Salvo Juan Baker, nadie sabía exactamente por qué Alberto había decidido conquistar el Pangbat. Alberto había elegido aquella montaña quizá, en parte, porque estaba próxima al Therat y conocía la vía de acceso. Frisk actuaba como un nexo entre Alberto y el público que en la lejana patria leía cada mañana la Prensa a la hora del desayuno y seguía sus vicisitudes con la inquietud de quien es esclavo del propio destino. En cuanto a Jacobo Rexall, se había unido a la expedición porque quería a Alberto y también porque las condiciones eran buenas. Sea como fuera, no contaba ir más allá del campamento base.
—Yo —decía— soy una especie de empresario de un equipo de fútbol. —No sentía curiosidad ninguna en cuanto a la más mínima razón de escalar la montaña—. Alberto —aseguraba complaciente— ha sido siempre un alpinista y ahora irá un poco más arriba; esto es todo. —Su exigua figura, con su enorme cabeza redonda y sus grandes orejas, aparecía por todas partes discreta y fiel. Pero repetía que no pensaba ir más allá del campamento base—. Soy excesivamente propenso a los sabañones —le había dicho a Kit—. En casa no paso un solo invierno sin librarme de ellos.
Ni él ni Kit habían hablado jamás de Liliana. Rexall, al observar el altanero comportamiento de Kit, más de una vez había escupido perplejo. Quizá Alberto había salido de la sartén para caer en las brasas… Por lo menos con Liliana un hombre sabía dónde le apretaba el zapato. Sintió deseos de reír al recordar la despedida de la muchacha.
—No digo nada, querido, no diré nada hasta que estés de vuelta. ¿Por qué había de atarme a un compromiso que me privaría de toda posibilidad de diversión?
Así le había hablado besándolo.
Los otros ocho hombres tenían cada uno una vida que les era propia y una fisonomía distinta. Francisco Brewer era un pacífico muchacho de Virginia, veterano del Himalaya, puesto que ya había llevado a cabo dos ascensiones. Kit lo conocía, sencillamente, porque era preciso llamarle tres o cuatro veces cada mañana.
—¡Francisco, levántate!
—¡Que alguien le eche un cubo de agua!
—¡Por Dios, echadle alguna cosa!
Pero cuando Francisco Brewer estaba levantado trabajaba con un empeño silencioso y rehabilitador. Después, Dick Blastel. Kit lo conocía porque madrugaba, pero estaba siempre de un humor tan detestable que, sin explicaciones de ningún género, ella le servía el desayuno un poco aparte de los demás y lo miraba apenas, mientras él con aspecto feroz y malhumorado, se inclinaba sobre su plato. Harden Coombes había trabajado como encargado en Nueva York en un negocio de artículos para deporte. No había escalado otras montañas, excepto los Adirondacks, y en ciertas ocasiones alguna cima de las Rocosas. Era un muchacho jovial que Alberto había elegido porque sabía que era un verdadero admirador suyo. Seguía siempre a Alberto como si fuera su sombra, hablando en su habitual jerga de la ciudad. A continuación, en la lista figuraba Bret Calloway, profesor. Estaba ahora en la India y no tardaría en encontrarse en el Himalaya, pero en cualquier parte sería siempre el profesor de una provincia americana del Este. Alto, con la espalda encorvada ya a sus treinta y un años, con pliegues en las comisuras de sus labios y un hablar monótono, era un hombre inmutable a pesar de que en doce ocasiones, reuniendo como pudo algún dinero, había efectuado excursiones en los Alpes.
Lincoln Mayhew, de Kansas, había efectuado muchas excursiones en las Rocosas, pero desde el primer día le había dicho a Kit con toda sinceridad:
—Mi novia me dejó plantado para fugarse con un individuo, sin decirme siquiera adiós. Lo he sabido por otros. Después de semejante experiencia, el Himalaya es lo que me hace falta.
Era de elevada estatura, de aspecto rudo y de un humor dulce y melancólico.
Seguía Bob Pierce, mecánico; Elmer Baum, un robusto médico de Pensilvania, totalmente profano en experiencias alpinas; y Ronald Brugh, un muchacho delgado con el rostro curtido por los vientos, enviado por el gobernador de la India para integrar la expedición. Había formado parte de un par de expediciones a las órdenes de Fessaday, pero no en la que figuró Alberto. Finalmente, Kit cerraba la lista; seguía a la expedición sin formar parte de ella. Para todos los componentes, salvo para Juan Baker, contaba más como parte integrante de Alberto que no como miembro en sí.
Se habían habituado a los pequeños pueblos y a las minúsculas ciudades —los únicos centros habitados de la India septentrional—, y ahora con mayor dificultad, comenzaban a habituarse a las mesetas del Tibet. Todos padecían molestias en la garganta causadas por el aire seco y polvoriento; todos, salvo Kit, que había aprendido a respirar a intervalos más breves y con un más ligero esfuerzo de los pulmones. De este modo también ella sentía seca la garganta, pero no padecía ningún dolor. Algo avergonzada de hacer con tanta facilidad lo que fatigaba a aquel equipo de hombres, empapaba en ciertas soluciones las compresas que el doctor le había proporcionado y las distribuía entre los pacientes. Hacía ya mucho tiempo, en la noche de su presentación en sociedad, Gail le había dicho:
—Kit, hija mía, procura no ser nunca más valiente que el hombre a quien acompañes… ¡es fatal!
—¡Pero Gail —había dicho ella—, ésta es una verdad tan antigua como la luna!
—Y, como la luna, eterna —había replicado su hermana.
—A mí no me interesa que los hombres sientan o no simpatía por mí —había precisado Kit aquella noche, prendiéndose sobre su hombro izquierdo una flor plateada.
—No seas tonta y no digas mentiras —había respondido Gail.
Por esto, cuando comprobó que iba ascendiendo con poca fatiga, no se vanaglorió de ello, y cuando Alberto le decía que debía de estar cansada, sentábase sumisa… sobre una pequeña silla hecha de varas de bambú, y que un mozo llevaba sobre su espalda. Aun cuando aquellos hombres de piernas delgadas no pareciesen del todo humanos en su complejo, eran sin embargo demasiado semejantes a ella para que disfrutara al ser transportada así sobre sus hombros. La vista de los travesaños de bambú que señalaban sus carnes bajo su peso, le causaba un hondo sufrimiento, y apartaba de ellos la vista para mirar más allá de las desnudas mesetas que se ofrecían en declive a su paso. En cuanto podía, avisaba a los portadores con unos suaves golpecitos sobre una pértiga, indicando así que podían depositarla en el suelo. Éstos obedecían y ella se sentía satisfecha de volver a sentir el suelo bajo sus pies.
—Los acostumbra usted mal —dijo Brugh—. Nos aguarda un terreno mucho más áspero que éste y verá entonces que lamentaciones. Tendría que habituarles a su peso para cuando lleguemos a un terreno gradualmente más difícil.
—¿Y a mí no se me tiene en cuenta? —preguntaba Kit—. ¿No conviene que me canse yo también un poco, que aprenda a caminar valiéndome de mis propios pies?
Él sonrió y siguió adelante, no queriendo perder aliento conversando.
En aquel extraño país montañoso, hablaban poquísimo, resarciéndose con su silencio de los discursos de admiración que habían provocado en ellos las frondosas selvas que atravesaron al cruzar los valles. Hasta Jacobo Rexall había expresado su asombro. Entre todas las flores encontradas en aquéllas aún no muy importantes altitudes, las más extravagantes eran las alargadas datura que florecían sobre los árboles en forma de largas trompas blancas. De día resultaban tan solo curiosas, pero de noche resplandecían con fosforescentes lunares, trascendiendo en la ardiente oscuridad exquisitas fragancias. Baker, cuando Kit le interrogó sobre aquel perfume, se limitó a mover la cabeza. Él sólo tenía el pensamiento puesto en las orquídeas y en los rododendros. Lo demás no le interesaba.
—Hay aquí lo suficiente —dijo— para volver loco a un botánico. Es preciso que me fije unos límites.
No obstante, entre aquellos límites ya había recogido raíces y semillas para enviarlas, en cuanto le fuese posible, al jardín botánico que había fundado en la patria. Durante el día habían revoloteado sobre su cabeza las mariposas tropicales, semejantes también a grandes pétalos, pero él ni siquiera las había notado, ocupado como estaba en guardar sus raíces entre musgo seco. Para él los trópicos querían decir solamente orquídeas. Y cuando hubiera superado la altura en que se crían las orquídeas, les sucederían los rododendros. Plateados, violáceos, blancos, anaranjados, rosas, carmesíes y amarillos, los conocía todos.
—Argentium —le oía murmurar Kit—: Falconieri… Y aquí está el Cinnabarium…
Así, lentamente, ascendieron hasta el valle del Siumbi, dejando tras ellos una India envuelta en la niebla y la lluvia. A sus ojos mostrábase el Tibet plateado bajo su gigantesca belleza floreal de las húmedas selvas, de todos se había apoderado la opresión que produce la India sobresaturada de vida. Pero, a medida que avanzaban, fueron hallados vientos frescos y puros, que soplaban de las mesetas del Tibet, y sintieron así sus pulmones libres de los perfumes demasiado violentos y de los aromas de los valles. Empezaron los bosques de pinos y de encinas y los prados en flor.
—¿Cómo se las compone un botánico para resistir a tanta riqueza? —le preguntó Kit a Baker una mañana.
—Con fatiga —contestó el interpelado.
Verdaderas inmensidades de clemátides, campos de lirios violáceos, de saxífragas amarillas, de rosas amarillentas y de anémonas surgían entre ellos. Eran flores familiares que Kit inmediatamente reconocía. Pero, con la ayuda de Baker, aprendió también a conocer los vibornos y la flor del algodón. Conseguía recordar los extraños nombres que los científicos habían dado a los miles de inocentes plantas silvestres. Pronunciaba sus nombres sin equivocarse, hasta que un día él le mostró las primeras amapolas azules que ella jamás había visto.
—Hubo un tiempo —dijo Baker— en que las coleccionaba. Pero sólo crecen aquí. No viven lejos de este aire, y renuncio a arrancarlas de su tierra y a recoger sus semillas. —Diciendo esto se inclinó sobre una de estas sedosas flores de color azul plateado—. Vale la pena venir hasta aquí tan sólo para verlas —dijo.
Pero fecha memorable fue aquella en que encontró una pequeña orquídea de un color nunca visto hasta entonces. Muy cerca discurría un río sobre un lecho de guijas, y entre los alerces, abetos y enebros revoloteaban numerosos pájaros, entre los cuales veíanse unos extraños faisanes color de sangre. Pero Baker sólo tuvo ojos para la pequeña plantita que se hallaba a sus pies. Inmediatamente comenzó a desenterrar sus raíces. En aquel momento Brugh avistó un gran ciervo tibetano y comenzó a dar gritos. Como una visión apareció de pronto, un enorme animal que provocó los gritos de Kit y de los hombres que se habían ocultado entre los árboles y del mismo modo desapareció. Cuando Kit se volvió de nuevo hacia el camino, vio a Baker que levantaba con delicadeza la pequeña planta; no había oído ni visto nada más.
De no haber sido por los rododendros que se iban haciendo de día en día más minúsculos, los írides cada día más pálidos y las plantas que también se iban haciendo cada vez más raras —los pinos desaparecieron y asimismo los sauces, los enebros y los abedules—, no se habrían dado cuenta de que la tierra volvía a levantarse. Pronto desaparecieron a su vez los rododendros después de haber ido quedando reducidos a la altura del musgo. Empezó así la meseta de Fari. Delante de ellos, tallado perpendicularmente contra el cielo, como para impedir el acceso al verdadero Tibet, se levantaba, ahora, el pico de Ciomulhari.
En la India, Kit de una manera introspectiva, había estado demasiado consciente de sí. Las noches sin viento y los días demasiado bochornosos y húmedos habían despertado la sensibilidad en cada fibra de su cuerpo. Notaba no solamente cada olor del extraño país que atravesaban, sino que le parecía como si cada persona emanase, acentuado, un olor propio. ¿También acaso ella? Distinguía uno por uno los olores de los distintos miembros de la expedición: el vago olorcillo ácido de Rexall, el olor de Baker, limpio a no ser por las hojas muertas y el musgo seco que llevaba consigo. Luego el olor de Brugh (tabaco); y así sucesivamente. Una noche, riendo un poco, bajo la tienda había definido a Alberto todos sus olores uno tras otro.
—¿Y yo? ¿Qué olor despido? —había preguntado él.
—¿Y yo? —había contestado ella por toda respuesta. Y sin contestar había continuado—: Es como si la India extrajera el aroma de cada uno de nuestros cuerpos.
—¿Cómo es el mío? —insistió Alberto.
Ella husmeó un poco.
—Aceite de máquinas, sudor y vaca sagrada —repuso jovialmente.
—¿Vaca sagrada?
—Por todas partes, en la India, huelo a vaca sagrada.
Él cogió un mapa y lo lanzó por encima de sus hombros; luego la abrazó y la estrechó entre sus brazos.
—¡Me has insultado! —dijo con una fingida actitud cruel.
Apretada contra él sintió que la respiración le faltaba.
—¡Suéltame! —dijo con aspereza—. ¡No puedo más!
Con imprevisto furor la dejó.
—Está bien —dijo—. Pero por ser una mujer de bien, tienes realmente una bonita ciencia.
—Sí —convino ella—. Lo sé y me disgusta. Me sentiré mejor cuando no haga tanto calor.
El Tibet trajo cambios para todos; los horizontes eran siempre altos, y ella también cambió. Sus sentidos, demasiados agudizados, se calmaron bajo el seco aire de las alturas. Se sintió pura y ligera. Superado el paso, no siguió un largo descenso. El Tibet dominaba, excelso, la India y, visto desde el paso, abierto bajo el eterno azul del cielo, sentíase ante él la impresión de que el mapa geográfico se había petrificado en un árido paisaje de montañas. Las mismas lluvias que habían formado en la India los valles profundos y cubiertos de vegetación, se habían detenido allende el Ciomulhari, y las montañas mantenían las nubes lejos del Tibet. No obstante, Kit, siguiendo la dirección de los ojos inquisidores de Baker, vio capullos de incarvilias —así las denominaba él— que en verano se abrirían en forma de minúsculas trompas de un color rosa violáceo. Y no faltaban írides, en espera ellos también, de florecer. Por todas partes, en los lugares resguardados del viento, encontraban herbazales. Unas minúsculas liebres brincaban entre unas matas raquíticas.
En la India los hombres se habían mostrado irritables y dispuestos a reñir. Kit se había reído de ello, pero vigilaba atentamente la propia irritabilidad. Sin embargo, el Tibet los curó. Cuando, por la noche se refugiaba cada uno bajo su tienda, lo hacía con tranquilidad. Y aquel humor apacible no era una particularidad suya, formaba parte de la misma naturaleza de la región, de las aldeas por cuyas calles pedregosas y azotadas por el viento pasaban. Sus habitantes eran gente bondadosa; muchos llevaban alhajas —gruesas turquesas en bruto montadas en plata— a pesar de tener incrustada en la carne una suciedad que incluso hacía rígidas las ropas que llevaban. Pero las alturas en las cuales moraban les acercaban también al cielo, y el viento y el sol los purificaban. El agua escaseaba. Pero nadie tenía necesidad de bañarse como en los valles, donde el baño se hacía necesario para combatir la propia putrefacción. En el Tibet no se pudría la suciedad, se secaba y el viento se la llevaba. En ningún lugar se percibían olores malsanos.
El tiempo transcurría como en un sueño, pero Kit pensaba que no se efectuaba cambio ninguno en Alberto, en Alberto que dormía en la celda de un monasterio como si hubiese estado en su habitación de la factoría donde había nacido. Se despertaba y expresaba su descontento por la falta del acostumbrado desayuno de café, huevos y jamón. Kit, por su parte, hasta en lo más último, sentíase cambiada por aquel aire suave, por las altas montañas nevadas, allende las oscuras colinas rodeadas de hielos y por la completa sencillez de la vida que ahora llevaba. Pasaba días enteros sin mirarse al espejo. Se levantaba por la mañana al oír sonar la campana del monasterio y desayunaba con los hombres, silenciosa como ellos y dispuesta a ingerir el alimento preparado por el cocinero tibetano. Estaban siempre hambrientos porque el moderado apetito de la India había ya desaparecido. Luego reanudaban la marcha. El país estaba envuelto en una paz inmensa; el viento creaba una especie de muro en torno a cada uno de los caminantes, y en torno a este muro reinaba la calma. Si Kit hablaba, los rostros de los hombres se volvían hacia ella; si callaba, seguían andando absortos. Alguna vez su mirada se cruzó con la de Ronald Brugh y ambos se sonrieron mutuamente sin pronunciar una palabra. Pensó que hubiera resultado agradable si hubiese habido tiempo para expansionarse, pero en aquella continua y metódica marcha hacia una cima lejana no lo había.
Así vivía Kit en la propia soledad casi gozando de ella. Un día en que se quedaron en el campo mientras los hombres se aventuraban en busca de provisiones para la ascensión, ahora ya próxima, se sentó sobre una caja delante de su tienda, abrió su bolso y sacó el negro cuaderno de apuntes en el cual, durante años, había transcrito sus breves poesías. Durante las últimas semanas había compuesto algunas, meditándolas en el silencio de las jornadas y escribiéndolas luego, por la noche, a la luz de una vela y entre el zumbido de las mariposas, o el resplandor de una lámpara tibetana llena de grasa líquida. En el curso de una de aquellas lecturas evocó súbitamente la imagen de Norman y sintió el deseo de escribirle. Durante todas aquellas semanas había dejado transcurrir el tiempo en una solitaria quietud que podía parecer satisfactoria, pero en su fuero interno había comprendido que, un día u otro, llegaría a escribir a Norman una larga carta. La había aplazado siempre, pero ahora se daba cuenta de que la hora estaba próxima. «Mañana —así había dicho Rexall antes del mediodía— saldrá el último correo».
Había dado fin a su carta. No contaría sus páginas, ni la leería para asegurarse de lo que había escrito. No sabía si lo había dicho todo o si acaso se había limitado a decir algunas cosas. En realidad, no tenía nada de particular que decirle. Había escrito por la simple necesidad de comunicarse con él, sin una descripción definida del lugar donde había llegado. Desde ningún punto de vista su carta era una misiva de amor y no quiso llegar a tanto. No, lo que había hecho había sido lo siguiente: se había trasladado al momento en que Norman le confesó no amarla lo bastante y, paso a paso fue refiriéndole lo que le había ocurrido desde entonces. Describió a Liliana con toda claridad y justicia posible, y no le desagradó. Ahora veía a Liliana claramente y lo veía todo bajo aquella resplandeciente luz tibetana. Pero esto le ocupó tan sólo unas páginas. Donde se extendía, llenando muchas hojas, fue en la descripción de su vida durante las últimas semanas en las que con Alberto, y sin embargo sola, había pasado gradualmente del calor y de la confusión de los valles, hasta aquellos cielos tibetanos que veía ahora sobre ella, azules y perennemente despejados.
Heme, pues, aquí, Norman —escribió a modo de conclusión—. No sé qué es lo que nos aguarda; quizá ya no recibas más noticias mías o quizá oigas hablar mucho de mí. Naturalmente, la señora Holm no te escribirá, porque odia toda clase de doble vida. Lo que ésta desea es vivir con sencillez y nobleza, sin tener nada que explicar u ocultar bajo esta actitud intolerable con la cual la gente esconde las cosas. Lo que divierte a Gail, a la señora Holm le causa fastidio. Recuerda cómo fue siempre Kit Tallant; una mujer constantemente categórica: o todo o nada. La señora Holm es también así, de un modo aún más acentuado.
Titubeó, levantó los ojos y contempló las cándidas cimas de los montes a lo lejos. La tarde era tan límpida que quizá le permitiera vislumbrar el Everest. Ronald Brugh había dado por descontado que desde aquel punto fuera visible la cumbre excelsa. Así absorta, penetrando con los ojos del alma en la inmensidad del cielo, veía a través del océano y evocaba la imagen de la patria lejana donde estaba Norman. Norman que no la esperaba —él no esperaba a nadie—, pero que, sin embargo, existía allí. Fue un instante, pero lo vivió con tanta claridad que tuvo la ilusión de que él estaba vivo y locuaz delante de ella. Había creído siempre un poco en la clarividencia y entonces creyó del todo. «¡Norman!», dijo. Él alzó los ojos y le sonrió con aquella curiosa especie de resistencia tan suya. Pero sus ojos oscuros la miraban afectuosos, y sintió que él estaba contento de verla, no contento como acostumbraba a estarlo, sino —y no lo había visto jamás así frente a ella— apasionadamente, ardientemente satisfecho, más bien aliviado, como si hubiese estado deseoso y hasta anhelante de encontrarse con ella. Y con una especie de escalofrío, demasiado repentino para ser felicidad o cualquier otro sentimiento distinto de la pura sorpresa, pensó: «Pero creo que podría amarme… si lo intentase…».
Había desaparecido. ¿Qué haría ella si Norman la hubiese amado, si ya la amase? ¿Y si le hubiera amado durante todo aquel tiempo y sólo hubiese luchado no ya contra ella, sino contra el amor? «Cuando vuelva a casa —pensó con una sonrisa inesperada— creo que me amará, ¡y de qué modo!, si tan sólo levanto un dedo como hace Gail».
Apresuradamente añadió un final particular: «Querido Norman, soy siempre tu Kit». En aquella soledad clara y distante era éste el justo final. Dobló la carta en varias partes, porque era muy gruesa, la metió en el sobre, y pegó una serie de sellos hindúes. Sería, en efecto llevada a la India y enviada desde allí.
Luego salió y se quedó contemplando al cielo occidental. A la izquierda, en la lejanía, empezaban a surgir los hombres que regresaban precedidos de Alberto. Ella le vio saludarla levantando el brazo, y se quitó del cuello el pañuelo azul que el viento agitó como una bandera. Se sentía invadida por un sentimiento de paz como si algo inevitable se hubiese cumplido tal como se debía.
El viento, al acercarse el crepúsculo, empezó a calmar. Procedente de una tienda situada más abajo, llegó hasta su nariz el olor de la comida mezclado con el de la tierra seca calcinada por el sol. Abajo, en el valle, había un pequeño lago que, azul durante el día, adquiría ahora un color cobrizo a medida que se iban extendiendo las sombras. Una alondra parda salió de una mata verde del valle, y voló ascendiendo gradualmente, pero sin alcanzar la altura donde estaba Kit, y se lanzó de nuevo en el espacio… Oyó el trino del gorrión salvaje y el rumor que producía una perdiz entre la hierba; pero no vio ni a uno ni a otra. Los colores, en aquella altura, no conseguían vivir más que en el cielo, vio algo que emergía por encima de ella, lejano como una nube y, como una nube, blanco. Asombrada, permaneció largo rato contemplando aquella aparición hasta que se dio cuenta de que no se trataba de una nube, ya que conservaba su forma inmutable en el cielo. Lo reconoció: era el Everest. Al mirarlo fijamente, se sintió arrastrada hacia la altura, hacia aquella inmaculada cumbre nevada, hasta que las sombras del crepúsculo invadieron el cielo.
—He visto el Everest —anunció con solemnidad a los hombres que regresaban; y acogió los comentarios entre envidiosos y escépticos, confirmando con insistencia—: ¡Sólo podía ser el Everest, era mágicamente alto, a medio camino del cenit!
Y aquella noche, bajo la tienda, le dijo a Alberto:
—He sentido que era el Everest.
—¿Eh? —murmuró él, pacífico, metido en su saco forrado de piel.
—¿Deseas aún enfrentarte con el Everest en lugar del Pangbat? —le preguntó.
—No —repuso él, y bostezó—. Me figuro que el Pangbat ya es bastante alto para mí. Tal como se representa es ya una altura que jamás nadie ha alcanzado. Eso me basta.
—Sin embargo, alguien un día u otro, alcanzará el Everest —prosiguió Kit meditabunda—. Desearía ser yo.
—A mí me gustan las ascensiones, pero no quiero morir ni por ellas ni por otras cosas —manifestó Alberto. Y guardó silencio mientras Kit examinaba las lonas de la tienda y apagaba la pequeña linterna. Luego, en la oscuridad, le oyó murmurar en su duermevela:
—Ven conmigo, Kit. Solo, así, tengo frío.
Ella titubeó; luego, segura de su esencial soledad, sintió que podía aún obedecer una vez.
El Pangbat, a medida que se iban aproximando a él desde el lado occidental de la interminable cadena a la que dominaba, parecía una montaña formada por unos declives que a cierto punto se empinaban hasta constituir profundos abismos. Los expedicionarios marchaban ahora en fila, uno tras otro, entre las ásperas alturas. Treinta kilómetros atrás, éstas morían en una serie de bajas montañas; quince kilómetros más adelante convertíanse en montañas cuyas cimas estaban ya cubiertas de nieve. Por encima de ellas, como una gigantesca ola encrespada, surgía el Pangbat.
—Hemos de encontrar un camino a través de esas montañas —dijo Alberto, que de día en día, a medida que se acercaban al Pangbat, se iba haciendo más silencioso.
Cada dos o tres kilómetros se detenía y examinaba la montaña con un catalejo.
—No es tan fácil como parece —anunció una mañana. Esas pendientes no son lisas.
Diciendo esto, ofreció el catalejo a Kit.
—Acamparemos en aquel paso —decidió Alberto.
Baker, que andaba mirando siempre el suelo, levantó la vista.
—Es un lugar demasiado elevado —dijo.
—Lo será para usted —gruñó Alberto.
—Es posible —repuso ecuánime Baker.
Alberto hacíase más irritable a medida que pasaban los días, pero Baker, ante la inminencia de la ascensión final, había resistido firmemente a la tentación de discutir con él.
—No tiene para mí finalidad ninguna ir más allá del nivel de las nieves —había declarado.
El imponente paisaje comenzó a influir de modo diverso en todos los miembros de la expedición. Detrás de ellos seguían en larga fila los porteadores y las bestias de carga. Rexall y Ronald Brugh se habían cuidado de conducir felizmente la caravana a través de las montañas, pasando por las pequeñas aldeas y las ciudades fortificadas. En aquel paisaje anonadador, hombres y bestias aparecían extrañamente semejantes, unidos como estaban en la lucha común. Cuando Kit se sentía agotada por el peso de su propio cuerpo, pensaba en aquellas criaturas quebrantadas por el de la carga que llevaban encima, y guardaba silencio, cuando no reaccionaba ante las lamentaciones de Alberto.
—¡Dios mío, soy verdaderamente un estúpido! ¡Pensar que hubiese podido permanecer en una cómoda casa de América!… —dijo en una ocasión, caminando junto a Kit.
—¿Y por qué no te quedaste? —preguntó ella no sin aspereza.
—Porque he dicho que soy un estúpido.
—Si estás persuadido de ello, lo eres de verdad.
—No porque tú me lo digas —gruñó—. Tengo los pies llenos de ampollas —añadió.
—Estoy cansada de oírte hablar de tus pies. —Ella también tenía una ampolla en un talón, pero no quería decir nada—. Estos porteadores —prefirió decir— son maravillosos. Piensa en la carga que llevan.
—Están dispuestos a hacer cualquier cosa por unos cuantos centavos —observó Alberto.
—Pero por lo menos hacen algo —replicó ella, pensando que discutir era, en realidad, una cosa muy estúpida.
Cuando atacaron seriamente los contrafuertes del Pangbat, se apoderó de todos una extraña melancolía. Ronald Brugh resistía mejor que todos los demás, moviéndose con ardor y vigilando a los porteadores. Caminando, observaba a Kit con miradas de inteligencia. Una mañana le preguntó si se sentía triste.
Ella movió la cabeza.
—¿Por qué habría de sentirme triste? —preguntó.
—Porque todos están tristes —respondió él—. Es una especie de perturbación espiritual ocasionada por la montaña; quizá es como un aviso que recuerda a los hombres que no están hechos para las altitudes. El cuerpo teme los lugares donde el espíritu puede dominarlo y se esfuerza en volver atrás.
—¿Por qué sigue vigilando a los porteadores? —preguntó, observando que no les quitaba la vista de encima.
—Porque pronto comenzarán las tentativas de deserción —repuso Brugh—. Los conozco bien, he tenido algunas experiencias de este género. Los blancos aguantan firme, pero no estos indígenas. Los porteadores tibetanos irán donde jamás uno de los otros se atreverá a subir, porque antes de partir han recibido la bendición de su lama. —Sonrió—. Por esto he pagado generosamente a su lama para que bendiga bien a sus compatriotas —añadió—. Claro que ellos ignoran la circunstancia del pago…
En el límite de las nieves, Baker se detuvo y plantó su tienda.
—Éste —dijo— es el fin del mundo. Me pararé aquí y así tendré tiempo de volver a ordenar mis ejemplares. Luego me dedicaré a explorar la región en el límite de las nieves y veré que es lo que consigo encontrar. —Se quedó con un muchacho tibetano de elevada estatura, hábil en sortear los bordes de los hielos y en explorar las hendiduras cavadas por las aguas subterráneas—. ¿Hay alguien más que desee quedarse conmigo? —preguntó.
Francisco Brewer dio muestras de vacilación: todos admitieron que sentía la tentación de quedarse, porque se había hecho muy amigo de Baker. Luego miró el Pangbat. Era ahora una inmóvil masa azul de cristal.
—Por mi parte proseguiré la marcha —murmuró—. El Pangbat me ha embrujado.
Los demás se limitaron a sonreír a la pregunta de Baker. Cada uno de ellos, por motivos particulares, estaba dispuesto a enfrentarse con la montaña. Ya no era cuestión de seguir a Alberto, puesto que, uno tras otro, habían ido apartándose de él. Kit había seguido atentamente este proceso según el cual la deferencia inicial de la que Alberto había sido objeto, se había ido atenuando hasta transformarse en una reservada cortesía. Dick Blastel ni siquiera se molestaba en fingirla; actuando por su cuenta ignoraba prácticamente a Alberto. Sea que el Tibet los hubiera aprehendido en su propia soledad, o, como había dicho Ronald Brugh, que esto en sí fuese inevitable, la expedición ya no era la misma de un principio.
Ninguno, sin embargo, había sufrido un cambio tan profundo como Frisk, el periodista de cabellos color de arena. En el transcurso de las últimas semanas se había ido encerrando en un mutismo feroz. Kit ignoraba cuáles eran sus sentimientos, pero entre él y Alberto, desde que éste había expresado su descontento por los últimos artículos, había continuos altercados.
—Son artículos escritos sobre las costumbres de este país —había dicho—. Yo deseo crónicas dedicadas en modo particular a la expedición de Alberto Holm. El público gusta de pormenores particulares, no de temas de puro colorido.
—Lo siento —había contestado Frisk secamente—. Este paisaje me ha embrujado —luego, contemplando las grandiosas pendientes del Pangbat, había añadido—: A estas alturas los relatos personales pierden todo su significado.
Alberto había replicado tercamente que Brame no podría conseguir nada de toda aquella prosa. Estaba Alberto más atractivo que nunca envuelto en su pelliza blanca. Cuando se hallaron ya sobre la pendiente del Pangbat, a un día de marcha del lugar donde habrían de establecer el campamento base, los rayos del sol fueron más calientes y todos se sentaron con la cabeza descubierta delante de las tiendas. Un océano de nubes se extendía iluminado por la luz solar y entre sus vapores emergían picos nevados más allá de los cuales se encontraban las lejanas montañas del Nepal. De todos los miembros de la expedición, sólo Alberto, con su pelliza blanca, y su hermosa cabeza al descubierto —la capucha colgaba por detrás de su cuello— no había menguado físicamente ante la majestuosidad del paisaje circundante. Kit, comparándolo con la minúscula y casi encogida figura de Frisk, se dio perfectamente cuenta de la colérica expresión del periodista por el ataque de Alberto relativo a Brame. La ira de Frisk era una rabia imponente que Alberto no podía comprender.
—¿Por qué no escribes tú lo que deseas que se diga sobre ti? —había dicho el periodista.
—Yo pienso en mi tarea —había respondido secamente Alberto—. Y, además, a ti te pagan para que lo hagas.
—Pues dime entonces lo que tengo que escribir —había insistido Frisk—. ¡Vamos, dame un apunte, indícame cómo quieres que escriba! —Al decir esto palidecía hasta sus labios—. ¡El héroe nacional habla! —había añadido luego, mirando a los asistentes.
Alberto le miró con calma y su belleza y la dignidad de su comportamiento humillaron al desgraciado periodista enfurecido.
—Sabes muy bien que yo no quiero lo que tú me atribuyes —había dicho—. Lo que deseo es un simple y breve relato de lo que en realidad sucede. No me importa si le das un poco de colorido, pero, por ejemplo, bien podrías contar a tus lectores el reconocimiento que hice ayer sobre el itinerario de hoy…
—¡Cuando un fiel porteador indígena se despeñó en una hondura y Alberto Holm arriesgó su vida haciéndose bajar con la ayuda de una cuerda para socorrerle! —resopló lleno de cólera el periodista.
Alberto no contestó. Le volvió la espalda y se retiró bajo su tienda. Kit advirtió que la atmósfera íbase cargando entre los agotados miembros de la expedición.
—¿Qué te ocurre, Frisk? —le preguntó Coombes al periodista. De todo el grupo, Coombes era el único que había cambiado menos. Su fe en Alberto no había disminuido. Era una lástima que no resistiera la ascensión, ya que a cada nueva etapa que la expedición iba cubriendo siempre a mayor altura, era víctima de continuos trastornos. Ahora, a un día de marcha del lugar elegido para instalar el campamento base, le aterraba el pensamiento de no poder seguir a Alberto más allá y tener que ser abandonado en una etapa anterior—. Después de todo, Frisk —añadió—, Alberto acudió realmente en auxilio del porteador, ¿o acaso no es verdad? Es una acción digna de él…
—¡Al diablo! —replicó Frisk.
—¡Pero la acción de Alberto ha sido realmente noble! —protestó Coombes. En el luminoso esplendor del ocaso, sus ojos, heridos por el reflejo de la nieve, lagrimeaban, y él los secaba con la bufanda.
—¡Demasiado noble! —gruñó el periodista.
—Pero no consigo comprender… —insistió Coombes.
—¡Pues entonces vete tú también al diablo! —exclamó Frisk.
Se levantó bruscamente y, caminando a tientas sobre la nieve semihelada, se refugió bajo su tienda.
Una tarde, entre una discusión y otra, sentáronse todos apáticamente entregados a la contemplación del sol resplandeciente que refractaba sus rayos sobre unos gigantescos bloques de nieve. Las montañas adquirieron tonalidades rosadas y violáceas, y los valles, en las honduras tornábanse de un verde frío. ¡Imponente y extraordinario espectáculo! Algo más abajo del grupo, los porteadores comenzaron a entonar sus plegarias con el ritmo de una letanía. Uno tras otro, los miembros de la expedición se levantaron y se retiraron.
Kit permaneció un instante sola. El único rumor humano perceptible era el débil sonar de la máquina de escribir con la que Frisk despachaba su correspondencia bajo una tienda. Era un rumor insignificante y, sin embargo, parecía romper el silencio en minúsculos fragmentos. Kit se levantó y se dirigió a la tienda que compartía con Alberto. Él estaba tendido en su saco forrado de piel entretenido en contemplar el techo de la tienda. Al verla entrar, la miró con ojos interrogadores.
—No es que me importe gran cosa —dijo—, pero ¿tienes idea de por qué Frisk siente este odio feroz contra mí?
Sus ojos eran inocentes como las azules aguas del lago. Kit casi se asustó de su inocencia. ¿Qué hacer ante ella? ¿Y cómo evitarla? Pensó que nada se podía hacer y en cuanto a evitarla… Sacudió y alisó un saco forrado de piel.
—Quizá las montañas lo hacen un poco extraño —dijo—. Vuelven extraños a todos, salvo quizá a ti, Alberto. Tú pareces indiferente.
—¿Por qué había de cambiar? Yo sólo hago una cosa, y no veo lo que esto tiene que ver con…
—Nada —se apresuró a contestar Kit—. Nada, en efecto.
Él se sintió satisfecho y continuó acostado. Kit pensó perversamente que tenía el noble aspecto de una estatua griega yacente.
—Bésame —le ordenó a continuación.
—¿Sabes? Sigo todavía con mi resfriado —le advirtió ella.
—Ven te digo.
Ella se acercó a él para recibir su beso. Alberto jamás estaba resfriado; ni siquiera esa leve molestia alteraba la perfección de sus rasgos. Dejó que él la abrazase y en este momento se sintió impotente como un insecto bajo una roca.
Dos días de lenta ascensión los habían llevado al reducido espacio que había a la derecha del Pangbat. Llegados a aquella altura, Alberto prohibió a Kit que siguiera adelante. Escalando la pendiente de acceso, la cima había parecido tan difícil y remota como la cresta que inmediatamente la precedía y que, vista desde lejos, parecía estar muy cerca del paso. Sin embargo, más allá de las minúsculas tiendas, plantadas ahora, el Pangbat parecía haberse hecho remotísimo. Kit no hizo ninguna objeción a las órdenes de Alberto; no era preciso que fuese más arriba. El último telegrama de Brame que, al pie de la montaña, un correo indígena había entregado a la expedición, especificaba claramente la necesidad de obrar con prudencia.
«Todos siguen relatos expedición máximo interés», decía el despacho. Kit imaginaba a Brame en su minúscula oficina de Nueva York, en el acto de dictar serenamente: Importantísimo Alberto alcance Pangbat. Evitar pública desilusión. Y todos ellos estaban allí, sobre las nieves del Himalaya, para que un público que se encontraba a miles de millas, instalado en cómodas casas de campo, en confortables pisos de la ciudad y en cálidas casas suburbanas, se entusiasmara de nuevo y, sobre todo, «no sufriera ninguna desilusión». La necesidad de alcanzar la cima prefijada concernía tan sólo a Alberto.
La pequeña meseta no ofreció una buena base para establecer el campamento como desde abajo había parecido. Tenía un declive demasiado pronunciado y no quedaba resguardada de los vientos. Aquella mañana hubo ya un anuncio de próximas tempestades. El viento mordía y silbaba en los tirantes de las tiendas sacudidas por él. Los porteadores estaban aterrorizados y deprimidos y recibieron con desaliento la ración suplementaria de alimentos y ropas que Rexall les entregó. Dando la espalda al Pangbat, no cesaban de mirar nostálgicamente en dirección a los valles de los que procedían.
El viento había inducido a Alberto a precipitar los acontecimientos: el monzón haría la ascensión imposible.
—Mañana llevaremos a cabo la primera etapa hacia la meta —había anunciado a la expedición.
Coombes se encontraba mal. Metido en su saco forrado de piel, las náuseas habían dado una verde tonalidad a su imberbe semblante y respiraba con fatiga. La altura debilitaba a todos. El esfuerzo para levantar una mano era tres veces superior al normal. Pero Alberto no daba ninguna señal de fatiga. Ahora que el Pangbat estaba allí, ante él, había olvidado su mezquina costumbre de lamentarse, y una extraña fuerza lo sostenía. Era insensible a los sufrimientos, al frío a la dificultad de respirar que se apoderaba de todos apenas se movían con cierta rapidez, aún después de un día de descanso. Incansable, pasaba las horas bajo la tienda ocupado en anotar sus planes; de vez en cuando alzaba a intervalos los ojos hacia el Pangbat que destacábase inmaculado contra el intenso azul del cielo.
—Mañana al alba, Kit —ordenó—, yo, Brugh, Brewer, Blastel, Calloway y Mayhew habremos de desayunar a las cinco. Rexall no nos acompañará. El doctor Baum conviene que permanezca también aquí preparado para un caso de accidente y para cuidar de Coombes. Yo dirigiré la marcha. Nadie sabe avanzar en la nieve como yo. —Sentía inclinación por el halago, pero ahora no se pavoneaba y todos le escuchaban llegado el momento difícil—. Me llevaré porteadores para tres campos. Brugh se encargará de ellos.
Sobre una fotografía del flanco del Pangbat habían sido dibujadas cuidadosamente tres minúsculas tiendas para indicar los campamentos. Tres días más y dormirían en el último y más elevado campamento. Desde él, al cuarto día intentarían el salto hacia la cima. Alberto elegiría entonces los que reunieran mejores condiciones para seguirle.
A centenares de metros más abajo, Frisk seguiría la marcha de la expedición con su máquina fotográfica. Retrataría a Alberto en el acto de escalar, paso a paso, la montaña hasta la hendidura final, sobre la que se sentaba la cornisa de nieve cuidadosamente estudiada en el catalejo, gigantesco balcón sobre el mundo. A Kit jamás le había pasado por la imaginación que alguien pudiera estar allá arriba con Alberto. Únicamente lo imaginaba solo en la cumbre.
El campamento base había sido realmente mal elegido. No solamente la dificultad estribaba en la helada superficie en declive, engañosamente suave y lisa bajo la nieve que una piedra abandonada a sí misma resbalaba varios kilómetros, sino también en el viento que levantaba la nieve y la arremolinaba en blanca borrasca bajo el sol. Las tiendas estaban invadidas por la nieve que lo blanqueaba todo. Los porteadores se lamentaban y Coombes yacía pacientemente medio sepultado ya bajo la blanca capa. Demasiado enfermo para hacer que Alberto se demorara, soportaba con resignación la mala suerte.
—Comprendo que Alberto no pueda esperarme ni un día ni dos —repetía con frecuencia—. Y no hubiera tenido que preocuparse tanto de mi estado si no hubiese recorrido tanto camino para llegar hasta aquí.
—Alberto teme mucho a los monzones —murmuró Kit—. Cada día, cada hora, son de gran importancia.
—Tiene usted razón —asintió dolorosamente Coombes—. No quiero pensar nada más.
Pero sí pensaba.
Alberto sólo se preocupaba de sí mismo. Los días y las noches las ocupaba enteramente en los preparativos para su gran y solitario esfuerzo de alcanzar la cumbre. Hizo una minuciosa inspección de las cuerdas, los picos y las botas, y la última noche discutió largamente con Elmer Baum sobre si debía llevarse consigo una pequeña provisión de oxígeno. Al principio había sido contrario a esta idea.
—Durante el tiempo que emplearé para transportar la carga suplementaria del oxígeno hasta el punto donde pueda necesitarlo —decía—, habré consumido la mitad de la energía necesaria para llegar hasta la cima. —Luego, de repente, cambió de parecer—. Bueno, quizás el oxígeno sea útil en la última etapa.
Aquella noche el viento cesó repentinamente. Por la mañana Alberto se alejó con cinco hombres elegidos por él. Los demás se reunieron ante el pequeño grupo de tiendas para saludar a los que se iban. Solo Coombes no apareció; estaba demasiado enfermo para poder salir. Faltaba poco para que apuntara el alba. Kit había salido de su saco una hora antes para preparar el desayuno. Empezaba a habituarse a la altura y ya había conseguido respirar sin demasiada dificultad. Incluso había proyectado dar al desayuno un carácter adecuado con el acontecimiento. Pero los hombres no estaban de humor. De pie alrededor de la gruesa piedra que hacía las veces de mesa, comieron apresuradamente. Alberto apenas habló, Kit observó que sus ojos examinaban atentísimos cada pieza del equipo. Ocho porteadores le acompañarían a la menor distancia posible de la meta.
Por un momento Kit tuvo la impresión de que Alberto iba a marcharse sin darle un beso de despedida. Y en efecto, había dado ya la voz estentórea de partida. Sintió deseos de echarse a reír. Si Brame supiese que Alberto se separaba así de su mujer, ¡buena impresión hubiese recibido!
—¿No das un beso a tu mujer, Alberto? —gritó Frisk con la máquina fotográfica ya dispuesta.
Riendo todavía, Kit lo abrazó y lo besó apasionadamente en la boca. Los porteadores tibetanos contemplaban estupefactos la escena. Estaban evidentemente escandalizados y los demás, al ver las caras de asombro, se echaron a reír, hasta que, en el silencio que los envolvía, las rocas del Pangbat les devolvieron el eco de sus risas.
Alberto se volvió furioso.
—De qué diablos os reís —gritó.
—No nos reímos de ti —dijo Brugh con voz meliflua—; reímos de los tibetanos que, como puedes ver, están escandalizados. Besar a tu esposa delante del Pangbat constituye un reto temerario a los dioses de las alturas. Tendrías que renunciar a alguna cosa, querido. Tu abrazo le traerá desgracia a uno de nosotros.
El rostro de Alberto, enrojecido y tostado por el sol, enrojeció aún más.
—No sé de qué estás hablando, Brugh —dijo secamente—. ¡Vamos! En marcha.
Su rudeza hizo cesar las risas. Todos le siguieron en fila india; primero Brugh, solo; luego Brewer y Blastel y después los demás, mientras Frisk utilizaba de nuevo su máquina.
Contemplando a Alberto a la cabeza del grupo en lenta ascensión, Kit trató de pensar que no podía excluirse la posibilidad de no volver a verlo nunca más. Si Alberto no regresaba, aquél habría sido el último momento en que habían estado juntos… Extraño momento, en verdad, que no le pertenecía a ella, sino al mundo. Con la imaginación lo veía, en efecto, reproducido miles y miles de veces en los suplementos dominicales de los periódicos, en los noticiarios y en las revistas: «Alberto Holm se despide de su esposa». La muchedumbre leería aquellas palabras y fantasearía sobre ellas para imaginar a su manera aquel romántico beso que se habían dado entre cimas, lo bastante altas para ser morada de dioses. Kit se volvió a Frisk:
—¿Los ha retratado a todos mientras se reían?
—Si han salido riendo, cortaré la película —contestó—. Si ríen adiós romanticismo.
Los labios del periodista estaban tan llenos de grietas e hinchados que Kit no consiguió descubrir en ellos ni siquiera una sonrisa: y sus ojos, que reflejaban a veces una expresión de descaro, estaban ocultos tras la máquina enfocada sobre Alberto y sus seguidores.
Kit permaneció contemplando las figuras cada vez más pequeñas de los hombres que caminaban. De pronto, le pareció que Alberto se volvía y le hacía una señal de saludo. No estaba segura, pero se quitó del cuello el pañuelo rosa y lo agitó en el aire como respuesta. En aquel momento se sintió observada; se volvió, y vio que Frisk se disponía a retratarla.
—¡Bien! —Exclamó el periodista—. ¡Adelante, siga!
—Ni lo sueñe —replicó ella con violencia—. ¡Basta! Usted no tiene derecho de… retratarme a mí. Yo no soy Alberto Holm.
Frisk, estupefacto, se asomó por detrás de su máquina y ella advirtió entonces que estaba ofendido.
—Lo siento. No creí que se molestara —dijo él.
—Me molesta, desde luego —repuso secamente Kit.
Y sin añadir palabra se refugió bajo su tienda, fijó sólidamente las lonas de la entrada y se sentó sobre el bloque de hielo, cubierto con una pelliza, que servía de asiento. Desde luego, era absurdo que en aquella yerma soledad hubiese llegado al límite extremo de la tolerancia hacia aquella multitud invisible ante la cual ella y Alberto habían de cumplir eternamente todos los actos de sus existencias.
—Ni siquiera puedo saludar a mi marido sin que alguien esté mirándome —murmuró ingenuamente.
Era muy posible que Alberto no volviese de su empresa; empresa que era casi una locura por los peligros que presentaba. Desde luego, Alberto, poseído por la locura de las montañas, no se detendría ante ningún riesgo. Kit le había visto otras veces en aquella disposición de ánimo refractaria a los consejos, a las censuras y a la fatiga. Y se daba cuenta de que su voluntad se iría haciendo más obstinada a medida que fuera alcanzando una mayor altura. Al llegar a un lugar determinado los porteadores se detendrían. Luego irían deteniéndose los demás miembros de la expedición. Pero mientras la cima del Pangbat se mantuviera más alta que él, Alberto apelaría a todas sus energías —que de otro modo jamás hubiera utilizado—, tan sólo para alcanzarla. Kit jamás llegaría a comprender qué hechizo poseía la cumbre de una montaña y qué satisfacción se encontraba en la simple conquista física de su altura. En alguna forma debía de simbolizar una necesidad de esa alma de Alberto que no era sensible a otra clase de satisfacciones.
—Alberto —solía decir a menudo su madre— ha deseado siempre encaramarse. Apenas empezó a caminar, cuando ya no se sentía satisfecho si no había conseguido subirse sobre la mesa. Cuando pudo salir, lo encontrábamos siempre sobre el tejado del granero y más tarde en la cima de la más alta colina. Siempre ha sido un intrépido muchacho.
Kit salió y contempló el Pangbat resplandeciente bajo el sol. La vertiente norte estaba casi cortada a pico. ¡Cuántas veces junto a Alberto la había examinado a través del catalejo! Él había renunciado a utilizar la pared norte, pero el flanco sudoeste presentaba algunas pendientes suaves y menos accidentadas. Alberto había elegido aquella ruta a pesar de que nadie podía adivinar qué es lo que había detrás de aquellas curvas nevadas. Pronto éstas ocultaron a su vista a los expedicionarios y Kit no consiguió ver ya nada sobre la inmaculada nieve. El catalejo estaba allí sobre el trípode. Lo adaptó a su vista y miró. El Pangbat pareció precipitarse a su encuentro. Vio que la aparente superficie lisa mostrábase accidentada, llena de rocas y negras vorágines, ¿abismos? Más allá se elevaba un gran ventisquero que parecía habría de ponerse en movimiento al menor rumor. Por mucho que examinara el paisaje, no veía la menor huella de Alberto. Vio, o creyó ver, unas minúsculas marcas sobre la escarpada pared de hielo, como unos peldaños excavados con un pico. Pero luego se dijo que no sería posible distinguirlos a tanta distancia. Además, era demasiado pronto. El Pangbat parecía haberse tragado a Alberto. Él estaba ahora solo en aquella cima. Quizá cuando se hallaba a solas con una montaña se convertía en otro hombre; pero aun cuando así fuera, Kit no llegaría a saberlo nunca.
Aquella noche falleció Coombes de repente. El campo había estado todo el día en calma. El silencio que sucedió al viento, la sensación de reposo hasta el retorno de Alberto y el sol extrañamente cálido, había extendido por todas partes una gran calma. Rexall había mirado muchas veces a través del catalejo, insistiendo en sus observaciones hasta que la claridad le permitió hacerlo; Frisk había desaparecido bajo su tienda y trabajaba con su máquina de escribir. Kit había estado entreteniéndose escribiendo a sus familiares. «Aquí —había comenzado diciendo— existe una sensación de cosas irreales que estoy segura de que esta carta no llegará nunca a vuestras manos». Pero, a pesar de todo, había escrito, y luego, sintiéndose en cierto modo libre y agradablemente ociosa, había comenzado una poesía.
A media tarde, bajo la caricia del sol y la quietud e insólita tibieza de la hora, habíase quedado adormecida.
Se despertó sintiendo frío. Anochecía, el sol estaba ya en su ocaso, y a pesar de haber cesado el viento, el intenso frío de los abismos llegaba hasta las tiendas como una helada inundación. Iba a levantarse cuando oyó a alguien que la llamaba. Reconoció la voz de Elmer Baum, el médico.
—¿Qué desea? —preguntó.
—¿Podría ir a la tienda de Coombes? Me tiene preocupado.
—Voy.
Se despojó de su saco de piel y sintió los miembros entumecidos por el frío. El médico encendió una lámpara eléctrica y bajo su luz como un dibujo animado en el marco formado por su capucha de piel, vio ella su perfil de rasgos definidos y duros.
—Ataque cardíaco. Creo que ha conseguido superarlo, pero sería necesaria la ayuda de una mujer. Los hombres tienen siempre buena voluntad, pero a mí me hace falta una mano delicada que observe su pulso mientras le aplico una inyección…
—Voy inmediatamente —diciendo esto, lo siguió sobre la nieve, acosándolo a preguntas—. ¿Desde cuándo se siente mal? ¿Por qué no me ha avisado? ¡Pobrecillo!
—La crisis sobrevino hace una hora, sin ningún síntoma previo. Creí que empezaba a reponerse. Naturalmente, éste no es un lugar para él y el médico de Nueva York no debió haberlo declarado útil. Su corazón no puede soportar las grandes alturas. Además, la disentería que sufrió en la India tampoco le ha beneficiado mucho.
—Ignoraba que hubiese tenido disentería.
—¿De veras? Sin embargo, se lo participé al señor Holm y añadí que Coombes no resistiría estas altitudes.
—Alberto no me dijo nada. Hubiese deseado saberlo, y lo siento.
—Me dijo que Coombes llegaría hasta donde quisiera —respondió Baum—. Y para ser justos con Alberto, he de decirle que fue Coombes quien insistió en llegar hasta aquí a toda costa. Adora a su marido. Es curioso, pero precisamente esta adoración y la idea de que Alberto habría de continuar sin él, han anulado en él todo deseo de combatir. Es lamentable, además, que Alberto, en el último instante, hubiese olvidado despedirse de él. Coombes lo esperaba.
Kit no contestó, hallábase demasiado encolerizada contra Alberto para poder hablar. Estaban ahora ante la tienda de Coombes y entró silenciosamente. El enfermo yacía en su saco forrado de piel con el rostro lívido y ya de un tono azulado. Tenía ahora una cara vulgar. Sin embargo, mientras estuvo bien había conservado una expresión bonachona que se hacía perdonar aquellos rasgos demasiado breves en un cutis un poco basto. Ahora tenía el aspecto de un dependiente que hubiese debido permanecer detrás de su mostrador. Kit se arrodilló junto a él.
—¡Señor Coombes! —exclamó con dulzura.
La tienda estaba iluminada por una lámpara eléctrica. El enfermo abrió lentamente los ojos.
—¿Señora Holm? —murmuró.
—Debí haber venido antes —prosiguió Kit—. Pero tuve sueño y he sido algo perezosa. Alberto me encargó que le saludara… Supo que dormía y no quiso molestarle.
—No… dormía —balbució Coombes, con la lengua demasiado hinchada para poder hablar claramente—. Esperaba; quizá tuviera los ojos cerrados.
—¡Oh, cuánto lo siento! Alberto deseó haberse despedido de usted, y tener unas palabras suyas de augurio. Me hizo el encargo de que le dijera precisamente esto. «Di a Coombes que lo llevo en el pensamiento».
—Sabía que… él… habría dicho algo para mí —murmuró débilmente el moribundo—. No podía hacerme a la idea de que alguien como él hubiese podido irse de este modo.
—No, desde luego —dijo Kit claramente, evitando mirar a Elmer Baum.
—Tengo frío —murmuró.
—Ahora le daré algo que le hará entrar un poco en calor —dijo el médico. Arremangó un poco la manga del infeliz, hizo una seña a Kit, y ésta le tomó el pulso. Era lastimosamente débil y apenas perceptible bajo la superficie de la piel.
—Dígame si nota algún cambio —dijo Baum, con dulzura, mientras le aplicaba una inyección. Coombes volvió a cerrar los ojos; no lo veían respirar. Kit apretó más sus dedos en la muñeca, contando las irregularidades del pulso; luego éste se hizo más regular.
—Es más regular —volvió a murmurar Kit.
El latido se fue normalizando.
—Es más regular —volvió a decir Kit.
El médico bajó la manga y se inclinó para auscultarle mejor. Coombes se había adormecido. Oían ahora su respiración más profunda, como si fuese recobrando el aliento.
—Si hay posibilidad de trasladarlo, lo mandaré abajo mañana —dijo el médico, y añadió—. Es singular, este ataque de Coombes empezó a empeorar esta mañana en cuanto Alberto se hubo ido. ¿Imaginaciones? ¿Desilusión? Lo reanimamos un poco y se calmó. Luego, hace una hora pareció que su último momento había llegado. Evidentemente trató de sostenerse firme durante todo el día. Yo he tenido la culpa; debí haberlo trasladado a un lugar más bajo.
—Lo velaré esta noche —dijo Kit.
—No es necesario. No lo abandonaré un momento; si la necesito la llamaré. Le convendría comer algo y estar bien abrigada. Ahora dormirá.
Resistiéndose a hacerlo, Kit se levantó y se dirigió a su tienda. Afuera la luna resplandecía. Por toda una serie de circunstancias no había vuelto a ver la luna desde que había dejado la India, ya fuera a causa de la niebla, y del viento que los había obligado a resguardarse. Pero ahora había cesado el viento, las nubes estaban suspendidas a media altura sobre los valles, y las cimas circundantes resplandecían como en un sueño. Todas aquellas cúspides parecían dioses que observaran un profundísimo silencio meditativo y contemplasen cosas y formas humanas nunca vistas hasta entonces. Por un momento Kit sintió el terror de una soledad sobrehumana; era un ser en un universo que no le pertenecía. El universo era de aquellos dioses. En aquel momento Alberto estaba luchando con el Pangbat y entonces, sin que ella pudiese darse cuenta de ello, su ida hasta allí, acompañada de su marido, le resultaba tan fantástica como un sueño insensato.
Resonaron unos pasos sobre la nieve. Alguien pasó junto a ella. Era un joven tibetano al que recordaba por sus pendientes de oro y su eterna sonrisa. Pero ahora no reía. Kit lo siguió con la mirada mientras él se acercaba al borde resbaladizo del campamento. Una vez allí se detuvo y volvió su rostro hacia el Pangbat; luego, desabrochando su gruesa pelliza, comenzó a golpear su pecho desnudo con los puños cerrados; luego levantó los brazos y se inclinó hasta tocar el suelo con la frente, dando en él repetidamente con la cabeza. Finalmente extrajo de un bolsillo tres varillas de incienso, las encendió y las plantó en la nieve. Mientras efectuaba todas estas operaciones cantaba algo en voz baja, pero Kit no le oía bien. Aguzó el oído y le oyó pronunciar el nombre de Alberto deformado a lo tibetano: «Bertu Hollem, Bertu Hollem», decía. Oraba por Alberto ante el Dios de la montaña.
Poco después de medianoche, le despertó el reflejo de una luz sobre su rostro.
—¿Quién? —dijo.
Era Elmer Baum que había entrado levantando la lona de la entrada.
—No es agradable tener que llamarla —dijo con tono grave—, pero he creído que era mi deber hacerlo. El pobre Coombes, ha muerto. —Ella se incorporó y ensanchó un poco la abertura de su saco para poder respirar con más facilidad—. Dormía —prosiguió Baum—. Estuve vigilando y, al salir de su tienda, creí que estaba ya bien. Me fui a tomar algo en mi tienda y, cuando regresé, lo encontré casi fuera de su saco… muerto.
—¡Es horrible que ninguno de nosotros supiera lo gravemente enfermo que estaba! —dijo Kit.
—No creí que estuviera tan mal —insistió el médico—. Ni tampoco creí en la catástrofe. En circunstancias normales se habría salvado. Pero esta última hora el pobre tuvo grandes esperanzas. La desilusión lo ha aniquilado. Parece absurdo, pero soy médico y sé lo que digo. La verdad es que un hombre puede morir en cualquier instante a causa de la sola idea de no querer seguir viviendo, idea que se convierte en voluntad de morir. Naturalmente es más difícil cuando el corazón resiste bien; pero el corazón de Coombes no pudo resistir. Al no estar sostenido por la voluntad, se ha extinguido.
Ella no contestó. Desde luego, la culpa no era de Alberto; Alberto no había prometido nada, se había limitado sencillamente a ser como era. Aquella mañana, lo natural, por su parte había sido marcharse sin pensar en nada, excepto en sí mismo. Llegada la hora de su anhelada lucha con la montaña, no había pensado lo más mínimo en el pequeño dependiente del establecimiento donde había adquirido todo su equipo…
—No creo que haya entonces nada que hacer —dijo Kit.
—Nada —repuso el médico con dulzura. Luego tras una pausa añadió—: Acuéstese. Yo lo velaré hasta que salga el sol.
Cerró con cuidado la entrada de la tienda y Kit volvió a acostarse. No era culpa de Alberto que un insignificante dependiente lo hubiese seguido más lejos de lo que podía resistir y que Coombes, demasiado insignificante para sus grandes sueños, hubiese muerto.
El pobre Coombes, que había llegado con Alberto, no había estado a la altura de la empresa, y ni siquiera Baker que había ido por razones personales. Por otra parte, ninguno de los miembros de la expedición, había estado a la altura de Alberto, cuya estela todos habían seguido. Él, por su propio impulso, había llegado hasta donde estaba ella y aun más allá. «Cuando piso la cumbre de una montaña —le había dicho— sé que la he conquistado y entonces me siento rey».
¡Sentirse rey! Los hombres cortejan y conquistan a las mujeres por este regio triunfo: y se embriagan invocando sobre ellos la sombra de la muerte para gozar del momento en que, antes de sumergirse en la inconsciencia, se sienten triunfalmente poderosos como un rey. Los hombres revolucionaban y oprimían a sus semejantes por la soberbia de sentirse reyes.
Acostada bajo su tienda, Kit sentía todo su ser vibrar en la clara compenetración de Alberto. La atmósfera aquélla apaciguaba su sensibilidad física. Era todo cerebro, todo espíritu. En aquellas altitudes se daba cuenta de muchas cosas en las que hasta entonces no había reparado. Ahora había aprendido a respirar perfectamente en aquella atmósfera sutil, ni profunda ni lentamente, sino con breves aspiraciones que alimentaban su cerebro, pero no su cuerpo. Limitábase a hacer los movimientos más precisos, porque carecía de aire suficiente para su cerebro y su cuerpo a la vez; y ella había elegido el cerebro. Refugiada allá arriba, a tanta altura de la gente común, en aquella atmósfera demasiado sutil para el vulgo, sentíase como poseída de una cierta alucinación.
«Estoy casi a la altura de los ángeles», pensó.
Todo el mundo tenía la mirada fija en el Pangbat; millones de criaturas estaban aguardando dispuestas a crear ídolos. Para ellas, sin darse cuenta, Alberto conquistaba la cima del Pangbat ascendiendo paso a paso. Kit no dudaba de que llegaría él sólo a la cumbre y que tendría que ir abandonando a todos sus compañeros detrás de él. Alberto no se lo había dicho, pero, en cambio, Rexall le había hablado de ello diez minutos después de su marcha.
—Alberto es valeroso. No tendrá ningún rival cuando se encuentre junto a la inaccesible cumbre. La conquistará él solo.
Kit se había sobresaltado tanto a la vista del rostro de Rexall, tan mezquino y azulado por el frío, que no se había sentido capaz de contestarle.
Pero ahora también ella veía que era preciso que Alberto alcanzase solo la cumbre; era necesario para él, pero lo era todavía más para aquellos que hacían de él un ídolo. Moisés había subido solo al Sinaí. Pero Moisés se había entretenido demasiado en su diálogo con Dios y su pueblo se había cansado de esperarlo, teniendo que adorar algo, adoró un becerro de oro. Pero Alberto no se detendría, no cruzaría por su mente la idea de buscar un dios sobre el Pangbat o en otro lugar cualquiera. Lucharía hasta la conquista de la suprema cúspide; se detendría a gozar del momento y descendería para divulgar la victoria.
Kit quedóse dormida vencida por un sueño, en el que las ráfagas del viento ululante convertíanse en el flujo y reflujo de voces humanas, y en millares de caras levantadas, la extensión de nubes que habían sido objeto de sus miradas durante tantos días. A mucha más altura de su anhelante persona, flotando en un espacio vacío, soñó a Alberto —figura indistinta, pero resplandeciente— con una corona de oro en la cabeza.
Las fotografías no habían salido bien y Frisk, ocupado hora tras hora en revelarlas bajo su tienda, estaba de tal modo desesperado que sólo se dejaba ver las horas de la comida, y entonces no hacía más que lamentarse:
—Este maldito viento levanta la nieve como si fuera polvo, y ha helado mis líquidos antes de darme tiempo de mezclarlos.
Así, durante dos días, le fue imposible hacer nada. Finalmente, en la noche del tercer día, llamó a Kit en su tienda para mostrarle las fotografías. Estaban todas veladas, Kit se vio retratada en el momento de besar a Alberto, envuelta en una especie de niebla entre la cual el Pangbat parecía danzar.
—¡Precisamente la que más me interesaba! —gemía el periodista—. No consigo comprender cómo ha sucedido; la máquina estaba en perfectas condiciones.
Diciendo esto la hacía funcionar y en la semioscuridad vieron entonces que lanzaba chispas.
—Pero ¿qué ocurre? —exclamó Frisk. De nuevo manipuló en ella y se repitió el fenómeno.
—A mis cabellos les sucede lo mismo —dijo Kit—. Y también a las telas de seda. Es la electricidad.
—Tiene usted razón —dijo Frisk—. No había pensado en ello. He aquí la causa de que hayan salido veladas. La atmósfera es demasiado fría y seca. —Se sentó y las miró reconfortado: tenía las manos entorpecidas y llenas de grietas apoyadas sobre sus rodillas cubiertas con una pelliza—. No tengo inconveniente en decirle —prosiguió— que ésta es precisamente la montaña que yo deseaba, señora Holm. Quería fotografiar una montaña que nadie hubiese retratado antes que yo, con escenas animadas o inmóviles. —Silbó tristemente con los ojos fijos en el Pangbat, luego se puso en posición de firmes e hizo a la montaña un bello saludo militar—. ¡Parece que el Pangbat nos hiere en nuestros puntos más sensibles! Le ha arrebatado a Coombes la vida privándole para siempre de las ascensiones y, desde luego, me ha embrujado también a mí. ¡Me rindo! —Se encogió de hombros y empezó a recoger sus cosas—. Es inútil —dijo—. Tengo que esperar hasta que regrese Alberto.
Durante aquella espera de días y noches, Kit pensaba en Baker, que les aguardaba por debajo de las nubes, entretenido en la feliz búsqueda de flores raras. ¡Gran cordura la de ocuparse solamente de lo que crecía bajo la línea de las nieves de Pangbat, sin la ambición de otros cielos!
La montaña se cubrió con una nueva capa de nieve. Durante la cuarta mañana designada para el retorno de Alberto si todo iba bien, no se veía a treinta metros de distancia del campamento. Detrás de la cortina formada por el ventisquero, continuaba la lucha entre el hombre y la montaña. Kit, mirando fuera de su tienda, por entre las lonas de la entrada, hablaba con Frisk y con Rexall, que se hallaban de pie delante de ella y completamente blancos de nieve. No era cuestión de pensar en una expedición de socorro. Además, Alberto decidió que los hombres que se había llevado consigo avanzasen de dos en dos, él y Brugh siempre a la cabeza, luego las parejas Brewer Blastel, y Calloway Mayhew, sucesivamente en segundo y tercer lugar, de forma que pudiesen siempre contar con dos hombres dispuestos a acudir en caso de necesidad. Por esto había ordenado que ninguno de los que quedaban en el campamento base pensara nunca, bajo ningún concepto en expediciones de socorro.
—¿Qué haremos si no habéis regresado dentro de cuatro días Alberto? —le había preguntado Kit.
—Llevaré conmigo víveres suficientes para ocho días —le contestó.
—Esperad quince y luego volved a casa. —Había dicho esta frase con tal indiferencia, mientras se engrasaba una bota, que Kit había estado tentada de creer que era una simple bravata—. Pero desde luego, regresaremos a tiempo —había añadido sin levantar los ojos.
Ella lo había creído sin esfuerzo. Aquel día, a la luz del sol, el Pangbat había parecido dócil y apacible como un cordero.
Ahora la gélida niebla formábase en torno a ella. Un joven tibetano salió de la tienda que servía de cocina, miró al aire y escupió con una mueca de desdén. Movió la cabeza, dijo algunas palabras a Frisk y penetró de nuevo en la tienda. Frisk había aprendido mejor que sus compañeros algo del extraño dialecto que hablaban los porteadores.
—Dice que el Pangbat amenaza de muerte —tradujo— que no permitirá a nadie alcanzar su cima sin el precio por lo menos, de una muerte.
—Ya ha muerto el pobre Coombes —dijo Kit—. Creo que ya es suficiente.
Frisk no contestó.
—Creo que será mejor que reanude mi correspondencia, si no hay más que hacer —declaró—. Me siento en condiciones de escribir un bonito artículo sobre lo que significa encontrarse a medio camino de la cima del Pangbat, a diez grados bajo cero y esperando el retorno del héroe.
Se refugió bajo su tienda y Kit se entretuvo todavía unos momentos con Regall. Le resultaba siempre antipático, pero, cuando hablaba de Alberto sabía que podía confiar en él.
—¿Tiene miedo? —le preguntó con tono tranquilo.
Él escupió sobre la nieve el tabaco que hallaba siempre manera de mascar, a pesar del lugar donde se encontraba.
—No quiero preocuparme todavía por el retraso —contestó—. Los tipos como Alberto no sucumben tan fácilmente. Alberto lleva consigo la suerte. —Vaciló y luego prosiguió con una socarrona expresión de malicia en los ojos—. Alberto no posee imaginación, señora, y esto, en un hombre, tiene gran importancia. No se expone a los peligros porque no los ve y no los ve porque no es capaz de imaginarlos. Yo, en cambio, soy todo imaginación. Por eso le dije a Alberto: «Yo llego hasta aquí, y no voy más lejos». —Rió sin abrir la boca—. En una ocasión Alberto intentó un gran golpe: trepó por el campanario de la iglesia y fue a caer junto a las campanas. No se hizo mucho daño, pero se enfureció porque no había pensado que podía caerse. De este modo subiría a la cumbre del Pangbat como si se tratara del tejado de una casa, sin pensar en lo que pueda ocurrir. Una hermosa garantía de seguridad, digo yo.
Escupió unas motas de tabaco y fue a refugiarse bajo su tienda.
Alberto miró hacia la superficie de nubes bajo la cual dormía el campamento base. La suerte seguía sonriéndole. Precisamente cuando pensaba en resignarse al viento con el cielo despejado y a la nieve cuando el viento cesase, las nubes rodearon a sus pies la montaña y mantuvieron en calma el viento. Aquella mañana, en el último campamento, donde Brugh y él habían pasado juntos la postrera noche, la temperatura se elevó hasta casi quince grados. ¡Mala noche! Ahora comprendía Alberto su antipatía por Brugh. No era sólo porque fuese inglés, sino porque no le inspiraba confianza. Ya en plena noche se le ocurrió pensar que Brugh podía hacerle muy bien la misma jugada que él le había hecho a Fessaday; es decir, levantarse mientras él dormía, y cubrir la última etapa completamente solo. La cumbre del Pangbat estaba ya definitivamente en pugna entre los dos. Blastel y Brewer habían abandonado la partida al final del segundo día; el viento había hecho descender de tal forma el termómetro que para conseguir mantener a Brewer despierto se vieron obligados a abofetearlo. Finalmente Blastel se había ofrecido a acompañarlo al campamento que habían instalado la noche anterior. Al día siguiente, antes de anochecer, sin que nadie supiera por qué, Calloway comenzó a ver doble, y Mayhew acusó síntomas de ceguera a causa de la nieve. Alberto les había recomendado que permanecieran en el campamento y les había dejado casi todo el oxígeno. Mayhew, después de haber inhalado un poco comenzó a ver algo mejor; pero ya no era caso de que continuara. Fessaday solía decir que cada hombre está hecho para una altura determinada y que no es posible hacérsela superar sin que convierta en un guiñapo.
Alberto ignoraba cuál era su altura. Desde luego, era superior a la del Pangbat. Había notado ya la rarefacción de la atmósfera y tenía que regular con cuidado su respiración; pero no le había perjudicado hasta el punto de sentirse entorpecido. Todavía seguía animado por el gran impulso de la conquista. Esto representaba para él lo más grande del mundo. Anhelante, luchaba para asegurársela. Cada paso lo acercaba a la victoria.
Pero Brugh valía tanto como él y no daba la menor señal de fatiga. Soportaba el frío como jamás Alberto recordaba haberlo visto en otros. La noche antes de acostarse se había quedado a contemplar las estrellas como si hubiese estado en su casa. El aire parecía de hielo; al respirar se tenía la impresión de inhalar bloques que cortaban los pulmones. Pero Brugh lo resistía como si estuviese formado de hielo.
—Uno no aprende a conocer los cuerpos celestes si no es subiendo a las montañas —dijo. Brugh no podía abrir la boca sin expresar ideas nada vulgares—. Yo creía que entendía algo de astronomía —añadió—, y ahora me doy cuenta de que todo era pura presunción.
Alberto no supo qué contestar y por esto guardó silencio. No decir nada lo tranquilizaba siempre.
—Resulta difícil imaginar que allí abajo haya seres humanos —dijo Brugh—. ¡Es difícil creer en que toda esa minúscula vida aliente y se suceda generación tras generación, sin salir jamás de su propio fango!
Alberto pensó que Brugh volvía a sus frases. Desde luego no se acostumbraba a hablar así más que para darse tono…
—Es mejor que me meta en la tienda —dijo.
¿Qué sentido tenía permanecer en la intemperie tan sólo para oír hablar a Brugh?
No volvieron a hablarse. Pero la actitud y la voz de Brugh le habían dado a Alberto mucho que pensar. Brugh era capaz de levantarse cautelosamente y proceder solo… Pero fue una mala noche y el viento empujaba la nieve a través de cada rendija. De repente se quedó dormido. A la mañana siguiente, al despertarse, el banco de niebla estaba a menos de doscientos metros.
Brugh aún dormía. Alberto miró su largo y delgado rostro y sintió despertarse en él una tentación imprevista. ¿Y si se deslizara? ¿Y si procediese solo?
Pensarlo y ponerlo en práctica fue todo uno. Mirando ahora a Brugh confirmó su criterio de que jamás había sentido simpatía hacia él. ¿Por qué tenía que ser precisamente él quién alcanzara la cima junto a Alberto Holm?
Brugh no se movió. Su largo y pálido rostro parecía congelado, pero era efecto de una ilusión. Respiraba lenta y regularmente. Pensó con sarcasmo que Brugh necesitaría tomar té antes de ponerse en camino, a pesar de que en donde se hallaban faltase el agua y el té se redujera a una tibia infusión. Este retraso ya era motivo suficiente para que él procediese por su cuenta.
En un minuto, tomada la decisión, había ordenado ya sus cosas en este perfecto silencio que conseguía mantener cuando quería. Poco después se había ya provisto de los indumentos suplementarios; luego, una vez recogidos los arpones, se llenó los bolsillos de provisiones y salió de la tienda envuelto en su pelliza, con tres jerseys y tres pares de calzones y dos boinas bajo la capucha, dispuesto a arriesgarse a la larga ascensión que le reservaba el Pangbat. Pronto le pareció que aquello que estaba haciendo era lo único que se podía hacer; recordó que el día anterior él y Brugh ya habían casi decidido proseguir la ascensión independientemente abandonando la cuerda.
Tuvo ganas de echarse a reír: tan sólo iba a proceder con un poco más de independencia.
Durante la noche había nevado ligeramente. La nieve debió de haber caído después que el viento se hubo calmado. Sobre el hielo de las vertientes ahora en rápida acentuación, la nieve fresca alcanzaba algunos centímetros de altura. Era adecuada para el uso de las raquetas. La suerte seguía asistiéndole. Era un milagro que sin viento el cielo estuviera completamente despejado. Por la tarde volverían las nubes y al anochecer nevaría de nuevo. Pero hacia el mediodía, si la suerte continuaba favoreciéndole, ya habría alcanzado la cumbre…
Ya no veía nada de Brugh ni de su tienda, ahora perdida de vista detrás de un montículo. Caminando, se dio cuenta de que la senda más fácil no era ya la del lado sobre el cual iba subiendo, sino la que formaba con éste un ángulo recto y lleno de irregularidades. Había observado que la vertiente lisa era engañadora, ya que terminaba sobre la cima formando una cornisa que podía hacerse infranqueable en el momento en que él necesitaría más de sus fuerzas. También pensó que el peso de la cornisa, gravitando sobre la capa de nieve que cubría el azulado hielo, podía muy bien provocar una avalancha. Era preferible andar por el lado accidentado, aun cuando fuera con mayor lentitud. Recordó entonces que la noche anterior hablando con Brugh del último salto hacia la cima, habían convenido en que la vertiente septentrional sobre la cual caminaban todavía, era la mejor. Pero ahora era ya imposible comunicar al compañero que había cambiado de parecer. De todos modos, Brugh, como experto alpinista, se daría cuenta también del peligro que ofrecía la cornisa.
«No tendrá más remedio que darse cuenta, y si no la ve la culpa no será mía», se dijo Alberto.
A media mañana comenzó a experimentar el aturdimiento que provocaba la altura. Había oído hablar de él, pero no lo había sufrido nunca. Ya estaba a mayor altura de la que jamás había estado en su vida. Entumecido y con los pies pesados, teniendo grandes dificultades para respirar, con el pico tres veces más pesado, se detuvo un instante para respirar un poco de oxígeno. Por primera vez se dio cuenta de que Brugh había quedado sin ninguna reserva. Aquella mañana, al llevárselo, no había pensado en absoluto en dejarle una parte. Lo pensó ahora y no sin cierto alivio. Brugh no llegaría a la cumbre. ¿Por qué, pues, había de tener necesidad de oxígeno? Se sintió aliviado y prosiguió regularmente su ascensión.
A las once había olvidado a Brugh. Lo había olvidado todo, salvo la extraordinaria bonanza del tiempo y el impulso interior que lo hacía ascender cada vez a mayor altura. Imperceptiblemente, como envenenado por un gas tóxico, el entorpecimiento lo iba venciendo, y el oxígeno, si bien por una parte aliviaba sus pulmones, no despejaba, en cambio su cerebro. No estaba ya en condiciones de recordar nada; trató de evocar la imagen de Kit, pero no lo consiguió. Llegó a olvidarse de Brugh, y con dificultad trató de acordarse del motivo por el cual había llegado a donde estaba. Todos aquellos pensamientos le preocupaban, pero no lo desviaban de la firme y gradual ascensión. Poco antes del mediodía, se halló con el obstáculo de una pequeña pared de hielo azulado a cuyos pies la nieve, al caer, se había amontonado. Tenía que excavar unos peldaños en aquel hielo duro como una roca. Sus manos, al levantarlas, le parecieron atadas a sus muslos. Con la respiración cortada tenía que detenerse a cada paso, agarrándose a las paredes. Todavía consiguió formular este pensamiento: «Esta nieve… es blanda, y si caigo…».
Pero no cayó. Se arrastró hasta el borde de la pared de hielo y, por unos instantes, permaneció inmóvil, jadeante, cuidando de respirar siempre por la boca. Luego miró ante sí. El corazón le dio un vuelco. ¡El Pangbat había sido vencido! Desde el punto en que se encontraba, la subida hasta la llana cumbre era suave como un prado en declive. Debía solamente reunir todas sus fuerzas, abandonar el pico que se había hecho muy pesado, liberarse de la máquina fotográfica y de la botella de oxígeno —de todo en suma— y caminar hasta la cima superando aquella treintena de metros que aún lo separaban de ella. Allá arriba no se sentiría peor que donde estaba: la cresta estaba casi a la misma altura.
Se levantó y comenzó a andar lentamente. Le parecía como si sus pies y sus rodillas arrastraran pesos enormes; la sangre apenas le circulaba ya, aún cuando no sentía frío; pero la máquina que había en él lo impulsaba aún superó la breve subida… Todavía dos pasos. ¡El Pangbat estaba ya vencido definitivamente!
Se quedó mirando en torno suyo. Entonces se dio cuenta de que la cornisa de hielo le impedía la vista; era como una ola solidificada que se lanzaba encorvándose sobre la cima. Un obstáculo para la más grande perspectiva que podía ofrecérsele. Pero era sólo una minúscula cornisa de hielo. Tocándola se desplomaría, permitiéndole ver más allá. Y él quería ver el mundo entero bajo sus pies…
Se aproximó con fatiga, miró y descubrió una hendidura de unos treinta centímetros de largo en el lugar donde la cornisa estaba unida a la cumbre helada en que él se encontraba. Bastaba tocar ligeramente la nieve endurecida para que la cornisa se hundiese, despejándole del todo el horizonte.
Tocó con una mano la pared de hielo poco más alta que él. Resistía. En el lugar donde se encontraba había un gran espacio, y, desde éste, los flancos del Pangbat descendían en suave declive. Dio un empujón. Oyó claramente el crujido de las superficies heladas al separarse, y luego un ligero chasquido. Se había desprendido la cima de la cornisa de hielo y comenzaba a deslizarse hacia abajo. Ahora el panorama estaba despejado. El sol del mediodía resplandecía sobre las vastas extensiones nevadas que circundaban el Pangbat.
De repente sobre aquella blancura, vio a menos de un centenar de metros a sus pies, un punto negro que se movía lentamente. ¡Brugh! ¡Debía de ser Brugh! Lo había olvidado.
—¡Brugh! —gritó—. ¡Brugh! ¡Cuidado! —Su cerebro se había despejado completamente y se sentía dueño de sí, como si se encontrara al nivel del mar—. ¡Cuidado! —gritó otra vez.
Porque sólo ahora en un instante que pareció un relámpago, advertía que no el borde, sino la cornisa entera comenzaba a desprenderse de la montaña. Lo que había temido que le ocurriese a él le estaba ocurriendo a Brugh. Imposible detenerla. Vio el borde de la cornisa helada arrastrar consigo toda la pared de hielo, y el inmenso peso se derrumbó como si todo el flanco de la montaña empezase a moverse en profundas arrugas primero, luego a oleadas y finalmente en torrentes.
Continuó mirando, incapaz de imaginar qué ocurriría cuando la avalancha alcanzase a Brugh. Vio la agitada superficie de la masa en movimiento atenazar las rodillas de Brugh; el desgraciado levantó los brazos de un modo convulso y su pico rodó sobre el hielo mientras la retumbante e irresistible masa lo derribaba precipitándolo hacia abajo hasta detenerse en el montículo bajo el cual Alberto había pasado la noche anterior. El pequeño valle donde estaba su tienda se llenó de nieve hasta el borde bajo una inmensa espuma blanca.
Inmóvil, aturdido, Alberto se quedó contemplando la hecatombe y en aquel momento, como si un espíritu infernal hubiese sido liberado del Pangbat, dejose oír el conocido aullido del viento. Podría considerarse realmente muy afortunado si conseguía alcanzar su segundo campamento antes de que se hiciera de noche…
En el largo crepúsculo de las cimas, Galloway se entretenía cociendo sobre el pequeño hornillo portátil un jugoso trozo de carne. Tanto él como Mayhew habían seguido perfectamente las instrucciones gracias a las cuales habían llegado hasta aquel lugar. El único cambio realizado había sido la renuncia de dos porteadores indígenas con quienes habían iniciado la salida. Avanzada la mañana, uno de ellos había caído en una hondura disimulada por la nieve. Su carga lo había salvado al ocupar toda la anchura de la grieta, pues, pendiente de ella, permaneció suspendido sobre el abismo. En aquella posición estuvo el desdichado durante la hora y media que los demás necesitaron para salvarlo. Una vez fuera de la grieta fue víctima de una crisis de nervios y no hubo medio de convencerle para que continuara ascendiendo. Hubo, pues, que enviarlo con un compañero al anterior campamento, entregándoles a ambos todo lo que Mayhew y Calloway no estaban en condiciones de transportar.
Durante todo el día, Calloway y Mayhew, siguiendo el sendero que Alberto Holm y Brugh habían ya recorrido el día anterior, estuvieron examinando los flancos de la montaña con su catalejo. En dos ocasiones vieron dos minúsculos puntos que ascendían por la montaña: Holm y Brugh. Luego perdieron de vista al primero. Poco después del mediodía, de un modo inexplicable dejaron de ver también al segundo. Impresionados, discutieron el fenómeno.
—Es una locura separarse así —dijo Calloway.
—A estas alturas —convino Mayhew.
Calloway no respondió. Le dolía el cuello y no veía el momento de poder respirar por la nariz; pero si cedían a la tentación, los dolores de cabeza se harían muy violentos. Fatigosamente continuó subiendo por los peldaños que Brugh había ido cortando sobre el hielo. Reconoció la técnica impecable del gran montañero. Alberto podía vencer a Brugh en resistencia y arrojo, pero todos apreciaban a Brugh aunque se burlasen de sus «caprichos», como el de querer té en lugar de café, y utilizar el cuchillo y el tenedor para comer.
Alcanzaron el lugar que Holm y Brugh les habían señalado y levantaron la pequeña tienda portátil, dispuestos, en cuanto hubiesen tomado un poco de descanso, a calentar la lata de pescado en salsa. En un momento dado mientras Calloway se entregaba al trabajo, Mayhew, aunque extenuado, salió a la entrada de la tienda para ver si bajo la luz del ocaso se advertía algún rastro de Alberto. A través del catalejo, examinó el flanco del Pangbat. Jamás la montaña había estado tan bella. La luz del crepúsculo derramaba por encima de las nubes un tenue resplandor sobre la nieve. Por un instante pareció que hacía calor sobre el Pangbat, Mayhew desvió la mirada hacia la cumbre, deseando gozar de la luz hasta el último momento. ¡La forma del Pangbat había variado! A través del lente vio que la cornisa que había existido antes alrededor del baluarte final había desaparecido. La cima era ahora cuadrada.
—¡Eh, Calloway! —llamó. El compañero hizo su aparición—. Mira un poco la cima —dijo ofreciéndole el catalejo.
—Parece como si hubiera habido una avalancha —dijo gravemente Calloway.
Cambiaron una mirada.
—Sea como sea, esta noche no podemos avanzar.
—No —convino Calloway.
Llenos de duda esperaron. ¿Podrían seguir avanzando? De una cosa estaban seguros: de no poder hacerlo antes del alba.
Calloway volvió a la tienda a continuar guisando y Mayhew lo siguió. Entre las cumbres, el pequeño lugar en que se encontraban y la minúscula lata de conservas parecían sus únicos recursos. Pero se esforzaban en no pensar en ello.
—¿Señas luminosas?… —preguntó Calloway en un momento dado.
—Déjame ver —repuso Mayhew.
Fue en aquel instante, cuando la luz moría en el horizonte como una marea que desciende rápidamente, cuando oyeron el grito de Alberto. Salieron y le vieron surgir de la nieve.
—¡Aquí estoy! —gritó—. ¡Qué idea la de dejar ahí fuera este bloque de hielo! Uno tropieza con él.
—Hola, Alberto —repuso con dulzura Calloway.
Comprendía los sentimientos de Holm, tan agotado como para buscar cuestiones.
—Precisamente estábamos hablando de ir en vuestra busca —dijo Mayhew.
—He alcanzado la cima —jadeó Alberto—. So… solo.
—¡Bravo! —dijo Calloway.
—¡Espléndido! —exclamó Mayhew.
Le cogieron por los brazos y lo condujeron bajo la tienda. Calloway llenó una taza de hojalata con el tibio guiso; luego llenó dos más, una para sí y otra para Mayhew. Fueron comiendo, esperando el momento en que Alberto levantase la cabeza.
Finalmente Alberto suspiró.
—Me siento mejor —dijo.
—¿Dónde está Brugh? —se apresuró a preguntar Calloway.
—Ha muerto —repuso con sencillez Alberto. Y les contó todo lo que había ocurrido—. Yo lo precedía. Brugh, ayer, no pudo avanzar lo bastante y por esto decidimos caminar hoy cada uno por nuestra cuenta. Yo, precediéndole, alcancé al mediodía la cumbre siguiendo una pendiente distinta de ésta. Cuando estuve a medio camino decidí hacer un rodeo y alcanzar el otro lado de la montaña donde no había nieve tan resbaladiza, Brugh, en cambio, siguió el itinerario directo. Bien, yo me encontraba allí arriba…
Se detuvo para tragar un grueso bocado.
Por primera vez se dio cuenta de que las cosas no se presentaban demasiado bien para él. No había pensado antes en ello, pero, desde luego, no quedaba en muy buen lugar al no haber visto a Brugh, ni haber pensado en él, ni imaginar que se le podía atribuir una cierta culpabilidad en su muerte. No se le podía atribuir haberse llevado consigo el oxígeno; además, no se había dado cuenta de ello hasta que estuvo demasiado arriba para retroceder. Pero estaba contento de haber abandonado la botella allí, donde nadie la encontraría jamás. En la cumbre no había sido capaz de formularse ningún pensamiento; ésta era la verdad. Y, sea como fuera, la cornisa se habría desprendido igualmente a pesar suyo… Ya tenía una profunda hendidura en la base.
Masticó lentamente un bocado, lo tragó y prosiguió:
—Fue terrible, muchachos. —Al decir esto los miró fijamente—. La cornisa se desprendió en el preciso momento en que yo la estaba mirando. Cayó primero un pequeño fragmento y, de momento, no temí que ocurriera nada grave. Pero la nieve comenzó a rodar hacia abajo en avalancha. En aquel instante advertí un punto negro que avanzaba y supuse que era Brugh. Grité, vociferé, pero él no pudo oírme. No ha quedado rastro de él.
Tenían que creerle porque decía la verdad. Y lo creyeron con una prontitud que lo alivió. Los dos rostros graves le devolvieron la mirada.
—¡Pobre Brugh! —dijo Mayhew, dejando su taza. No le era posible seguir comiendo.
—Es extraño —dijo Calloway—. Los porteadores habían predicho a Brugh que alguien moriría si tú alcanzabas la cumbre. Dijeron que el Pangbat se vengaría matando a alguien.
Su rostro alargado y melancólico, daba la impresión de una calabaza amarilla y marchita.
—Ésta es una superstición —se apresuró a decir Alberto— que no tiene nada que ver conmigo.
—No me refiero a esto —observó Calloway.
Mayhew hizo eco a sus palabras.
Y los dos se encerraron en sus sacos de piel.
—¿Y si intentáramos hacer mañana un reconocimiento por los alrededores? —propuso Mayhew—. Blastel y Brewer nos alcanzarán por poco que tengan provisiones suficientes. Alguien tendrá que volver al campamento base para avisarlos.
—Yo iré —dijo Alberto. Era inútil, y lo sabía, buscar a Brugh; pero que fueran ellos si así lo deseaban.
Se tumbaron en silencio bajo la pequeña tienda, pero era imposible conciliar el sueño.
—¡Vaya suerte la mía! —dijo de repente Alberto—. ¡Hubiese podido ser yo la víctima, en lugar de Brugh!
Aguardó a que alguno de los dos compañeros le contestase. Pero ninguno habló.
En el campamento base, Frisk había enfocado a Alberto con el objetivo de su máquina fotográfica mientras Holm se dejaba resbalar sobre la última pendiente, según la técnica que Brugh le había enseñado. Acabó con una elegante parada precisamente delante de la máquina.
—¡Aquí estoy, vencedor de la cima! —gritó.
—¡Bravo! —exclamó Kit. Luego, tras una rápida mirada preguntó—: ¿Dónde están los demás? ¿Has bajado solo?
Él tuvo que repetir entonces toda la historia. Hizo su relato bien, con sencillez y claridad, con las mismas palabras que antes había empleado. Luego añadió:
—Sé que no hay la menor esperanza, pero he enviado a Calloway y Mayhew, aunque solamente fuera para mirar. Sus raciones y las de Blastel y Brewer son abundantes; lo he comprobado yo mismo. Todavía estaban bastante frescas.
Kit fue la primera en hablar. Habló de prisa, como si quisiera adelantarse a todos, y lo consiguió. Inmediatamente había pensado que tenía que ser ella quien había de expresar con palabras lo que Frisk y Elmer Baum pensaban en aquel momento; lo que incluso Rexall podía pensar tras de su rostro siempre en movimiento al masticar tabaco.
—¿Por qué no los has acompañado, Alberto? —preguntó.
Él los miró a todos envuelto en su blanca pelliza. Parecía muy seguro de sí mismo. Pero comenzó a tiritar; todo su cuerpo fue poseído de un intenso temblor y sus ojos se hicieron vidriosos. Semidesvanecido, se dejó caer sobre la nieve.
—Acostadme —tuvo tiempo de balbucir—. No puedo más.
Kit, después de haberle rodeado de botellas de agua caliente y suministrándole tazas de caldo y de aguardiente, sintió de nuevo bajo sus manos el fuerte cuerpo de Alberto. No comprendía bien aquel estado de abatimiento que tuvo postrado a Alberto durante veinticuatro horas Calloway regresó al frente del grupo con los porteadores indígenas y con Mayhew, Brewer y Blastel. Dijeron que no habían encontrado la menor huella de Brugh. La avalancha había llenado de nieve el valle. No hubo más remedio que regresar.
En silencio se enteraron de la muerte de Coombes. Sólo Calloway observó:
—Siempre me había preguntado por qué había venido.
—No era muy fuerte —comentó Rexall. Diez minutos antes había dado la noticia a Alberto y Holm había acogido la información con un breve comentario:
—Este muchacho carecía de espina dorsal.
Y Rexall le había censurado esta crítica.
—El pobre Coombes ha muerto, Alberto —dijo con dulzura Kit.
—Rexall me lo ha dicho —respondió Holm—. Ha sido una lástima. No creí que estuviera tan mal.
—Fue desagradable que te hubieses ido sin despedirte de él. Le dije que, al irte, me habías encargado que le saludara en tu nombre.
—Menos mal —dijo Alberto—. Hubiese tenido que pensarlo yo; pero tenía tantas cosas en la cabeza…
Se le escapaba a Kit, con su sonrisa y esta condena de sí mismo. Se sintió inquieta y a disgusto; estos sentimientos habían prevalecido en ella desde el instante de su regreso. Alberto era demasiado conciliador, dispuesto siempre a acoger su mirada con una sonrisa. Kit se daba cuenta de que no podía fiarse de él. Cuando Alberto tenía frío y estaba cansado solía sentirse de mal humor. Alberto, enfermo, mostrábase arisco siempre. Pero ahora aterraba a Kit su expresión bonachona y franca.
—Me acordaré de su familia —oyó que le decía a Frisk una hora más tarde—. Cuidaré de que nada les falte.
Frisk insistía en que Alberto le relatase punto por punto su ascensión al Pangbat.
—¿Cómo te sentiste allá arriba, Alberto? —le preguntó.
Su bella sonrisa iluminó todo su ser.
—Como un rey —repuso al instante.
—¿Cuando viste a Brugh por última vez? —preguntó Frisk señalando con el índice a Alberto.
—Yo estaba sobre la cumbre —repuso pacientemente Alberto— le vi subir. Empecé a gritar… no —corrigió— no grité hasta que el borde helado se desprendió. Sabía que era peligroso cuando se está rodeado de nieve helada: algunas veces se provocan así las avalanchas. Vi la cornisa de hielo derrumbarse, adiviné lo que iba a ocurrir y entonces grité…
La perfecta transparencia de los azules ojos de Alberto no se atenuó, pero una duda relampagueó también en la mente de Kit.
—«¡Ha gritado antes! —pensó—. ¡He aquí, pues, lo que por instinto había presentido!».
Este pensamiento iba adquiriendo en ella una fuerza arrolladora. ¡He aquí, pues, lo que Alberto ocultaba! Pero no podía hablarle de ello, no sólo porque estábase levantando ahora el campamento y reinaba una gran confusión, sino porque tampoco estaba muy segura de la necesidad de decírselo.
¿Podía censurársele por haber gritado a Brugh en aquel momento que creyó de peligro para él? Si, como le había contado a Frisk, había olvidado hacer fotografías sobre la cumbre del Pangbat, ¿no era quizá razonable pensar que hubiese olvidado también el peligro de un grito que hiciera tambalearse unas inestables masas de hielo? La inexorable conciencia que había heredado Kit de su padre, respondía a esto diciendo que si Alberto había gritado, o por cualquier razón tocado la cornisa helada, y la nieve, inestable a causa de su sobrecarga, había caído transformándose en avalancha y arrastrando a Brugh en el abismo, entonces el propio Alberto hubiese tenido que darse cuenta de lo que había hecho, y debía hablar…
Estas reflexiones fueron arraigando en ella como un temor espiritual que no la dejaba sosegar ni de día ni de noche. Entre ella y los hombres estos pensamientos suyos se interpusieron como un deber al que se hubiese faltado. Imaginaba que todos, aunque callasen, sabían. Inexpresado aún lo presintió entre ella y Juan Baker que los aguardaba en el límite de las nieves. Ella, deliberadamente, había precedido un poco al grupo, y encontró a Juan Baker fuera de su tienda ocupado en fumar su pipa después de la comida. Él se levantó y se apresuró a ir a su encuentro.
—¡Es usted la primera! —exclamó y, en su alegría, la abrazó ligeramente.
—Hemos perdido a Brugh —se apresuró a decir Kit. Y en pocas palabras le refirió la muerte de Brugh y Coombes.
Ya los otros estaban llegando seguidos de los porteadores indígenas que llevaban los restos mortales de Coombes envueltos en una sábana.
—Me había encariñado con Brugh —dijo.
—Todos nos habíamos encariñado —repuso ella.
No se dijo nada más. Después de un breve descanso reemprendieron de nuevo el descenso hasta el punto elegido para establecer el campamento más cercano al valle. No se habló más de ello; sin embargo, Kit sentía el peso del silencio de Alberto gravitar sobre ella y Baker, quien ostensiblemente evitaba a su marido. Sentía este peso en la reticencia de Calloway, en la cortesía de Mayhew, en la premura de Blastel, y en la tranquila actividad de Brewer sin ser solicitado, se ofreció para el cuidado del cuerpo de Coombes que al llegar al valle, fue encerrado en un ataúd chino que se selló luego y pesaba como un tronco de caoba. Bremer, con la ayuda del doctor Baum y comprendiendo la necesidad de hacerlo, había embalsamado el cuerpo congelado preparándolo para el regreso al pueblo de Connecticut donde los padres del muerto estaban esperando. Encontraron el ataúd en un pueblo tibetano; había pertenecido en otro tiempo a un mandarín chino que regresaba de la India a su patria y que encontró la muerte en el inspirado desbordamiento de un río del Himalaya.
El ataúd que formaba parte de su indispensable equipaje había sido arrastrado por la corriente, recuperado luego y vendido.
Oficialmente se daría en Bombay por terminada la expedición. Alberto había decidido evitar Calcuta. En Bombay les aguardaba la bienvenida del Círculo Americano, cuyos componentes sentíanse orgullosos de que un americano hubiese llevado a cabo con éxito una expedición al Pangbat. Previendo el día de la bienvenida, Kit sintió próximo el momento tan inevitable como el juicio final: cuando —se estremecía al pensarlo— los periodistas, tomando notas, le dijeran:
—Por favor, señor Holm, háblenos de la muerte de Ronald Brugh.
Kit se vería entonces obligada a escuchar nuevamente a Alberto refiriendo cómo Brugh había encontrado la muerte, y tendría que ver los ojillos penetrantes de Juan Baker fijos en los de su marido… Decidió que antes de que llegara este momento ella obligaría a Alberto a confesarle toda la verdad.
Kit había decidido que en el curso de una de aquellas noches, en la oscuridad llena de espíritus, diría:
—Alberto, cuéntame lo que ocurrió en realidad.
Y le obligaría a hablar allí, en la India, donde vivían ignorados y llegaría a conocer tal vez de qué materia estaba hecho, mejor aún de lo que había conseguido conocerlo hasta la fecha. Alberto no tardaría en verse objeto de la idolatría de la multitud y quizá bajo el manto de la popularidad dejaría de ser para siempre quien era. Pero allí, en la India, nadie se preocupaba de saberlo ni qué era lo que había hecho. Fuera lo que fuese lo que el porvenir le tenía reservado, allí no era más que un blanco al que se miraba de soslayo como a todos los de su raza. En aquel lugar estaban como amurallados en el intenso aislamiento entre los blancos y la gente de color, y a Kit le parecía no haber estado jamás tan sola como ahora con Alberto.
Así, sola con él, sintió próximo el instante que había imaginado. No le hubiese sido posible decir cómo éste se había acercado, pero, esperándolo, interrogando su presencia, sobrevino el momento en una noche de insomnio.
«¿Por qué no ahora? —pensó—. ¿No es éste el momento? No estaré nunca tan sola con él como lo estoy ahora».
Y así, como un oráculo, oyó una voz que le decía fríamente:
«Si consideras que éste es el momento, lo es entonces de verdad».
De repente, en la oscuridad, dijo en voz alta:
—Alberto, ¿empujaste quizá aquella cornisa de nieve?
Él, agitándose a causa del calor en el enorme lecho, se volvió hacia el otro lado. Por la misma razón, Kit había permanecido inmóvil sobre su costado. Él no se movió. Durante unos instantes, en la apacible oscuridad, Kit oyó solamente el leve y sordo rumor de un lagarto que se dejaba caer de la pared al suelo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó él.
Ella repitió pacientemente su pregunta:
—Cuando estabas sobre la cumbre, ¿hiciste alguna cosa, gritaste, tuviste algún movimiento que pudiera provocar la avalancha que causó la muerte a Brugh?
Estaban, en efecto, solos en el vasto mundo. Desde alguna infinita lejanía llegó hasta ella una música plañidera, pero no significaba nada para Kit. Ignotas distancias les separaba de todo cuanto les era familiar. Alberto no podía escabullirse con ninguna evasiva.
Sin embargo, no había contado con la única posibilidad de evasión de Alberto, la de encerrarse en sí mismo. Por mucho que Kit llamase a aquella puerta, permanecería cerrada si él así lo deseaba. Y así, ahora, guardó silencio.
—Habla, Alberto —insistió con dulzura Kit.
Si balbuceaba o protestaba, ella sabría a qué atenerse. Le sería fácil destruir las evasivas de Alberto o rebatirlas; pero ¿y si callaba? Alberto podía escudarse tras su silencio y encerrarse en su mutismo. No contestó. Kit aguardaba su respuesta.
—Sé muy bien que no estás durmiendo —dijo por fin.
—¿Y bien? —preguntó él con insolencia, como si hubiese estado esperando que ella insistiera.
—Esperaré —contestó Kit.
—Pues espera entonces.
Él ahuecó la almohada, le dio la vuelta y volvió a tenderse en su obstinado silencio.
—Si callas —dijo Kit— quiere decir que eres culpable.
¡Era cruel, pero había que usar sus mismas armas!
—Te equivocas. Si callo es porque no quiero hablar —replicó Alberto.
—Si no hablas es porque no te atreves.
—Lo dices tú —gruñó él.
—Es lo que pienso.
Silencio. Después de una larga espera, ella estuvo segura de que él no diría nada. Como un chiquillo perverso gozábase del efecto que su silencio producía en ella.
—Estoy realmente hastiada de tu silencio —dijo con calma en la oscuridad—. Crees que puedes evadirte de mí callándote, pero el silencio es positivo y me demuestra que has hecho algo que no quieres confesarme. Es como si hablaras. No importa que me digas que no hablarás. Y si no hay lugar para mí en lo íntimo de tu ser, esto significa que seguir viviendo contigo, o vivir sea como fuera bajo tu techo, no tiene ningún sentido. Tú eres como un hombre cualquiera, como un desconocido. Y si es así, te dejaré, como estoy dispuesta a dejar a quien sea cuando entre nosotros no haya motivo para hablar.
Observó la inmovilidad de él y comprendió que estaba sopesando estas palabras.
—No sé qué es lo que quieres decir —murmuró al cabo Alberto.
—Sí, lo sabes. Pero, si lo deseas, te repetiré lo dicho. Si no contestas a mis preguntas, te dejaré en Bombay y regresaré sola a casa, decidida a no volver a verte por poco que pueda.
Él le agarró un brazo en la oscuridad.
—¡Kit, estás loca! ¡Tú no puedes hablarme así…! ¡Eres mi mujer!
—No lo soy si te niegas a hablarme.
—¡Eres mi mujer, haga lo que haga!
—No.
De nuevo hubo un largo silencio. A pesar suyo, Kit pensó en la otra, en Liliana.
—¡Malditas sean todas las mujeres! —exclamó en voz alta Alberto—. ¡Todas son iguales, curiosas, habladoras, siempre dispuestas a entrometerse en cosas que no les incumben!
También, él pensaba en Liliana. Kit se hallaba en el momento álgido, se daba cuenta de que su decisión era inminente… La primera palabra que él pronunciase concretaría sus dudas. Repulsión, hastío, la plena comprensión de su eterna niñez. La voz de Alberto se dejó oír todavía una vez, llena de turbación y con un tono de súplica:
—¿Qué quieres que te diga, Kit?
La decisión de ella vaciló un poco.
—Sólo la verdad —contestó.
Podía esperar todavía un momento. Luego, la voz de Alberto sonó de nuevo, siempre vacilante y llena de humildad.
—No he hecho lo que tú pareces pensar, Kit. Lo juro ante Dios… La verdad es que me olvidé de Brugh. Lo había dejado durmiendo…
—¿Por qué lo dejaste?
—Pues porque el primer día habíamos caminado cada uno por cuenta propia. Te lo dije. Habíamos quedado de acuerdo en que, de esta forma podríamos caminar mejor. Así es que le dejé cuando me pareció. El día anterior señalamos sobre el mapa el itinerario a seguir.
—Pero tú seguiste otro.
—Él estaba en condiciones de darse cuenta de por qué lo había hecho cuando llegó al punto de mi cambio de ruta.
—Pero ¿llegó? —insistió ella.
—No. —El monosílabo fue pronunciado con voz colérica—. Pero yo no podía hacer nada, ¿no te parece? —De nuevo hizo una pausa, y luego prosiguió—: La cornisa me privaba la vista y por esto la empujé un poco: esto es todo. No llevaba ninguna otra intención. Luego vi a Brugh. Grité, pero él no me oyó. Y aquella maldita nieve comenzó a contraerse y luego a caer. Fue todo demasiado rápido para que yo pudiese evitarlo.
Ella pensó tristemente que podía ser verdad. Desde luego, su voz no parecía mentir. La verdad era siempre así, tan sencilla, después de todo, como cualquier otra cosa. Alberto había empujado la cornisa, pero no había matado a Brugh.
No era capaz de lo que Kit había temido. Resultaba más justo decir que se comportaba ni más ni menos como un chiquillo; había encontrado delante de él una pared de hielo y había deseado ver qué había detrás de ella; por esto la había empujado. En suma, Brugh había sido víctima de un accidente, precisamente a causa de la estupidez de Alberto, quien no podía ser considerado más culpable de lo que pudiera serlo un niño que naciese falto de un brazo.
—Pero ¿no bajaste para tratar de socorrer a Brugh? —preguntó.
Él le contestó con ardor, como un muchacho deseoso de rehabilitarse después de un fallo.
—Kit, créeme, no hubiera servido de nada. Además yo también estaba medio desfallecido. Cuando se está a la altura donde yo me encontraba, apenas si se puede hacer un movimiento; está uno como anonadado. Apenas si tuve fuerzas y facultades suficientes para volver al campamento. Por otra parte, un hombre solo no habría bastado para llevar a cabo la empresa. Cuando estuve en condiciones de pensar, envié tras el rastro de Brugh a cuatro hombres de la expedición. Pero sabes muy bien que no consiguieron encontrar la menor huella de él.
También esto, Kit, a pesar suyo, había de reconocerlo como cierto.
—¿Es todo lo que deseas saber, Kit? —preguntó al cabo.
—Creo que sí… —repuso ella, después de un instante.
—¿Te das cuenta ahora de cómo ocurrió? —insistió todavía él.
—Creo que sí.
La decisión, aquella decisión extrema de que desde hacía tanto tiempo acariciaba, se había ocultado de nuevo en su interior, como un animal en su guarida. ¿Cómo decidir contra un niño, aun cuando éste no fuera el propio?
Alberto rió aliviado:
—¡Bah, Kit, no me parece tener tanto calor como antes! Tengo la impresión de que tú me has hecho subir la temperatura durante unos minutos. —Se apretó junto a ella y Kit no se movió de su rígida postura sobre el colchón cubierto con una estera—. Creo que voy a poder dormir, ahora —le murmuró al oído.
Y, como un chiquillo, se quedó dormido casi instantáneamente. Cuando Kit trató de mover el brazo que tenía debajo de él, sintió a Alberto grávido de sueño y reposo. Pero ella velaba en la oscuridad observando la guarida y el animal que se había refugiado en su interior… Durante horas, miró fijamente a ese animal, pero no se acercó a él, ni le animó a que se acercara. No podía decidir nada todavía. Realmente la decisión se había hecho ahora definitivamente más difícil. No se trataba ya de dejar o no a Alberto. Ahora ceñíase a otro punto de vista: ¿Se podía abandonar honradamente a un chiquillo?