismo lo que ocurrió.
¡Lo que ocurrió! De nuevo Kit, a través del frío desprecio sin prejuicios de Baker, vio lo que Alberto era en realidad. Baker prescindió de Alberto como si fuese algo que careciera de importancia y prosiguió:
—La cuestión —declaró— es de derecho moral y de justicia hacia Ronald Brugh, a quien todos tuvimos en gran estima. Pero ahora lo que tiene importancia es lo siguiente: ¿qué es lo que he de hacer?
—Le agradeceré que usted haga lo que crea justo hacer, se lo ruego —respondió Kit con tono seguro. Hasta entonces no había hablado, ni siquiera para interrumpirle—: Le aseguro que no viviría tranquila si usted no hiciese lo que considerase justo.
Los ojillos pardos de Baker se fijaron en ella como puntas de acero.
—Éste será un asunto muy grave para su esposo, señora.
—Alberto me ha hablado de ello. Se defenderá por sí mismo —dijo; y, levantándose, le tendió la mano en señal de despedida. Necesitaba salir, irse de aquella estancia lejos de todo, al aire libre—. Gracias —añadió.
—Gracias a usted —repuso Baker—. La admiro, señora Holm.
—No hay por qué —contestó ella sencillamente—. Me limito a ser justa, tanto con respecto a Ronald Brugh como para Alberto. Adiós, papá. Nos veremos más tarde, ¿verdad?
—Volveré a casa temprano.
Cuando llegó al parque su cólera creciente había llegado a un punto culminante. No, esta vez obligaría a Alberto a hablar en su defensa. Cuando regresase a casa le diría a Alberto sin rodeos todo lo que Baker le había referido y le preguntaría qué pensaba hacer. Le obligaría a enfrentarse consigo mismo tal como era y no según la imagen que Brame había hecho de él.
Se detuvo, consciente de estar hablando entre dientes como una loca. Suspiró y moderó el paso. ¡Qué tonta era tomándose estas preocupaciones por Alberto, quien jamás se daría cuenta! Era una espléndida tarde de agosto, pero nada había visto del verano desde su regreso a la patria. Diariamente las ridículas manifestaciones, el ajetreo… ¡Ah! ¿Qué acabaría haciendo con su propia vida? He aquí la verdadera cuestión: no se trataba tan sólo de Alberto. No hacía ningún bien a nadie seguir viviendo del modo en que vivía. Se sentó sobre un banco de piedra vacío. Y, de pronto, el motor de su cerebro, que había estado funcionando con tanta potencia, se detuvo.
La calma era profunda, una de esas calmas de las tardes de verano en las que todo espera la frescura del anochecer. La vida se había detenido; los mismos muchachos que pasaban directamente hacia el jardín zoológico parecían estar soñando en aquella calma. Cerca de ella dormía un anciano; y una mujer inmóvil, miraba en el vacío. Aquella tarde el parque parecía un oasis. El sol lo iluminaba todo con sus rayos ardorosos y resplandecientes. También ella, por unos instantes, quería sentirse muda y sin pensamientos. El instante creció, se convirtió en una hora, y luego casi en otra. Cuando se movió estaba tan entumecida como quien interrumpe su reposo. Tal vez hubiera sido el sol, o los árboles, o la juguetona ardilla, o el revoloteo de las palomas, o las débiles llamadas de los niños allá en la lejanía, en la orilla del estanque donde flotaban sus barquichuelas… El viejo se despertó, se secó la boca, se desperezó y desapareció. La mujer también se levantó; tenía los ojos llenos de paz y pasó por su lado sin advertirla.
Kit se levantó a su vez y se dirigió hacia la izquierda del parque, donde se hallaba la salida más próxima. Tomó un taxi y se hizo conducir a casa. Encontró a su padre que la estaba aguardando a la entrada de la biblioteca.
—Estaba preocupado —le confesó—. Nadie sabía dónde te habías metido.
—Estuve en el parque —repuso ella. Luego sonriendo, dijo—: Tenía necesidad de tomar un poco el aire.
—No te lo reprocho.
Kit lo siguió a la biblioteca, se sentó, se quitó el sombrero y los guantes y los dejó sobre sus rodillas. Su padre permaneció de pie junto a la entrada. Su alta y delgada figura reflejaba la preocupación.
—Kit —comenzó—, lo he pensado de nuevo. Es preciso que veamos a Brame y que le prevengamos de este ataque. Alberto corre el riesgo de quedar arruinado por poco que las cosas no marchen bien. La gente lo odiará tanto más por lo mucho que lo quiere ahora.
Kit no contestó. Los pensamientos de su padre, mientras la miraba, adquirieron mayor gravedad. Atusó su corto bigote gris y tosió. Los ojos de Kit tenían un color oscuro; parecían impregnados de algo que él no llegaba a conocer bien… Verlos así le causaba siempre cierto sufrimiento. Cuando Kit era niña, sus ojos le hacían despertar siempre el deseo de comprarle algo; pero lo que ahora quería no era nada que se pudiese adquirir.
—Kit —dijo carraspeando un poco—, quiero decirte… ¿sabes? Si te decidieras… a… a divorciarte o a tomar una decisión en cualquier sentido, particípame lo que te ocurra.
—Lo haré, desde luego, papá —dijo ella, tranquilamente.
Él, aliviado, pensó que su hija no carecía en realidad de buen sentido. Sin embargo…
—Tu madre tiene un gran orgullo de familia —prosiguió— y no está mal que sea así. Con todo esto, si se trata de tu felicidad, la familia tendrá que afrontar el rumor público.
—Gracias, papá; ya sé que puedo contar con vuestro apoyo.
Su rostro estaba lleno de serenidad.
—No he decidido todavía nada —dijo Kit, y añadió—. Me decidiré cuando lo haya aclarado todo.
Era hora de salir de aquella situación.
—Bien —dijo su padre con su tono de voz habitual—; sólo queda avisar a Brame y oír su parecer. Creo que harías bien en hablar de ello a Alberto. ¿Quieres que le hable yo? —preguntó ansioso.
Pero ¿qué le diría a su yerno? Nunca se habían entendido muy bien los dos.
—No —se apresuró a decir Kit. Y rió. Se levantó y se acercó a él; lo cogió de un brazo y lo besó—. No te preocupes, papá —dijo—. Ya estoy acostumbrada ahora a Alberto. ¡Tiene una suerte!… Saldrá también airoso de esta prueba.
—Así me gusta —exclamó con jovialidad su padre, aliviado de pronto.
Kit se parecía a su madre: era tan práctica, tenía tan buen sentido… Éstas eran las cualidades que más prefería en su mujer. Siempre, cuando se sentía excitado —detestaba sus excitaciones, pero no conseguía evitarlas—, su mujer lo apaciguaba con su voz serena y tranquila. Su voz conseguía dominarlo. Detestaba los remilgos y los temía, consciente de la profunda debilidad que sentía en lo íntimo de su naturaleza.
—Excelente muchacha —dijo; y le dio un rápido beso sobre la frente.
Cuando Kit salió, exhaló un suspiro. Se sentía fatigado. Tocó la campanilla. Smedley apareció.
—¿Queda todavía del whisky añejo? —preguntó.
—Sí, señor, una botella.
Smedley había repuesto en secreto aquella botella el día en que Alberto conquistó el Pangbat.
—Tráigamela —ordenó Tallant.
Cuando sólo quedaba una botella de cualquier añejo y raro licor, le gustaba bebérsela solo, tranquilamente, poco a poco. ¿Por qué no? Desconfiaba de todos los paladares que no fueran el suyo.
—Sí, señor —dijo Smedley con cierto pesar.
Kit, dando vueltas inquieta por la casa, deseaba que Alberto estuviese ya presente a fin de poder discutir inmediatamente con él la situación. Pero Alberto no regresaría hasta el día siguiente.
Cogió un periódico de la mesa del vestíbulo por el que pasaba casualmente en aquel momento y leyó este titular: Alberto visita su pueblo natal. Volvió rápidamente la hoja.
Desde luego, si llegara a saber que Alberto, aquella noche en el pequeño hotel hindú, no había sido sincero con ella, le sería imposible seguir viviendo con él. Pero pensó sombríamente en qué diferencia existía prácticamente entre su falta de honradez real o sospechosa. Si no podía sentirse segura de la honradez de su marido, ¿no era en sí y para sí, ya insoportable esta incertidumbre? Claro era que no había tenido valor para gritarle a Baker a la cara: «¡Alberto es incapaz de cometer una cosa semejante!». ¡La verdadera desgracia era que, fuera como fuese, ella sabía que Alberto era hombre capaz de cometerla!
Mientras pensaba de este modo, seguía volviendo inconscientemente las hojas del periódico, y de pronto sus ojos se fijaron en una mancheta publicitaria, de la que se destacaban las letras de una única palabra: Libertad. Se detuvo y la miró como si contuviese un mensaje.
«¡La comedia de Norman!», pensó.
Era como si él le hubiese hablado. Había pensado en Norman desde su regreso a la patria, no incidentalmente sino como en uno de sus amigos a quienes podía ir a encontrar si llegase a necesitar ir en busca de alguien. Ahora, con su clásico poder sobre ella, intervenía sencillamente en su indecisión con aquella predilecta palabra suya que obraba sobre ella como una orden. Obligada a aplazar su conversación con Alberto, iría sola a ver la obra de Norman, sin decir nada.
Norman había sido a la vez autor y empresario, como solía hacer siempre con sus obras. Kit llegó al teatro con bastante antelación. Así dispuso de mucho tiempo para contemplar el pesado telón negro sobre el cual se leía escrito en diagonal, con enormes letras rojas, la palabra Libertad. De la butaca demasiado próxima al escenario donde Kit estaba sentada, la palabra aparecía gigantesca y apagada. Pero era la única butaca que había encontrado disponible y por casualidad, pues seguramente alguien la habría devuelto a última hora. El teatro estaba lleno. Al llegar media hora antes de dar comienzo la función, Kit ya había encontrado el cartel de «No hay localidades». Dos filas detrás de ella alguien, ante un acomodador perplejo, discutía ásperamente a propósito de las localidades. Kit no suponía que la obra tuviese tanto éxito. Evitó mirar en torno suyo, no deseando encontrarse con ningún conocido.
Por otra parte, el telón se levantaba ya…
Todas las obras de Norman reflejaban un poco sus casos personales. Una vez ella se lo había reprochado y él, desde luego, lo había confirmado.
—He aquí la razón de que sean reales —había dicho con calma—. Por lo menos me conozco a mí mismo.
Pero, como no tardó en comprobar Kit, en su obra Libertad era más Norman todavía que en todo cuanto basta entonces había escrito. El personaje era un hombre —él— que poco a poco se iba librando de sus exigencias, renunciando a todo sin llegar a suprimir jamás la necesidad de un gran y único amor. Contra esta suprema exigencia luchaba como habría luchado contra la muerte. Era ésta la obra de la que él le había hablado sin avergonzarse de ello, pronto se dio cuenta de que la había escogido a ella como modelo para simbolizar el amor. Incluso se había valido de su expresión, de su temperamento, de su forma y modales en el hablar, de su misma costumbre de escribir versos, atribuyéndolo todo a su personaje encarnado por la primera actriz, una mujer morena, delgada y esbelta. Ahora más que nunca Kit se sintió satisfecha de que no se hubiese anunciado oficialmente su noviazgo con Norman. Sólo Gail adivinaría quizá; pero no hablaría nunca de ello.
Esperó el final previsto; Norman, naturalmente, triunfante, libre, solo. Se emocionó en la parte de la obra que se desarrollaba entre los encontrados sentimientos que la agitaban a ella misma. Norman había plasmado el personaje de la mujer con una especie de delicada comprensión y simpatía. El Andrés de la comedia, que se liberaba de Elena, cumplía este gesto sin crueldad, con verdadero dolor, tan asombrado como ella de su impulso hacia la liberación. Kit, con las lágrimas en los ojos, escuchaba su afanosa y vacilante explicación de cómo y por qué no podía casarse con ella. Casándose —decía el héroe— en cierto modo se habría condenado. No podía explicar; sentía solamente. Kit, observando a la muchacha, se veía a sí misma… Esperaba ver caer el telón ante un Norman libre y totalmente triunfante.
Pero el telón no cayó. Y entonces recordó que él había retirado la obra y había vuelto a escribirla durante su ausencia. El final era ahora otro. El triunfo no llegaba. Norman no era libre. Quedaba el Norman que, habiendo renunciado a todo, apartándose de todos, hasta de ella, no podía renunciar a sí mismo. En su interior seguía sujeto a todo: a la aspiración del amor que temía y que huía por consiguiente, en definitiva al eterno descontento de la causa por amor a la cual había renunciado a todo. Él que había deseado la libertad por encima de todas las cosas, no era, a pesar suyo, libre. El telón caía ante el héroe solo y sin embargo, esclavo, ya que no de otros, de sí mismo.
Kit se levantó mientras el teatro resonaba bajo los aplausos del público, impulsada por el deseo de volver a ver a Norman y hablarle. Sabía que él no estaba en el teatro, pues era una costumbre no asistir nunca a las representaciones de sus obras después del estreno… «Cuando mis obras han pasado al público, ya no me pertenecen», solía decir.
Cruzó; la calle, entró en una pastelería, se encerró en la pequeña cabina del teléfono público y marcó su número. Quizá no encontraría a Norman. No había vuelto a tener noticias de él desde su regreso a América, pero recordaba que solía estar en su casa cuando se representaban sus obras. Al cabo de un rato oyó su voz impaciente como siempre:
—Sí, ¿quién habla?
—Kit.
—¡Kit! —exclamó—. Precisamente estaba tratando de escribirte una carta. Hace una semana que intento hacerlo, cada noche.
—He visto tu obra.
—¿Cuándo?
—Esta noche.
Él calló por espacio de un segundo.
—¿Te parece bien? —preguntó a continuación.
—Sí y no —repuso Kit con tono tranquilo—. ¿Cómo podría pronunciarme? Sabía que era lo que era, salvo el final. No conocía en absoluto el final.
—El final es la parte más justa y real —dijo él.
—¿De veras?
Si era tal como aseguraba, pensó Kit, todo podía derivar de este final.
—¿Dónde estás? —preguntó Norman.
—En la pastelería, frente al teatro.
—Ve al mostrador, pide algo y espérame.
El auricular, al colgarse, produjo un sonido metálico, Kit se volvió. Durante días y días no había sido más que la señora Holm, pero ahora se evadió de la mujer de Alberto como la crisálida de su capullo y se precipitó hacia el mostrador, libre de repente de todas las preocupaciones que le ocasionaba Alberto. ¡La señora Holm se preocupaba ahora de sus propios asuntos!
—Un mantecado de fresa con soda —ordenó al camarero.
En la cabina telefónica le pareció ver una figurilla delgada que la observaba llena de consternación. ¿Qué haría Alberto si la aventura tuviese consecuencias? Atacó su helado resueltamente. Quizá podía ocurrir algo, pensó. Todo podía ocurrir; dependía de Norman. Sorbió lentamente, contenta del frescor que sentía en la boca. Sentía sus mejillas enrojecidas y sus ojos ardientes bajo sus cejas. Quizá había llegado el momento lo mismo que le llegó de niña cuando, temerosa de zambullirse, todo parecía empujarla al salto al que siempre se había negado. Quizá esta noche, al franquear aquella puerta habría tomado también su decisión hacia la libertad.
Norman hizo su entrada en este momento. Ella vio su imagen en el espejo detrás del mostrador e inmediatamente lo reconoció, conocía la línea de sus hombros y la inclinación de su sombrero. Ahora estaba ya balanceándose sobre el taburete junto al suyo, sonriéndole.
—¡Hola, Kit!
—Hola —dijo ella. Alzó los ojos de la paja introducida en su vaso, y continuó sorbiendo.
—¿Qué tomas? —preguntó él.
—Fresa con soda.
—Otro para mí —ordenó Norman al camarero.
Permanecieron callados por espacio de unos minutos. Luego él la arrebató de su silencio soñador.
—El primer final de mi obra era el que yo quería —observó—. Era el original. El segundo se me ocurrió cuando volví a escribirla.
—¿Por qué volviste a escribir tu obra?
—Porque así fueron las cosas —repuso; luego, con énfasis añadió—: Esto dura todavía.
—Lo sé —dijo Kit.
—No vayas a creerte victoriosa.
—Ni tú tampoco —observó ella, levantando los ojos.
Quería reír, pero no lo hizo. Esta sencilla conversación con él era un puro placer. Se lanzaban las frases, seguros ambos de sus contestaciones.
—Es una especie de lotería —convino Norman.
—Yo esperaba un final de Norman el Magnífico, en marcha, sólo, hacia el sol naciente —dijo Kit.
—¡Cállate ya!
El camarero que pasaba el trapo sobre el mostrador, a corta distancia de sus vasos, los miró extrañados. No comprendía nada. Pero desde luego este «¡Cállate ya!», no era una contestación muy apropiada para una muchacha bonita. Lanzó una aviesa mirada a Norman y preguntó:
—¿Les sirvo algo más?
—No —repuso Norman. Lanzó sobre el mostrador algunas monedas y dijo a Kit—: Ven conmigo.
Fuera, en la calle oscura, Norman cogió con decisión la mano de Kit y la puso bajo su brazo.
—¡Anda! —dijo—. Cógeme del brazo, ¿quieres?
—¿Para ir dónde?
—No sé. Paseamos, esto es todo.
Lo siguió a través de la inmensa multitud que paseaba durante la noche por Broadway. La gente estaba extrañamente silenciosa. Mientras la muchedumbre del mundo entero hallábase alegre y animada, la de Broadway parecía siempre grave y distante; todos miraban con ojos muy abiertos, empujando al vecino como si llegara tarde a alguna cita que estaba todavía lejos. Pero quizá también ella, como Norman, tenía esta expresión. Levantó los ojos hacia el perfil de Norman para mirarlo. En este instante él también se volvió.
—¿No cambiarás nunca? —preguntó con voz ronca—: Enhorabuena, Kit, ¿no quieres cambiar ni siquiera un poco? Creí que el matrimonio ejercía algún efecto sobre la mujer, que la hacía engordar, envejecer o cambiar de algún modo. ¿Cómo puedes conciliar con tu conciencia el continuar siendo siempre la que has sido? —Le apretó con fuerza la mano contra el tórax y, en la azul reverberación de un anuncio luminoso, Kit vio su rostro ferozmente inclinado sobre el suyo—. Un poco más —le dijo luego con voz desesperadamente indiferente— y te pediré que abandones tu casa y tus deberes y huyas conmigo.
—¿De veras?
—Si se me obliga —repuso Norman.
—Podría no ir —dijo ella; y luego, dado que odiaba la coquetería, agregó—. Desde el momento que también si quisiera podría hacerlo.
—Oye —dijo Norman—, nosotros estamos en desacuerdo en algunos puntos, ¿no es cierto?
Ella asintió. Vio en el rostro de él una expresión firme y decidida.
—Bien, entonces vayamos a alguna parte y tratemos de ponernos de acuerdo —dijo Norman—. Pero ¿dónde ir? —Frunció un momento las cejas pero no acortó el paso—. ¡Maldita ciudad! Si deseas salir de noche con una mujer… Espera, cojamos el barco; quiero decir el barco de la isla de Staten. Está vacío y es discreto como un teatro después de la función. Cuando quiero encontrarme solo, lo cojo para viajar de un lado a otro durante media noche. —Tomaron un taxi, la hizo sentar en un ángulo y él tomó asiento en el otro, lo más distante posible de ella—. Juego leal —murmuró—. Quiero ver las cosas claras, y tú eres quien puede desbaratar mi juego sobre la mesa más que cualquier otro. Cuéntame algo, Kit, pero nada de ti o de mí.
Ella no rió porque Norman estaba hablando en serio. Por otra parte, ella también deseaba ver claro. Algo podía o tenía que ocurrir aquella noche. Algunas vidas podían cambiar de rumbo, ser lanzadas una contra otra, separadas; no tan solo la suya y las de Alberto y Norman, sino también las de las gentes que ella no conocía y que estaban tan inexplicablemente ligadas a la suya.
—Tu éxito, si deseas la libertad, Norman —dijo bruscamente Kit—, es más bien agobiador.
—Agobiador, tienes razón —convino él; y luego añadió con voz algo ronca—: Pero es extraño, Kit; esta carga me gusta. Había dicho que el éxito no me interesaba… Pero, en cambio, me importa. Y me produce cierta emoción cuando leo que mis obras tienen alguna importancia para alguien. Luego me maldigo y me insulto por ser como tantos (como todos) y rompo las cartas en las que se me halaga. ¡Yo no escribo para servir de ayuda o de utilidad a los demás como un samaritano! Si escribo para otros más que para mí es para hacerlos enloquecer para siempre.
—¿Y no contestas a las cartas de tus admiradores?
—No —y agregó con voz todavía ronca—: No quiero mezclarme con la gente.
Kit se quedó pensativa. Si hubiese vivido con Norman, él la habría tratado de un modo despiadado. También ella hubiera tenido que aprender a comportarse de una manera análoga, sin rodeos, como él. Pero no tener piedad o miramientos era el precio de la libertad. Si, por ejemplo, ella decía a Alberto que quería recobrar su libertad, había de extraer de alguien la despiadada fuerza de esta declaración… quizá de Norman… para conseguirla. Por lo tanto, si lo hacía pronto —¿mañana?— quizá su despiadada decisión bastaría para conseguir su finalidad.
—Ya hemos llegado —dijo Norman. Pagó al chófer y subieron a la barca. Junto a ellos, salvo un viejecito con la cabeza envuelta en un pañuelo gris a pesar de estar en verano y puesto sobre el pañuelo su sombrero, no había nadie—. Ven aquí —dijo Norman a Kit—. Hay un rinconcito que conozco. —La condujo hacia proa—. ¿Cómo estás con los tuyos en casa? —preguntó.
—Alberto no está… —comentó Kit.
—Ya lo sabía; la noticia con su imagen reproducida en todas partes ha inundado los periódicos.
Kit no prestó atención a sus palabras.
—Mis padres han tenido que asistir a un banquete. Sí regresan a casa creerán que estoy tranquilamente acostada.
Se sentaron debajo de una escalerilla. El barco comenzó a moverse. No sintieron nada, sólo se dieron cuenta de las luces que se iban perdiendo en la lejanía. Sentada rígida y algo apartada de él, Kit las contemplaba. Norman se levantó el cuello de la chaqueta y se metió las manos en los bolsillos. Éste era un modo, pensó, de no perder la cabeza. Luego, de repente, habló:
—Bien, Kit, ¿qué te parecería casarte conmigo?
Ella recibió una impresión tal que comenzó a balbucear como le ocurría cuando era niña.
—Yo… yo…
El corazón parecía estallarle en el pecho.
—Párate y cuenta hasta diez —le ordenó él. Y esperó—. Luego vuelve a empezar.
Ella se echó a reír.
—Lo que quería decirte es que no esperaba esta salida tuya tan imprevista. Suponía que no hablaríamos jamás de este asunto.
—La cuestión está sobre el tapete.
—Y los argumentos, ¿en pro o en contra?
—Sé de memoria la retahíla —repuso rápidamente Norman—. Los argumentos en contra están en neta preponderancia. Hasta te diré que todos están en contra. Odio la idea de casarme con la mujer de otro, odio el escándalo y la publicidad de contraer matrimonio, en particular, con la esposa de Alberto Holm. Yo no quiero casarme con ninguna mujer: tengo una casa y no siento la necesidad de tener hijos. Todos estos argumentos están en contra. Lo positivo es que desgraciadamente sigo estando enamorado de ti.
El corazón de ella dio un vuelco al recordar el tiempo, años atrás, en que él había destrozado su vida.
—¿Cómo sabré que esto basta? —preguntó—. ¿Cómo sabré que algún día no volverás a repetirme la frase de que no me amas lo suficiente para continuar?
—No sé —dijo él en voz baja—. Desde luego terminaré repitiéndola un día u otro. También alguna vez me diré que habría preferido no casarme; y sabes que cuando tengo un sentimiento o un pensamiento de esta clase, lo digo. No puedo esconder nada.
No, pensó Kit, él no escondería nunca nada. Si ella y Norman se casaban, toda su vida sería un libro abierto. No existirían silencios entre ellos dos.
—Sabes lo que quiero decir, Kit. —La voz de Norman llegaba de la oscuridad y era tranquila. Ella la sentía clara en el suave deslizar del barco sobre el agua—. Tú sabes que estoy sujeto a sufrir un cambio de un momento a otro; pero si éste no me alcanza en serio, sé que quizá al día siguiente pueda volver a mis sentimientos anteriores…
—¿Y cuáles son, en este momento, tus sentimientos?
—Exactamente los mismos del personaje de mi comedia en el momento en que cae el telón —repuso Norman.
Callaron durante algunos momentos. Las luces de la otra orilla se acercaban. Kit sentía un poco de frío, pero no quiso moverse por temor a que sus vertiginosos pensamientos se turbaran. Porque, en realidad, estaba meditando muchas cosas. Desde luego, no podía decidirse de repente sobre una vida. Ella no era capaz de hacerlo.
—¡Dios, qué deseos siento de besarte! —murmuró Norman—. He de besarte.
Sintió que el vértigo se apoderaba de ella impulsándola a un solo deseo, el de volverse hacia Norman y devolverle beso por beso. Era ésta la necesidad fundamental. Y, sin embargo, vacilantes, percibía los débiles ecos de todas las cosas que sabía. Si besaba a Norman y recibía el beso, esto sería algo más que una simple caricia. Gail podía considerar el beso como una futilidad, una moneda insignificante que podía cambiarse aquí y allá; pero Kit, jamás; en ningún caso. Y en esta circunstancia sabía muy bien, y también lo sabía Norman, que no habría sido un juego. El encuentro de sus labios sería un trozo de yesca que finalmente se acercaría a la lumbre. El fuego ardería y los envolvería y no tardaría en alcanzar los sentimientos de millones de personas.
—¡Kit! —dijo Norman con voz ronca.
Ella sentía sus ojos ardientes en la oscuridad.
—Norman —repuso con voz débil—. No se trata tan solo de un beso…
—No me importa —murmuró él—. ¡Kit!
Alargó una mano y ella sintió miedo. Anhelaba y temblaba con las manos ardientes bajo las suyas. En aquel momento, cuando iba a abandonarse a él, alguien se paró a su lado y les dijo con voz débil:
—¿Perdonen, podrían favorecerme con algo, por favor?
Era el viejecito con la cabeza envuelta en un pañuelo. En aquel preciso instante el barco se acercó al muelle, dio una sacudida y se detuvo.
—¡Pobre de mí! —murmuró débilmente el mendigo.
Norman extrajo dinero de su bolsillo y se lo dio.
—Tome, vaya a bebérselo —dijo colérico.
El hombrecillo cogió el dinero y se apresuró a bajar. Las luces resplandecían ahora demasiado próximas a ellos. No era posible continuar.
—¡Maldición! —exclamó en voz fuerte Norman.
Kit no respondió. Se levantó inquieta y se acercó a la barandilla. Nadie subió a bordo. El barco hizo de nuevo la maniobra y dirigió la proa hacia las luces más lejanas.
Pero Kit no volvió junto a Norman en el rincón vacío. Después de una pausa, él se levantó y se acercó a ella.
—Volvemos al punto de partida —dijo ella.
—Así parece.
¡Qué extraño parecía que un momento de vida, de evolución en apariencia inminente e inevitable, podía disiparse por un motivo tan fútil! Pero bien es verdad que tras el hombrecillo había millones de sombras.
Kit, con Norman al lado, paseó un poco de un lado a otro de la toldilla. Hablaron poco; él le preguntó si tenía frío y ella dijo que no. Siguieron otras frases indiferentes. Y ya no volvió el momento perdido.
Sólo en el último instante, cuando el taxi se detuvo ante la puerta de la casa de Kit, Norman dijo:
—¡Kit, lo que he dicho… lo he dicho en serio!
—Lo sé.
—¿Qué harás ahora de mí, Kit?
—Te lo diré cuando lo sepa.
—Buenas noches, pequeña.
—Buenas noches, Norman.
Sus manos se juntaron, se oprimieron y se soltaron luego.
No podía dormir, Kit había dado vueltas y más vueltas en su cama, tratando de encontrar la postura cómoda. Pero con tan violenta agitación interior era imposible descansar.
Finalmente se levantó, aunque apenas había amanecido; tomó un baño y durante mucho rato se peinó los largos cabellos para dar así mayor alivio a su cabeza. En medio de su gran confusión, lo mejor que podía hacerse era estudiar bien los propios pasos. Había visto a Norman y no volvería a verle hasta haber serenado sus pensamientos.
Se puso su bata de terciopelo azul y se sentó junto a la ventana. Para que la decisión fuese justa, había de esperar a Alberto. Si no hacía las cosas con justicia, no se sentiría nunca satisfecha de nada en el porvenir. Había de tenerlo ante sí y decidir de él en su presencia. En cuanto a Norman, no sentía la necesidad de encontrarlo, ya que no conseguía olvidarlo. Veía y sentía a Norman, con perfecta claridad, como si hubiese estado allí en la habitación. Nada podía borrar su imagen. Mentalmente, abstrayéndose de nuevo un poco, se preguntó:
«Si lo veo tan claramente, si siento tanto su presencia, ¿no es todo esto una prueba suficiente? ¿Por qué, entonces, le resisto?».
¿Por qué le seguía resistiendo? ¿Era el recuerdo del golpe que una vez le había asestado o la conciencia de que era capaz de volver a herirla de nuevo en el porvenir? Lo ignoraba. Y al cabo de un rato se dio cuenta de que estas preguntas nada tenían que ver con su resistencia. Recibir un golpe no tenía importancia si el final era justo. No, no la familia, no ese frío y odiosísimo público, ni siquiera el golpe sufrido en el pasado la hacían resistirse. ¿Era entonces Alberto? No podía decirlo todavía; en este momento era un fantasma.
Permaneció así largo rato hasta que se sintió tan fatigada que no pudo seguir pensando. Dormir… ¡Poder dormir! Corrió los visillos, se quitó la bata y se acostó cubriéndose con las mantas. No tenía ya lugar para otros pensamientos. En su cerebro había dado vueltas y más vueltas a todas las posibles soluciones y siempre se había detenido ante el callejón sin salida de la espera de Alberto.
Dormía tan profundamente que se resistió a descubrir lo que la estaba despertando. Alguien le tiraba el pelo, le pellizcaba las mejillas, le daba golpes en las palmas de las manos y la sacudía por la espalda. Oyó la voz de Alberto:
—¡Kit, espero que no estés muerta!
—No, no, no creo —murmuró indistintamente ella.
—¡Pues, entonces despiértate… estoy de vuelta!
¡Alberto de regreso! Entonces debía de ser casi mediodía. Había dormido toda la mañana. Ahora luchando contra un sentimiento de laxitud, abrió los ojos. Sí, era él.
—Alto… guapo… ojos azules… —murmuró.
—¿Qué estás diciendo, Kit? —preguntó Alberto asombrado.
—Como salido de una novela… —murmuró todavía ella.
¡No importaba si él no comprendía! No tenía que dar explicaciones.
—Kit, ¿qué te ocurre? —gritó casi él.
—Nada. —Dijo esta palabra casi precipitadamente, y se incorporó en el lecho. Pero sintió que su cabeza daba vueltas y volvió a acostarse—. No he podido conciliar el sueño durante mucho rato y ahora me estaba desquitando.
Él la miró con los ojos muy abiertos.
—¿No habrás estado acaso de juerga, eh?
Ella movió la cabeza.
—No; fui al teatro sola, y una vez terminado el espectáculo me entretuve conversando con el autor de la comedia.
—¿Quién es?
—Norman Linlay.
—¡Él! —El rostro de Alberto adquirió una repentina expresión de gravedad—. ¡Tendrías que avergonzarte, Kit!
Ella no contestó. Hubiese deseado no hablarle de ello, pero estaba demasiado fatigada para pensar. Una vez se hubiese levantado, tomado una ducha fría y recuperado las fuerzas después de un buen desayuno, entonces, quizá… Se levantó y se puso la bata.
—Mamá me ha encargado que te saludara —dijo Alberto; y mirándola se tendió a su vez sobre el lecho. Ella resistió a la impresión desagradable de esta actitud.
—¿De veras? Gracias. —Comenzó a peinarse—. ¿Todo sigue igual?
—Sí. Pero tendrías que dar alguna señal de vida a mis padres, Kit. Han estado muy contentos de volver a verme. El pueblo entero acudió a recibirme.
Se había propuesto no hablar antes de estar vestida y de haber tomado el desayuno. Sin embargo, se volvió hacia él, con el peine todavía en los cabellos.
—¿Liliana también?
Esto no formaba parte de lo que ella había pensado decir. Ni siquiera había vuelto a pensar en Liliana desde hacía varias semanas. Se golpeó la boca con los dedos como una chiquilla y lo miró.
Él se levantó.
—¿Qué diablos quieres decir? —preguntó. Le cogió una mano y la estrujó violentamente en la suya. En su asombro, ella no sintió el dolor.
—No sé —dijo con lealtad—. No tengo la menor idea del porqué te he dicho esto. Además, no me importa nada de ella desde hace mucho tiempo. Créeme que casi la había olvidado.
—Quieres decir… —articuló Alberto con dificultad.
—¿Que estaba enterada? Pues claro, Alberto, conocía desde hace tiempo tu paréntesis con Liliana.
—Y me hiciste creer…
—¿Por qué no? —exclamó ella—. ¿Por qué hubiese tenido que comportarme de otro modo ante tu silencio?
—No me hablaste nunca de ello —balbució él.
—Ni tú tampoco —replicó Kit con dureza—. Además, Alberto, yo te dije todo lo que tenía que decirte. Te hablé de Norman, un día en el barco y esperaba que tú a tu vez me hablases de Liliana. Pero tú callaste. Esto es lo que me duele… y lo que me dolerá siempre: este proceder tuyo de no decirme nunca nada.
—Todo había terminado —murmuró él— mucho antes de que te conociera.
—Razón de más para preguntarte por qué no me hablaste nunca de ello.
Se quedó asombrada del desdén con el que pronunciaba aquellas palabras. ¡No era, pues, éste el verdadero motivo de su cólera contra Alberto!
Él la miró. ¡Asombroso! Su rostro sólo revelaba la más completa e inocente aflicción.
—No sé —dijo lentamente—. No sé siquiera explicarme mi silencio, Kit. No he callado a propósito. Al principio no quise que los periodistas metieran la nariz en mis asuntos; luego, después de haber dicho blanco, me pareció inoportuno decir negro.
—¡Incluso a mí!
—Es que… —balbuceó—. Es que pensaba precisamente… que, ignorándolo, tú no te disgustarías.
—¡Pero bien ves que te has equivocado! —dijo Kit con gravedad.
Él no contestó. Se sentó a los pies del lecho, apoyó los brazos sobre la madera y ocultó su rostro en ellos. Ella se quedó mirándole. ¿Qué era lo que estaría pensando? No tenía la más remota idea. De repente, él levantó la cabeza:
—¿Otros están enterados? —preguntó.
—Lo sabemos mis padres, Brame y yo. Nadie más. Quizá estén al corriente algunos periodistas, pero no por culpa de nuestra indiscreción. Nosotros lo hemos mantenido en secreto.
Él se levantó, se apartó de su lado, se arregló la corbata y se miró las uñas. Ella veía perfectamente que su soberbio y estúpido instinto de reserva encontraba justificaciones.
—Fue un divorcio en toda regla —dijo con el tono de quien se defiende.
—Lo sé todo —dijo tranquilamente ella—. Liliana me lo ha contado… casi todo.
—¿Liliana te lo ha dicho?
Se volvió y la miró. Ella leyó la incredulidad en sus ojos.
—Fui a verla durante tu enfermedad. Alberto —dijo Kit con la misma calma.
Él ahora, la miraba con una expresión colérica.
—¡Bonito! Muy bonito por parte de una esposa… —comenzó.
—¿Te asombra? Pero yo supe que se hablaba de ello. Y tú, por tu parte, te guardaste muy bien de decírmelo.
Se repetía, pero con Alberto era preciso repetir las cosas cien veces, pues de otro modo se escabullía.
—¿Cómo podía hacerlo si estaba enfermo?
—Antes de que lo estuvieras ya habían transcurrido muchos meses —replicó Kit—. ¿No digo acaso la verdad? —insistió con inalterable dulzura.
Él calló.
—¡Habla, Alberto!
Vio que él había decidido una vez más no contestarle. No pudo contenerse.
—Si no me contestas —dijo—, me negaré a seguir viviendo contigo. Esta vez te hablo en serio.
Tuvo la impresión de que él iba a precipitarse sobre ella, golpearla, y se dispuso a reaccionar. Pero él dijo:
—¿Qué quieres que te diga? Estoy dispuesto a decirlo todo. ¡Maldición! No puedo más con las mujeres…
—Perfectamente, Alberto —dijo Kit—. Pero dejemos aparte a las mujeres. Por otra parte, no sé muy bien por qué he empezado a hablar… Liliana no es lo que tiene más importancia. Hablemos más bien de los hombres. ¿Porqué no me dijiste nada de lo que los componentes de la expedición habían dicho a Baker sobre lo que opinan y dicen en contra tuya?
Él la interrumpió:
—Kit, es cierto que alguna vez no cuento todo lo que sé, pero esto no constituye un engaño. Tú reaccionas siempre como si yo mintiese, únicamente porque yo no te confío todas mis cosas.
Sus ojos asombrados y su voz ofendida le causaron un sentimiento de malestar. No podía decirle: «Si, creo que mientes, Alberto», ya que, en el fondo, no lo creía así. Y he aquí que él comenzaba a influir de nuevo sobre ella… ¡Lástima que tuviese aquellos ojos tan azules!
—Si los hombres de la expedición tienen razón… —comenzó insegura.
Él la interrumpió con ardor:
—Kit, si tienen razón, yo seré el primero en decirlo; naturalmente, es la única cosa que se puede hacer.
—Y quedarás arruinado.
Lo midió con la mirada. ¿Se habría confesado de veras?
Pero no creía que lo hiciera.
—Le conviene a Brame precaverse contra esto —dijo con cierta malicia Alberto.
Y aquí su rostro adquirió una nueva expresión provocada por un sentimiento que ella jamás le había conocido.
—Kit, probablemente tú no me comprenderás cuando te diga lo que voy a decirte. Pero es la verdad. Yo ya no soy el mismo individuo que era antes de que todo esto me ocurriese. Quiero decir que los sentimientos que la gente siente hacia mí me han hecho cambiar.
Vaciló, mirándola con cierto embarazo.
—Pues bien, Alberto.
No lo amaba y, sin embargo, se sentía impulsada a ayudarlo en su autodefensa. ¿Qué magia tenía aún Alberto sobre ella? Alto y apuesto como siempre, estaba ante ella, y también ahora Kit se daba cuenta de su belleza y sentía el hechizo de su voz.
—Te explicaré, Kit. Antes sólo era capaz de pensar únicamente en mí y no en los demás, en preocuparme, en encontrar por todas partes lo que deseaba, en divertirme y en comer bien. Ahora soy distinto; ahora siento la responsabilidad de ser lo que soy.
¿Qué quería decir con aquellas palabras? No lo comprendía. ¿Quizá Alberto maduraba algo que le había pasado completamente inadvertido?
Él la miró con aire solemne.
—Tú no te das cuenta de lo mucho que he cambiado, Kit, pero te digo que es así. Apenas bebo ya, no miro a las chicas… quiero decir con los ojos con que las miran hasta los hombres casados cuando no hay peligro… Siento que no puedo comportarme como uno cualquiera. Mientras escalaba aquella montaña, no hacía más que repetirme: «Alberto Holm, millares de personas piensan en ti en este momento… millares de americanos te desean buena suerte. Todos quieren que tú alcances la cumbre». Y cuando me sentía desfallecer a causa del viento helado, y cuando la nieve castigaba mis ojos y hasta la sangre parecía dolerme, helada, en las venas, seguía subiendo… porque era lo que la gente esperaba de mí. —Se acercó a ella y la ciñó con sus brazos—. Así soy y pienso ahora, Kit.
Kit no se movió y mentalmente aplazó de nuevo toda decisión. No quiso decirle que una vez en un hotel, él le había dicho que pensaba en ella escalando la cumbre. Él creía en todo lo que decía y Kit sabía que no era posible hacer nada… Fuera como fuese, era preciso evitar decisiones tomadas bajo el impulso de la piedad o de la comprensión, o de este indefinible sentimiento que alentaba ahora en ella, efecto de la pueril magia que la naturaleza le había cedido como don, un don accidental como el nacimiento de un poeta en la casa de un molinero o de un gran músico en la choza de un aldeano. Ahora ella no quería pensar en sí misma. Era preferible aplazar de nuevo cualquier decisión haciendo frente a las dificultades, cualesquiera que fueran, que aguardaban a Alberto. Luego, quizá se sentiría libre.
—Tengo hambre —dijo él dejándola marchar.
—Yo también —dijo ella, de repente hambrienta.
No había tiempo que perder; era preciso ver a Brame. Mientras comía escuchando la conversación de Alberto, pensaba en lo que diría al agente. Brame tendría que ir a ver inmediatamente a Baker antes de que éste fuese a encontrar a Canty. Baker, en efecto, había dicho que Canty tenía que ser informado en seguida, ya que era el que había costeado la expedición.
«Pero ¿por qué me preocupa en definitiva?», volvió a preguntarse Kit, observando a Alberto al otro lado de la mesa. Ahora que sentía que entre ambos todo estaba aclarado, él reía alegre. Kit lo observaba con esa indiferencia suya en la que se hubiese reconocido Gail.
—Eres en verdad odiosamente guapo, Alberto —dijo sonriendo.
—Esto es precisamente lo que Gail me dice siempre —replicó él sin la menor sombra de vanidad.
¡Extraordinario! Pero era realmente así. Alberto carecía de vanidad. Su vanidad era muy grande, pero inconsciente; era una desmesurada egolatría, exenta, sin embargo de mezquinas ostentaciones y por eso fundamentalmente ingenua. En realidad, no le importaba sinceramente ser guapo. Aceptaba aquella cualidad con una enorme e imperturbable complacencia que, por otra parte, era del todo inocente. En verdad era un hombre distinto de los demás.
Smedley servía unos pasteles calientes y, después de servirle a ella, se inclinó hacia Alberto, con su colorado rostro lleno de devoción.
—Un poco más de mantequilla —dijo Alberto.
—En seguida, señor —y Smedley se precipitó en busca de la mantequilla.
Kit se echó a reír.
Alberto se levantó.
—Salga, Smedley y cierre la puerta. Quiero besar a mi mujer.
De nuevo rió Kit al ver el rubor de que se cubría el rostro del mayordomo. Pero ya no quería bromear.
—No, Alberto, sé bueno, ahora no —le suplicó.
—¿Es que ya no puedo besarte?
—No, te lo ruego; ahora no —repitió Kit. Tenía que prepararlo un poco; no era decente ceder ahora para más adelante quizá negárselo… todo. Pero al menos él se daría cuenta de su indecisión y de las causas por las que ella aplazaba la decisión final.
—¿Por qué no? Te quiero, ¿no es verdad? —preguntó Alberto.
Era característico; «Te quiero». Nunca: «¿Me quieres?».
—No tengo ganas de ser besada —dijo.
—¿No estás acaso enfadada otra vez conmigo?
Ella movió la cabeza y de nuevo vio la alegría brillar en sus ojos.
—No hay realmente motivos para que lo estés, Kit. No quería decírtelo, pero ahí va: no es preciso que te preocupes por Liliana. Liliana se casa. —Una amplia sonrisa distendió su rostro—. ¡Se casa… con Jacobo Rexall! —concluyó.
Ella lo miró y se echó a reír con una irrefrenable carcajada. Reía no tanto por lo que Alberto le había dicho, como de todo y ante todo, de sí misma por haber cavilado tanto sobre Alberto.
—¡No lo dices en serio! —dijo con los ojos llenos de lágrimas, a causa de su risa.
—Hablo en serio. No quería decírtelo, para castigarte un poco, Kit… pero, al fin y al cabo, ¿por qué no? ¿No es como para hacer reír a un caballo? Liliana se puso a la caza de Jacobo cuando éste aún no había llegado a casa; todo Misty Falls hablaba de ello. Jacobo cayó… por cablegrama. Se han hecho construir una pequeña casa amueblada a estilo moderno, Kit… una maravilla. —¿Por qué seguía ella riendo? ¡Absurdo, que absurdo era todo! Él también reía disfrutando de su relato—. ¡Así ya no tendrás motivo para sentirte celosa, Kit! —exclamó.
¡Inútil e imposible labor la de intentar decirle que jamás, ni siquiera por un momento, había sentido celos de nadie! Alberto no comprendía nunca que ella no había sufrido a causa de Liliana, sino por causa de él.
Por fin cesó su risa, suspiró y secó sus ojos.
—Dejemos estas habladurías; he de ir a ver a Brame, Alberto.
Pero ¿por qué? Todo, al final, terminaría favorablemente para Alberto, hiciera lo que hiciera. La justicia nada podría contra él.
—De todos modos no sé por qué me preocupo tanto por esto —dijo en voz alta Kit—. Probablemente todo acabará bien.
—No, es mejor que vayas —insistió él—. Yo iría, pero tú lo arreglarás mejor.
La sonreía mirándola con el rostro inclinado hacia ella.
—De acuerdo —asintió Kit.
—Y ahora, ¿quieres besarme? —preguntó él.
Sin aguardar su consentimiento, se inclinó y nuevamente ella sintió la frescura de sus labios. De momento se sintió impotente ante él. Pero pronto volvió a la realidad. ¡Por lo menos no devolvería el beso! Él se incorporó.
—Salgo un momento —dijo.
No se había dado cuenta de que ella se había apresurado a apartarse.
Kit, todavía algo agitada, llegó sola al pequeño y tranquilo despacho de Brame. El agente no había llegado aún. La mecanógrafa de pelo canoso la había hecho pasar y, llevando en la mano un bocadillo que había extraído de una bolsita de papel, le había ofrecido un asiento en el despacho interior; luego había vuelto a su sitio. Kit sentía en el silencio un rumor semejante al que produce el topo y el otro sordo, leve y rápido que se hace al tragar.
Miró en torno suyo y en aquel momento se abrió la puerta, y entró Brame, secándose los bigotes.
—Señora Holm; no sé cómo excusarme por mi retraso. Es raro que yo pierda el tiempo comiendo; sobre todo a media mañana. Le aseguro que el telegrama ha llegado a mis manos no hará todavía una hora.
—Yo no he venido por ningún telegrama —dijo Kit.
El pálido rostro de Brame se iluminó de alegría.
—¡Entonces me toca a mí anunciarle las buenas noticias! —Y diciendo esto extrajo un telegrama del bolsillo del chaleco—. Querida señora Holm, —dijo con un ardor tan poco habitual en él, que a Kit le chocó el cambio que se producía en sus pequeños ojos pardos—. Querida señora Holm, he aquí su recompensa. Había oído hablar de ella, pero no dije nada no queriendo despertar esperanzas que pudieran ser luego destruidas. No se sabe nunca… ¡Estaba usted en estrecha rivalidad con la esposa del Presidente! ¡Permítame que me felicite con usted por el bien merecido honor que se le hace, señora Holm!
Ella cogió el telegrama que él le ofrecía con mano temblorosa y leyó perpleja:
Designada como la más representativa mujer Americana del Año, unánimemente le ha sido concedida nuestra medalla de oro por su insigne condición de esposa de nuestro héroe nacional, Alberto Holm. Punto. La liga Americana de los amigos del Hogar. Punto.
Kit miró a Brame aturdida por lo absurdo de la clara y violenta ironía del documento que sostenía en la mano.
—¿Es una broma? —murmuró.
—¡Por favor, señora! —replicó en tono jovial el agente—. Es un tributo sincero.
—No lo quiero; no puedo aceptarlo —dijo. Y dejó el telegrama sobre el escritorio—. Hubiese debido telefonearle para explicarle el motivo de mi visita, pero tenía algo urgente que comunicarle y he aquí por qué he venido.
—Estoy a su disposición.
Brame tosió y se secó de nuevo los labios con el pañuelo que trascendió, según Kit, un vago olor a chuleta de cordero. Evidentemente trataba de olvidar lo más pronto posible el telegrama.
—No sé si está usted enterado —comenzó Kit— de que Juan Baker se halla en posesión de una serie de acusaciones dirigidas a mi esposo. —Tuvo cierta dificultad en pronunciar la palabra «mi esposo», pero prosiguió—. Se refieren a la muerte de Ronald Brugh.
Los pálidos ojos de Brame parecían querer salir de sus órbitas. Ahora en efecto, el telegrama había sido olvidado.
—¿Quiere usted explicarse, señora Holm? Temo no comprender bien.
Kit explicó lo más rápidamente que pudo el asunto de las cartas que Baker había leído en el despacho de su padre. Sin embargo, no dijo nada sobre el asentimiento de desconfianza que ella había experimentado respecto a Alberto, y recordando los acontecimientos de la mañana, añadió:
—Naturalmente, no tenía la más mínima intención de perjudicar a Ronald Brugh…
Brame la interrumpió.
—Pero ¡es horrible! —Desanimado se quedó mirándola estúpidamente—. ¡Es algo espantoso! ¡He construido toda la actual publicidad sobre el principio de la devoción de Alberto por sus compañeros! Desgraciadamente, no creo que exista en América otro hombre más digno de crédito que Baker. Cualquier cosa que dijera sería escuchada. No me ha ocurrido jamás una cosa como ésta. ¡Catastrófico! Si el público se da cuenta de que un pequeño detalle de su héroe no es tal como él había imaginado…
—Pero la verdad… —comenzó Kit.
Él la interrumpió:
—La verdad puede ser demasiado desastrosa para ser creída, señora Holm. Y, además, existen muchas clases de verdades. Tome por ejemplo a Alberto Holm. Existe, ¿no? No me refiero a su esposo, señora Holm, sino al verdadero Alberto Holm, al héroe, al hombre que todos conocen y admiran. Él existe precisamente porque la gente cree que existe. —Hizo una pausa y prosiguió—: Para millones de individuos, Alberto Holm, es la imagen de la verdad. Usted no lo sabe, nadie lo sabe, fuera de mí porque sólo yo he seguido el proceso a través del cual el muchacho rubio de un tiempo ha ido afirmándose hasta llegar a ser la figura pública que es hoy… un hombre en el que todos tienen fe. Alberto Holm, si así lo deseara, podría presentar su candidatura a la Presidencia de los Estados Unidos… Y la conseguiría. La gente votaría por él, porque… Tome, mire estas cartas, señora Holm. Le explicarán lo que yo quiero decirle.
Y comenzó a revisar febrilmente un fichero clasificado por orden alfabético donde estaban archivadas todas las cartas dirigidas a Alberto, que llovían de todos los lugares de los Estados Unidos.
Kit sonrió con cierta tristeza.
—Señor Brame, a pesar de todo, si Juan Baker tiene razón…
Cada vez más agitado, Brame dijo:
—Voy a ver inmediatamente a Baker, señora Holm. La razón o culpa, nada tienen que ver con todo eso. Juan Baker podría tener absolutamente razón o estar completamente equivocado tratándose de un héroe nacional como Alberto Holm.
Kit estaba desorientada.
Él extraía de su archivo, febrilmente, carta tras carta.
—Mire, señora Holm, si quiere comprobar por usted misma lo que le estoy diciendo. No tiene usted demasiada prisa, ¿no es cierto? Lea estas cartas y vea lo que dicen. Son cartas escritas por una infinidad de personas de todas las clases sociales; hasta hay una del Presidente de los Estados Unidos. Si quiere tener la amabilidad de leerla, señora Holm, mientras yo voy a ver un momento al señor Baker… Ya se me está ocurriendo una posible línea de conducta. Perdone mi insistencia, señora Holm, pero desearía precisamente que leyera estas cartas a fin de que pudiese comprender mejor mi responsabilidad personal hacia toda esta gente y hacia los millares de otras personas que se forman sus opiniones sobre lo que dice Alberto Holm. Sin él estarían perdidos, al menos hasta que otro ocupara su lugar. No se puede conseguir algo como he hecho yo para luego destruirlo. Perdóneme, señora Holm, regresaré lo más pronto que pueda.
Cerró en silencio la puerta y Kit permaneció sola… No, no estaba sola. Las cartas formaban un montón sobre la mesa. Pero no las tocó. Desde hacía mucho tiempo no leía una sola palabra de la ingente cantidad de correspondencia que recibía Alberto, la que, además, constituía una intrusión en su vida, una intrusión no tan fácilmente evitable como la de los fotógrafos, periodistas, curiosos y, en resumen la de todas las personas que se paraban ante su puerta. Pero, como había pensado a menudo colocando a diario sobre la bandeja el enorme montón que se recibía, las cartas eran peores que las personas, porque gracias a unos centavos gastados en un sello, se abrían paso y penetraban en casa para hacer tangibles sus preguntas. Kit sintió una verdadera alegría cuando Brame solicitó que la correspondencia le fuese entregada por Smedley, quien había sido encargado de ir a llevársela en cuanto llegase.
Pero ahora las cartas la habían esperado igualmente. Alargó una mano vacilante y cogió una: era una hoja de papel blanco, del más barato, procedente sin duda de una muchacha o de una criada cualquiera quizás.
Se equivocaba. Era de un muchacho, de un pobre inválido que soñaba con vuelos y aviones, pero que se hallaba inmovilizado, con las piernas encerradas en unas fundas de acero. Kit miró la fecha: la carta era reciente, databa de los días en que Alberto escalaba el Pangbat.
Cada día leo en los periódicos su lucha por esa montaña y he conseguido convencer a mamá para que me busque en una librería un libro que trate de excursiones alpinas. Quisiera poder comprar el libro y guardarlo como recuerdo. Pero somos pobres y por esto no puedo adquirirlo. Sin embargo, quiero que sepa que usted me ayuda a luchar y a intentar caminar. Cada día me digo: «Alberto Holm se abre camino paso a paso. Por lo tanto, yo también puedo hacerlo». Entonces me levanto, doy un paso y luego otro. Me imagino que estoy escalando como usted. Cuando sudo, pienso lo ardua que ha de ser la empresa para usted, y cuando me duelen las piernas, imagino que sufro las consecuencias del hielo y empiezo a frotármelas como usted lo hace cuando siente que comienzan a congelarse.
Kit dejó la carta. Le parecía oír la voz del muchacho… «Soy sentimental», pensó con sarcasmo. Pero cogió otra y luego otra.
Alberto, ¿cree que un hombre ha de quedarse siempre con su madre tan sólo porque no sienta simpatía por la muchacha con la que él quiere contraer matrimonio?
Alberto, he perdido mi empleo y tengo tres hijos…
Alberto, ¿cree usted que va a haber otra guerra…?
¡Voces, voces del pueblo que invocan a él, siempre él!
¡He ahí el público que ella había odiado y temido tanto! Veía a las personas una por una y finalmente las sentía, y las conocía tal como eran, pobres seres, cada uno con su propio y distinto sentimiento, con su propia aspiración, con la búsqueda de las cosas que podía adorar, desde el momento en que debían adorar, siendo en sí mismos impotentes. Y si ella, Kit, desertando del lado de Alberto, destrozaba la imagen que aquellos seres habían creado para adorar, ¿cómo podía sustraerse a las consecuencias de su acto?
Recogió el telegrama que había tirado al suelo y volvió a leerlo: Designada como la más representativa…
La puerta se abrió de par en par con violencia. Brame hizo su aparición. Parecía tranquilizado.
—¡Ah, señora Holm! —dijo—. ¡Confío en que habrá examinado de nuevo la oferta!
—¿Cómo puedo aceptarla? —preguntó ella. ¿Cómo podía, en realidad?
Brame vio su disgusto y lo interpretó de un modo totalmente erróneo.
—Querida señora —dijo, sentándose—, es natural, dada su modestia, que se sienta anonadada, pero créame cuando le aseguro que millones de personas se regocijarán por este tributo rendido a la esposa de Alberto Holm. Déjeme hacer a mí: redactaré yo una aceptación adecuada y predispondré las cosas del mejor modo posible para la cuestión de la medalla… —Encerrada en su asombrado silencio, con la hoja de papel amarillo entre los dedos, estaba demasiado inquieta para pensar que Brame estaba ya preparando su publicidad. Pero Brame prosiguió—. Hágame caso, señora Holm…
—Como usted quiera, señor Brame —dijo con calma. Más tarde se reiría, más tarde, cuando se encontrase completamente sola y hubiese comenzado una risa que había de terminar en llanto. Pero éste no era el momento oportuno—. ¿Proseguimos? —preguntó.
—Cuando usted guste —repuso satisfecho Brame—. He estado ausente por un tiempo imperdonablemente largo, pero le diré que Baker quiso recibirme en seguida. Hemos hablado. Le he expuesto el caso; le he recordado la importancia de lo que está en juego. Le he dicho que me siento responsable de la figura de Alberto Holm. En cierto modo, señora Holm —y al decir estas palabras se sentó mirándola con timidez por encima del montón de cartas—, en cierto modo no puedo decepcionar a la gente… No, desde luego, sobre la base de unas vagas habladurías. Sin contar, se entiende, con que nada podría devolver la vida al muerto.
—No, nada puede volver a dar la vida a lo que ha muerto —asintió Kit.
—Precisamente —dijo Brame—. Así se lo he expuesto a Baker y ha acabado por reconocer que le faltaban verdaderas pruebas. Me habló de cierta promesa que le había hecho a usted; no sé muy bien. Puede imaginar mi sensación de alivio. Y ahora, aun cuando llegase a vislumbrarse que hubo…, ¡ah!…, algo más que un accidente allá arriba, bastará que las cosas sean afrontadas como es debido…
Kit lo interrumpió.
—Estoy segura de que se ha tratado de una simple desgracia, señor Brame.
—¿Lo está de verdad?
—Absolutamente.
Su voz era firme. Alberto era tan sólo un tonto.
—En este caso —dijo bruscamente el agente— me siento con ánimos para luchar. —Se apoyó en el respaldo de la silla, suspiró y luego sonrió—. No tengo inconveniente en decirle —manifestó— que hace una hora estaba más asustado que el día en que vino usted aquí para hablarme de cierto proyecto de divorcio. Bien, aquello pasó y la recompensa la tiene en este telegrama. Y si los Amigos del hogar conociesen la renuncia a su proyecto, la estima en que la tienen sería mucho mayor. Sin embargo, por un instante, la hipótesis presentada por Baker fue horrible. Por un momento vi a Alberto acusado de… de asesinato, nada menos.
—Es inocente como un chiquillo —dijo Kit.
—Desde luego, desde luego —añadió Brame—. ¡Bah! Sus compañeros pueden hablar, pero una nación entera no dará crédito a las palabras de un pequeño grupo de individuos. También esto pasará.
—Sí —convino Kit—. Todo pasará… —Miró a través del escritorio a aquel hombre singular y de pronto vio que él, por lo menos, podía comprenderla—. Después de todo —dijo—, los sueños son la vida de una gran parte de los mortales. No pueden destruirse por puro sentimiento del deber.
Él la miró con alegre sorpresa.
—Exacto. Lo ve usted muy bien.
Pero lo que Kit vio claramente en sus pálidos ojos llenos de comprensión fue su alma soñadora como todas las demás. Como todos, él habría sido incapaz de soportar la amenazadora destrucción de la imagen que él mismo había creado. Brame tosió y, ocultando su propia alma, dijo:
—Vamos, pensemos en nuestros planes publicitarios.